No me costó trabajo reprimir un alarido prematuro, pero tuve que imponerme seriamente el esfuerzo de adoptar un tono suspicaz.
—¿No me estarás diciendo que no te acuestas con ella?
—No —y soltó una carcajada—. No se deja.
—¡Eres un cabrón, Fernando! Te voy a matar…
Creo que nunca antes le había dirigido a nadie un insulto tan fuerte, pero mis risas lo desvirtuaron de tal manera que sólo sirvió para incrementar sus risas, y cuando empecé a pegarle, mis puños blandos posándose sin fuerza sobre su espalda, protestó con una inofensiva voz ahogada, tan falsa como mi indignación.
—Déjame, india… Nos vamos a pegar una hostia de lujo, estate quieta… Además, no es culpa mía. Si me lo hubieras dicho a tiempo, seguramente seguirías siendo virgen y, la verdad, tampoco es que se te vea muy arrepentida.
No me arrepentí nunca, ni aquella noche, ni al día siguiente, ni en los días sucesivos, y nunca he estado tan segura de hacer las cosas que tenía que hacer, ni de hacer las cosas bien, aunque otras sombras, agazapadas en los pliegues de aquellas horas que inflaron el verano como si fuera un gigantesco globo capaz de vestir el cielo y de contenerlo al mismo tiempo en su interior, escapaban con frecuencia a mi control y emprendían un crecimiento frenético que multiplicaba miles de veces su tamaño, hasta desbordar en todas las direcciones el espacio reservado a los remordimientos comunes y seguir extendiéndose, imparables, para bordear las fronteras de un territorio sobre el que yo no poseía ningún dominio. Entonces, Fernando, que era el único objeto de mi pensamiento, pasaba a un segundo plano, y era yo quien me preocupaba a mí misma, yo quien me disgustaba, yo quien, de nuevo, me sumergía voluntariamente en un pantano del que creía que los ojos de mi amante habían logrado arrancarme para siempre, y dudaba de las verdades viejas, pero no dudaba menos de las verdades nuevas.
Desarrollé un sentido especial para comprender cosas que no conocía, y tal vez esa ignorancia alimentó mi angustia con más tesón que sus propias causas, porque creía sinceramente ser la única criatura en el mundo que experimentaba, que había experimentado alguna vez, los efectos de pasiones tan intensas y tan contradictorias, y me aterraba estar segura de que Fernando no me amaba tanto como yo le amaba a él, pero me aterraba más reconocer que no era su lealtad lo que me atormentaba, sino mi propia dependencia. Echaba de menos los ingredientes del romanticismo convencional, porque nunca nos miramos arrobados con los dedos entrelazados, y no nos sentábamos en ningún banco para contemplar las puestas de sol, y nunca jamás hablamos del futuro —un tema que ambos, parejamente conscientes de nuestras circunstancias, eludíamos con un cuidado rayano en la neurosis—, y los besos, y las caricias, y los abrazos, como un frente de nubes cargadas de lluvia, nunca se agotaban en sí mismos, y me parecía que eso no estaba bien, que estábamos condenados a quedarnos para siempre en el peldaño inmediatamente inferior al sublime éxtasis espiritual que resume el amor en teoría, pero al mismo tiempo, algunas veces, mientras Fernando se movía dentro de mí, un sentimiento ambiguo, propio y ajeno, hecho a medias de emoción y de culpa, descendía desde un nivel situado muy por encima del placer corriente, para concederme una suerte de estado de gracia que me retornaba a las parcas manifestaciones de fervor religioso que habían jalonado mi infancia, aunque mi enajenación crecía hasta alcanzar cotas que jamás había rozado antes, y sin embargo no era esa pagana conexión lo que me angustiaba, sino la certeza de que si, en uno de aquellos momentos, Fernando me hubiera confesado que le apetecía mucho matarme, yo le habría rogado que me estrangulara con la misma alegría que embriagaba a los mártires cuando se precipitaban sobre las fauces de los hambrientos leones del circo. Llegué a estar tan obsesionada por esa cuestión que a veces, cuando estaba sola, mientras fingía ver la televisión, o leer una revista, o nadar, o comer, me dedicaba a calcular cuántas horas de las que habíamos pasado juntos se nos habían ido follando, y cuántas habíamos dedicado a hacer cualquier otra cosa, y el balance me daba pánico, pero no era su ansia lo que temía, sino mi propia, inagotable avidez.
Me preguntaba todos los días si en el brutal proceso de mi amor por Fernando habría influido o no, y en qué medida, el hecho de que él fuera el primogénito del primogénito de Teófila, porque ese detalle en apariencia secundario matizaba con una prodigiosa destreza las aristas de mi pasión, limando algunas y afilando otras para precipitarme alternativamente en la virtud y en una vergüenza paradójicamente deliciosa. Intentaba reconstruirme a mí misma como si trabajara sobre un personaje de ficción, y me contemplaba distinta, al cabo de una vida opuesta, para descubrir, presa de un escéptico estremecimiento, que si yo hubiera sido como mi hermana, si nunca hubiera sentido la incomprensible necesidad de querer, de saber, de apoyar y de justificar a todos los que, entre quienes me rodeaban, habían desertado antes o después del puesto que les había sido asignado en el bando correcto, tal vez jamás me habría fijado en él. Pensaba a menudo en la sangre de Rodrigo.
Algún tiempo después de nuestro primer encuentro, Fernando eligió una carretera insólita para salir del pueblo, y abandonamos pronto el asfalto para embocar el sendero de tierra que llevaba al campo de fútbol. Le pregunté un par de veces adónde íbamos, pero me contestó que no me lo podía decir porque se trataba de una sorpresa. Era noche cerrada y no pude identificar con certeza los lugares por los que circulábamos, pero estaba casi segura de haber sobrepasado con creces el desvío que había tomado otras veces, dispuesta a animar al equipo de mis amigos, cuando la moto se detuvo en la orilla del río.
—Baja —me dijo Fernando—. El puente nos pilla demasiado lejos y ya estamos muy cerca. Llegaremos andando.
Cruzamos el agua por una hilera de piedras dispuestas en línea recta, y coronamos sin esfuerzo una loma que ocultaba un pequeño edificio rectangular a los ojos de cualquiera que transitara por el camino que acabábamos de abandonar. Fernando se acercó y dio una palmada en la pared.
—Vamos a ver… ¿Qué es esto?
Me eché a reír ante una pregunta tan absurda. Enganché mis propios dedos en uno de los agujeros de aquella pared de ladrillos y aire, y respondí con el acento cantarín que emplean los niños para recitar una lección difícil que sin embargo se han aprendido de memoria.
—Un secadero de tabaco.
—¿Y qué más?
Lo miré con detenimiento y no encontré nada extraño en aquel débil tabique perforado, levantado a base de hiladas de ladrillos que se contrapeaban entre sí, generando en su alternancia una retícula de huecos que aseguraba la ventilación del interior, donde las hojas de tabaco, colgadas como sábanas sucias de las vigas del techo, se secaban lentamente.
—Pues nada más. Es un secadero de tabaco como otro cualquiera, aunque no sabía que estuviera aquí. La mayoría están río arriba.
—La respuesta no es correcta —contestó, con una sonrisa que no supe interpretar—. Míralo bien. Si descubres el truco, te ganas un premio. Si no lo descubres, seguramente también…
Me acerqué a la puerta, que estaba cerrada y asegurada con un candado, y recorrí despacio el edificio al acecho de cualquier trampa, pero no descubrí ningún detalle sospechoso.
—Me rindo —admití, cuando estuve de nuevo a su lado.
Entonces Fernando se acuclilló en el suelo y enganchó los cinco dedos de su mano izquierda en cuatro de los huecos que se abrían entre los ladrillos, y al principio no comprendí qué estaba haciendo, porque estiraba de la pared hacia sí como si pretendiera que se le desplomara encima, y yo sabía que eso era imposible pero, sin embargo, la pared se estaba moviendo. Me arrodillé junto a él en el momento preciso en que se volvía para mirarme, sosteniendo un considerable trozo de muro de forma romboidal entre los dedos.
—Bienvenida a casa —murmuró—. No es un palacio, pero sí es mucho mejor que una manta.
—Es increíble… —acaricié el filo del inútil pegote de cemento que ya no adhería el ladrillo superior a ninguna parte—. ¿Cómo lo has hecho?
—Con una lima.
—Igual que los presos.
—Justo. Me hubiera gustado hacer un agujero más grande, pero nunca me imaginé que costaría tanto trabajo, y la verdad es que me cansé bastante antes de lo que pensaba. ¿Quieres pasar?
Atravesé el muro gateando, sin ninguna dificultad, y me encontré en una estancia rectangular, vacía en sus tres cuartas partes. A la izquierda, la cosecha reciente, hojas todavía húmedas, su piel viscosa y flexible goteando rítmicamente sobre el suelo, colgaba apenas de un par de vigas. A la derecha, grandes pilas de hojas más oscuras, la cosecha del año anterior, se amontonaban contra la pared con la sola excepción de dos de ellas, que reposaban unidas en el suelo para sugerirme la imagen de una cama vegetal. Me quedé de pie, en el centro, un gran espacio libre que no debió haberlo estado en tiempos mejores, cuando el tabaco ocupaba todo el techo, todo el suelo, todos los centímetros, los milímetros de aire, y Fernando, que había entrado después, devolvió la trampilla a su primitivo lugar, y se acercó hasta situarse a mi espalda. Sentí sucesivamente sus manos, que se cerraron alrededor de mis pechos para impulsarme con brusquedad hacia atrás, y sus labios, que se aplastaron contra mi nuca.
—¿De quién es?
—De Rosario.
—¡Pero si es tu tío!
—¿Y qué? Está ya muy mayor, ha vendido casi todas las fincas, cultiva muy poco, y además… esto lo van a picar igual, ¿no?
—Sí, pero no está bien. Es como robar.
No me contestó, ya no podía. Ese repentino silencio se convertiría en el preámbulo de la solemne liturgia que inauguramos aquella misma noche, el rito del tabaco, el regalo de aquel claustro húmedo y oloroso, tibio y oscuro como el inmenso útero de una madre descuidada, esencial y dulce al mismo tiempo. Fernando enmudecía mientras me desnudaba con dedos torpes de la violencia que los recorría, un fluido más impetuoso, más veloz que su propia sangre, y yo me dejaba despojar hasta del último de mis velos transparentes y callaba con él, hasta que su dedo índice, empapado en el espeso jarabe marrón que nuestro calor y nuestro sudor habían hecho brotar en la blanda superficie de las hojas prensadas, empezaba a pasear sobre mi piel, dibujando rayas y círculos para componer un imposible paisaje geométrico que llegaba a cubrirme por completo. Yo a veces me atrevía a escribir mi nombre sobre su pecho y luego lo borraba con la lengua, y hallaba un placer inexplicable en el acérrimo amargor de aquella sustancia donde se confundían el sabor de Fernando y el sabor del tabaco. Allí terminaba el recorrido. Luego volvíamos a hablar, y a reírnos, y a comportarnos como dos imbéciles, ensayando tímidamente palabras y acciones de ese amor que se aprende en el cine, o en los libros, y que nos sonaban cursis y ridículas, porque nos venían grandes de puro pequeñas, pero apenas recuerdo ya nada de aquello, porque sólo me he esforzado por conservar un gesto de Fernando, la contraseña de nuestra pureza, una mano abierta que se afirmaba sobre mi vientre para estirar de mi piel hacia atrás mientras sus pupilas se dilataban imperceptiblemente, traicionando un instante de angustia intensa y pasajera. Los ojos de mi primo se anclaban en mi sexo con la morbosa complacencia que genera el vértigo, y simulaban una imposible neutralidad para escrutar desde una distancia todavía segura el hueco donde su dueño se perdería a ciegas apenas unos segundos después, pero que aún le inspiraba un terror instintivo, digno de la más tenebrosa de las ciénagas, y yo retenía su miedo como una garantía, porque jamás le poseería tan completamente como entonces, mientras afrontaba mi cuerpo como un destino turbio y peligroso al que sin embargo se sabía irremediablemente abocado.
Sin embargo, mi poder nunca sería tan ambiguo como la primera noche, cuando me esforzaba por respirar, imponiéndome con decisión a la asfixiante atmósfera de aquel estanque de aire empapado donde el bochorno del viento ausente parecía activar un gas tóxico y lento, y la presión de los dedos de Fernando se hacía más intensa a medida que él avanzaba despacio en mi dirección, mirándome todavía, mientras sostenía su sexo en la otra mano con un gesto casual, casi descuidado. Entonces yo también le miré, y hallé algo insoportablemente familiar en su expresión, y de nuevo la ambigua silueta de un fantasma creció entre nosotros.
—¿Sabes, Fernando? Los dos tenemos la sangre de Rodrigo.
El no me contestó enseguida, como si no creyera necesario acusar el sentido de mis palabras, pero cuando yo ya no esperaba respuesta alguna, levantó los ojos para enfrentar los míos, y sonrió.
—¿Sí? — dijo al fin, un instante antes de penetrarme con un golpe seco, y cuando mis vértebras comenzaban a chocar unas contra otras, acusando el bárbaro ritmo de sus embestidas, y mi cabeza colgaba hacia atrás, como muerta, desgajada del resto de mi cuerpo, añadió—, no jodas…
Pero aunque la parcialidad de mi memoria, incesantemente atraída desde la niñez, tal vez en virtud de una engañosa casualidad, por los personajes y acontecimientos que estaban fabricando, sin contar con nosotros, el mundo donde algún día habitaríamos en solitario, me molestaba, porque me impedía afirmar mi amor como un sentimiento esencialmente puro, descontaminado de cualquier ingrediente que no contuviera en sí mismo, no era eso lo peor. A menudo, Fernando me besaba como si estuviera hambriento, clavándome los dientes con tanta fuerza que, cuando nos separábamos, mi lengua se asombraba de no hallar el sabor de la sangre sobre la piel de mi labio inferior. Una noche llegó a hacerme tanto daño que abrí los ojos, y encontré los suyos cerrados, desmintiendo uno de sus principios más intransigentes. Me había reprochado muchas veces que no quisiera mirarle cuando decidía dejarme ir, porque le parecía una cursilada, aunque a veces se empeñaba en atribuir a aquel impulso trivial una trascendencia que me desconcertaba. Es como si no quisieras ver, como si no quisieras saber quién soy, me dijo un día, y sin embargo, cuando me mordía, él cerraba los ojos, y a partir de aquel descubrimiento accidental, empecé a sospechar que las raíces de su pasión no deberían de ser menos impuras que los cimientos de la mía.
Ahora sé que en aquel punto convergían mi fuerza y mi debilidad, que en el exacto corazón del riesgo latía la mayor de mis ventajas, porque había millones de chicas en el mundo, más guapas, más listas, más divertidas que yo, pero ningún instrumento tan perfecto para un desafío tan intensamente deseado, y sin embargo, entonces, aquella idea me atormentaba, y me desgarraba por dentro, presa de la violencia de unos celos universales que me reducían, en mi propio orden del mundo, a un nombre y a un apellido, a una cuna y a una casa. Me preguntaba con frecuencia qué ocurriría conmigo cuando Fernando se aburriera de sacar los pies del plato.