Manolito Gafotas (8 page)

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Authors: Elvira Lindo

Tags: #Humor, Infantil y juvenil

BOOK: Manolito Gafotas
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El que la liga en la peste bubónica tiene que pillar a los demás y nadie lo puede rozar ni tocar, eres un apestado. La Susana me mandó ser un apestado todo el recreo. Yo pensé: «Qué rollo repollo». Por primera vez estaba deseando que se acabara el recreo. Fue el recreo más odioso de mi vida en este planeta.

Cuando subíamos a clase le dije al Orejones:

—Esta tarde puedes invitar a la Susana a ver el demonio de Tasmania, yo tengo kárate.

Desde luego, mi amigo el Orejones no se caracteriza por ser un gran observador; no sé cómo no le extrañó ese gesto de generosidad por mi parte.

Me lo pasé bestial en kárate. Mi profesor me dijo que tenía que hacerle una llave a un gigante gigantesco de 5° B. Por un momento, pensé que mi profe se había vuelto loco o que quería acabar conmigo para siempre. Mi profe me explicó la llave. Yo siempre entiendo la teoría de mi profe, incluso me la imagino en mi cabeza. Me imagino pegando unos saltos tipo Kárate Kid en el cañón del Colorado, pero luego todo se joroba en la práctica, no me lo explico. Mi abuelo dice: «Así es la vida».

Bueno, pues no te lo vas a creer, pero le hice la llave a la mole humana de 5° B. Fue como darle una patada a una montaña: el tío no se movió del sitio, pero yo la llave se la hice. Lo malo es que con el salto se me fueron las gafas por los aires, y eso que mi madre me las había atado con una goma al cerebro. Me lo pasé bestial en kárate y todavía me lo pasé mejor cuando mi madre dijo que a ella le trae sin cuidado que yo ande como un chino, pero que ya no vuelvo a kárate, que ella no paga más gafas nuevas este año.

Ésa es la mejor noticia de la temporada; estaba harto de pelearme con todas las rocas del colegio.

Al día siguiente, cuando le contaba al Orejones que ya jamás volvería a Kárate, a no ser que España fuera invadida por los japoneses, él me dijo:

—Chachi, que se vaya la Susana todas las tardes contigo. Ayer rompió en mi casa el mando a distancia. Ella era la princesa de Aladino y yo su genio, pero lo de frotar una lámpara le parecía muy antiguo, así que dijo que me iba a dar las órdenes con el mando a distancia. A las dos horas le dije que estaba harto de obedecerla y me tiró el mando a distancia a la cabeza. Mi madre me ha dicho que si no me podía buscar otra novia menos gamberra.

—Pero ¿es que también era tu novia?

Nos pusimos a discutir sobre quién había traicionado a quién, pero al minuto y medio nos dimos cuenta de que era una tontería porque la Susana tiene más novios que niños hay en mi colegio. También tiene novios en la escuela de enfrente, en su escalera y en Las Navas del Marqués, que es el pueblo de su madre. Casi todos los niños españoles son novios de la Susana.

El Orejones y yo íbamos hablando de esto de camino a casa. Éramos como dos grandes amigos con el mismo problema, como en las películas, que al final se ve a dos grandes amigos que se van andando entre el frío y una niebla terrorífica. Con lo bien que nos estábamos llevando, no sé por qué la cosa se lió y volvimos a discutir por quién tenía más derecho a ver el demonio de Tasmania con la Susana por las tardes.

La cosa estaba muy clara: ninguno de los dos quería cargar con la Susana pero tampoco queríamos que pasara la tarde con nuestro mejor amigo. Ante estas terribles situaciones, mi abuelo dice: «Así de raras somos las personas».

Bueno, estábamos ya a punto de pegarnos por algo que no queríamos ninguno de los dos, cuando de repente, sin previo aviso, vimos a la Susana con un chico saltando encima de un banco del parque del Árbol del Ahorcado. Nos acercamos. El chico era… ¡Yihad!

Estuvimos mirándolos un buen rato, se lo estaban pasando bestial: hacían lanzamiento de cartera a patadas, se empujaban por conseguir el mejor columpio, se lanzaban contra el suelo cuando habían subido muy alto. Yihad le quitó a la Susana la diadema y echó a correr. La Susana le agarró del pelo y le escupió. ¡A Yihad! ¡Al chulito de mi clase, de mi barrio y de España! Nadie se había atrevido nunca en la vida a escupirle a Yihad, eso podía costarle a uno muy caro.

El Orejones y yo contuvimos nuestras respiraciones, él la suya y yo la mía. Los latidos de nuestros corazones parecían tambores africanos anunciando una guerra espantosa. ¿Qué pasaría ahora?

Nadie se creerá nunca lo que ocurrió entonces; tú tampoco te lo vas a creer, pero fue así. Te lo juro por mi abuelo. Yihad se limpió el escupitajo. El Orejones dijo muy bajo y tembloroso:

—Ya verás qué torta le va a dar. Le va a volver la cara del revés.

Pero él, y yo, y el mundo nos habíamos equivocado, porque Yihad dijo:

—Joé, perdona, sólo estaba jugando. Era una broma, tampoco era para que me escupieras con tanta saliva.

Y dicho esto siguieron jugando, empujándose y saltando como locos. El Orejones y yo nos dimos media vuelta y nos fuimos: primero, porque allí no pintábamos nada, y segundo, porque teníamos miedo a que nos pidieran que jugáramos con ellos.

Ahora sí que era una tontería pelear por la Susana. Esto no lo dijimos, pero para mí que lo pensábamos los dos, y también pensábamos los dos que era un alivio que prefiriese a Yihad.

Aquella tarde invité al Orejones a ver el demonio de Tasmania en mi casa. Lo pasamos bestial poniéndonos pan con colacao y mantequilla y viendo los dibujos los dos tirados en el sofá. Los dos con la cabeza en el mismo lado porque al Orejones le huelen los pies. El pobre no es perfecto. Mi abuelo nos miró y le dijo a mi madre:

—Están hechos el uno para el otro.

Y por un momento no supe si lo decía por el Orejones y por mí o por la Susana y Yihad, que a lo mejor todavía seguían jugando a tirarse tierra a los ojos en el parque del Ahorcado. También ellos estaban hechos el uno para el otro. Eso debe de ser el amor.

Paquito Medina no es de este mundo

El domingo voy a estar castigado, y el sábado, también. Me tendrá encerrado mi madre sin piedad entre estas cuatro paredes, estaré peor que un gorila del zoo porque el gorila puede ver a la gente que va a mirarle como si fuera un mono, pero a mí no viene a verme nadie. Tengo que conformarme con mis compañeros de jaula, con mi abuelo y con el Imbécil.

Cuando me castigan me pongo correoso, como el pan que le gusta a mi abuelo, ese que lleva dos días en la panera. También me pongo enfermo del estómago, porque me aburro, y si me aburro me paso toda la tarde yendo y viniendo del mueble-bar al sofá.

El mueble-bar es un mueble que le compró mi madre a mi padre porque mi padre siempre ha dicho:

—Catalina, yo soy un hombre de barra.

Y dicho esto se bajaba al bar el Tropezón.

Así que mi madre, que tiene soluciones para todo, le regaló para el día del Padre un mueble-bar, una barra almohadillada con sky puro. Lo abres y aparece un interior lleno de espejos, y si hay tres botellas, por un momento piensas que hay dieciséis. Esto es lo que los científicos de todo el mundo llaman el fenómeno de la multiplicación. Mi madre le dijo después de desempaquetarlo:

—¿No eres hombre de barra? Pues no hace falta que te bajes al bar, a partir de ahora la barra la tienes en tu casa.

Al principio, el mueble-bar era sagrado y mi madre sólo metía allí el coñac Fundador de mi padre, el anís de mi abuelo y una botella de sidra el Gaitero que sobró de las Navidades, pero como en mi casa no hay sitio para nada, el famoso mueble-bar sagrado se fue convirtiendo en un supermercado.

—En esta casa no tenemos cucarachas —dice mi madre a la Luisa—; ya nos gustaría, pero es que no caben.

Esto lo dice mi madre, que también tiene sus bromitas, a ver si te vas a creer que siempre está de morros.

Bueno, pues primero metió en el mueble sagrado los panchitos, las avellanas y esas cosas que pone mi madre a las visitas y que nos comemos el Imbécil y yo en cincuenta milésimas de segundo. Luego siguió con el colacao, los chococrispis y las marranadas que dice mi madre que tomamos para merendar. Hace un mes que ha empezado a meter allí lo de la limpieza del water. Eso es para que el Imbécil no se lo coma, porque uno de los vicios del Imbécil es la lejía: ya la ha probado dos veces el muy borracho.

Ya te digo que, cuando estoy castigado, me paso la tarde yendo y viniendo del mueble-bar, cojo un puñado de panchitos, otro de chococrispis, otro de almendras garrapiñadas. Así que cuando me castigan más de un día me pongo a explotar, se me produce el clásico tapón en el intestino grueso y mi madre le dice al médico:

—Este niño se pone que ni por arriba ni por abajo logra expulsar la masa alimenticia.

Cuando mi madre dice por arriba se refiere a la boca y cuando mi madre dice por abajo se refiere al culo. Mi madre se pone a hablarle al médico de mi culo como si eso fuera un asunto que al médico tuviera que interesarle. Cuando mi madre dice eso de «por abajo» no sé para dónde mirar; yo creo que el médico también se corta. No me extraña, si yo fuera médico y fuera a ver a un niño, que ni me va ni me viene, no me gustaría que su madre me empezara a hablar del culo del niño ese.

De todas formas hay veces que no llego a empacharme, pero, desde luego, te puedo asegurar que el estar castigado me convierte en el tío más plasta que conozco en mi barrio y en el mundo mundial.

Te voy a contar la historia de mi terrible castigo desde el principio de los tiempos:

Esto era un niño estupendo que vivía en el barrio de Carabanchel, un niño cachas y bastante listo, no había otro como él, se llamaba Manolito Gafotas, y no sé si te has percatado pero ese magnífico niño era yo. Y ese tío sin igual se levanta un terrible lunes —el lunes pasado— y piensa: «Hoy tengo un examen de Conocimiento del Medio y no tengo ni puñetera idea». Llamó a su madre ese niño —yo— y le dijo:

—Mamaíta querida, creo que me está subiendo la fiebre por momentos.

Y la madre del niño, la mía, me tocó la frente y me contestó con cruel indiferencia:

—Manolito, vístete que llegas tarde.

—¿Y si cuando esté en el colegio me sube a 38°? ¿No crees que es mejor prevenir que curar? —le dije yo, que nunca pierdo la esperanza de engañar algún día a mi madre.

—Caliente te voy a poner yo como no te levantes ya.

No había nada que hacer. Cuando mi madre se pone así me doy cuenta de que no se parece nada a las madres de las canciones y de las poesías: esas madres deben vivir en América en chalés de dos plantas.

Me fui al colegio y me senté en el pupitre como si me sentara en la silla eléctrica. Le dije al Orejones, que es mi compañero de pupitre y mi gran amigo aunque a veces sea un cerdo traidor:

—Pienso copiarte porque no tengo N.P.I.

Nosotros decimos N.P.I. Desde que un día dijimos «Ni puñetera idea» y nos oyó la maestra, nos dimos cuenta de que la palabra puñetera es mejor no pronunciarla dentro de los muros de mi colegio. El Orejones va y me contesta:

—Pues tendremos que copiar del de delante porque yo tampoco tengo N.P.I.

La verdad es que copiar del Orejones era una tontería, nunca pone nada en los exámenes y si pone, es que me lo copia a mí.

Antes de que entrara la señorita hicimos una encuesta y ni los de delante ni los de atrás ni los del techo sabían nada. Esa mañana el mundo mundial estaba N.P.I. Nuestra única salvación se llamaba Paquito Medina.

Paquito Medina vino nuevo este año, no llegó el primer día de clase sino un mes después. La
sita
Asunción nos avisó:

—Mañana va a venir un niño nuevo, se llama Paquito Medina y no le preguntéis por su padre porque no tiene.

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