Reina se había instalado en la habitación de invitados de la casa de Germán, un pequeño chalet con jardín en una vieja colonia que bordea la M-30, y éste, a su vez, había convertido el ático en una especie de improvisado apartamento de soltero. Lo divertido era que su mujer seguía ocupando el dormitorio principal, y no tenía intención de moverse de allí en ningún futuro cercano o remoto. Cuando mi hermana me preguntó por qué había puesto esa cara, le pregunté si era eso lo que entendía por ser una madre soltera, y me contestó que sí, puesto que ella lo era. Entonces me enteré de que Germán tenía una especie de novia, una infeliz que no tenía ni idea de lo que se cocía en aquel pintoresco burdel sentimental. A ella le parecía una situación de lo más normal en los tiempos que corrían, y no pude dejar de estar de acuerdo, pero le pregunté cómo podía apañárselas para estar enamorada de un tío que se acostaba con otra encima de su cabeza sin morirse de ganas de sacarle los ojos a la otra en cuestión, y me dijo que ella, y su amor, estaban por encima de un conflicto tan vulgar como los celos comunes. Luego quise saber qué opinaba Jimena de todo aquello, y resultó que estaba encantada, que le hacía muchísima ilusión que hubiera un bebé en la casa. Reina me miró con ojos de alucinada cuando le confié que, de todas formas, su conducta me parecía desleal para con aquella mujer de la que, no hacía tanto tiempo, había estado enamorada de verdad por primera vez en su vida desde que era adulta, y después de jurarme que jamás había dicho tal cosa, me obligó a prometer silencio antes de confiarme que, después de todo, para Jimena aquélla era una derrota bastante honrosa, porque ella nunca se había acostado con lesbianas, a ella sólo le gustaban las mujeres. Le tuve que pedir que me lo explicara, y me repitió que Jimena no frecuentaba los circuitos gays, que ella sólo se acostaba con mujeres. Tuve que preguntarme en voz alta si una lesbiana era menos mujer que Mae West para que mi hermana se decidiera a hablar claro de una vez, y me dijera que para irse a la cama con un marimacho, es mejor hacerlo con un hombre, que al fin y al cabo siempre estará mejor acabado. Suspiré. Eso, por lo menos, lo había entendido.
Con todo, Germán me parecía el personaje más pintoresco de aquella historia. Desde que Reina hizo pública su situación, e incluso cuando aún ignoraba la mía, empezó a comportarse como si mi casa fuera el único sitio del mundo donde le apeteciera pasar el rato, y él la acompañaba casi siempre, así que le vi con mucha más frecuencia de la que me hubiera gustado, sin lograr determinar nunca qué sentía, qué pensaba en realidad de aquella especie de familia postiza que le había caído en suerte. En presencia de extraños, puesto que Santiago y yo no dejábamos de serlo, se comportaba con mi hermana como un marido solícito, empachoso casi, y no sólo por lo dispuesto que parecía a acompañarla en todos sus compromisos familiares, sino porque estaba mucho más pendiente de ella de lo que Santiago, en un gesto muy de agradecer, estuvo nunca de mí, y la trataba como si estuviera enferma, más que otra cosa, controlando lo que comía, lo que bebía, la velocidad a la que subía las escaleras y los minutos que caminaba diariamente, aunque había algo en su actitud, quizás lo desagradable que llegaba a ponerse cuando la regañaba por no haber dejado de fumar, que me inducía a pensar que no era la madre, sino el niño, su hijo, lo que le preocupaba. Reina me había contado que cuando le comunicó la noticia, él le había salido con que no quería saber nada de ese crío, pero tampoco podría consentir nunca que ella abortara porque, después de todo, era la primera vez que se le presentaba la oportunidad de tener un hijo, y la mitad de aquel garbancito ya era suyo, porque transportaba su material genético escrito en su semen almacenado en sus huevos hasta que había manado de su polla que era lo más suyo de su propio ser. Le pregunté a mi hermana si no le había dado dos hostias y su rostro se iluminó con el más inocente de los asombros para inquirir por qué habría debido hacerlo. Entonces me di cuenta de que representar el papel de incubadora ambulante no le molestaba, y aunque estuve a punto de precisar que, para mí, los polvos transcendentes eran otra cosa, desde entonces me abstuve de hacer comentarios. Al fin y al cabo, la feminista siempre había sido ella.
El seguía siendo un individuo particularmente desagradable, porque no había cambiado en absoluto desde la última vez que le vi. Cuando intenté buscar en él algún signo positivo, lo único que me llamó la atención fue lo lentamente que parecía envejecer. Se conserva muy bien, le dije a Reina en un aparte, ¿tú crees?, me contestó, no sé, tiene cuarenta y seis años… Eso significaba que yo le había conocido al borde de los cuarenta y le había calculado unos diez más, pero aparte de la dudosa virtud de empezar a poseer la edad que ya aparentaba entonces, no encontré en él ninguna otra, y sorprendentemente, porque casi nunca estábamos de acuerdo en estas coyunturas, Santiago me hizo saber desde el principio que opinaba lo mismo que yo, e incluso llegó a sostener su posición con más virulencia. Agradecí ese infrecuente arrebato de decisión porque la manera en que Germán solía dirigirse a mi marido llegó a convertirse en el aspecto más detestable de su presencia.
Engreído, narcisista, indolente, obsceno, descortés, cotilla, maleducado y pedante hasta la cursilería, había tenido cientos de ocasiones para darse cuenta de que no era bien recibido, pero le daba lo mismo. Solía entrar en mi casa como si fuera la suya, irse derecho a la nevera a coger una cerveza y sentarse en un lugar que dependía siempre del asiento que yo hubiera elegido previamente. Entonces se dedicaba a mirarme con una prefabricada expresión de deseo vidrioso, los labios ligeramente entreabiertos y fruncidos hacia un lado, antes de empezar a criticarlo todo, la casa, los muebles, un libro abierto y tirado sobre una mesa, mi manera de peinarme, los zapatos que llevaba, mi trabajo, mi estrecha mentalidad de señorita pequeñoburguesa, la silueta del sujetador que se adivinaba debajo de mi blusa, las flores frescas que acababa de colocar en un jarrón, o la más trivial de las opiniones que yo hubiera podido emitir casi sin darme cuenta, y Reina, a su lado, asentía sin parar, moviendo la cabeza como si estuviera de acuerdo con él en todo, como si ella también hubiera pensado siempre que los lirios son una planta mediocre. Santiago era el gran ausente de aquellas sesiones, porque Germán apenas se dirigía a él para pedirle algo, como si fuera el mayordomo, pero procurando siempre que yo advirtiera lo intenso del desprecio que le inspiraba mi marido. Me daba miedo, porque tenía la sensación de que lo sabía todo, de que él y yo éramos los únicos que controlábamos todos los elementos que intervenían en aquella situación, y cuando me esforzaba por ponerme del lado de los buenos, besando a Santiago en la boca con el pretexto más tonto o hasta sin él, o acariciándole la espalda con un gesto descuidado mientras charlábamos, sus labios se curvaban en un ángulo específicamente sarcástico en el que leía sin esfuerzo que mi iniciativa, cualquiera que hubiera sido, no había hecho más que empeorar las cosas. Hasta que dio un paso en falso y resbaló.
Estaba especialmente pastoso y bastante más que medio borracho cuando llamó al timbre por sorpresa, hacia las nueve y media de la noche. Nadie le esperaba. Aquella tarde había sido una de las raras ocasiones en las que había salido con Reina, porque aunque desde su regreso ella aterrizaba en mi casa muy a menudo, casi siempre a horas a las que no hacía falta avisar, no solíamos salir juntas. Cuando yo tenía ganas de ir de copas o de reírme un rato, quedaba con mis amigos de antes, con gente de la facultad, con Mariana, o con Ernesto. Sin embargo, aquel día había quedado con mi hermana para ir al cine porque me habría agarrado a cualquier clavo para marcharme de casa, y como a la salida no conseguí arrancarle más de dos frases seguidas sobre la película, sospeché que ella tampoco estaba bien, por eso la invité a cenar. Estaba dándole vueltas al mismo tiempo a un pollo casi en su punto, y a la rayita azul «nítidamente marcada», como decía el prospecto, que colonizaba tiránicamente mi pensamiento desde hacía un par de semanas, cuando levanté la cabeza por casualidad y me lo encontré en el umbral de la puerta de la cocina. Le saludé y él me contestó moviendo la mano derecha un par de veces, con el mismo gesto blando, afectado, al que habría recurrido un presidente norteamericano para celebrar su enésima reelección. Cuando pasé a su lado, por fin condescendió a decirme hola, y me cogió por los hombros para besarme. Lo hizo primero en la mejilla izquierda y cuando moví automáticamente la cara para ofrecerle la derecha, corrió la cabeza de repente para besarme en un lugar extraño, a medio camino entre la comisura de los labios y la mandíbula, y creí que nunca haría nada que me sacara más de quicio, pero antes de llegar al segundo plato había rebasado ya generosamente ese límite.
Estaba tan harta de jueguecitos de pies descalzos que cuando me levanté para ir en busca del pollo, acaricié por un instante la idea de delatarle en voz alta, aunque no sé si Reina y Santiago, absortos en una de esas concentradas conversaciones que empezaron a prodigar por aquel entonces, me habrían hecho caso siquiera. Decidí proponerle a mi hermana que cambiáramos de puesto a mi vuelta, y no me fijé en que él venía detrás de mí, transportando dócilmente los platos sucios.
—Déjalos encima del lavaplatos, por favor —dije sin volverme, mientras encendía un hornillo para calentar la salsa preparada en un cazo.
Entonces escuché el ruido de la puerta al cerrarse. Le miré y comprobé que venía hacia mí, avanzando despacio, con una sonrisa más amplia de lo habitual. Cuando estuvo a mi lado, acercó su cabeza a la mía hasta que sentí casi el roce de su mejilla y olí su olor, un clásico olor de hombre, agrio y dulzón, que sin embargo no me gustaba. Un instante después noté su mano, que había apresado una parcela de carne fronteriza entre mi muslo y mi nalga izquierda, y me zafé lo más rápidamente que pude, pero no contaba con que la pared estuviera tan cerca, a menos de un palmo de mi espalda.
—Germán, te estás pasando mucho —dije, repitiéndome que era ridículo sentirme acorralada en la cocina de mi propia casa como una técnica para conservar la serenidad.
—¿Sí? — me contestó él, con una risita—. ¿Por qué? ¿Te gusta más arriba?
Sus dedos subían lentamente, siguiendo la curva de mi culo, cuando desarbolé sus expectativas de un manotazo.
—Mira, tío —empecé a hablar muy despacio, extendiendo los brazos para separar su cuerpo del mío—, no quiero montar una escena, ¿sabes? Ahora no, aquí no, con Reina en el salón no, ¿comprendes? No quiero nada contigo, absolutamente nada, ¿me oyes? Así que haz el favor de dejarme en paz. Coge la puerta, vuelve a la mesa y haremos como que no ha pasado nada, ¿vale?
—Malena… —se reía sordamente, estaba muy borracho—, Malena, pero ¿por quién me tomas? No te hagas la estrecha conmigo, anda…
—Lárgate, Germán —no me daba miedo, pero se estaba dejando caer hacia delante y no estaba segura de poder soportar su peso mucho más tiempo. Lo que más me preocupaba sin embargo era que Reina pudiera aparecer en cualquier momento, sufría más por ella, por su inevitable decepción, que por la integridad física que me sabía más que capaz de asegurarme a mí misma—. Por favor, lárgate.
Rectificó su postura para cogerme de la cabeza con las dos manos.
—¡Pero si a ti te va la marcha, tía! — me miraba fijamente al centro de los ojos, pero seguía sin darme miedo, ni siquiera asco. Era un pedazo de gilipollas, simplemente—. Te va un montón… Y se te nota, ¿sabes?
—Claro que me va la marcha —dije, y sonreí mientras alargaba el brazo hacia la cocina, considerando que ya se lo había trabajado bastante—. No sabes cuánto…
—Eso está mejor —aprobó y sus manos descendieron por mi garganta, resbalaron sobre mi clavícula y se posaron encima de mis pechos—. Siempre supe que tú y yo nos entenderíamos. Y no sabes las ganas que te tengo. Desde la primera vez que te vi…
Llevaba un rato vigilando la salsa con el rabillo del ojo. Todavía no había roto a hervir, aunque ya humeaba, pero me dije que un tipo tan duro aguantaría de sobra una prueba de amor semejante. Cogí el cazo por el mango y vertí lentamente su contenido sobre el brazo izquierdo de mi acompañante.
Entonces, a consecuencia de un gesto tan breve, tan sencillo, tan limpio, la situación cambió radicalmente. El se retorcía en el suelo, sus alaridos de dolor debían de oírse cuatro pisos más abajo, en plena acera, y yo estaba de pie, mirándole. Pasé por encima de su cuerpo murmurando alguna frase apropiada que ya no recuerdo exactamente, algo así como que te den por el culo, imbécil, y no resistí la tentación de rematar la jugada con una patadita en sus mullidos riñones. Cuando iba a abrir la puerta me encontré con mi hermana, que entraba en la cocina con una intensa expresión de alarma, y mientras la veía correr hacia él, dije en voz alta lo primero que se me ocurrió.
—Un accidente. Intentaba ayudarme y al final se ha echado la salsa encima. Ha sido sin querer, pero deberías decirle que beba un poco menos. Yo creo que le conviene.
Nadie echó de menos el desperdicio de la salsa, porque el único que probó el pollo fue Santiago, que lo comía siempre a palo seco. Reina cogió a Germán, le embadurnó el brazo con pasta de dientes y se lo llevó corriendo a casa. Cuando salieron por la puerta, mi marido me miró y se echó a reír. Estaba encantado.
—Pues todavía no sabes lo mejor —dije, y él me interrogó con los ojos—. No se ha echado la salsa encima. Se la he tirado yo.
—¿Sí? — asentí con la cabeza, mientras sus carcajadas agonizaban, cediendo su rostro al estupor—. Pero ¿por qué?
—Porque me estaba metiendo mano.
Si hubiera hablado en latín clásico, mis palabras no le habrían sorprendido tanto. Se frotó los ojos con los dedos, como si estuviera saliendo de un mal sueño, y opté por repetir mi última frase muy despacio, con el acento de un hipnotizador que pretende despertar con suavidad a su paciente.
—¿Por qué no me has llamado? —dijo por fin.
—Porque no hacía falta —mentí—. Sabía que podía arreglármelas bien sola, y además… Tú también podías haberte dado cuenta de que él había cerrado la puerta. Hemos estado casi diez minutos ahí dentro, demasiado tiempo para…
—Ya lo sé, ya —me interrumpió—. Pero nunca pensé que estuviera pasando algo así.
¿Y qué habrías hecho tú, alma de cántaro?, me pregunté a mí misma mientras él se sentaba a la mesa y empezaba a comer. Entonces, sin mirarme, se mostró de acuerdo conmigo.