Yihad me dijo en el recreo que si le dejaba mi dentadura. Se la dejé un rato, pero le pedí que no me la chupara mucho porque se la iba a regalar a mi abuelo. Luego se la puso Paquito Medina y el Orejones, que me la dejó llena de bollo. La limpié en sus pantalones y se quedó tan blanca como antes, porque era una dentadura de primera calidad.
Cuando estábamos en clase me acordé de que mi abuelo había dicho que no quería un cumpleaños con viejos, así que pensé que sería una gran idea invitar a mis amigos. Mis amigos pueden tener muchos defectos (los tienen todos), pero no son viejos. Les pasé un papel a escondidas. A mi
sita
no le gusta que te pongas a invitar a la gente a un cumpleaños mientras ella explica un rollo de los climas del mundo mundial. Pensé que a lo mejor no les apetecía venir al cumpleaños de un abuelo… ¡Sí, todos dijeron que sí! Mis amigos son capaces de ir al cumpleaños de Fredy Crouger con tal de tomar tarta y cocacola. Les dije que entonces se tendrían que venir todos antes a la Seguridad Social a llevar al Imbécil al médico. «Pues bueno, pues nos vamos», dijeron.
A la hora de comer felicitamos a mi abuelo y nos pusimos a ver la televisión como si no nos importara nada más en este mundo. Hay veces que lo que más nos importa en este mundo es la televisión, pero en esta ocasión estábamos disimulando.
Cuando llegué al colegio después de comer, Yihad estaba con su abuelo en la puerta. Yihad dijo:
—Mi abuelo quiere saber por qué tu abuelo no le ha invitado a su cumpleaños.
—Es que piensa que lo de invitarse a los cumpleaños no es de viejos.
—Pues le va a salir el tiro por la culata porque estoy harto de invitarle en el Tropezón para que ahora me deje a mí tirado en la calle. ¿A qué hora es el cumpleaños de las narices?
—A las seis.
Estaba claro que la opinión de mi abuelo no era sagrada, todo el mundo se la saltaba a la torera. El plan perfecto trazado por mi madre quedaba así:
a) Mi abuelo, Yihad, yo, el Orejones, Paquito Medina y la Susana iríamos a la Seguridad Social para que el médico le viera los mocos al Imbécil. Un espectáculo sólo comparable al de
Los Cazafantasmas
.
b) El abuelo de Yihad estaría a las seis con los dientes puestos en mi casa. Allí se encontraría con mis padres, la Luisa y su marido. Mi madre se preguntaría a sí misma: «¿Y a éste quién le ha invitado?». Pero se lo callaría porque delante de las personas de fuera siempre es muy educada, como Lady Di.
c) La fastuosa merienda colosal estaría esperándonos en la mesa.
Mi abuelo se quedó alucinado cuando vino a recogerme al colegio con el Imbécil y se encontró con que todos nos íbamos al médico con él, pero se calló. Está acostumbrado a que le hagamos cosas peores, como aquel día que el Orejones y yo le cambiamos una aceituna negra por una cucaracha en el Tropezón. La atravesamos con su palillo de dientes y todo; la verdad es que daba el pego, pero mi abuelo sospechó que no se trataba de una aceituna como las demás cuando vio que a la aceituna se le movían las patas. Bueno, al fin y al cabo las cucarachas son tan típicas en el Tropezón como las aceitunas.
En la sala de espera de la Seguridad Social lo pasamos bestial. Es fantástico ir al médico cuando es a otro al que tienen que mirar. Patinábamos por los pasillos, bailábamos la peonza, jugábamos al churro-mediamanga y cuando queríamos reírnos como animales le preguntábamos al Imbécil:
—¿Cómo le vas a decir al médico que te suenas los mocos?
Y el Imbécil entraba en estado de concentración y luego se los metía para adentro. Mis amigos se partían el pecho de ver al Imbécil hacer su tontería mayor y el Imbécil se emocionó de ser el centro de la reunión, y de tanto echarse los mocos para dentro se puso rojo rojísimo que por poco se queda en el sitio por payaso. Luego pasamos todos juntos a la consulta del doctor Morales, que es el médico de todos mis amigos y cura prácticamente todas las enfermedades y además, según dicen las madres, está como un tren y es un cachondo. El doctor Morales es un médico de serie de televisión, en eso está de acuerdo todo Carabanchel. Nos subimos todos a la camilla con el Imbécil; todo parecía ir muy bien hasta que Yihad empezó a querer tirarnos camilla abajo; entonces el simpático doctor Morales, ese doctor de serie de televisión, nos dijo que si no teníamos nada que hacer en nuestra casa. El Orejones, que le ha tocado el papel en esta vida de meter la pata, dijo:
—Sí, tenemos que celebrar el cumpleaños de…
No pudo terminar su frase asesina porque se encontró con que cuatro codos se le habían metido en la boca. Eran los nuestros.
El caso es que el diagnóstico del médico nos tranquilizó mucho: los mocos del Imbécil no eran graves, eran asquerosos. De repente me di cuenta de que ya eran las seis y cuarto, cogimos todos a mi abuelo tirándole del chaquetón y lo llevamos casi corriendo hasta mi casa. De vez en cuando nos daba la risa nerviosa, porque la emoción de llevar a un abuelo a un cumpleaños sorpresa sólo se puede comparar a las cataratas del Niágara o al cañón del Colorado; lo demás en la vida no es tan emocionante.
Cuando llamamos al telefonillo de mi casa, salió la voz de mi madre diciendo:
—Manolito, dile al abuelo que se acerque al Tropezón a traer una botella de casera para la cena.
Mi abuelo, que lo estaba oyendo, se dio media vuelta para ir al Tropezón; a él le encanta que mi madre le mande al bar a por alguna cosa que se le ha olvidado. Lo que ocurre es que luego a él se le olvida despegarse de la barra para volver a casa.
Subí con mis amigos a casa. Mi madre abrió la puerta y se nos quedó mirando:
—¿Y todos estos?
Con mis amigos no se corta ni un pelo; los trata igual de mal que si fueran sus hijos.
—Como el abuelo no quería un cumpleaños lleno de viejos le he traído a mis amigos.
—No importa —esto lo decía mi madre con un tono sospechoso—; tenemos niños, viejos… Es un cumpleaños para todos los públicos.
Era verdad. Al abuelo de Yihad se le había ocurrido traerse a cuatro abuelos más de los que van a jugar al chinchón al Club del Jubilado. También estaba la Luisa, pero eso no es ninguna novedad; la Luisa siempre está en mi casa, menos a la hora de dormir, que se baja con su marido por si a Bernabé se le descoloca el peluquín mientras ronca. Mi madre nos colocó alrededor de la mesa. No se podía tocar ni un panchito porque estaban contados y mi madre se pone nerviosa cuando hay mucha gente y poca comida. Todo estaba preparado para cantar el
Cumpleaños Feliz
cuando el abuelo asomara por la puerta.
Oímos la llave y nos pusimos a cantar como locos y a comer al mismo tiempo. Antes de que llegara al salón, Yihad había acabado con las patatas y su vaso de cocacola; y eso que mi casa, como dice mi madre, es una caja de cerillas y uno llega pronto a todas las habitaciones. Pero el que entró no era mi abuelo, era el marido de la Luisa que venía con más víveres; tres botellas de vino para los abuelos. Nos llevamos un cortazo y un tortazo. Mi madre dijo que al que se volviera a abalanzar sobre la comida le daba un bocadillo para que se lo comiera solo y triste en el parque del Ahorcado. Es una madre sin compasión.
El marido de la Luisa tomó posiciones en el corro que formábamos alrededor de la mesa. Volvió a sonar la llave en la puerta y repetimos nuestro
Cumpleaños Feliz
con la misma energía poderosa de antes; Yihad se siguió metiendo comida en la boca creyendo que mi madre no se daba cuenta. Se equivoca; ella siempre se da cuenta, lo que pasa es que a veces decide hacerse la sueca. Si yo fuera Dios la contrataría: ella es capaz de tener sus ojos en todas partes. Es del tipo de madre camaleónica.
Otro corte como un castillo: era mi padre, que venía con un queso manchego que había comprado en un bar de la carretera que pillaba de camino. Mi madre cortó unos tacos de queso y los repartió para que matáramos el hambre mientras llegaba el protagonista de nuestra historia verídica.
Nos volvimos a colocar en nuestras posiciones, comíamos el queso sin hacer ruido para que al entrar mi abuelo no se percatara de que su casa estaba invadida por miles de personas. Pasó un rato, otro rato…, y al tercer rato los abuelos empezaron a pedir sillas porque, la verdad, mi abuelo se estaba poniendo un poco pesado.
Mi madre decidió llamar al Tropezón, ella tiene el teléfono del bar porque tiene que rescatar muchas veces a mi padre y a mi abuelo de las garras de algún pulpo que hay en la vitrina.
Se puso el dueño, el señor Ezequiel, y le dijo a mi madre:
—Pues sí, aquí está don Nicolás, me acaba de invitar a un tinto por su cumpleaños, dice que nadie le ha regalado ni una mísera bufanda.
Mi madre contestó:
—Dígale a mi padre que suba inmediatamente.
Y mi abuelo subió inmediatamente porque cuando mi madre dice inmediatamente no hay terrícola que se atreva a subir dentro de un rato.
La puerta del salón se abrió y empezamos a cantar nuestro
Cumpleaños Feliz
. Lo hacíamos mejor que los niños cantores del Papa; si el Papa nos conociera nos contrataría
ipso facto
. Tenías que haber visto la cara que puso mi abuelo cuando vio que España entera estaba en el salón de mi casa. Detrás de él entró Don Ezequiel con una fuente de gambas y otra de berberechos, y todo el mundo lo recibió con un gran aplauso. Creo que las fuentes no duraron ni cincuenta milésimas de segundo. Los abuelos se comían las gambas con cáscara y los berberechos a puñados. La gente empezó a sacar los regalos. El regalo del abuelo de Yihad fue una bufanda a cuadros que a mi abuelo le encantó; los otros abuelos le regalaron dos bufandas, una negra y otra verde que a mi abuelo le parecieron preciosas; la Luisa le había comprado una bufanda
made in Italia
que a todos nos pareció muy elegante; mi madre le regaló un
foulard
, que es como una bufanda, pero de tela, «para que parezcas más joven», y todo el mundo estuvo de acuerdo en que parecía diez años más joven; mis amigos le prometieron su bufanda para el cumpleaños que viene; y el Imbécil y yo le dimos la dentadura de Drácula, que fue un exitazo. Mi abuelo se quitó sus dientes postizos de siempre y se puso la del señor Mariano. Le estaba perfecta. Mi abuelo dijo que sería la dentadura de los domingos. Molaba mi abuelo de vampiro: el famoso Vampiro de Carabanchel, ése es mi abuelo.
No quedó nada. Se acabó el vino, la casera, las cocacolas. Bajaron a por más, se siguió acabando. Los viejos hacían cola todo el rato para mear; cuando le tocaba al último de la fila, ya tenía ganas otra vez el primero.
Mi madre sacó la tarta, pero la tarta no se veía: quedaba oculta por ochenta velas. Mi madre bajó las persianas para que el salón quedara iluminado sólo con la luz de las velas. El Imbécil se puso a llorar porque decía que le daban miedo las caras de los viejos alrededor de la tarta. A mi abuelo le sobresalían los colmillos a los dos lados de la boca. Estaba realmente espectral, sólo le faltaban unas gotas de sangre por la barbilla. Mi madre nos dijo que apagáramos los niños las velas. Gritaron: ¡Una, dos y tres!, pero Yihad se nos adelantó y las apagó él casi todas. Hasta en las fiestas de tu abuelo siempre hay un tío que te fastidia la vida. Mi madre dijo que en los cumpleaños no hay que pelearse, así que tuve que aguantarme, como siempre. Ahora que lo pienso paso de soplar velas, qué idiotez. Mientras partían la tarta cantamos
Es un muchacho excelente
, y a mi abuelo se le cayeron dos o tres lágrimas, como siempre que se brinda, que el reloj de la Puerta del Sol toca para las uvas o que sale gente en la televisión muriéndose en la guerra. El abuelo de Yihad dijo que mi abuelo tenía que decir unas palabras. Mi abuelo decía que no, que no y que no, pero se hizo otro coro del Papa para gritar: «¡Que hable, que hable!». Entonces mi abuelo dio una noticia, la mejor noticia de la temporada teniendo en cuenta que el Real Madrid como siga así no va a ganar la Liga. Mi abuelo anunció:
—Siempre he dicho que tenía pensado morirme en 1999, unos días antes de que acabara el siglo XX, bueno, pues he pensado que voy a probar dos o tres años del siglo XXI.
El público aplaudió. Mi madre le pidió a los abuelos que se bajaran con nosotros al parque del Ahorcado mientras ella recogía.
El suelo estaba lleno de patatas y de cocacola. Seguro que por la noche estaría otra vez brillante como un espejo, porque mi madre es como esas madres de los anuncios, pero con la casa mucho más pequeña.