EL DEBER DE SER INCONSCIENTE
Creo que el director tiene dos deberes fundamentales. El primero es el de ser honesto consigo mismo. Cuando se busca la producción de una película, los retos financieros son tales que todas las personas implicadas se sienten responsables e insisten en darte consejos o imponerte todo tipo de exigencias. Ahora bien, lo hacen con tanta pasión y convicción que es fácil decimos que tal vez tengan razón. Y esto es muy peligroso. La película es tuya, y debe seguir siéndolo. Por último, el segundo deber es el de saber ser inconsciente. Volví a pensar en ello al ver
Hair
(1979) en la televisión. Me dije que si hubiera conocido las complejidades del rodaje de aquel film, nunca me habría atrevido a embarcarme en semejante empresa. Además, creo que hoy no me atrevería a hacer un film parecido, porque soy demasiado consciente del peligro, de los obstáculos y de la pesadilla que representa semejante experiencia. Y es una pena, porque justamente haber logrado llevar a buen puerto un trabajo tan enorme es para mí motivo de orgullo. Por lo tanto, creo que la ignorancia, voluntaria o no, forma parte de los deberes del director, porque sólo ella puede brindarle la posibilidad de realizar lo imposible.
LA TÉCNICA DE SER INVISIBLE
Contrariamente a lo que pueda creerse, soy más bien defensor de las reglas clásicas. Considero, en todo caso, que constituyen un buen punto de partida, aun —y sobre todo— cuando finalmente se elige transgredirlas. Por ejemplo, no tengo nada contra la vieja idea de rodar cada escena en tres niveles de planos: un plano largo para que el espectador no se sienta claustrofóbico y pueda establecer una relación con la imagen, un plano medio para ver correctamente la acción y a los actores, y, por último, primeros planos para acentuar ciertos detalles. Esto no significa que si filmas así obtendrás un resultado interesante. Nada más lejos. De hecho, regresamos siempre al mismo principio: si tienes un tema increíble, diálogos perfectos, un decorado sublime y dos actores magníficos, entonces podrás plantar tu cámara, filmar tus tres planos y listo. Pero como siempre surge algún problema en uno u otro nivel, habrá que encontrar el modo de sortearlo. Y partiendo de las reglas básicas (porque hay que partir de algún lugar), a fuerza de cambios, logramos encontrarlo. No soy un cineasta que haga películas por el mero placer visual. Mi motivación se sitúa siempre en el tema y se parece a la que podéis sentir cuando escucháis una buena broma y os morís de ganas de contársela a vuestros amigos. En el plato, por ejemplo, paso mucho más tiempo intentando que la escena cobre vida que reflexionando en la manera en que voy a filmarla. Primero trabajo con los actores, y luego, cuando «siento» la escena —y sólo en ese momento— pienso en el modo de encuadrar. Del mismo modo, no tengo grandes ideas preconcebidas respecto a la técnica. No hay nada que me guste o deteste especialmente, salvo quizá el zoom —no tengo nada contra el principio en sí mismo, pero generalmente se lo usa como un artefacto, y eso me molesta. En mi opinión, un movimiento de zoom notorio (y es casi obligatorio que lo sea debido al cambio en la profundidad de campo) va en contra de todo lo que debe ser el cine. En él, la técnica debe ser invisible, como en un truco de magia. El mejor ejemplo que me viene a la mente es el plano de
Cuando pasan las cigüeñas
(Letiat Jouravly, 1957), donde la cámara comienza en un helicóptero y acaba, tras un viaje alucinante, en el interior de un autobús. Nunca logré comprender cómo el cineasta había realizado un movimiento tan increíble e invisible. Es sin duda el plano más hermoso de la historia del cine. Cada vez que pienso en él comprendo por qué hago películas.
LIBERAR A LOS ACTORES DE LAS ANGUSTIAS
Los actores tienen la oportunidad de poseer un talento tan natural como sencillo. Desgraciadamente, dudan continuamente de esta sencillez natural, lo que finalmente mina ese talento. El papel de un director es, pues, ante todo, no ponerlos nerviosos. Un realizador que trabaja con determinados actores por primera vez generalmente comete el error de explicar demasiado, tanto la historia como el personaje, de querer analizarlo todo con ellos. Ahora bien, cuanto más se inclina en esta dirección, más se arriesga a extraviar a los actores, a hacerlos dudar y que pierdan su naturalidad. Así pues, hay que tranquilizarles, explicarles que, contrariamente a lo que a veces piensan, no hay necesidad de hacer un esfuerzo intelectual, y alentarles a seguir su instinto natural. El primer día de rodaje normalmente les digo: «Podéis plantearme una pregunta sobre el personaje —una sola—, y responderé. Después de eso, tendréis que apañároslas». ¡Y en general se desenvuelven muy bien! Asimismo, cuando hago el
casting
, y al ensayar, siempre interpreto a uno de los personajes de la escena. Esto les ayuda mucho porque les libera de lo que más les angustia: el ojo frío y observador del director. Como estoy con ellos en la escena, no puedo tener una visión exterior, lo que les hace sentir muy a gusto. Es una técnica que recomiendo, y ni siquiera hay que ser buen actor para ello…
UN ETERNO VOLVER A EMPEZAR
Aun con toda la experiencia que he adquirido, cuando trabajo en el guión de un nuevo proyecto, me digo: «Aquí me lo juego todo».
Y luego comienza la preparación, las localizaciones, el
casting
, etcétera, y de nuevo me digo: «Ah, no, esto es lo más importante». Y más tarde, al rodar, me digo: «No, en realidad todo se hace en el plato». Y una vez acabada la película, a menudo creo que el montaje es lo que ha sido absolutamente determinante. Dicho esto, lo cierto es que no me gusta el período de rodaje porque, al contrario que los otros, no permite errores. Debido a los imperativos de tiempo y presupuesto, es casi imposible repetir algo que hemos filmado. Por lo tanto, hay una presión que no me gusta. En cambio, no dejo de insistir en la importancia del montaje, que es, ciertamente, mi etapa favorita. Siempre me sorprende ver hasta qué punto, con un poco de paciencia e ingenio, puede tomarse una escena cualquiera y hacerla fascinante.
LO QUE NUNCA HAY QUE OLVIDAR
Mis consejos sobre el modo en que hay que hacer las cosas tienen, evidentemente, un valor relativo. Sirven especialmente a quienes necesitan que los tranquilicen, pero a veces animo a los demás a que lo descubran por sí mismos, sobre todo porque forma parte del placer de idear las películas. En cambio, hay muchas cosas que conviene no hacer, y creo que nadie abrigará la menor satisfacción si vive la experiencia. Entre los principales consejos que puedo ofrecer a mis estudiantes está, por ejemplo, el de ser siempre dueño de la situación en el rodaje —o al menos dar esa impresión—, porque si no el resto del equipo pierde la confianza, y la película puede zozobrar como un barco que hace agua. Pero el principal error que hay que evitar — y en el que incurrí en mis inicios — es el de creer que para ser artistas hemos de crearlo todo nosotros mismos. De hecho, hay que estar abierto a las aportaciones exteriores, tanto si proceden de los actores, del director de fotografía o del compositor. La única integridad que cuenta es la del tema, la de la idea que se transmite en la película —no la del director en tanto artista—. El cine es —y debe ser— un arte colectivo. Por último, concluiré diciendo que, contrariamente a las ideas preconcebidas, o a las impresiones que podamos hacernos, un director no debe olvidar nunca que es muy difícil hacer una buena película, y aún más, que es muy, muy fácil… hacer una mala.
Filmografía
Linterna Magika II
(I960),
Konkurs
(1963),
Kdyby ty muziky ne-bily
(1963),
Black Peter
(1964),
Los amores de una rubia
(Lasky Jed-ne Plavoulasky, 1965),
Horí, ma panenko
(1967),
Juventud sin esperanza
(Taking off, 1971), /
Miss Sonia Henie
(1971),
Alguien voló sobre el nido del cuco
(One Flew Over the Cuckoo’s Nest, 1975),
Hair
(Hair, 1979),
Ragtime
(1981),
Amadeus
(Amadeus, 1984),
Valmont
(Valmont, 1989),
El escándalo de Larry Flynt
(The People vs. Larry Flynt, 1996),
Man on the Moon
(Man on the Moon, 1999).
Bertrand Blier
1939, Boulogne (Francia)
Con su aspecto flemático
y
mordaz, Bertrand Blier tiene ese don de decir las cosas más tremendas con una naturalidad que desarma. Este gusto por la provocación, después de
Los rompepelotas,
en 1974, hizo de él uno de los autores más originales del panorama cinematográfico francés. Frecuentemente citado por la audacia y precisión de sus diálogos, Blier también posee un verdadero sentido de la cámara
,
y su talento visual no ha hecho sino afinarse con los años. Esta entrevista (que se ha realizado en colaboración con Jean-Pierre Lavoignat) fue, además, la primera de estas
Lecciones de cine.
Quedé tan satisfecho con el resultado
—y el encuentro
—
que me convenció para continuar
.
Clase magistral con Bertrand Blier
Nunca me han propuesto enseñar cine, ni siquiera escritura de guiones. Es una pena, porque no somos muchos los que en Francia tenemos la experiencia de la creación total. Ahora bien, esto es lo más importante: escribir un guión no quiere decir nada. Lo que cuenta es inventarlo. Y eso es una experiencia que me gustaría compartir. Parece que Scorsese imparte cursos de cine en una universidad de Nueva York. ¿Te imaginas? ¡Para un chaval que quiere hacer cine, quince días con Scorsese es mucho mejor que un año con alguien que nunca ha rodado un plano! El cine es ante todo un trabajo de campo en el que la teoría no vale gran cosa al lado de la práctica. Quienes han hecho películas lo saben. Saben cosas que rara vez coinciden con la teoría. Tomemos a Bergman, que no es precisamente del tipo alegre; pues bien, en sus memorias, explica con absoluta seriedad que la primera preocupación de un director es… ¡no alejarse nunca de los aseos! Porque el estrés es tan intenso que es un factor vital. Ahí está. ¡Y esto no lo aprenderás en un curso de cine!
MIS REFERENCIAS
En mi opinión, los dos films ejemplares en materia de puesta en escena son, incontestablemente,
Sed de mal
(Touch of Evil, 1958), de Orson Welles, y
Sonata de otoño
(Hostsonate, 1978), de Ingmar Bergman. Es difícil encontrar dos películas más antinómicas. Lo que me gusta de
Sed de mal
es que refleja el talento de la puesta en escena en estado puro. La historia carece de interés, está hecha de cualquier manera, pero sentimos a un tipo que se lo ha pasado bomba filmándola, con un talento increíble. Welles es como Picasso al pintar un lienzo. Coge una cámara y, haga lo que haga, aunque sea sólo para divertirse, es genial.
Sed de mal
es sin duda el menos ambicioso de los films de Welles, pero en todo caso es el más excitante. ¡Para mí,
Sed de mal
refleja al director a punto de ahogarse, pero que logra salir y acaba por llegar primero!
Sonata de otoño
también representa la obra de arte total, pero por razones opuestas. Es una perfección absoluta, principalmente al nivel de la emoción. Y además, la puesta en escena es deslumbrante, a un tiempo muy sobria y sembrada de audacias, pero audacias nunca llamativas. Por ejemplo, en la escena de apertura, cuando el marido habla frente a la cámara, en primer plano, mientras su mujer se sitúa al fondo de la imagen, pronuncia algunas palabras del estilo: «A veces, cuando observo a mi mujer a hurtadillas, me parece un poco triste», y he aquí como en diez segundos hemos ingresado en la intimidad de personas que no conocemos. Es extraordinario. Con esta película, el cine se convierte en un arte mayor: todo está bien urdido, es estéticamente sublime, la luz de Sven Nykvist es mágica, las actrices son formidables… Incluso la duración de la película parece haber sido pensada meticulosamente. Todo es realmente perfecto. La diferencia entre
Sonata de otoño
y
Sed de mal
es que en la primera el estilo está únicamente al servicio de la emoción, mientras que en la segunda es el estilo por el placer del estilo. Por un lado, el maestro escandinavo, y por otro, el funámbulo maldito de Hollywood.
Sin embargo, la mayoría de los grandes clásicos envejecen mal. Vuelvo a ver films que amé en mi juventud y me defraudan. Incluso Hitchcock:
De entre los muertos
(Vértigo, 1958), hay que superarlo. ¡Hoy nadie pagaría cuarenta francos por ver algo así!
Sed de mal
y
Sonata de otoño
se sostienen. Cuando me asaltan ataques de apatía durante un rodaje, repaso escenas de una y otra. Me hacen el mismo efecto que una buena patada en el culo.
REGLA BÁSICA
Lo primero que enseñaría a futuros directores es a dar siempre la apariencia de saber. Cuando llegamos al plató, no sabemos necesariamente cómo vamos a rodar un plano, pero, sobre todo, no dejamos que se note. Miramos a los técnicos y decimos con autoridad: «Vamos a poner la cámara aquí». Y a continuación, mientras instalan la cámara —lo que puede durar diez minutos—, continuamos reflexionando. Y si no hemos hallado una solución cuando han acabado, pedimos que instalen los raíles de
travelling
, u otra cosa por el estilo, y seguimos ganando tiempo. De hecho, a menudo sabemos cómo vamos a rodar una escena después de haber ensayado con los actores. Pero mientras esperamos, hay que dar la impresión de controlarlo todo. Si no, es como un barco con un capitán ebrio: los marineros se inquietarán…
Otra virtud que hay que demostrar como director es una paciencia a prueba de todo, unida a una formidable fuerza de inercia. Si el productor llega diciendo: «Esto va a salir muy caro», se le responde: «Sí, tienes razón, veré qué puedo cortar». Hay que estar siempre de acuerdo, como en el ejército. Y luego remontamos la corriente. Algunos días más tarde lo llamamos: «¿Sabes? He intentado cortar, pero no lo consigo, es complicado».
¡Y sigues así hasta que la película está terminada y es demasiado tarde! En la actualidad ya casi no necesito recurrir a estas estratagemas. Los productores con los que trabajo han abandonado toda esperanza de hacerme cambiar en algo, así que me dejan a mis anchas.
¿UNA GRAMÁTICA DEL CINEASTA?
No creo que realmente exista una gramática del cineasta. Dos directores filmarán de diferente manera una misma escena. Uno utilizará un primer plano, otro un plano general, y ambos tendrán razón. La única gran regla consiste en evitar el pleonasmo, es decir, ilustrar la imagen con algo que hemos dicho de otro modo. Tomemos, por ejemplo, el caso de un puñetazo en la cara: a priori, tendemos a filmarlo de cerca, en plano-contraplano, de manera muy brusca. Ahora bien, creo que es mucho más interesante, e incluso más eficaz, en plano general. La verdadera violencia es mucho más impresionante de lejos: una pelea en la calle es más violenta que todo lo que vemos en el cine americano. El mejor ejemplo que se me ocurre es un
sketch
realizado por Godard en
Les Sept Péchés capitaux
(1962), con Jacques Charrier. Hay escenas de violencia filmadas de lejos, en un aeropuerto, que son impresionantes. Pero vaya, Godard es un estilista sin igual, tendemos a olvidarlo. Es un maestro, lo ha comprendido todo. La primera regla es, pues, evitar el pleonasmo: rodar una escena violenta no significa que la puesta en escena deba serlo. Rodar una escena de amor no implica que empecemos a girar la cámara y sacar los violines, etcétera. Mostrar no siempre es eficaz para crear un efecto. Situar la cámara a cinco centímetros del actor no siempre es el mejor medio para transmitir una emoción. A veces es mucho más eficaz disfrazar, dejar que se adivine. Por esta razón he filmado muchas películas en Scope. Es un formato que permite hacer entrar otros cuadros en el encuadre y ocultar una parte de la imagen gracias a los primeros planos.