Malena es un nombre de tango (64 page)

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Authors: Almudena Grandes

Tags: #Drama

BOOK: Malena es un nombre de tango
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—Mujer, si tú lo dices…

Mi hermana se sentó a mi lado, me cogió la mano y me habló con dulzura.

—¿Qué pasa, Malena?

—No, nada. Que no lo entiendo.

—¿El qué no entiendes?

—Pues no entiendo nada, Reina —y chillé un poco, como si estuviera enfadada—. ¡Nada! No entiendo cómo puedes quedarte embarazada por sorpresa a estas alturas, no entiendo cómo puedes no pretenderlo sin evitarlo al mismo tiempo, no entiendo cómo puedes comprender que un niño es lo único que necesitas sólo porque lo vas a tener, no entiendo nada de eso. A mí el útero no me grita, qué quieres que te diga, el estómago, como mucho, si llevo más de doce horas en ayunas… Y tener un crío me parece algo muy serio, incluso muy grave, si quieres, como para no pensárselo mucho.

—Es una situación natural.

—No. Lo natural es menstruar. El embarazo es un estado excepcional.

—Muy bien, como quieras. Pero yo no necesito pensarlo. Yo llevo toda la vida preparándome para esto.

—Mira qué bien —murmuré—, igual que Lady Di.

El desconcierto cedió sin esfuerzo ante la evidencia. Reina estaba embarazada y le parecía maravilloso tener el hijo que siempre había deseado tener para que prestara a su vida el auténtico sentido y la completara en la dimensión más transcendental en la que puede realizarse una mujer como ser humano.

Eso, poco más o menos, fue lo que repitió varias veces, recurriendo a distintas palabras, sintaxis y expresiones, sin impedir en ningún momento que su discurso desarrollara en mis oídos la irritante esencia de las frases hechas, dime de lo que presumes y te diré de lo que careces. No creí ni por un momento que Reina estuviera siendo sincera del todo, porque en ningún momento mencionó el miedo, ni la extrañeza, no se mostró abrumada, ni insegura, sólo impaciente. Estuve a punto de preguntarle por cuestiones concretas, pero no llegué a hacerlo, porque eso habría implicado confesar mis propios sentimientos, e intuí que no le parecerían correctos, ni siquiera sensatos. Yo contaba con tener hijos algún día, cuando me apeteciera fervientemente tenerlos, pero cada vez que pensaba en ellos, en mis futuros hijos hipotéticos, sucumbía a una larga serie de terrores imaginarios que ahora, y al escuchar a Reina lo comprendí, no debían de ser otra cosa que una más de mis rarezas. Porque ella ni siquiera consideraba que algo pudiera ir mal, no calculaba la posibilidad de parir una criatura defectuosa, enferma, incapaz, agonizante, y por eso entendería menos otras cuestiones. Yo comprendía que tener un hijo es mucho más importante que tener buen tipo, pero no me hacía ninguna gracia ponerme como una vaca, o quedarme fofa, con los pechos descolgados y la piel llena de estrías, aunque eso formaba parte de la categoría de las verdades que jamás me atrevería a revelar a mi hermana. Convertirme en madre me parecía dar un paso de gigante hacia la madurez, volverme mucho más vieja de repente, y aquella metamorfosis me inquietaba, porque desde entonces y para siempre, en la misma casa donde yo viviera, habría alguien mucho más joven que yo, con mucho más futuro por delante. Tener un hijo significaba renunciar a la irresponsabilidad que todavía cultivaba de vez en cuando como un vicio secreto, gozoso e íntimo. Adiós al alcohol, adiós a las drogas, a los amantes ocasionales, al sexo accidental, a las largas noches de palabras cálidas y vacías con gente tan irresponsable como yo. Un camión con remolque, eso sería durante algunos años, y un punto de referencia inevitable durante el resto de la vida de mi hijo, más madre que mujer ya para siempre, mi cuerpo un templo de generosidad y amor infinitos, un recinto sagrado que a nadie le interesaría profanar nunca más. El cambio no me gustaba, pero todo eso contaba mucho menos que la posibilidad de parir a un desdichado.

Cada vez que veía a una niña gorda, a un niño bajito y con gafas, a un enano tímido que jugaba solo en un rincón de cualquier parque, cada vez que escuchaba esos demoledores insultos infantiles, o comprobaba que, sin razón aparente, al crío del jersey verde, o rojo, o azul, nadie lo admitía en ningún equipo, cuando notaba que alguno se ponía colorado y le escuchaba tartamudear, peleando desaforadamente con las palabras que se negaban a salir enteras de sus labios mientras los que hacían corro a su alrededor empezaban a partirse de risa, entonces, la idea de tener un hijo me daba pánico, como si presintiera que un niño nacido de mí estaría condenado a pertenecer siempre a la banda de los torpes, de los solitarios, de los infelices. Pero Reina parecía sentirse al margen de esa posibilidad, como había estado al margen de todas las tormentas que a mí, antes o después, me habían ido estallando entre las manos.

—¿Y qué vas a hacer? —pregunté por fin, para cortar al menos, en seco, aquel torrente de felicidad sonora.

—¿Qué voy a hacer con qué? —su asombro parecía genuino.

—Pues con todo… ¿Vas a casarte, vas a irte a vivir con el padre, vas a pasar de todo? No es por nada, pero a mí me parece que parir, lo que se dice parir, es lo más fácil.

—Voy a tenerlo yo sola. Su padre está de acuerdo.

En ese instante, adiviné de golpe la situación de mi hermana, aquellas dos frases encadenadas disolvieron un misterio que no pude resolver un par de años antes, menos tiempo quizás, una noche que Reina eligió para aparecer por mi casa a la hora de cenar, sin otro propósito aparente que una muda intención de hacerse invitar que yo no defraudé. Entonces, sin preámbulo alguno, mientras esperábamos a que llegara Santiago con la televisión encendida y un Martini en la mano, me hizo una extraña pregunta.

—¿Qué opinarías tú de un hombre guapo, guapo y con buena pinta, que llevara muchos años casado con una tía lesbiana, y a pesar de todo, y de no acostarse con ella, la quisiera, y la protegiera, y no la abandonara?

—¿Así, a secas?

—No te entiendo.

—Quiero decir que si no me das más datos.

—No, no hace falta.

Medité durante un par de segundos. Mi hermana me miraba con una expresión divertida que mi primera pregunta transformó instantáneamente en una mueca de desagrado.

—¿El es maricón?

—No.

—¿Ella es millonaria?

—Tampoco.

—Pues entonces opinaría que es un gilipollas.

—Bueno… También puede ser que esté enamorado, ¿no?

—Claro —asentí—. Entonces es un gilipollas enamorado.

Ella movió la cabeza de una forma vaga y no dijo nada más. Yo advertí que el misterioso objeto del interrogatorio se ajustaba a la figura de Germán, pero el aspecto de aquella conversación, y la serenidad con la que Reina la condujo, me animaron a enterrarla casi instantáneamente en la memoria de los asuntos triviales. Santiago abrió la puerta, yo me fui a la cocina a calentar la cena y no se volvió a hablar del asunto. Reina no había vuelto a mencionarlo desde entonces, aunque intuí que sólo él podría haber sido el misterioso amigo que la llevó consigo a la boda de Agustín, pero cuando confesó que había planeado ser una madre sola con el consentimiento del padre de su hijo, comprendí que la naturaleza accidental de su embarazo descartaba la posibilidad de un pacto previo, y me pregunté qué clase de hombre que no contara con tener un hijo lo aceptaría de una historia así, y concluí con desánimo que sólo podía ser un gilipollas.

—El niño… —aventuré, casi con miedo—, ¿no será del marido de Jimena, verdad?

—Sí —mi hermana me miraba, estupefacta—. ¿Cómo lo has adivinado?

—¡Vale, Reina, tía! — exclamé, sin molestarme en contestar—. No la habrías liado más gorda ni si te lo hubieras jugado a los dados.

—No sé por qué dices eso —me miraba con los ojos brillantes, los labios temblones, como si estuviera a punto de echarse a llorar—. Llevo muchos años con Germán, no es una relación convencional pero es… perfecta en muchas cosas. El hace su vida y yo la mía, pero tenemos un territorio común, un lugar donde hablar, donde contarnos las cosas que pensamos, que sentimos. Estoy enamorada de él, Malena, es la primera vez que me pasa desde que soy adulta. Nos entendemos tan bien que cuando hacemos el amor ni siquiera necesitamos las palabras…

—Deja de decir cursiladas, Reina, por favor.

—¡No son cursiladas! — chillaba más fuerte de lo que yo había llegado a hacerlo antes, y ya no lloraba, porque mi comentario la había puesto furiosa—. ¡Es la verdad! Lo que pasa es que tú no lo entiendes porque nunca has tenido un rollo con un tío así.

—Sensible —dije, con una sonrisa de circunstancias, como si presintiera que ella nunca querría captar mi ironía.

—¡Sí! — gritó ella—. Exactamente eso. ¡Sensible!

—No… —asentí, haciendo los cuernos con la mano derecha y buscando desesperadamente algo de madera que no tuviera patas—. Nunca me he liado con un tío sensible, ni falta que me hace…

Tuve que levantarme sin extender la mano hasta alcanzar una mesa auxiliar sobre la que reposaba la caja de madera de olivo donde guardaba mis pendientes, y sólo después de haber sentido que las yemas de los dedos empezaban a desgastárseme de tanto frotarla, terminé de explicarme.

—Bastante tengo con haberme casado con uno.

Santiago había escogido esa misma palabra, sensible, para definirse a sí mismo al final del más tortuoso y doliente de los monólogos que jamás me dedicara, cuando una noche se negó a esperar el final del último acto, y apagó la luz, y me dio la espalda.

—Malena, yo… No sé cómo explicártelo pero me molesta mucho… No, no quería decir eso, no me molesta sino que me preocupa, me preocupa mucho esta costumbre tuya de no… terminar al mismo tiempo que yo. Ya me imagino que no lo haces aposta, pero creo que todo saldría mejor si pusieras algo… algo más de tu parte, no sé, quiero decir que esto, verte así, es muy descorazonador para mí, no me siento bien, y ya sé que no es culpa mía, ni tuya, todo eso, pero… Al principio era distinto, ¿no?, llegábamos a la vez, muchas veces, yo… Yo soy un hombre, Malena, una persona sensible pero también un hombre, y todo esto es muy doloroso para mí.

Cuando terminó, mi cuerpo pesaba tanto como si mis venas estuvieran rellenas de plomo fundido, un metal mate, sin brillo, que hubiera disuelto mi sangre al principio, mientras aún era un torrente de fuego fangoso y grisáceo, para enfriarse luego, muy despacio, en mi interior. Sentí que estaba horadando el colchón, hundiéndome en su detestable blandura, los muelles aplastados, comprimidos, triturados por mi peso, pero me levanté sin dificultad, y caminé con naturalidad hasta el baño, abrí la puerta, me senté sobre la tapa del retrete, apoyé los codos en las rodillas y me asombré de no experimentar ninguna vergüenza, como si hasta el plazo para la vergüenza hubiera expirado ya. Entonces calculé que Fernando habría cumplido treinta años, e intenté imaginármelo, imaginar su vida, cómo iría vestido, dónde trabajaría, qué moto conduciría, cómo follaría con su mujer ahora, en Berlín, sabía que vivía allí, que por fin hacía aviones, que estaba casado y que tenía una hija, pensaba en él muchas veces, para convencerme de que él también pensaba en mí, de que tenía que pensar en mí de vez en cuando, y me sentaba bien aquella fantasía, pero aquella noche, encerrada en el baño, intenté convencerme de que seguramente Fernando no sería ahora muy distinto de Santiago, o de Ernesto, de la mayoría de los tíos que yo conocía, los hombres con los que me relacionaba en el trabajo, mis alumnos, los amigos de mi marido y los maridos de mis amigas, mucho manso, como le había oído anunciar a sus acompañantes a una cuarentona lustrosa, guapa de cara, con la que me había tropezado un par de meses antes en la puerta de un bar, si queréis entramos, pero no hay nada que hacer, miradlos, todos mansos.

Me di cuenta de que había empezado a llorar porque los ojos me picaban. Por mucho que me esforzara en imaginarlo, sabía que Fernando nunca sería un manso, y por eso las lágrimas resbalaban obedientes, acariciando con un gesto tibio mi barbilla. En aquel instante sospeché que tal vez era una privilegiada, que llorar por un hombre como Fernando era un privilegio, y me sentí orgullosa de mi dolor, contemplé con soberbia mis heridas, toda la sangre que había derramado para seguir teniendo el cuerpo lleno de sangre, y ya no compadecí más a mi madre, ni volví a compadecerme de mí misma. A cambio, mientras Reina me hablaba de la calidad de los hombres sensibles, me compadecí profundamente de ella, como no lo había hecho desde que ambas habíamos dejado de ser niñas.

Recuerdo sólo vagamente el resto de nuestra conversación, mi hermana hacía planes en voz alta y su historia me parecía más descabellada a cada paso, hasta que en algún momento dejó de interesarme, y la miré desde una distancia que todavía no había llegado a cobrar nunca para mí. Entonces me di cuenta de que si no fuera ella, sino un personaje neutral, alguien del todo ajeno a mi vida, sólo habría podido definirla como una neurótica, me pareció una neurótica, una loca enferma y fría, aunque podía detectar que su discurso estaba trabado con claves tan comunes, tan vulgares, tan fáciles de entender, como habrían resultado para la mayor parte de la gente los desaforados gritos maternales de su triste útero vacío. No tiene nada en común conmigo, sólo su sexo, concluí, y no reparé al principio en la aterradora verdad que involucraba un razonamiento tan sencillo.

Cuando se marchó, su relato permaneció durante horas en mis oídos, y me propuse desmontarlo con la misma paciencia, la misma minuciosa meticulosidad, con la que se abre un juguete de cuerda que se planea reconstruir después porque nunca ha dejado de funcionar perfectamente. Desmenucé sus palabras sílaba por sílaba, esforzándome incluso por recrear su acento, reconstruyendo su sonrisa en mi memoria, e intenté penetrar en su interior como si mi mirada fuera el extremo de una sonda provista de una diminuta cámara de vídeo, para atisbar en los pliegues escondidos, escalar las paredes más abruptas, colarme en los más remotos resquicios de sus huecos, reconocer su relieve. Empleé horas, y luego días, semanas, en recuperar los matices de su voz como si no la hubiera escuchado nunca antes, y cuando lo logré, me convertí en el miembro imparcial de un jurado escogido al azar, los ujieres jugándose a los dados los nombres enunciados en la guía telefónica.

Entonces la escuché de nuevo, y comprendí por fin que el sexo no es más que la patria, la belleza o la estatura. Puro accidente.

—No hay más que un mundo, Malena…

Magda solía contestarme con esa frase cuando yo ponía más énfasis en mi intuición de no ser más que un niño equivocado, y yo nunca la entendía. Ella no quería seguir, abandonaba aquel camino antes de llegar a las etapas que sólo pueden expresarse con palabras sencillas, no hay más que un pensamiento, no hay más que un sentimiento, un concepto del bien, un concepto del mal, una idea del placer, del dolor, del miedo, del amor, de la nostalgia, del infortunio, del destino, una sola idea de Dios y del infierno.

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