Eso sí que nos gustó; con un grito de guerra como ése podíamos ir hasta el fin del mundo. Íbamos a machacar a todos los niños de todos los colegios del barrio con nuestros trajes de superpalomas de la paz.
Mi madre y las madres de los treinta niños bestias que somos nos hicieron esa semana los trajes de paloma con papel cebolla. Mi madre se quejaba bastante porque dice que, para mi sita, cualquier excusa es buena con tal de tenerla gastando dinero y trabajando. Que el disfraz de Hombre Araña ella me lo había comprado para no tener problemas hasta que yo hiciera la mili y me dieran el disfraz de soldado. Que cómo se hacía un disfraz de paloma y que paz era lo que ella necesitaba, mucha paz en una playa desierta de Benidorm y sin niños, que eso era para ella la paz mundial.
Se quedó callada treinta milésimas de segundo y luego siguió protestando y diciendo que si no me estaba quieto jamás podría probarme, que conmigo hay que tener mucho cuidado porque los trajes por la cabeza nunca me entran. «Este niño —se refiere a mí— otra cosa no tendrá, pero nació con veinticinco dedos de frente». Mi abuelo la consuela a ella y me consuela a mí diciendo:
—Como Einstein. Todos los sabios han tenido siempre veinticinco dedos de frente.
Al Imbécil le tuvo que hacer otro traje de paloma porque el Imbécil es culo-veo-culo-quiero, y como no le hagan el mismo disfraz que a mí ha cogido la costumbre de no comer y mi madre dice que un día se nos va a deshidratar. A mí me da igual que se deshidrate; el que se deshidrata hoy día es porque quiere. Ah, se siente.
Total, que el día C —la C es por Concurso y por Carnaval— mi madre nos vistió con nuestros trajes de papel cebolla y nos dijo que nos fuéramos yendo para el colegio. A ella le gusta mucho ver que salimos vestidos de paz mundial y cogidos de la mano. No me preguntes por qué, nunca he podido explicármelo.
Nos encontramos a la Luisa por la escalera y la Luisa va y nos dice:
—Mira tu madre la maña que se ha dado para vestiros de pingüinos.
Así que no tuve más remedio que agarrar al Imbécil y volver a subir a mi casa para decirle a mi madre que nosotros de pingüinos no queríamos salir a la calle, ni aunque fuera por la paz mundial. Mi madre nos dijo que la Luisa no sabía distinguir entre un pingüino de su marido y entre una paloma de su madre, y que fuéramos arreando para el colegio, que siempre tenemos que llegar tarde a todas partes.
Por la calle una señora le dijo a otra:
—Mira que pingüinos tan ricos, mujer.
Pero ya no quise volver a casa porque mi madre en ciertos momentos de su vida se puede llegar a poner violenta y, al fin y al cabo, nosotros estábamos representando a la paz mundial.
Cuando llegamos al colegio nos quedamos alucinados: en la puerta estaba Yihad vestido con unas plumas que parecía una gallina, estaba el Orejones que parecía un pavo, la Susana parecía un avestruz, Paquito Medina un pelícano, y así hasta treinta y tres. No había dos pájaros iguales. Bueno, sí, el Imbécil y yo: Esos pingüinos tan ricos.
Mi abuelo, que acababa de llegar, dijo:
—Esto lo tenía que haber visto Alfred Hitchkock para hacer Los Pájaros. Segunda parte.
Todos nos quedamos mirando los unos a los otros, y muy mosqueados nos fuimos escoltados por la sita Asunción hasta la discoteca Silicona, donde se celebraba el Festival.
La sita Asunción no se quedaba atrás; también se había vestido y parecía una pata o una gansa. Moviendo las alas nos dijo que iban a retransmitir el Festival por Radio Carabanchel, que es una radio que se hace en mi barrio y que, como no tienen dinero para micrófonos, mi abuelo dice que hacen los programas por el viejo sistema indio de abrir la ventana y hablar a gritos.
La sita Asunción estaba tan contenta que no parecía la sita Asunción. Si no hubiera sido porque nosotros también íbamos de pajarracos nos habríamos partido de risa viéndola por mitad de Carabanchel vestida de paz mundial. La sita nos dijo que cuando saliéramos al escenario, ella diría:
—¡Una, dos y tres!
Y nosotros teníamos que responder moviendo las alas y gritando todos a una, hasta rompernos la garganta:
—¡Viva la paz mundial!
La sita quería que ensayáramos, así que en plena calle chilló como una loca:
—¡Una, dos y tres!
Nosotros íbamos a gritar ¡Viva la paz mundial! pero, al ir a mover las alas, nos empezamos a enredar unos con otros, y si la sita no llega a poner orden habríamos llegado a la discoteca completamente desplumados. La sita nos dijo que nos olvidáramos de mover las alas, que ya las moveríamos después de ganar el premio.
Ya estábamos en la discoteca. Nos sentamos los treinta y el Imbécil en un rincón. El presentador era el director de la Guardería El Pimpollo, que está al lado de mi casa. Iba vestido el tío de Supermán; a Yihad le rechinaban los dientes de la envidia cochina que tenía. Yo aproveché la ocasión para hacerle un poco la pelota a mi amigo el chulito Yihad. Le dije:
—Ese tío no puede ser Supermán con la barriga que tiene. Un tío con una barriga como ésa no puede sobrevolar las cataratas del Niágara, porque la fuerza de gravedad de nuestro planeta atrae a los cuerpos gordos como ése.
—Y entonces, ¿qué ocurriría? —dijo Yihad, que estaba interesadísimo en mis teorías.
—Que se espanzurraría contra el suelo.
Yihad no solamente se había quedado muy impresionado con mis altos conocimientos científicos, sino además muy contento. Lo de que «se espanzurraría contra el suelo» le había devuelto su optimismo de siempre; ya no sentía envidia, ahora miraba al presentador-Supermán por encima de las plumas, como mira un superhéroe profesional a un superhéroe de pacotilla.
Superbarriga iba anunciando a los grupos de los colegios, que iban saliendo al escenario entre los abucheos de los que estábamos sentados. Como comprenderás no íbamos a aplaudir a nuestros enemigos. Acuérdate de que nuestro lema era: ¡Los vamos a machacar!
Salieron unos disfrazados de árboles. El grupo se llamaba «El Otoño». Llevaban una cadena que colgaba de una rama, tiraban de la cadena y automáticamente caían las hojas. El público se quedó alucinado por la tontería que acababa de ver. Los padres de este grupo se habían llevado una pancarta para animar a sus hijos; fueron los únicos que les aplaudieron, claro. Los demás miramos en silencio cómo se pasaron diez minutos en el escenario recogiendo las hojas que habían tirado. Luego, salieron los clásicos superhéroes, unos niños que iban disfrazados de reality-chows con cuchillos clavados en la espalda, otros que iban de bollicaos…
Nosotros salimos los quintos, estábamos amaestrados para gritar detrás del «Un, dos, tres» de la sita Asunción eso de «¡Viva la paz mundial!», pero no nos dio tiempo a hacer nuestro número porque cuando la sita dijo «Un, dos y tres», se oyó la voz de un chaval que va a un colegio de Formación Profesional de mi barrio que se llama Baronesa Thyssen:
—¡Yihad, qué bien te sienta el traje de gallina!
Yihad se tiró del escenario para volverle la cabeza del revés al tío gracioso ése. La Susana detrás para defender a Yihad y todos los demás detrás de la Susana y de Yihad, porque si no defendemos a Yihad luego nos pega él a nosotros. El padre del chaval del Baronesa Thyssen dijo:
—Mi niño tiene parte de razón: Yihad parece una gallina y está concursando de paloma, y eso, se mire como se mire, es intolerable.
Mi sita Asunción se quedó sola en el escenario. Lloraba la pobre con su disfraz de pata. Nosotros tuvimos que separar a nuestros padres de los padres del Baronesa Thyssen porque estaban a punto de faltarse al respeto, y nosotros, al fin y al cabo, estábamos representando la paz mundial.
Aquel carnaval tenía toda la pinta de ser el peor de nuestras vidas, pero no te vas a creer lo que pasó al final, porque lo que pasó no se lo esperaban ni los chinos de Rusia.
Una vez que la pelea se calmó y se despejó el escenario, salió Superbarriga con su pinta de Supermán de la Tercera Edad y quiso hacer como que volaba. Por poco se mata el tío en uno de sus intentos por despegar del suelo. Ya ves, si eso fuera tan fácil todo el mundo sería superhéroe, no te fastidia. La verdad es que hubo que agradecerle el tropezón: fue lo que más gracia le hizo al público en toda la tarde. Yihad le estaba explicando a unos de otro colegio:
—Ese tío no puede ser Supermán con la barriga tan gorda que tiene porque la «falta de variedad» del planeta Tierra le empuja a espanzurrarse contra el suelo.
¡La falta de variedad! Qué bestia que es Yihad, la única palabra que había conseguido aprenderse bien de mi teoría era el famoso «espanzurrarse». Pero no te creas que le llamé la atención; si le llego a corregir, yo también hubiera sabido lo que era espanzurrarse contra este planeta del que tanto hablamos.
Superbarriga leyó los premios yendo del tercero al primero para hacer esos momentos más emocionantes:
—El tercer premio le corresponde ¡al grupo «Reality Chows»!, por su simpatía y originalidad.
El público en pleno se deshizo en abucheos:
—¡¡¡Fuera!!!
—El segundo premio se lo hemos concedido al grupo «El Otoño», por la belleza en la representación de una estación del año tan importante como las demás.
¿Había dicho «por la belleza»? Le dije a Yihad que aquel jurado se merecía que lo tirasen por las cataratas de Niágara, seguido de Superbarriga, claro. Una vez más estábamos de acuerdo. El más chulito de mi clase y yo estábamos de acuerdo en todo; de repente yo era su mejor amigo. Estaba muy orgulloso de mí mismo, porque cuando el tío más chulo de tu colegio es tu amigo, eso quiere decir que tienes las espaldas cubiertas; es como si tuvieras al genio de la lámpara a tu disposición, siempre dispuesto a defenderte ante cualquier enemigo.
—Y el primer premio… —Superpatoso hizo una pausa para crear más expectación. Te aseguro que se podía oír el rechinar de dientes de los espectadores ansiosos—. El primer premio se lo hemos concedido por unanimidad al grupo «Los pájaros», por su defensa de especies en vías de extinción.
Como nadie salía, el presentador lo tuvo que repetir. Nos miramos los unos a los otros: ¿Pero nosotros no habíamos venido por la paz mundial?
Se ve que de lo de la paz mundial no se había enterado nadie, así que tuvimos que admitir que éramos un grupo de pájaros en vías de extinción. No siempre uno es lo que quiere ser en esta vida.
Nos hicieron salir otra vez al escenario para recoger el premio. El premio estaba en una caja grande. Nos tiramos todos a por la caja para abrirla. El Imbécil intentaba abrirla a mordiscos. Con el follón nos estábamos quedando sin alas, pero eso ya no nos importaba; al fin y al cabo ya no teníamos la responsabilidad de representar a la paz mundial: éramos pájaros en peligro de extinción. Mi sita se abrió paso dando unos cuantos pellizcos a traición y consiguió abrir la caja con sus manos poderosas. Superbarriga pidió un gran aplauso para el premio. Era material escolar: libros, cuadernos y cosas así. ¡Todo el rollo repollo de la paz mundial para ganar libros para estudiar! El único que aplaudió fue el Imbécil; como todavía no ha estudiado en lo que lleva en este planeta, no sabe lo que es eso, hay que perdonarle por su ignorancia.
Abandonamos el escenario. Ya no teníamos nada que hacer allí. El regalo se lo podía quedar la sita Asunción y comérselo con patatas. Ella estaba encantada mirando todos los libros y seguramente planeando nuevos deberes con los que destrozarnos el cerebro. Nuestros padres estaban orgullosos de aquellos hijos en peligro de extinción.
Por la tarde me dejaron bajar al parque del Ahorcado. Me vestí con mi supertraje de Hombre Araña. Mi madre le dijo a la Luisa:
—Los niños son así. Ellos se ponen su disfraz de superhéroes y tan contentos. Lo que yo digo: Los niños son A, B y C, y de ahí no les saques.
Estuve a punto de bajar trepando por las paredes de mi torre, pero soy un niño consciente de mis limitaciones y sé que lo único que tengo de Hombre Araña es el disfraz. Cuando llegué al parque del Ahorcado ya me estaban esperando mis amigos: Yihad, de Supermán; el Orejones, de Supermán, pero sin capa porque le tocaba ser el ayudante de Supermán; la Susana, de la Bella, aunque en cuanto estás con ella un rato te das cuenta de que es la Bestia disfrazada de la Bella; Paquito Medina, de Robín de los Bosques, y el Imbécil, que seguía con su traje de pingüino porque mi madre le había convencido de que era el más bonito del barrio (a esa edad todavía te crees las mentiras de las madres).