Marcas de nacimiento (30 page)

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Authors: Nancy Huston

Tags: #Narrativa, #Drama

BOOK: Marcas de nacimiento
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Ahora que sé leer sola, me aprendo todos los poemas del
Struwwelpeter
de memoria. La niña que juega con cerillas y prende fuego a su casa y muere abrasada. Augustus, que se niega a tomar la sopa sin razón alguna y muere de hambre. Y sobre todo Conrad, a quien le cortan los pulgares. Recito los poemas una y otra vez, les invento melodías y las canto para mí, me pone en trance.

En el recreo juego al Alto con las demás niñas de mi clase, lanzo la pelota al aire tan alto como puedo y mientras tanto ellas se dispersan en todas las direcciones, pero en cuanto cojo la pelota grito «¡Alto!» y tienen que quedarse quietas donde están, no pueden dar ni un solo paso más. Miro alrededor para ver cuál es la más cercana y le lanzo la pelota, si le da está eliminada, lo que significa que le toca a ella tirar la pelota, pero si no le da no me importa porque lo que más me gusta es el momento en que digo «¡Alto!» y levanto la mirada para ver a todo el mundo inmóvil, petrificados a mitad de gesto como las estatuas en los jardines Zwinger: «¡Quédate quieta quieta en tu sitio ahí quieta ya voy a enseñarte yo a estar quieta!»

Al despertar, las palabras me llegan como una voz viva: «Seis años». Doy un grito ahogado de alegría y bajo a toda prisa, y todo el mundo me dice «¡Feliz cumpleaños, Kristina!», me abrazan y me besan. Mamá ha traído hueso de cerdo con cantidad de grasa para celebrarlo y cuando Greta y yo volvemos del colegio a mediodía veo el hueso de cerdo encima de un periódico en la mesa de la cocina, así que mientras mamá está vuelta de espaldas preparando las lentejas, voy a hurtadillas, lo cojo e hinco los dientes en la grasa; es terriblemente delicioso pero mamá se vuelve de pronto y dice:

—Eh, ¿qué haces? ¡Eso es para toda la familia, y ni siquiera lo he cocinado aún!

Yo me limito a reír y salgo corriendo por el otro extremo de la mesa con el enorme hueso en la boca como un perro y ella sale corriendo detrás de mí con el delantal y me meto debajo de la mesa y ella se inclina y me coge por el pie y yo estoy desternillándome con el hueso de cerdo en la boca cuando suena el timbre de la puerta y mamá va a ver quién es y entonces mordisqueo el hueso de cerdo, ojalá pudiera comérmelo entero pero sé que eso pondría furiosa de veras a mamá y oigo una voz de hombre y mamá no le responde y hay un estrépito.

Con cautela, dejo el hueso encima de la mesa otra vez. Los abuelos se precipitan al pasillo desde la sala y al mismo tiempo Greta y Helga, la criada, bajan la escalera a toda prisa: el estrépito ha sido mamá al caer desmayada. Un mensajero de uniforme está arrodillado a su lado y el abuelo se inclina para coger el telegrama de la mano de mamá y se incorpora lentamente al tiempo que lo lee, y dice en un ronco susurro:

—Lothar ha muerto.

Luego él y el mensajero llevan a mamá al sofá de la sala y Helga trae un cuenco de agua y humedece un paño y se lo pone a mamá en la frente. Mamá empieza a gemir y la abuela llora y Greta guarda silencio y Helga la criada se retuerce las manos y ahora creo que todo el mundo va a olvidarse del día de mi cumpleaños porque es el día de la muerte de Lothar y durante el resto de mi vida mi cumpleaños será una fecha triste para toda la familia, pero luego pienso: no, no es el día de su muerte, debió de morir hace unos días, las noticias tardan en llegar.

Mi hermano está muerto. No lo conocía bien, era muy mayor, diecisiete años, y antes incluso de irse a la guerra estaba todo el día en las reuniones de las Juventudes. Mi hermano está muerto, ¿y estoy triste? No lo sé.

Todo queda cancelado.

Tristeza en la casa. Los ojos enrojecidos y los vestidos negros de mamá. La inmovilidad de la abuela. El abuelo que se encierra en su cuarto a escuchar la radio. En la escuela la maestra le dice a Greta que salga a la pizarra y cuente a la clase lo orgullosa que está de que su hermano diera la vida por el Líder; lo hace pero tiene la voz trémula y le brillan lágrimas en el rabillo de los ojos y no parece que lo diga de corazón.

—¿Puedo jugar con tu joyero, abuela?

—Déjame, Kristina, déjame.

¿Nos las apañaremos para celebrar la Navidad este año? Quiero observarlo todo muy de cerca y ver si puedo dilucidar lo que ocurre, no sé con seguridad si se trata de un milagro o un truco. En Nochebuena nos reunimos todos en la sala cuando empieza a oscurecer y mamá no enciende el fuego en la enorme estufa revestida de azulejos, sólo enciende las velas blancas como la nieve en el árbol de Navidad. El abuelo se sienta al piano y ha llegado la hora de demostrar a los otros cómo he aprendido a hacer armonías. Nos disponemos en semicírculo en torno al árbol y cantamos un villancico tras otro, mi voz es más intensa y melodiosa que la de cualquier otro, la noto henchirse en mi pecho y derramarse por mi boca exactamente como debe ser: «Navidad, Navidad, dulce Navidad», Greta desafina y a veces preferiría que se contentara con mover los labios, pues estropea la belleza con notas fuera de lugar todo el rato y además confunde las estrofas, metiéndose de lleno en la tercera cuando aún no hemos cantado la segunda, le trae sin cuidado acertar, a mí no, sé hasta la última palabra del último villancico, incluido ese que le gusta a Hitler sobre las madres
—En lo más hondo de vuestros corazones late el corazón de un nuevo mundo
— y cuando canto esas palabras lanzo a mamá una mirada de cariño para que no esté triste por lo de que Lothar haya muerto y papá no esté con nosotros. Ella me da unas palmaditas en la cabeza y salta a la vista que está orgullosa de mí, y yo quiero que esté muy orgullosa.

La noche se filtra sigilosa en la sala mientras cantamos, las velas en el árbol de Navidad parecen arder con más intensidad, el oropel y las bolas de colores reflejan la luz y espejean de una manera celestial, el delantal blanco de Helga reluce, igual que el cabello blanco del abuelo. El abuelo sabe las piezas de memoria, así que sus dedos continúan tocando entre las sombras sin cometer un solo error a pesar de que le faltan dos.

Cuando llegamos a
Noche de paz
, que es siempre el último villancico, cantamos cada estrofa un poco más suave, cada vez más y más suave de manera que las últimas palabras, «estrella de paz», son como un susurro en el aire, y entonces la abuela dice «Sssshhhhh» y todos guardamos silencio. Oigo el tictac del reloj grande en la sala y noto que el corazón me late con fuerza. Cuando el corazón deje de latirme estaré muerta. El péndulo no está vivo pero se mueve, oscilando tranquilamente de aquí para allá, a veces se detiene pero eso no significa que esté muerto, sólo que al abuelo se le ha olvidado darle cuerda. Aunque el reloj se rompa algún día y no podamos arreglarlo, no diremos que está muerto, no lo meteremos en un ataúd ni lo enterraremos, sencillamente diremos que ya no sirve y lo tiraremos y compraremos otro.

Si el corazón se nos rompe, no es más que una manera de hablar.

Al cabo, el abuelo le reza una oración a Dios en voz queda, agradeciéndole el regalo de Navidad más grande de todos: el regalo de su hijo Jesucristo (
Cristo
y
Kristina
son la misma palabra, que significa ungido, te ungen y estás bendecido para el resto de tu vida).

—… y ahora —está diciendo el abuelo— has llamado a nuestro Lothar a tu lado tal como llamaste a tu propio hijo Jesús… —Pero entonces se le quiebra la voz y no puede seguir, mamá sofoca un sollozo, y al final la voz del abuelo dice—: Amén. —Que significa «así sea», y todo el mundo repite «Amén» en un suave eco y el silencio retorna y entonces empieza a tañer el reloj.

Cuento siete campanadas, preguntándome si eran las siete en punto al principio de la primera o al final de la última o exactamente en medio, a mitad de camino entre la tercera y la cuarta.

Al tiempo que hace un gesto con la cabeza a Helga la criada, la abuela dice:

—¡Ahora!

En un veloz susurro, Helga cruza la oscuridad hasta las puertas de doble hoja y las abre: ¡ahí está! ¡Sí, ha ocurrido otra vez! ¿Cómo es posible? Estábamos todos aquí, todos, reunidos, no faltaba nadie salvo papá, que está a kilómetros de aquí matando rusos, y mientras cantábamos villancicos en la sala, la mesa del comedor se ha puesto sola. Oh, oh, oh, oh, el mantel de lino blanco ha cruzado la estancia con un aleteo y se ha extendido suavemente sobre la mesa, la mejor cubertería de mamá y los platos de Dresde han salido bailando de las alacenas y se han dispuesto a ambos lados, las copas de cristal han bajado volando del aparador para ponerse firmes ante la punta de cada cuchillo, y la corona de adviento con sus cuatro velas rojas encendidas ha llegado flotando para colocarse como centro de mesa. Ah, ah —no puedo dejar de exclamar—, ¿cómo ha ocurrido? Miro a mamá.

—¿Le has dicho a una vecina que viniera a hacerlo? —le pregunto.

—¿Yo? —dice sonrojada—. ¿Una vecina? No, claro que no.

No le está permitido mentir, así que ¿cómo ha ocurrido? Todos los años el mismo misterio y no puedo llegar hasta el fondo. ¿Es un milagro o un truco?

La cena ha terminado, las galletas con especias y el pan de Navidad no estaban muy buenos porque faltaban los huevos, Greta y yo estamos sentadas en la alfombra de la sala con los regalos en el regazo y mamá, sentada en el sillón, nos mira e intenta sonreír.

—Con un poco de suerte habrá más de uno el año que viene —dice.

—Eso dijiste el año pasado —le recuerda Greta.

Surge una W de dolor entre las cejas de mamá, pero la borra de inmediato. No regaña a Greta por ser egoísta, no dice: «Greta, ¿te das cuenta de que tu hermano está muerto y tu país está en guerra?»

—Vamos, abrid los regalos, bonitas —es lo único que dice, pero su voz suena ronca y salta a la vista que está preocupada por papá: ya ha perdido a su hijo y también va a perder a su marido, muchas vecinas han perdido tanto hijos como maridos—. ¿Dónde estará mi querido Dieter esta mañana de Navidad?

—Tal vez papá también esté aquí el año que viene —digo para consolarla, y me acaricia la mano.

—Adelante, bonitas —repite.

Cogemos los regalos y desgarramos el papel; no hay celo, el envoltorio es papel de periódico, en cuestión de segundos mis diestros dedos han quitado el cordel y el papel y han abierto la caja. Bajo la mirada y veo un atisbo de piel amarilla y metal reluciente, pero justo antes de entender lo que es, Greta lanza un chillido de alegría y levanto la vista hacia donde está ella sentada, sosteniendo… una muñeca.

Me quedo de piedra.

¿Qué puedo decir? Ha habido un error. Mamá se ha confundido con los regalos, la muñeca tenía que haber sido para mí y el… el lo que sea de peluche para Greta. Por qué no lo dice en este mismo instante, por qué no dice: «¡Ay, Dios mío, qué tonta he sido, Greta! Esa es la muñeca de Kristina y el osito de peluche es para ti, cariño».

La muñeca es mía y lo sé. Lleva un vestido de terciopelo rojo con cuello y puños de encaje, tiene largo cabello castaño, mejillas sonrosadas, labios fruncidos de rubí y ojos azul oscuro que se abren y se cierran de verdad (como me enseña Greta desde lejos). Cuando la mantienes erguida te mira con los ojos abiertos de par en par pero cuando la tumbas los párpados se cierran suavemente y las pestañas le rozan las mejillas y da la impresión de haberse sumido en el más dulce de los sueños. La quiero. Incluso sé su nombre,
Annabella.
Es mía. Tengo que convertir mis músculos en acero para no cruzar la sala de un salto y arrancarle la muñeca a Greta de las manos. Ahora mamá dice:

—Y tú qué, Kristina. ¿Qué te ha traído Papá Noel?

Y sigo ahí pasmada, sin saber cómo volver a ser feliz. Me trae sin cuidado lo que hay en mi caja, sólo quiero —urgente, ardientemente— sostener y abrazar, acariciar y amar por siempre a la hermosa
Annabella
con su vestido de terciopelo rojo. Greta la mece y le canta, desafinando como siempre, veo mis dedos blancos y entumecidos deslizándose por debajo del bicho de peluche para sacarlo. Un oso con un par de platillos en las patas.

—Ay, Kristina —dice Greta hipócritamente—, ¡qué monada!

Y siento deseos de tirarla al suelo y coger a
Annabella
y salir volando con ella por la ventana igual que Peter Pan con Wendy.

—¿Has visto, cariño? —dice mamá—. Tiene una llavecita en la espalda, puedes darle cuerda… ¡Ven, déjame que te ayude!

Se acuclilla a mi lado, coge el oso con la mano izquierda y hace girar la llave con la derecha, una, dos, tres veces, luego lo deja en la alfombra y el oso hace chasquear los platillos, da dos pasos hacia delante y cae de bruces.

—Mm —dice mamá, entre risas—. Me parece que no le gusta la alfombra, vamos a probar en la mesa. ¡Ven, Kristina, mira!

Y hago un esfuerzo por mirar el estúpido oso chocando los estúpidos platillos al tiempo que sacude las patas hacia delante: izquierda, derecha, izquierda, derecha. El oso se mueve como un soldado pero no está vivo. Los soldados se mueven como robots y los robots no están vivos pero los soldados sí, al menos hasta que, como le ocurrió a Lothar, les pegan un tiro o los hace saltar por los aires una bomba o una granada de mano, entonces dejan de moverse para siempre y los meten en un ataúd en un hoyo en la tierra y nadie vuelve a verlos nunca más porque se han ido al cielo. Miro a mamá, que mira el oso y dice:

—Izquierda, derecha. —Y da palmas al ritmo de sus movimientos; cuando llega al borde de la mesa, dice—: ¡Media vuelta! —Y lo vuelve y el oso empieza a marchar en la otra dirección. Entonces sus zancadas se hacen más lentas y lo mismo ocurre con las palabras de mamá—: Izquierda… derecha…

A mitad de camino sobre la mesa el oso se detiene. Se le ha acabado la cuerda y se ha parado, igual que el reloj cuando al abuelo se le olvida darle cuerda. Mamá me mira, la cara luminosa de satisfacción por haberme encontrado un regalo tan maravilloso.

—Ahora dale cuerda tú, Kristina —dice, y yo me quiero morir.

Greta le ha puesto a
Annabella
otro nombre, un nombre tan ridículo que me niego a pronunciarlo. Todas las mañanas deja a la muñeca sentada bien erguida sobre el almohadón de la cama y con las manos recatadamente entrelazadas sobre la falda. Me ha dicho que no la toque, pero cada vez que se va a jugar con sus amigas la toco y más cosas, hablo con ella y le canto, derramando mi corazón en el suyo.

Tengo buen cuidado de colocar a
Annabella
otra vez en el almohadón de Greta exactamente tal como la he encontrado, sentada bien erguida con el vestido de terciopelo extendido en torno y las manos en el regazo.

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