Fernando soltó una carcajada y se desvió de la general para tomar un camino de tierra que yo no conocía. Ibamos tan despacio que todavía no comprendo cómo no nos caímos.
—Estupendo… Porque ya no sé qué hacer con ella.
Yo tampoco, podría haber contestado, pero no hallé un lugar para la ironía en el confuso campo de batalla que se había desplegado dentro de mi cabeza, y el miedo, un impulso cada vez más impreciso, paralizaba todavía mis piernas, pero no conseguía gobernar los dedos de mi mano derecha, adelantados de la poderosa alianza que lo combatía con fiereza, desarbolando su escudo de sensatez para obligarle a retroceder lentamente detrás de sus líneas, herido de muerte por la imaginación, por la edad, por la curiosidad, por mi propia voluntad, y por la sangre de Rodrigo, que hervía alrededor, y en el exacto centro de mi sexo, y entre las paredes del sexo de mi primo, que me llamaba y me respondía, imponiendo al pulso de mis muñecas el ritmo de sus propios latidos.
Cuando Fernando paró el motor, ya me asustaba más la amenaza de decepcionarle que la de salir maltrecha de aquel pequeño claro escondido, respaldado por una muralla de rocas tras una espesa empalizada de eucaliptos, como el refugio del pirata Flint, y por eso reuní mi mano izquierda con la derecha, y le aferré con fuerza, y clavé en su dorso las puntas romas de ocho de mis dedos para imprimir a mis movimientos el ritmo de una caricia deliberada, y entonces él dejó caer la cabeza, los párpados cerrados, negándome sus ojos, y apoyó la nuca en mi hombro, y nunca había estado tan guapo, y no podía dejar de mirarle. Le miraba todavía cuando entreabrió los labios para dejar escapar un sollozo roto, y aunque me sobrecogió el eco de mi propio poder, comprendí que hubiera dado la vida por escucharle gemir otra vez y que él, ni en el peor de los casos, me iba a exigir tanto a cambio.
Después, mientras rodábamos encima de una enorme manta de lana que parecía nueva —es nueva, me confirmó Fernando, cuando la sacó de la peña tras la que la había escondido antes, pues tu abuela se va a poner contenta, respondí entre risas, y se encogió de hombros—, yo desnuda, él vestido a medias todavía, el fantasma de Rodrigo, quienquiera que hubiese sido, y cualesquiera que fueran sus pecados, la liviana carga escrita en el relieve de mis labios, me reveló que no existían secretos que yo no conociera, y me inspiró la serenidad precisa para no pensar, y entonces mi cintura ocupó el lugar de mi cerebro, y sus intuiciones desplazaron a mis pensamientos, y guiaron mis manos y mi boca, hasta que Fernando se despojó con torpeza del resto de su ropa, y entonces aquella sombra antigua, que podía elegir, me abandonó para cambiar de bando.
Estaba sentado sobre sus talones y probablemente me contemplaba con una sonrisa divertida, pero yo, acurrucada ante sus rodillas, cautelosamente separada de él, como si su cuerpo fuera un recinto sagrado que no me atreviera siquiera a rozar, no le miraba a la cara.
—Esto es una polla… —hablaba para mí, como si necesitara afirmar la realidad que estaba contemplando, aunque sólo fuera para romper el hechizo, la insoportable tensión que hacía vibrar, de puro tirante, el invisible hilo tendido entre mis ojos enrojecidos por el asombro y aquel pedazo de carne mineral que los atraía como si pretendiera desgajar mis pupilas para adornarse con ellas.
—Estás impresionada, ¿eh, india?
—Sí —admití, resignándome a demoler mi trabajosa impostura hasta los cimientos—, es bastante impresionante.
Eso era una polla, desde luego, pero me llevaría algún tiempo aprender que la misma palabra designa conceptos mucho más pobres que aquel milagroso cilindro violáceo, que se insinuaba tras un húmedo estuche de piel viscosa para sugerirme la imagen de una cobra enfurecida cuando yergue su cuerpo, revelando a su víctima la amenaza que palpita en su cuello sólo un instante antes de henchir la garganta para ceñir su cabeza como la corola de una flor venenosa. No podía apartar la mirada de aquel prodigio que me reclamaba por completo, tan fascinada, tan conmovida por un misterio que parecía crecer a medida que se desvelaba, que no reaccioné a tiempo cuando Fernando lo liberó suavemente de mis manos para tomarlo entre las suyas, que sujetaban una especie de arrugada baba amarillenta que no conseguí identificar.
—¿Qué es eso?
Se detuvo y levantó los ojos para mirarme, pero no quiso registrar mi estupor.
—Un condón.
—Ah…
DiosmíoDiosmíoDiosmíoDiosmío, pensé, DiosmíoDiosmíoDiosmío, y mis manos empezaron a sudar, DiosmíoDiosmío, y mis piernas empezaron a temblar, Diosmío, y vi la cara de mi madre, Dios mío, recortándose contra el sol, una sonrisa de dulcísimo amor que habría hecho llorar a una piedra, pero al mismo tiempo mis oídos se rindieron al atronador galope de un caballo lejano, que se acercaba deprisa, y presentí que no hallaría ninguna banqueta donde enganchar mis pies, los dedos ya moviéndose, nerviosos, para impedir que salieran corriendo detrás de él.
—Es… español —Fernando, aun negándose a sí mismo la elemental capacidad de descifrarla, intentaba disipar mi confusión, y el torpe sonido de sus palabras, cargadas de una dulzura inmensa que yo no podía identificar y que sin embargo acerté a recibir, como el golpe definitivo, en alguna víscera que no poseía, decidió mi suerte en aquel instante—, lo he cogido en la farmacia de la tía María.
—Fernando, yo… Yo tengo que decirte… —tenía que decirlo, pero no me atrevía a hacerlo, y por eso no encontraba las palabras justas—, yo no querría que tú…
—Ya lo sé, india —me empujó blandamente hasta que me encontré tendida sobre la manta, y él se tendió a mi lado—. A mí tampoco me gusta, pero es mejor hacerlo así, ¿no? No merece la pena arriesgarse, a no ser que tomes algo yo…, bueno, no creo que lo tomes.
Negué con la cabeza e intenté sonreír, pero no lo logré. Cuando se encaramó encima de mí, supe que se lo debería siempre, y que jamás se lo diría a tiempo, y mientras mi cuerpo crujía bajo su peso, y dos lágrimas graves y redondas rodaban sobre mi rostro para sellar la ausencia que disolvía mi secreto, desterrando con él la angustia, le ofrecí otras palabras a cambio.
—Yo…, yo te quiero tanto, Fernando.
Todo lo demás fue fácil. Rodrigo velaba por mí.
—Te has portado bien, india —su dedo índice improvisaba arabescos circulares sobre la piel de mi vientre. Estaba tumbada de espaldas sobre la manta, completamente agotada, pero encontré las fuerzas justas para unir una sonrisa satisfecha a la que contemplaba en un rostro tan exhausto como el mío, porque estaba de acuerdo, me había portado bien, mejor de lo que nunca hubiera imaginado—. Al principio me asustaste, porque no te movías.
—Es que me hacías mucho daño —le interrumpí, y pensé que aquél sería un buen principio para una confesión, pero él interpretó mal mis palabras una vez más, como si durante aquella noche que ya terminaba estuviéramos condenados a hablarnos en un idioma esencialmente inútil, capaz de desdoblarse como una maliciosa lengua bífida sólo cuando su integridad era vital para mí.
—Ya, me pasa siempre. No te lo vas a creer, porque nadie se lo cree, pero una vez lo hice con una mujer casada y también se quejó… Yo creo que lo que pasó es que se puso muy nerviosa, pero a veces no sé si esto es de verdad una ventaja.
Paseé mis ojos por su cuerpo y encontré al fondo un apéndice pequeño y encogido que parecía intentar resguardarse contra la curva de un muslo.
—Yo no me he quejado —protesté, y era cierto. Me había dejado los dientes en una esquina de la manta hasta que el dolor de mis mandíbulas me hizo desistir, pero no me había quejado, él sonrió.
—Eso es verdad. Tú te has portado bien. Muy bien. Muy, muy bien.
Entonces empecé a reírme y no fui capaz de controlar mis carcajadas, demasiada histeria acumulada, pero me asaltó la sospecha de que Fernando podría estar pensando que me reía de él, y esa simple idea bastó para calmarme.
—¿De qué te ríes? —su voz era risueña, sin embargo.
—Oh, estaba pensando que debe de ser innato… porque en realidad, aunque vengo de una familia con tradición… la verdad es que no he follado mucho.
—¿No? ¿Cuántas veces lo has hecho?
—Pues… unas pocas.
—¿Con cuántos tíos? Es sólo curiosidad, pero si te molesta no tienes por qué decírmelo.
—No, no me molesta. Sólo he follado con un tío.
—¿Sí? ¿Un tío de Madrid?
—No, un extranjero —entonces me di cuenta de que, por algún motivo que yo no alcanzaba a comprender, en lugar de sonreír, se estaba empezando a poner nervioso.
—¿Cuándo? ¿Este invierno?
—No, este verano.
—¡Este verano! Pero no pasaría en Almansilla, ¿verdad?
—Bueno, en Almansilla exactamente no… —recordé la genial expresión con la que Marciano se refería a las tierras que nos rodeaban—. Más bien en el agro extremeño.
—¿Qué es eso?
—Una broma. Quiero decir que fue por aquí. En el monte. Encima de una manta nueva, a cuadros… —me incorporé un momento para fijarme en los colores—, verdes, azules y amarillos.
—No me estarás diciendo que… —y su voz se rompió—. No me digas eso, Malena, por favor, no me lo digas.
Le miré con atención y su rostro desencajado me inspiró un pánico mucho más intenso del que reflejaba. Antes de intentar mover los labios, presentí que mi garganta se negaría a emitir ningún sonido articulado. El se incorporó de golpe, y de rodillas sobre la manta, me cogió por los hombros, me levantó y me obligó a arrodillarme frente a él. Entonces, víctima de un delirio imprescindible, me tranquilicé y me dije que iba a besarme, pero no lo hizo. Empezó a chillar, y sus gritos rompieron el silencio de la madrugada, y un silencio mucho más hondo dentro de mí.
—¡Pero tú me dijiste que…!
El dolor que me producían sus uñas al clavarse con fuerza en mis brazos, actuó como una palanca sobre mi lengua.
—Yo no te dije nada, Fernando.
—Pero me lo diste a entender.
—No. Tú entendiste lo que te convenía entender, pero yo no te dije nada, y además, ya no tiene importancia, todo ha salido bien.
Y sin embargo, las venas de su cuello engordaron, y su rostro enrojeció un poco más, y comprendí que había acusado mi último comentario como un golpe más difícil de encajar que los anteriores.
—¡Tú estás loca, tía! Loca de atar. Eres una irresponsable, una irracional, y una… una imbécil. ¡Dios mío, nunca me había acostado con una virgen! — y prosiguió para sí, en un murmullo—, siempre me han dado un miedo horrible…
—Bueno, yo ya no soy virgen —le sonreí, e intenté tranquilizarme de nuevo, porque tenía que haber un error en alguna parte, alguno de los dos se estaba equivocando, y estaba casi segura de no ser yo, pero mi oferta de paz pareció enfurecerle todavía más.
—Pero ¿es que no te das cuenta? ¿Es que no lo comprendes? Esto puede ser fundamental para ti, puede marcarte para toda tu vida, y yo no quiero saber nada, ¿me oyes? Tú me has engañado, no acepto esa responsabilidad.
—Fernando, por favor, no seas alemán —estaba apunto de llorar, y su rechazo no me sabía más amargo que mi propio desconcierto—. Es todo mucho más fácil, yo…
—¡No estoy para chistes! ¿Te enteras? ¿Por qué no me lo has dicho? —escondió su cara entre las manos, y el volumen de su voz descendió de nuevo, pero por el camino se tiñó de una cierta dulzura—. Yo… yo no te convenía para esto ¿es que no lo entiendes?
—No, no lo entiendo.
—De todas formas, yo… Tenía derecho a saberlo.
—¡Si he intentado decírtelo! Pero tú has creído que estaba protestando por el condón.
—Tendríamos que haberlo hablado, Malena, tendríamos que haberlo discutido, esto no se puede hacer así.
—Claro que se puede —protesté, pero mi voz era tan delgada que me costó trabajo escucharla—, y ha salido bien.
Entonces me soltó y desvió la cabeza para no mirarme, y mi desconsuelo cedió lentamente bajo la presión de mi inocencia, y un extraño rencor, entretejido con hilachas de cólera, creció en su lugar, porque yo no era culpable de nada malo, yo solamente lo había deseado, y lo había deseado tanto que por algún tiempo mi propio deseo había invadido todos y cada uno de los elementos que me integraban, hasta que logró disolverlos en sus menores raíces para suplantarme por completo, un triunfo absoluto que era mi propio triunfo. Cuando lo comprendí, me abalancé contra él por sorpresa, y estrellé mis puños cerrados contra su pecho mientras gritaba con todas mis fuerzas.
—¡Se supone que debería gustarte ser el primero!
Pero ni siquiera aquel arrebato consiguió conmoverle. Cuando se recuperó de la perplejidad en la que le había sumido mi ataque, apartó mis puños de su pecho y sujetó mis brazos por las muñecas, apretando lo justo para no hacerme daño, pero cuando habló, su voz todavía era nauseabundamente equilibrada y serena.
—¡Ah! ¿Sí? ¿Quién lo supone?
Aquel tono de reposada curiosidad me robó hasta el último átomo de mi amor propio, y cuando contesté, el llanto no me permitió articular las palabras con claridad.
—Yo… lo… supon… go…
Mi opinión no valía más que el imperceptible lamento de una oruga de tierra, tan diminuta que él podría haberla aplastado con la suela del zapato sin percibir siquiera la causa de una muerte tan ridícula, pero sus brazos se cerraron alrededor de mi cuerpo para unirme con el suyo, y sus labios me besaron muchas veces, en la boca, en la cara, en el cuello, en el pelo, y mi sangre comenzó a recuperar el antiguo calor de la sangre humana mientras le escuchaba.
—Malena, por favor, no llores… No llores, por favor… ¡Dios mío, lo sabía, lo estoy haciendo fatal!
Me apretó un poco más fuerte, y flexionó las piernas para arrastrarme con él. Cuando estuvimos tumbados de nuevo, estiró un brazo para coger la manta por el borde y la dobló sobre nosotros, antes de limpiarme de lágrimas con sus dedos. Abrí por fin los ojos, más serena, y sólo pude ver su rostro, que asomaba por encima del improvisado sobre de lana, y entonces aprendí lo que era tener miedo, miedo de verdad, y descarté los pequeños temores que me habían asaltado uno tras otro a lo largo de aquella noche infinita como si desgranara las cuentas de un rosario hecho de humo, y tuve que respirar hondo antes de asomarme al terror desde el borde de una sonrisa amable y fraternal, porque Fernando había retrocedido años enteros en unos pocos minutos, había recuperado la fácil conformidad con la que los niños se pliegan a cualquier contratiempo, y nunca vi tan claro que quería mi bien, pero nunca tampoco rechacé con tanta vehemencia ninguna muestra de amor de nadie. No era capaz de expresar lo que sentía, y él tampoco me habría entendido si le hubiera pedido que dejara de hacerse el simpático, el comprensivo, el solidario, el imbécil generoso que jamás piensa en sí mismo, pero supe que preferiría cualquier cosa, un bofetón, una carcajada, un escupitajo denso y caliente, a la caricia desvaída de esa mano que recorría mi cabeza con mecánico descuido, el mismo gesto que esbozan las niñas cuando juegan a las mamás con una muñeca, y saben que esa criatura de plástico de colores no es un bebé de verdad. La ternura de los débiles es una virtud barata, y yo, que renegaba sistemáticamente de una debilidad en la que nunca me habían consentido refugiarme, no quería de él esa clase de ternura. Y me habían enseñado que era precisamente eso, generosidad, simpatía, comprensión, solidaridad, lo que se debe apreciar en los chicos, pero yo presentía que sólo unos minutos antes había tenido entre las manos algo mucho más grande, algo mucho más viejo y más valioso que cualquiera de las normas del decálogo de los camaradas complacientes, porque yo le había arrebatado la vida para sostenerla entre mis dedos, y sólo mis dedos le habían preservado de la muerte, y ahora las cifras de esa ternura auténtica, la única que cuenta, se escapaban por las rendijas de mis palmas abiertas, bailando perversamente alrededor de mis llagas para componer una ecuación modernamente engañosa, tan fácil y tan falsa a la vez.