—No, no me baja. ¿Tienes un cigarro?
Reina fumaba en casa desde el principio de aquel verano, y asumí que el permiso me amparaba a mí también.
—Claro. ¿Desde cuándo fumas? —me preguntó, su sorpresa creciendo mientras rebuscaba en el bolso que había dejado enganchado en el respaldo de la silla.
—Desde hace cuatro o cinco horas.
—Ya. ¿Pall Mall? Te lo digo porque éste es negro.
—He estado fumando negro toda la tarde. El Pall Mall se le ha acabado.
—Lástima —sonrió—. El otro mola más.
Asentí con una sonrisa. Ella torció la cabeza para darme fuego y no pude ver su rostro cuando formuló por fin la pregunta que esperaba desde el principio.
—No te habrás dejado meter mano, ¿verdad?
—Por supuesto que no —respondí, procurando evitar cualquier énfasis sospechoso.
—No, si a mí no me importa, allá tú, pero te lo digo porque no creo que convenga dejarles. Yo les hago esperar siempre…
—Ya lo sé, Reina, lo sé.
Lo sabía de sobra, conocía con una precisión exhaustiva cada una de las etapas del calendario que mi hermana había elaborado para sí misma, con una libertad de espíritu similar a la que había derrochado Paulina para reinventar la receta de la ensaladilla rusa, una escala que aumentaba de dos en dos semanas hasta que se cumplían los seis meses de noviazgo, una auténtica reválida tras la que, por lo general, pero no siempre, el sufrido sujeto sobador adquiría ciertos derechos a convertirse en objeto sobado. A fuerza de escucharlo, me lo había aprendido todo de memoria, con la misma técnica que había empleado de pequeña para retener las tablas de multiplicar, por pura repetición, pero empezando por el final, que era lo más fácil.
—Además —insistió—, siendo alemán, más te vale ponerle en su sitio desde el principio, porque ya sabes cómo son las tías por ahí. Cantidad de frescas. No se cortan nada, vamos, allí acostarse con un tío es como aquí tomarse una caña.
—No, otra vez no, por favor —susurré—, Dios mío, otra vez no…
En aquel momento, hubiera vendido mi alma por un pasaporte francés, pero mi hermana ya no me escuchaba, porque Pedro acababa de entrar en la cocina y la estaba metiendo prisa.
—¿Has quedado? — entonó con un acento casi maternal, y yo negué con la cabeza. Aquel verano ya nos dejaban salir por la noche, pero cuando me despedí de Fernando estaba tan alterada que no fui capaz de recordarlo—. Vente con nosotros entonces, anda.
—No, no me apetece. Estoy muy cansada.
Y lo estaba. Apenas media hora más tarde caería en la cama como un peso muerto y me dormiría enseguida, por primera vez en muchos días.
Pero antes de acostarme cedí a la tentación de encerrarme en el baño para mirarme en el espejo, y aprendí poco a poco que aquellos ojos, y aquella piel, y aquellos rizos, y aquellos labios eran los míos, porque eran el reflejo del rostro que él había querido mirar, y mi repentina belleza no era sino la huella más profunda de su mirada. Me estudié atentamente, y me estremecí al comprender que lo importante no era verme guapa, sino simplemente verme, o quizás, verme con sus ojos, ser capaz de desprenderme de mí misma para observarme desde un corazón ajeno, y gustarme, y decidir entonces que podía volver de nuevo a ser una sola cosa. Nunca me había sentido tan a gusto con lo que me había tocado en suerte, y nunca había estado tan segura de ser no ya alguien valioso, sino simplemente alguien.
Me desnudé despacio, y contemplé mi cuerpo en el espejo como si nunca lo hubiera visto antes, y comprendí que era hermoso, porque él me había dicho que era hermoso. Cerré los ojos y lo recorrí lentamente con mis manos tibias, intentando reseguir los caminos que sus yemas habían hollado antes, y sucumbí a un fantasmagórico temblor al recuperar el contacto de sus manos frías cuando se hundieron sin anunciarse debajo de mi ropa, y treparon por mis costados para trazar senderos paralelos que no se borrarían nunca, descubriéndome, a medida que avanzaban, la calidad de mi piel, como si yo jamás la hubiera sentido, como si ignorara incluso que existiera y que su función consistía en recubrir mi carne, devolviéndome al mismo tiempo, mezquino y grotesco, el episodio del Ford Fiesta y mi propia tosca desesperación, un recuerdo ácido que apenas sobreviviría al forcejeo de sus pulgares, que tropezaron con mi sujetador y se detuvieron, indecisos, antes de ensartarse a presión entre la tela y mis costillas y estirar hacia arriba con un gesto enérgico, los corchetes incólumes forzando una tensión insoportable bajo mis axilas mientras sus dedos se aferraban a mis pechos como un ejército de niños desesperados y hambrientos, entonces me separé de él, y me dio miedo ver cómo me miraba, pero le pedí que me liberara del doloroso cilicio que amenazaba con desprender mis brazos del tronco y sonrió antes de complacerme, eres una tía muy rara, india, y yo sonreí al escucharle, antes de que mi sujetador cayera al suelo como un cadáver de trapo, y creí que mi vestido seguiría el mismo camino, pero él extrajo con delicadeza mis brazos de las mangas y lo arremolinó entero alrededor de mi cuello, descubriendo mi cuerpo para mirarlo despacio, y fue entonces cuando sus ojos me dijeron que era hermoso, pero no logré apurar esa emoción, porque sus manos actuaron deprisa para arrebatármela y precipitarme en una emoción nueva, asiendo bruscamente mis caderas e impulsándome con urgencia hacia delante, como si quisieran privarme de cualquier apoyo, y aquel gesto hizo saltar un resorte automático en el fondo de mi cerebro, y aunque tuve que estirar los brazos hacia atrás y aferrarme al asiento para no caerme, aún dispuse de tiempo suficiente para contemplar su asombro, el estupor que acudía deprisa a sus rasgos mientras yo me balanceaba plácidamente contra él, interpretando correctamente su dureza, eres una tía muy rara, Malena, repitió, y eso fue bastante, dejé caer mi cabeza hacia atrás cuando él inclinó la suya sobre mí, y un golpe de viento hizo ondear mi vestido blanco como la capa de una princesa medieval mientras sus labios acertaban a atrapar uno de mis pezones, y aunque tenía los ojos cerrados, conseguí ver con claridad aquella imagen, dos jinetes dementes, solos en el mundo, a lomos de una moto de la segunda guerra mundial, en la exacta frontera entre un encinar más que centenario y la frágil muralla de un palacio plebeyo, levantado piedra sobre piedra por una dinastía de aventureros malditos con el mismo dinero que les había podrido la sangre.
A la mañana siguiente, cuando entré en la cocina para prepararme el desayuno, me tropecé con Nené, que me estaba esperando con el brazo derecho rígidamente estirado, la palma recta, los dedos apretados, mientras silbaba lo mejor que su repertorio daba de sí.
—Eso es la marcha de
El puente sobre el río Kwai
, imbécil —dije al pasar a su lado, con la característica sonrisa que algunos dioses condescendientes reservan para un eventual tropiezo con los groseros mortales.
—Claro —me replicó, muy segura—. ¿Qué pasa? ¿No te gusta?
Puse a calentar la leche y contesté sin volver la cabeza.
—Esa era la canción de los prisioneros ingleses, y si te crees que me molesta, es que eres un caso límite, bueno, límite no, más bien toda una oruga, porque a ver si te enteras de que no tiene nada que…
—¡Nené! ¡Baja ahora mismo ese brazo, idiota! Hay que ver, pero tú, ¿eres subnormal, o qué?
Los gritos introdujeron en la escena un ingrediente que por fin la hizo digna de ser contemplada, y me volví lentamente, preguntándome si seria posible que, en aquella casa, alguna voz consiguiera engañarme todavía.
—¡Largo de aquí! — efectivamente, la memoria de mis oídos era irreprochable—. ¡Vete al porche! Tengo que hablar con Malena.
Macu se me acercó con una sonrisa de pura complacencia que no fui capaz de interpretar. Luego, con una paciencia insólita en tan rara cultivadora de silencios, esperó a que terminara de reunir mi desayuno y me ayudó a transportar las tostadas hasta la mesa. Allí, se sentó frente a mí y sonrió de nuevo, sin decidirse todavía a decir nada.
—¿Qué pasa, Macu? — el desayuno era mi comida favorita y no estaba dispuesta a sacrificarlo mientras escrutaba los rasgos de una esfinge tan simple—. ¿Qué querías decirme?
—Yo… —arrancó como si le fuera la vida en cada sílaba. Luego comprendí que en realidad le iba mucho más que la vida—. Yo quería pedirte un favor.
Asentí con la cabeza, pero mi gesto no debió de parecerle lo suficientemente expresivo.
—¿Cuál?
—Yo… Si tú… Si tú se lo pidieras a Fernando…
—¿Qué?
Macu se levantó de golpe, estrelló los puños contra la mesa y me dirigió una expresión de súplica tan intensa que me asusté.
—¡Yo quiero unos Levi's etiqueta roja, Malena! ¡No hay una sola cosa en este mundo que me apetezca más que unos Levi's etiqueta roja! Ya lo sabes, llevo años detrás de esos pantalones, y mi madre no me deja que se los pida a nadie porque dice que soy una estúpida, pero yo no tengo la culpa de que en este país de mierda no haya nada de nada, y yo los quiero, yo…
Se sentó de nuevo. Parecía más serena, y sonrió para tranquilizarme, pero mientras hablaba, se retorcía una mano con la otra como si pretendiera desollarse los dedos.
—A Fernando no le costaría trabajo comprarme unos. En Alemania hay de todo, y mamá nunca se enteraría. Eso no significa que no piense pagárselos, claro, por supuesto que se los pagaría, ya lo sabes, lo que me pidiera, sacaría el dinero de donde fuera. Por eso, si a ti no te importara echarme una mano, yo… Me he fijado muchas veces en cómo te mira, y anoche, Reina me contó, bueno… Yo creo que, si tú se los pidieras, él me mandaría unos, estoy segura.
Levanté una mano para imponer una tregua. Nunca se negoció la paz por un precio tan barato.
—Cuenta con ellos, Macu.
—¿Seguro?
—Seguro. Si hay algún problema, le pediré unos para mí y cambiaré mi talla por la tuya. Pero no va a haber ningún problema. Tendrás los pantalones.
—Gracias. ¡Oh, Malena, gracias! — se acercó a mí y me besó en la mejilla—. Muchísimas gracias. No… No puedes saber lo importante que es esto para mí.
Luego, mientras mis dientes se hincaban con ansia en la costra del pan tostado, pensé que, incluso si Fernando no volvía a dirigirme una mirada en toda su vida, ya me habría regalado aquella escena y nadie podría quitármela nunca. Me sentía tan grande como el cedro del jardín, y tan invulnerable como la roca verde que había pasado de mano en mano durante siglos sólo para que el abuelo quisiera regalármela un día cualquiera, y sin embargo, apenas unas horas más tarde, aquella misma noche, esa sensación gloriosa se me antojaría tan lejana e improbable como si la hubiera vivido en mi propia cuna.
Marchábamos muy despacio por el margen derecho de la carretera y el mundo todavía se plegaba a mis pies, como si bajo sus plantas asomaran los picos de una luna menguante y humilde, igual que la que pisaba la desdeñosa Virgen del colegio, cuando Fernando desprendió de su cintura mi mano derecha y la llevó unos centímetros más abajo, para apretarla después contra la bragueta de sus míticos Levi's etiqueta roja.
—¿Sabes lo que es esto?
—Sí, claro.
En realidad tenía solamente una idea aproximada, pero todavía me sentía segura, y risueña, y todavía confiaba en mis catastróficas facultades para el cálculo mental, que me habían llevado a inducir, con un margen de error que juzgué deleznable, que Fernando, básicamente, era un mentiroso tan ingenuo como yo, sobre todo porque, de lo contrario, la noche anterior no habría aceptado las apresuradas excusas que emití al descubrir que la hora excedía en cuarenta y cinco minutos de la más flexible de las convocatorias para la cena. Entonces, si lo que me había contado hubiera sido verdad, no me habría dejado marchar tan fácilmente, sino que me habría violado allí mismo, encima de la moto, en virtud de las universales leyes del comportamiento masculino que ni yo misma sabía dónde había aprendido, pero que, era de suponer, regían igualmente en Centroeuropa. Sin embargo, él sólo me preguntó qué me pasaría si llegaba aún más tarde, y yo le contesté que seguramente mi madre me castigaría sin salir, y cuando indagó acerca de la duración de ese castigo y yo le informé de que, aun dependiendo de la dosis de mala leche que hubiera acumulado mamá durante el día, podía oscilar, más o menos, entre una semana y un mes, aunque generalmente la sentencia se conmutaba antes de cumplirse el plazo, torció la cabeza y musitó que entonces no merecía la pena, y me dejó ir. Después, lo que había sucedido aquella misma tarde confirmó mi primera impresión. Habíamos recorrido abrazados la mitad de los bares de Plasencia, hablando mucho, y besándonos cuando no hablábamos de aviones —él estudiaba una carrera equivalente a la de ingeniero aeronáutico—, de hermanos —tenía dos, una chica de mi edad y un niño más pequeño—, de amigos —también tenía dos, al menos íntimos, y uno de ellos, que se llamaba Günter, era hijo de una española nacida en el exilio—, de Franco —me contó que su padre había decidido volver para intentar comprender qué se sentía aquí después de su muerte, aunque él pensaba que era otra muerte inminente, la del abuelo, la auténtica razón de su regreso—, de lo baratas que eran las copas en España, de
El baile de los vampiros
, de Jethro Tull, de los Who, y de otras pasiones comunes. Cuando volvió a buscarme a medianoche, vencido ya el fastidioso trámite de la cena familiar, por un instante tuve la sensación de que la sonrisa con la que me saludó era distinta de la que había esbozado al despedirme en el mismo lugar a las diez y media, pero achaqué la ambigua punta de perversidad que brillaba en uno de sus colmillos a las travesuras de la luz de luna, casi llena, que envolvía su figura en una incierta niebla de plata templada, y sólo cuando apartó mi mano con suavidad y la depositó sobre su muslo, para recuperarla un par de segundos después e introducirla con un gesto pausado en el interior de sus pantalones, sentí una oleada de auténtico terror.
—¿Y qué te parece?
—¡Oh! Pues… —me hubiera gustado detenerme a pensarlo, pero entre mis dedos latía la prueba de una intuición vieja y poderosa, la mágica potencia del deseo de los hombres, que escapa de su interior como el espíritu de un demonio ajeno y es capaz de materializarse para proclamar con soberbia que está vivo, imponiendo una metamorfosis imprevista y fascinante en un cuerpo al que le está permitido contradecir todas las reglas, y retorcerse, y cambiar, y crecer a destiempo, para regalarse a sí mismo una egoísta exhibición de plenitud que siempre estaría vedada a los invisibles repliegues de mi propio cuerpo. Intenté reunir la punta de mi pulgar con las de mis otros dedos y no lo conseguí, pero sentí que su sangre se agolpaba contra mi mano, respondiendo a mi presión, y fui sincera—, me parece muy bien.