Pero al final se comprometió a convencer a mi madre, aunque eligió un tono tan despreocupado que no presagiaba nada bueno. La presumible ineficacia de mi gestión no me desanimó tanto, sin embargo, como el fracaso que coseché al volver a casa, cuando me atreví por fin a hablar del tema con la interesada. Ella, que sólo unos días antes parecía disfrutar describiéndome el color de sus dolores con la fanática precisión de un miniaturista, arqueó las cejas para subrayar su asombro antes de proclamar pausadamente que nunca se había sentido tan mal como yo afirmaba, y desplegó una vehemencia insólita para rechazar uno por uno todos mis argumentos, sin detenerse a reemplazarlos con otras razones. Por un momento tuve la impresión de que se sentía acorralada, pero cuando ya aflojaba la presión, sospechando que mi discurso no hacía sino alimentar el miedo que delataban sus férreas negativas, dejó escapar un comentario tan frío y tan sereno, tan propio de la engrasada maquinaria de sus razonamientos, que terminé preguntándome si no sería verdad que era yo quien estaba pasada de rosca.
—Son sólo imaginaciones tuyas, Malena —me dijo con dulzura, rozando un instante su cabeza con la mía—. Sigues obsesionada con mi salud, igual que cuando éramos pequeñas, como si tuvieras la culpa de todo lo que me pasa. Pero por mucho que lo sientas, siempre seré más baja que tú, eso no tiene remedio, y tampoco lo tiene el que tú no te enteres de la regla y a mí, en cambio, me deje hecha polvo. ¡Si ni siquiera te coges un catarro en invierno y yo estoy tosiendo y moqueando hasta la mitad de mayo! Eres mucho más fuerte que yo, y ya está, pero eso no es culpa de nadie.
Esta breve declaración me devolvió al árbitro del juego, a la frágil manipuladora de conciencias que se dejaba caer suavemente hasta el suelo para hablarme desde allí, encogida sobre sus rodillas, a la Reina que menos me gustaba, y recelé de ella, de su misteriosa y voluble dolencia que sólo yo apreciaba, y de sus intenciones, pero aquella misma noche, un grito me despertó de madrugada, y cuando encendí la luz de la mesilla, la encontré con los párpados fruncidos y los dientes clavados en el labio inferior. Su brazo derecho terminaba en un puño que se hundía en su vientre, como si pretendiera empujar el dolor hacia dentro, y su expresión reflejaba un sufrimiento tan intenso que solamente podía ser sincero.
—De acuerdo, Malena —susurró, cuando pasó la crisis—. Iré al médico. Pero con una condición.
—¿Cuál?
—Que tú vengas conmigo.
—¡Claro que iré! — dije con una sonrisa, tragando saliva—, ¡qué tontería!
Un par de días más tarde, mamá se decidió por fin a pedirle hora a un tal doctor Pereira, que efectivamente resultó ser su ginecólogo de toda la vida, el que nos había traído al mundo a nosotras y a la mitad larga de la familia. Entonces Reina volvió sobre el tema, para imprimir al futuro un cariz mucho más negro del que yo misma me había atrevido a prever.
—¿Pero por qué quieres que me mire también a mí? — protesté—. ¡Si a mí no me duele nada!
—Ya lo sé, pero es que me da mucho corte…
—No seas paleta, Reina, por Dios. Es sólo un médico.
—Sí, tía, pero para ti es distinto, tú no eres vergonzosa, pero yo me pongo como un tomate con cualquier cosa, ya lo sabes. Además, tengo mucho miedo, igual me encuentra algo horrible, y no sé… Es que no me gusta nada la idea de que un tío me ande hurgando mientras mamá y tú me miráis, tan tranquilas. Si te reconociera a ti primero, y yo viera que no te hace daño, ni te pasa nada, pues… me pondría mucho menos nerviosa, estoy segura. Si tú no entras, desde luego, yo no voy, te lo juro, Malena…
Terminé accediendo, plegándome al destino antes de tiempo, y no sólo porque todo lo que decía Reina, mucho más pudorosa, y más aprensiva que yo, fuera verdad, ni porque ya hubiera aceptado, haciendo acopio de toda la serenidad que pude encontrar, que la suerte estaba echada, sino porque tenía mucho más miedo que ella. Estaba tan aterrada por la certeza de que encontrarían algo terrible en su interior, que no dediqué ni siquiera un minuto a pensar en mí misma cuando emprendimos aquella expedición, que nos conduciría, a través del siniestro pasillo de un inmenso piso de la calle Velázquez, a la presencia de uno de los seres más desagradables que he conocido en mi vida.
El doctor Pereira mediría, a lo sumo, un metro y medio. Tenía los dientes amarillos, tres o cuatro verrugas en la calva, y un bigotito repulsivo que parecía una raya pintada a mano con un rotulador de punta fina y mal pulso. No parecía un médico, porque cuando nos recibió aún no se había puesto una bata blanca sobre el grueso traje de tweed con chaleco, y su edad, sumada a la de la vetusta enfermera que sujetaba la puerta, habría rebasado el siglo al menos en veinte años. Pero mientras soportaba con una sonrisa estoica sus bromas, sus palmaditas y sus ¡qué barbaridad, pero si ya estás hecha una mujer!, me dije que aquel paternal baboso iba a curar a mi hermana, y cuando, desbaratando todos los planes de Reina, insistió en ver primero a la enferma para reaparecer tras el biombo blanco más de media hora después, y afirmar que todo estaba en orden y que la encontraba perfectamente, casi me cayó bien.
Mientras él explicaba a mi madre, en un tono que subrayaba su perplejidad, que no comprendía cuál podía ser la fuente de aquellas molestias y que, de todas formas, sería conveniente realizar una batería de pruebas para descartar cualquier problema que hubiera escapado a la exploración, mi hermana se reunió con nosotras, los ojos llorosos y el susto pintado en la cara, y la abracé mientras se sentaba a mi lado. Mamá ya se levantaba para despedirse, cuando él, que debía de tener sus honorarios bien grabados en la cabeza, intervino señalándome con un dedo.
—¿No quieres que mire también a la otra?
—No hace falta —dije—. Yo estoy muy bien, no me duele la regla ni nada.
—Pero ya que estás aquí… A mí no me cuesta ningún trabajo —insistió él, dirigiéndose siempre a mi madre.
—Sí, Malena, ve, anda, es mejor… Así me quedo tranquila del todo.
Cuando aquel cerdo estuvo delante de mí, cerré los ojos, para no hallar en los suyos un reflejo de la mirada de Fernando, y conseguí mantener mi ánimo intacto durante aquella prueba. Al salir, cuando Pereira retuvo en la puerta a mi madre tras despedirse de nosotras, traté de sostenerlo concentrándome en la idea de que Reina estaba bien, y que eso era lo único que importaba. Y no me dolió la bofetada que me pegó mamá apenas me tuvo delante, ni que me gritara que no quería volver a saber de mí en toda su vida en una sala de espera repleta de gente extraña, ni que me llamara puta a gritos en plena calle. Lo que me dolió fue que, cuando paró un taxi y abrió la puerta para que mi hermana pasara delante —¡vamos, hija!—, ella ni siquiera se volvió a mirarme.
Eché a andar despacio por la calle Velázquez, y no la dejé hasta la esquina con Ayala. Entonces torcí a la izquierda, crucé la Castellana, y subí por Marqués de Riscal hasta encontrarme con Santa Engracia. Doblé la esquina, esta vez a la derecha, y seguí andando hasta Iglesia. Sólo cuando llegué a esta plaza, comprendí que, abandonándome a mi instinto, había trazado con mis pasos el sendero de los réprobos.
No era capaz de pensar en nada, y me encontré llamando al timbre de Martínez Campos sin haber preparado siquiera una excusa para la visita. A Paulina, que debió dar por sentado que mi único propósito consistía en ver al abuelo, no le sorprendió demasiado, sin embargo. Mientras contestaba a sus tradicionales preguntas sobre el estado de salud de todos los habitantes de mi casa, incluida la tata, buscaba desesperadamente un argumento del que colgarme como de una liana salvadora en plena selva, pero no hallaba nada porque mi imaginación, de puro agotada, estaba en blanco. Entonces, Tomás se tropezó con nosotras cuando cruzaba el vestíbulo.
El era el único hermano de mi madre que seguía viviendo en aquella casa, y a partir de la enfermedad del abuelo, la única autoridad vigente entre sus muros, porque un par de meses antes, y sólo después de que el enfermo desmantelara sus planes, destinando sus últimas energías a exigir que le sacaran inmediatamente del hospital porque quería morirse en su cama, todos sus hijos se pusieran de acuerdo en que sería mejor contratar a tres enfermeras para que, en turnos consecutivos, se ocuparan del enfermo durante las veinticuatro horas, que cuidarlo ellos mismos, decisión que Tomás aplaudió con entusiasmo por cuanto garantizaba su tranquilidad. Desde entonces, él se ocupaba de su padre en solitario, pero la tarea de organizar a las enfermeras y recibir al médico todos los días, no le absorbía tanto como para segregarle temporalmente del mundo, y más listo, o menos confiado que Paulina, no necesitó mirarme más de una vez para adivinar que mi aparición en aquella casa se debía a causas más complejas que mi interés por el abuelo.
Se comportó como si no sospechara nada, sin embargo, y cuando Paulina me trajo una Coca-Cola que yo no había pedido y se marchó, dejándonos solos en el salón, se limitó a clavar en los míos sus ojos saltones, y no quiso hacerme ninguna pregunta. Prolongué la espera durante algunos minutos, y descarté al menos media docena de prólogos antes de pronunciar suavemente su nombre.
—Tomás…
El sostenía una copa de coñac entre los dedos y esperaba, hermético y lejano como siempre. Nunca me había caído demasiado bien, pero su padre me había hecho prometer que no me fiaría de nadie, excepto de él, si algún día necesitaba vender aquella piedra que me salvaría la vida, y Magda lo quería, Mercedes había unido sus nombres al recitar la breve lista de los hijos de Rodrigo. Me esforcé un poco y recordé que una vez tuvo la oportunidad de traicionarme, y no quiso hacerlo. Me esforcé más, y comprendí que no me quedaban muchas alternativas, así que se lo conté todo, desde las primeras etapas de la enfermedad de Reina hasta el pánico que me ataba a la butaca donde estaba sentada en aquel instante, impidiéndome pensar siquiera en volver a casa.
Terminé de hablar, y él se echó hacia atrás, recostándose contra el respaldo del sillón, y me miró todavía un momento, tapándose la boca con una mano, para descubrir luego una sonrisa que me dejó pasmada, no tanto por su intensidad como por lo infrecuente de aquel gesto en aquel rostro.
—No te preocupes, puedes quedarte aquí todo el tiempo que quieras… Y no tengas miedo, porque tampoco va a pasar nada. Nunca pasa nada.
Cuando escuché estas palabras, sentí que la tensión hacía estallar por fin una misteriosa válvula alojada en mi interior, y casi pude escuchar el silbido del aire escapando a toda velocidad mientras mi cuerpo se desinflaba por dentro. Mi estómago recuperó la blandura, mi lengua perdió sabor, y mis palabras se desprendieron del acento rígido, solemne, en el que me había refugiado hasta entonces, como de un herrumbroso e inservible escudo.
—No, sólo que mi madre me va a matar.
—¡Qué va! Te apuesto lo que quieras a que en Navidad ya se le ha pasado.
—Que no, Tomás, en serio, seguro que no. Tú no la conoces.
—¿Eso crees? Pues sólo viví con ella… unos veinticinco años, más o menos.
—Pero tú nunca has pasado por algo así.
Entonces su sonrisa se ensanchó, para estallar en una breve serie de desconcertantes carcajadas, que debieron extinguirse por completo antes de que mi tío siguiera hablándome en un tono distinto, grave y risueño al mismo tiempo.
—Mírame, Malena, y escúchame. He vivido casi medio siglo, he pasado por tragos mucho peores, y he aprendido que sólo cuentan dos cosas. Una, y esto es lo más importante —se inclinó hacia delante y tomó mis manos para apretarlas entre las suyas—, que nadie te va a poder quitar en tu vida lo que has bailado ya. Y dos, que a pesar de las apariencias, no pasa nada. Nadie mata a nadie, nadie se suicida, nadie se muere de pena, y nadie llora más de tres días seguidos. A las dos semanas todos vuelven a engordar y a comer con apetito, te lo digo en serio. Si no fuera así, la vida se habría extinguido en este planeta hace varios milenios. Piénsalo y te darás cuenta de que tengo razón.
—Gracias, Tomás —sus manos, ahora flojas, seguían sosteniendo las mías. Las apreté con fuerza y posé mi frente sobre sus palmas—. Muchas gracias, no sabes…
—Yo lo sé todo, señorita —se apresuró a interrumpirme, como si mi gratitud le ofendiera y, para mi sorpresa, logró hacerme sonreír—. Y ahora, ve a avisar a Paulina de que te vas a quedar a cenar, pero no le cuentes nada, ya se lo contaré yo. Voy a llamar a tu casa. Hablaré con tu madre… —se detuvo un momento, como si la idea no le gustara demasiado—, o mejor con tu padre, y le diré que estás aquí, no te preocupes.
Paulina me regañó por no haberla avisado con más tiempo, porque la encantaba lucirse ante los invitados, por muy vulgares que fueran, pero la cena, sin embargo, fue estupenda. Tomás no quiso darme muchos detalles de su conversación con mi padre, pero me convenció de que todo estaba arreglado y mintió, estoy segura de que mintió, al asegurarme que papá le había comentado que Reina parecía muy preocupada por mí. Luego se lanzó a la conversación con un entusiasmo que yo no conocía, y habló casi en solitario durante toda la cena, como si aprovechara mi presencia para ejercitarse en un placer raro y difícil de obtener, aunque no podía evitar detenerse de vez en cuando para mirarme y sonreír.
—Te hace mucha gracia todo esto, ¿eh? —pregunté cuando llegamos al postre, animada por el regalo que me había otorgado la Providencia al conservar para mí, intacta en la nevera, una ración de natillas con roca flotante.
—Hija, el año que viene cumplo cincuenta años, ¿qué quieres, que me eche a llorar?
—¡Nooo! —conseguí pronunciar, con la boca llena de merengue.
—Pues eso. De todas formas, tienes algo de razón, sí que me hace gracia tenerte aquí exiliada. Debo de estar un poco pirado, porque la verdad es que todo esto me recuerda que estoy viejo, pero… qué quieres que te diga, por otro lado, me siento rejuvenecer, como decían en aquella película. Nos tomaremos una copa para celebrarlo.
Hasta que Paulina no apareció en el comedor, con un carrito lleno de botellas y una expresión tan agria como la nata cortada, evidencia de que mi madre ya la había llamado por teléfono, no creí en la autenticidad de aquel ofrecimiento, como jamás habría creído que mi tío fuera un bebedor tan constante si no lo hubiera visto con mis propios ojos.
—A ver… —insistió, después de servirse un coñac—. ¿Qué quieres tomar?
—¿Puedo tomarme una copa de verdad?