Cuando llevábamos un rato en casa y mi madre nos había echado en cara todo desde el día en que nacimos se le ocurrió preguntar:
—¿Y el cuerno de la trenca?
El cuerno no aparecía por ninguna parte; entonces dijo que un día la íbamos a matar de un disgusto y de un infarto mortal.
Por primera vez después del verano mi abuelo se dejó los calcetines puestos para dormir; lo sé porque me acosté con él. Es que en mi barrio, que es Carabanchel, en cuanto empieza el colegio empieza el frío. Es así, lo han demostrado científicos de todo el mundo.
Pasó un rato, dos ratos, después del tercer rato me di cuenta de que no podía dormirme: al día siguiente empezaba el colegio y todo el mundo tendría tantas cosas que contar que a lo mejor a nadie le importaba todo lo que me había pasado en la Gran Vía. Todo eso lo pensaba yo para mis adentros porque creía que mi abuelo ya se había dormido, pero de repente me dijo al oído:
—Qué bien lo hemos pasado esta tarde, Manolito, majo. Cuando cuente yo mañana en el Hogar del Pensionista que me trajo un vaso de agua la señorita presentadora no se lo van a creer. Menos mal que tengo un testigo.
Ya no dijo nada más, se durmió, empezó a soplar para dentro. Sopla para dentro porque para dormir se quita los dientes. El locutor de la radio dijo algo de los niños que al día siguiente empezaban el colegio. Qué tío, me tenía que recordar lo más desagradable de mi futuro.
Bueno, volver al colegio también tenía sus cosas buenas: vería a la Susana, al Orejones… Al Orejones lo llevaba viendo todo el verano, qué plasta.
Ahora mi abuelo soplaba para dentro y para fuera. Me di cuenta de que se había acostado sin quitarse la gorra. Eso le pasa cuando le ha ocurrido algo importante, se olvida de quitarse la gorra. Bueno, así tendría abrigada la cabeza. Es que mi abuelo ni tiene dientes, ni tiene pelos en la cabeza. Como habrás comprobado, en la lengua tampoco.
Creo que me estaba empezando a dormir cuando me di cuenta de que yo tenía algo en la mano. Era el cuerno de la trenca. No lo había soltado en toda la tarde. Mi madre me lo cosería al día siguiente, podía estar tranquila.
Había vivido el día más importante de mi vida, pero daba igual: ya nadie me libraría del colegio, ni del invierno, ni de la trenca. Eso era lo peor: ya nadie me libraría de la trenca.
Dice la Susana que cuando una persona de España va al psicólogo es porque ya la han echado de todas partes, que antes te mandaban a una isla bastante desierta, pero que ahora, con la cantidad de chinos que hay en el mundo, ya no hay islas desiertas, y por eso tienen que existir los psicólogos.
Estas teorías se las aguantamos porque es una chica; si llega a ser un chico le hacemos morder el polvo,
descarao
.
Nos lo dijo al Orejones López, mi mejor amigo (aunque sea un cerdo traidor), a Yihad, el chulito de mi barrio, y a mí, que como ya te he dicho mil veces, soy Manolito Gafotas. Y nos lo dijo cuando estábamos esperando a que nos recibiera la psicóloga del colegio, a que nos recibiera uno a uno, porque a los tres juntos no nos aguanta nadie, porque de aquí a tres años lo más tardar vamos a acabar siendo unos delincuentes. Eso no lo digo yo, lo dice mi
sita
Asunción, que además de maestra es futuróloga porque ve el futuro de todos sus alumnos. No le hace falta ni bola de cristal ni cartas: te hinca los ojos en la cabeza y te ve dentro de muchos años como uno de los delincuentes más buscados de la historia o ganando un Premio Nobel detrás de otro. Ella no tiene término medio.
Al Orejones, como sus padres se han separado, le ha llevado su madre a la psicóloga para que no tenga un trauma terrible y de mayor no se haga un asesino bastante múltiple; a Yihad, porque dice mi
sita
Asunción que es un problemático y un chulo desde que se levanta y porque un día mandó mi
sita
dibujar a nuestros padres y Yihad dibujó a su madre con bigote y a su padre con cuernos, y a mi
sita
no le gusta que las madres salgan en los dibujos sin haberse depilado. A nosotros nos hizo mucha gracia, mucha, mucha; si hubiera habido un Festival de Eurovisión de dibujos de familias, fijo que se hubiera llevado el primer premio. Pero la
sita
, que siempre tiene que jorobar los mejores momentos Nescafé, le quitó el dibujo, se lo guardó la tía y llamó a sus padres para verles al natural el bigote y los cuernos. El bigote a la madre se le veía un poco, pero los cuernos al padre nada, qué chasco. Lo digo por si a alguien le importa.
Mi madre me llevó a la psicóloga, que aunque se llama la
sita
Espe, dice todo el rato: «Llámame Esperanza»; pero eso en mi colegio no cuela; si te llamas Esperanza serás hasta que te mueras la
sita
Espe, y si no, no haber nacido, se siente.
Mi madre me llevó a la psicóloga porque no paro de hablar y ella dice que le pongo la cabeza modorra y que cuando no estoy hablando se me va la olla a Camboya, o sea, que me quedo colgarrón. Todo eso dice mi madre de mí, por eso me llevó a la psicóloga. Se ve que pensó: «Lo que hable con ella no tendrá que hablarlo en casa». Pero se equivocó: sólo fui dos veces a la psicóloga, y cuando llegué a casa tenía todavía más ganas de hablar porque, como decía mi abuelo: «Al niño se le quedan los temas en el tintero».
Era fabuloso ir a la
sita
Espe. Di que entré y pregunté con toda la educación que me han dado:
—¿Qué tengo que hacer,
sita
Espe?
Me repitió que no era
sita
y que no era Espe, pero no sirvió para nada, porque cuando yo me acostumbro mentalmente a algo es muy difícil que yo sea de otra manera. Es lo que me pasa con el Imbécil: «No llames a tu hermanito Imbécil», me dice toda España, pero yo no lo hago por insultar, lo hago porque ya ni me acuerdo de su nombre verdadero.
La
sita
Espe me dijo que allí en su despacho estaba para contarle todos mis problemas. Yo le pregunté:
—¿Quiere que se los cuente desde el día en que nací?
Yo se lo pregunté porque me gusta dejar las cosas claras desde el principio de los tiempos. Y porque soy un cachondo, la verdad. Pero a la
sita
Espe le daba igual, ella quería saber todo lo que yo le contara, y me dijo que me tomara todo el tiempo que yo quisiera, que ella estaba para escucharme. Yo pensé: «¡Cómo mola!». Antes de empezar a contar la historia de mi vida, le pregunté:
—¿Se puede fumar?
Me miró con cara de haber visto de repente a un monstruo de la creación, y me dijo la tía que los niños no fuman. Qué lista. Le tuve que decir que había sido una bromita de las mías para que cerrara la boca, porque se le había quedado bastante abierta a la pobrecilla
sita
Espe. Me dio tanta pena que se creyera esa broma tan tonta, una broma que ya se la saben mi madre y la
sita
Asunción, una broma que nunca se la ha creído nadie y que a nadie le ha hecho gracia; me dio tanta pena, que le empecé a contar la historia de mi vida.
Empecé por cuando mis padres pidieron un crédito para comprarse el camión y le pusieron de nombre Manolito, en homenaje a ese niño que no se decidía a venir del limbo de los muertos, que es donde están esperando todos los niños flotando antes de nacer. Esto último me lo dijo Yihad; me dijo que él se acuerda todavía de cuando estaba en el limbo de los muertos. Estás allí flotando, pasando de todo, y un día va una mano de un tamaño bastante gigantesco y dice: «Tú —dices
tú
porque en esos momentos nadie tiene nombre—, te ha tocado».
Y a partir de ahí te trasladas astralmente a un quirófano de un hospital y un médico te da una torta en el culo. ¿Por qué? Porque has nacido. Desde ese momento crucial empieza tu vida en Carabanchel o en Hollywood, depende de donde te lleve la mano de tamaño gigantesco. A mí la mano me llevó a Carabanchel. Te aconsejo que no te lo creas del todo, porque el chulito de Yihad siempre viene con historias de estas para tirarse el rollo; yo te aviso, y el que avisa no es traidor.
Bueno, pues a lo que iba, que de repente nací, le conté que a mi madre le tuvieron que hacer una operación a vida o muerte para que yo naciera porque al parecer yo tenía la cabeza lo que se dice un poco gorda. Esto le gusta mucho contarlo a mi madre para dejarme a mí en ridículo.
Le conté que hasta los tres primeros meses me hice famoso porque no dejaba dormir a nadie en mi escalera de tanto como lloraba, y que un día, de tanta risa como me dio perdí el conocimiento. Le conté que mi madre dice: «Éste —éste soy yo— nació hablando».
Bueno, le conté todo lo que me sabía hasta los tres o cuatro años. Entonces la
sita
Espe, con cara como de no haber salido del limbo de los muertos, me dijo que ya me podía ir y yo le dije:
—¿Por qué,
sita
Espe, es que no estoy contando bien los detalles?
—Lo estás contando todo estupendamente —me dijo la
sita
Espe—, pero es que ya ha pasado una hora y media.
¡Una hora y media! Se me había pasado volando. Creo que esa hora y media fue la hora y media más feliz de mi vida. La
sita
Espe me dijo adiós bostezando. Mi madre diría: «Eso es hambre, sueño o falta de sueño». Sería hambre.
Yo estaba muy contento, me había lucido, le había contado las cosas como en las películas, desde antes de que nazca el protagonista. Hasta le conté cuando mis padres cerraron la terraza con aluminio visto para que pudiéramos dormir allí mi abuelo y yo, que es una cosa de la que hablan mucho las amigas de mi madre, de cuando cierran las terrazas y de cuando acuchillan el parqué. La
sita
Espe me dijo que volviera la semana siguiente.
Durante toda esa semana empecé a anotar todas las cosas de las que me acordaba de los tres años a los ocho. Le preguntaba a mi abuelo, a mis padres, a la Luisa y a todas las personas que tienen la suerte de conocerme desde que nací. Se me acabó el cuaderno en dos días. Mi madre me compró otro de dos rayas porque le dije que era necesario para las clases con la sita Espe.
Cuando volví al despacho de la sita Espe llevaba tres cuadernos de dos rayas sobre mi vida y toda su problemática. A cada cuaderno le había puesto un título. El primero iba de los tres a los cinco años y lo titulé:
Mi vida sin el Imbécil
Este cuaderno trataba de cómo era el mundo antes de que al Imbécil se le ocurriera venir del limbo de los muertos, de lo buenas que eran las personas: todo lo pedían por favor, no había secuestros, las motos llevaban silenciador, no había hambre en África y no había salido la gotera del cuarto de baño que a mi madre le hace sufrir tanto. Cuando el Imbécil o yo estamos llorando mi abuelo nos dice:
—La gotera del water la hace el de arriba, que siempre se mea fuera.
Nos dice eso porque el tío sabe que por mucho que estemos llorando nos tenemos que tirar inmediatamente al suelo de la risa que nos da. Mi madre se pone negra, y le dice a mi abuelo:
—Sólo les falta a éstos que les digas cochinadas, con lo cochinos que son ellos de por sí.
Antes de que existiera el Imbécil yo no era tan cochino, te lo juro, pero un buen día descubres que cuando más se ríe tu hermano es cuando dices una cochinada, y entonces te emocionas con la esperanza de matarlo de risa.
No sé si esto último de la gotera del water se lo conté a mi sita Espe, porque en la segunda clase que estuve con ella sólo me dio tiempo a leerle el primer cuaderno. Mientras estaba leyendo me daba la impresión algunas veces de que la sita Espe daba cabezadas, como hace mi abuelo después de comer, porque está de la próstata. Le pregunté a la sita Espe si daba cabezadas porque estaba de la próstata. Me dijo que no daba cabezadas (sí las daba, que conste), que no estaba de la próstata, que ninguna mujer estaba de la próstata, que la hora se había terminado y que no hacía falta que volviera.