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Authors: Kim Stanley Robinson

Marte Azul (59 page)

BOOK: Marte Azul
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Todo muy excitante. Pero el problema, para Sax y otros muchos escépticos, estribaba en la dificultad de confirmar esa hermosa matemática experimentalmente, una dificultad causada por los extremadamente diminutos tamaños de los bucles y espacios sobre los que se teorizaba, del orden de los 10
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centímetros, la llamada longitud de Planck, tan pequeña comparada con las partículas subatómicas que costaba imaginarla. Un núcleo atómico típico tenía unos 10
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centímetros de diámetro, o una millonésima de mil millonésima parte de un centímetro. Durante un tiempo Sax se había esforzado en vano por visualizar esa distancia, pero había que intentarlo; uno tenía que contener en la mente esa inconcebible pequeñez al menos un instante. Y luego recordar que en la teoría de las cuerdas se hablaba de una distancia ¡veinte órdenes de magnitud más pequeña que el tamaño de un núcleo atómico! Sax intentaba aprehender la proporción; una cuerda, pues, era al tamaño de un átomo como un átomo al tamaño de... el sistema solar. Una proporción que la racionalidad apenas alcanzaba a comprender.

Y lo que era peor, era demasiado pequeña para detectarla experimentalmente. Ésa era para Sax la esencia del problema. Los físicos habían realizado experimentos en aceleradores a niveles de energía del orden de 100 GeV, o cien veces la masa-energía de un protón. A partir de esos experimentos habían formulado, con gran esfuerzo, después de largos años, el llamado modelo estándar revisado de la física de partículas, que explicaba muchas cosas, un logro sorprendente, pues hacía predicciones que podían probarse o descartarse mediante experimentos de laboratorio u observaciones cosmológicas, y habían permitido a los físicos explicar con confianza la mayor parte de lo sucedido en la historia del universo desde el Big Bang, remontándose hasta la primera millonésima de segundo del tiempo.

Sin embargo, los teóricos de las cuerdas querían dar un salto fantástico más allá del modelo estándar revisado, hasta la distancia de Planck, que era el espacio más pequeño posible, el movimiento cuántico mínimo, que no podía reducirse sin contradecir el principio de exclusión de Pauli. En cierto modo era razonable pensar en ese tamaño mínimo de las cosas, pero analizar los sucesos a esa escala requeriría niveles de energía experimentales de al menos 10
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GeV, y por el momento no podían crearlos. Ningún acelerador se acercaría siquiera, pues sería como estar en el corazón de una supernova. No, una gran línea divisoria, semejante a un vasto abismo o desierto, los separaba del dominio de Planck. Era un nivel de realidad destinado a permanecer inexplorado en cualquier sentido físico.

Al menos eso afirmaban los escépticos. Pero los interesados en la teoría nunca se habían dejado desalentar. Buscaban una confirmación indirecta de la teoría en el nivel subatómico, que desde esa perspectiva parecía ahora gigantesco, cosmológico. Las anomalías en los fenómenos para las que el modelo revisado no tenía explicación podían explicarse con predicciones de la teoría de cuerdas sobre el dominio de Planck. Esas predicciones eran pocas, sin embargo, y los fenómenos predichos difícilmente perceptibles. No se habían encontrado argumentos verdaderamente decisivos, pero con el transcurso de las décadas unos pocos entusiastas de las cuerdas habían continuado explorando nuevas estructuras matemáticas que tal vez revelaran otras ramificaciones de la teoría o predijeran otros resultados indirectos detectables. Eso era cuanto podían hacer y era un sendero muy atractivo para los físicos, en opinión de Sax, que creía en la comprobación experimental de las teorías de todo corazón, pues si no podían comprobarse no eran más que matemática y su belleza era inútil. Había infinidad de campos matemáticos hermosos y exóticos, pero si no daban forma al mundo fenomenológico, no le interesaban.

Sin embargo, en esos momentos, tras décadas de trabajo, estaban empezando a hacer progresos en aspectos interesantes. En el nuevo supercolisionador del cráter Rutherford habían encontrado la segunda partícula Z, cuya presencia había predicho la teoría de las cuerdas mucho antes. Y un detector magnético de monopolos, en órbita alrededor del Sol fuera del plano de la eclíptica había captado un vestigio de lo que parecía una partícula libre de carga ínfima con la masa de una bacteria: un raro vislumbre de una «partícula masiva de interacción débil», o PMID. La teoría de las cuerdas había predicho la existencia de las PMID, mientras que la estándar revisada no las contemplaba. Eso daba que pensar, porque las formas de las galaxias indicaban que tenían masas gravitatorias diez veces más grandes que las sugeridas por su luz visible; Sax opinaba que si la materia oscura podía explicarse satisfactoriamente como partículas masivas de interacción débil, había que tomar muy en serio la teoría que enunciaba su existencia.

Interesante por otros motivos era el hecho de que uno de los principales teóricos de este nuevo estadio trabajaba en Da Vinci y formaba parte del impresionante grupo al que Sax se había unido. Se llamaba Bao Shuyo, era de ascendencia japonesa y polinesia y había nacido y crecido en Dorsa Brevia. Era baja para ser nativa, aunque le sacaba medio metro a Sax, y tenía cabellos negros, piel oscura y rasgos polinesios, regulares y en cierto modo vulgares. Se mostraba tímida, con Sax y con todo el mundo, y a veces hasta tartamudeaba, lo que a Sax le parecía conmovedor. Pero cuando se levantaba para presentar un trabajo en el seminario, su mano, si no su voz, adquiría una notable firmeza y escribía sus notas y ecuaciones en la pizarra deprisa, como una taquígrafa consumada. En esos momentos todos la miraban como hipnotizados. Llevaba un año trabajando en Da Vinci, y cualquiera lo suficientemente listo para reconocer a un genio sabía que se encontraba delante de uno de los miembros del panteón en acción, revelándoles los secretos de la realidad.

Los otros jóvenes vanguardistas la interrumpían con preguntas, pues había buenos cerebros en aquel grupo, y a veces modelaban matemáticamente al unísono gravitones y gravitinos, materia oscura y materia de sombras en sesiones muy productivas y estimulantes; y era evidente que Bao era la fuerza motriz del grupo, la persona en la que confiaban y con la que se tenía que contar.

Sax estaba desconcertado. Había conocido a otras mujeres en los departamentos de matemáticas y física, pero ella era el único genio femenino del que tenia noticia en la larga historia del progreso matemático, que, ahora que lo pensaba, había sido un negocio extrañamente masculino. ¿Había algo más masculino en la vida que las matemáticas? ¿Y por qué era así?

Desconcertante por otras razones era que los trabajos de Bao se basaran en los trabajos no publicados de un matemático tailandés del siglo anterior, un tal Samui, un joven inestable que había vivido en los burdeles de Bangkok y se había suicidado a los veintitrés años, dejando varios «problemas pendientes» a la manera de Fermat, y había insistido hasta el fin en que toda su matemática le había sido dictada telepáticamente por alienígenas. Bao no hizo caso de aquello y explicó algunas de las innovaciones más oscuras de Samui, que posteriormente utilizó para desarrollar un grupo de expresiones llamadas operadores Rovelli-Smolin avanzados, con los cuales estableció un sistema de redes de spin que encajaba con las supercuerdas. En efecto, ahí tenian al fin la unión completa de la mecánica y la gravedad cuánticas, el gran problema solucionado... si aquello era acertado; pero, lo fuera o no, le había permitido a Bao hacer varias predicciones específicas en los dominios mayores del átomo y el cosmos; y algunas ya habían sido verificadas.

Ella era la reina de la física, la primera reina de la física, y los experimentadores de todos los laboratorios de Marte se mantenían en contacto con Da Vinci, ansiosos de recibir sus sugerencias. En las sesiones de seminario de las tardes la tensión y el entusiasmo eran palpables; Max Schnell abría la sesión y en algún momento se dirigía a Bao, y ella iba a la pizarra, sencilla, grácil, recatada, firme, y el marcador volaba mientras les explicaba la manera de calcular con precisión la masa de un neutrino, o describía cómo vibraban las cuerdas para formar los diferentes quarks, o cuantizaba el espacio de manera que los gravitinos quedaban divididos en tres familias; y así sucesivamente. Y sus colegas y amigos, unos veinte hombres y otra mujer, la interrumpían para hacer preguntas o añadir ecuaciones que explicaban cuestiones secundarias o compartir con los demás los últimos resultados de Ginebra, Palo Alto o Rutherford. Y durante esa hora, todos sabían que estaban en el centro del mundo.

Y en los laboratorios de la Tierra y de Marte y del cinturón de asteroides, que seguían sus trabajos, se captaron ondas gravitatorias inusuales en delicados y difíciles experimentos; las finas fluctuaciones de la radiación cósmica de fondo revelaron peculiares pautas geométricas; buscaban las PMID de la masa oscura y las PLID de la materia de sombras; se explicaron las diferentes familias de leptones, fermiones y leptoquarks; el colapso de las galaxias en la primera inflación quedó provisionalmente resuelto, así como muchas otras cuestiones. Parecía como si la física estuviera a punto de enunciar la Teoría Final, o como mínimo, al borde del Próximo Gran Paso.

Dada la importancia del trabajo realizado por Bao, a Sax le daba apuro dirigirse a ella. No quería hacerle perder el tiempo con cuestiones triviales, pero una tarde, en una fiesta de kava, en uno de los balcones arqueados que daba sobre el lago del cráter, Bao lo abordó, más vacilante y tímida aún que él, y Sax se vio en la insólita posición de intentar que otra persona se sintiera cómoda, por ejemplo terminando frases por ella. Hizo cuanto pudo y charlaron a trompicones sobre sus viejos diagramas Russell para los gravitinos, inútiles ahora, aunque ella dijo que la ayudaban a ver la acción gravitatoria. Y cuando Sax preguntó sobre algo que se había discutido en el seminario del día, ella pareció mucho más relajada. Sí, aquélla era la manera de hacerla sentir cómoda, debía de haber pensado en ello de inmediato. Y además era lo que le gustaba a él.

Después de eso hablaron de cuando en cuando. Siempre tenía que arrastrarla a la conversación, pero era una tarea interesante. Y cuando llegó la estación seca, en el helioequinoccio de otoño, y empezó a salir al mar desde el pequeño puerto Alfa, le propuso vacilante que lo acompañara. Tartamudearon largamente y aquella torpe interacción los llevó a navegar juntos en un pequeño catamarán del laboratorio el primer día que hizo buen tiempo.

Cuando hacía travesías cortas, Sax se quedaba en una pequeña bahía llamada La Florentina, al sudeste de la península, en el punto donde el fiordo Ravi se ensanchaba, antes de que se convirtiera en la bahía Hydroates. Allí era donde había aprendido a navegar y donde conocía bien los vientos y las corrientes. En travesías más largas había explorado el delta de los fiordos y bahías del extremo inferior del sistema de Marineris, y en tres o cuatro ocasiones había bordeado el lado oriental del golfo de Chryse hasta el fiordo Mawrth y la península de Sinaí.

Ese día se ciñó a La Florentina. El viento soplaba del sur y Sax viró para aprovecharlo, requiriendo la ayuda de Bao para las bordadas. Ninguno de los dos dijo mucho. Finalmente, para caldear el ambiente, Sax tuvo que sacar el tema de la física. Hablaron de cómo las cuerdas constituyen el tejido del espaciotiempo, más que ser meras sustitutas de puntos en alguna cuadrícula abstracta absoluta.

—¿Te preocupa que tu trabajo en un dominio tan distante de la experimentación se revele como un castillo de naipes que una discrepancia mínima en la matemática o una teoría posterior pueda derribar? —preguntó Sax después de meditarlo.

—No —dijo Bao—. Algo tan hermoso tiene que ser cierto.

—Humm. —Sax le echó una mirada fugaz.— Debo admitir que preferiría tener algo más sólido, algo como el Mercurio de Einstein, una discrepancia conocida en la teoría anterior que la nueva resuelva.

—Algunos dirían que la materia de sombras que no encontramos satisface ese requisito.

—Tal vez. Ella rió.

—Ya veo que necesitas más. Quizás algo que podamos hacer.

—No necesariamente —dijo Sax—. Aunque no estaría mal. Bastaría con que fuera convincente, con que nos diera una mayor comprensión de algo, lo cual nos permitiría manipularlo mejor. Como el plasma de los reactores de fusión, un problema en el que se trabaja actualmente en los laboratorios de Da Vinci.

—La naturaleza de los plasmas se comprendería mejor si se les atribuyera un comportamiento determinado por las redes de spin.

—¿En serio?

—Eso creo.

La joven cerró los ojos, como si pudiera verlo todo escrito en la cara interna de sus párpados, el universo entero. Sax sintió una aguda punzada de envidia, casi de pérdida. Siempre había deseado poseer esa capacidad de penetración, y ahí la tenía, junto a él en el barco. Era extraño presenciar la genialidad.

—¿Crees que esa teoría supondrá el fin de la física? —le preguntó él.

—No. Aunque gracias a ella podríamos elaborar las cuestiones fundamentales, es decir, las leyes básicas. Eso es perfectamente posible. Pero todo nivel de emergencia por encima de eso genera sus propios problemas. El trabajo de Taneev sólo raspa la superficie en ese aspecto. Es como en el ajedrez: podemos conocer todas las reglas, pero eso no garantiza que juguemos bien, porque las propiedades emergentes, como por ejemplo que las piezas son más fuertes si ocupan el centro del tablero, no figuran entre las reglas, se derivan de la aplicación conjunta de ellas.

—Como el clima.

—Exacto. Siempre hemos entendido mejor las tormentas que el clima. Las interacciones de los elementos son demasiado complejas.

—Eso es holonomia, el estudio global de un sistema.

—Que por el momento es poco más que especulación, y si funciona pondrá las bases de una ciencia.

—¿Y qué me dices de los plasmas?

—Son muy homogéneos. Intervienen muy pocos factores, por tanto pueden explicarse mediante el análisis de las redes de spin.

—No estaría nada mal que explicaras eso al grupo que trabaja en la fusión.

—¿De veras? —dijo ella, sorprendida.

—Sí.

Se levantó un viento brusco y durante unos minutos se concentraron en el comportamiento del barco, en el mástil que recogía las velas con un sonoro siseo y las reajustaba para hacer frente a la recia brisa. La luz chispeaba en los cabellos negros de Bao, que llevaba recogidos en la nuca, y a lo lejos se perfilaban los acantilados de Da Vinci. Redes que temblaban al tacto del sol... Pero no, él no podía verlas, tuviera los ojos abiertos o cerrados.

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