—Operadora, me pregunto si podría darme el número de la señora Fulana, que creo vive en tal calle —digo.
—Lo siento, señor. No tenemos esa referencia.
—Gracias, operadora. Gracias de todos modos.
Y saco el perro fuera, o lo dejo entrar y charlamos. Le hago saber que me gusta, y él me hace saber que le gusto. A él no le importa el olor a gas de mostaza y rosas.
—Eres un buen chico, «Sandy» —le digo al perro—. ¿Sabes? Eres estupendo.
A veces pongo la radio y escucho algún programa hablado de Boston o Nueva York. Cuando he bebido mucho, no puedo soportar las grabaciones musicales.
Luego, tarde o temprano, me acuesto. Y mi mujer me pregunta qué hora es. Siempre quiere la hora. Cuando no la sé le digo:
—Que me registren.
A veces me pongo a pensar en mi educación. Después de la Segunda Guerra Mundial, fui a la Universidad de Chicago durante algún tiempo. Estudié en el Departamento de Antropología. Por entonces enseñaban que no había diferencia alguna entre unas personas y otras. Deberían enseñarlo todavía.
Otra cosa que nos enseñaban era que nadie era ridículo, ni malo, ni desagradable. Poco antes de morir mi padre me dijo:
—Mira, hijo, no escribas nunca una novela con un personaje malo.
Y yo le contesté que ésa era una de las cosas que había aprendido en la universidad, después de la guerra.
Mientras estudié antropología, trabajaba también como reportero de sucesos para el famoso Chicago City News Bureau por veintiocho dólares a la semana. En una ocasión me hicieron cambiar el turno de día por el de noche, así que tuve que trabajar dieciséis horas de un tirón. Servíamos a todos los periódicos de la ciudad, a la AP, y la UP, todos. Y acudíamos a los tribunales, a las comisarías de policía, a los parques de bomberos, a los guardacostas del lago Michigan y todo eso.
Estábamos en contacto con nuestros clientes por medio de los tubos neumáticos que hay instalados bajo las calles de Chicago. Los reporteros contaban los sucesos, por teléfono, a unos escribientes que llevaban auriculares; los escribientes transcribían los sucesos a unas hojas ciclostiladas; las narraciones ciclostiladas eran metidas dentro de unos cartuchos de latón y terciopelo, y los cartuchos se los tragaban los tubos neumáticos. Ah, casi todos los reporteros y escribientes que realizaban su trabajo más concienzuda y meticulosamente eran mujeres que habían reemplazado en el trabajo a hombres que se habían marchado a la guerra.
El primer suceso del que informé lo tuve que dictar por teléfono a una de esas feroces muchachas. Se refería a un joven veterano que estaba empleado como ascensorista de un viejo cacharro instalado en un edificio de oficinas. La puerta del ascensor del primer piso estaba adornada con una especie de encaje de hierro. Una hiedra de hierro entraba y salía por los agujeros. Y una ramita de hierro sostenía a dos pajarillos, de hierro, haciéndose el amor.
Pues bien, aquel día el tal veterano había decidido llevar su coche al sótano. Cerró la puerta del ascensor y empezó a bajar. Pero su anillo de casado se engarzó en los pajarillos, y él quedó colgando en el aire, mientras su coche bajaba. Como suena.
De manera que conté eso por teléfono, y la mujer del ciclostil me preguntó:
—¿Qué dijo la esposa del veterano?
—Todavía no lo sabe —respondí—. Acaba de suceder.
—Llámela y obtenga una declaración.
—¿Cómo?
—Dígale que es usted el capitán Finn, del Departamento de Policía. Dígale que tiene tristes noticias para ella. Déle las noticias. Y a ver qué dice.
Así lo hice. Dijo algo parecido a lo que cualquiera esperaría que dijera en un caso semejante. Había un bebé por medio… etc.
Cuando volví a la oficina, la escribiente me preguntó, con un interés únicamente informativo, qué aspecto tenía el individuo después de haber sido aplastado.
Yo se lo dije.
—¿Le preocupa eso? —me preguntó.
Estaba comiendo una barra de caramelo Tres Mosqueteros.
—¡Claro que no, Nancy! —le contesté—. He visto montones de casos peores que éste durante la guerra.
Ya entonces se suponía que estaba escribiendo un libro sobre Dresde, que, en América, todavía no era un bombardeo muy famoso. Pocos americanos sabían que había sido mucho peor que Hiroshima, por ejemplo. Yo tampoco lo sabía. No se había hecho mucha publicidad.
En cierta ocasión, en un cóctel, me encontré con un profesor de la Universidad de Chicago y le conté el bombardeo tal como yo lo había visto. También le hablé del libro que pensaba escribir. El profesor, que era miembro de una cosa que se llamaba «Comité del Pensamiento Social», me habló de los campos de concentración, de cómo los alemanes habían hecho jabón y velas con la grasa de los judíos muertos… etc.
Todo lo que pude decir fue:
—Lo sé, lo sé,
lo sé
.
Ciertamente, la Segunda Guerra Mundial había endurecido mucho a todo el mundo. Yo me convertí en agente de relaciones públicas de la General Electric en Schenectady, Nueva York, y en bombero voluntario del pueblo de Alplaus, donde compré mi primer hogar. Mi jefe era uno de los individuos más duros que he conocido y que sin duda conoceré. Había sido teniente coronel en el Departamento de Relaciones Públicas de Baltimore y, estando yo en Schenectady, se hizo miembro de la Iglesia Reformada Holandesa, que es una iglesia muy dura.
Acostumbraba a preguntarme desdeñosamente por qué no había sido oficial. Y lo decía como acusándome de haber hecho algo malo.
Mi mujer y yo ya no estábamos rollizos como bebés. Eran nuestros años flacos. Teníamos por amigos a montones de flacos veteranos con sus flacas esposas. Yo pensaba que los veteranos de Schenectady más simpáticos, agradables y divertidos, aquellos que odiaban más la guerra, eran los que en realidad habían luchado.
Entonces escribí a las Fuerzas Aéreas, pidiendo detalles sobre el bombardeo de Dresde, quién lo ordenó, cuántos aviones tomaron parte en el mismo, por qué lo hicieron, qué objetivos buscados se habían conseguido, cosas así. Me contestó un hombre que, como yo, trabajaba en relaciones públicas, diciendo que lo sentía mucho, pero que la información continuaba siendo alto secreto.
Leí la carta a mi esposa en voz alta y dije:
—¿Secreto? Dios mío, ¿de quién?
Por aquel entonces formábamos la Unión de Federalistas Mundiales… Ahora, en cambio, no sé lo que somos. Telefoneadores, supongo. Porque telefoneamos mucho, y yo lo hago, en cualquier caso, a altas horas de la noche…
Un par de semanas después de haber llamado por teléfono a mi viejo camarada de guerra Bernard V. O’Hare, fui a verle en persona. Esto sucedería en 1964 más o menos, durante la celebración de la Feria Mundial de Nueva York.
Eheu, fugaces labuntur anni
. Mi nombre es Yon Yonson… Había en Estambul un joven…
Me llevé a dos niñas, mi hija Nanny y su mejor amiga, Allison Mitchell. No habían salido nunca de Cape Cod. En el camino cruzamos un río, y paramos para que las dos chiquillas pudieran bajar a mirarlo y meditar un rato sobre él. Nunca hasta entonces habían visto agua en esa forma: larga, estrecha y lisa. El río era el Hudson, y por su curso nadaban carpas tan grandes como submarinos atómicos.
También encontramos cascadas y arroyuelos que saltaban entre las rocas y se sumergían en el valle de Delaware. Había muchas cosas que nos tentaban a hacer un alto en el camino: las observábamos y luego reemprendíamos la marcha. Siempre llega el momento de partir. Las niñas llevaban blancos vestidos de fiesta y zapatos negros, también de fiesta, para que los forasteros pudieran darse cuenta al instante de lo bonitas que eran. «Tenemos que irnos, niñas», decía. Y nos marchábamos.
Cuando se puso el sol, fuimos a cenar a un restaurante italiano, y después llamé a la puerta principal de la hermosa mansión de piedra de Bernard V. O’Hare. Yo llevaba una botella de whisky irlandés en forma de campanilla de mesa.
Conocí a su encantadora esposa, Mary, a quien he dedicado este libro. También se lo he dedicado a Gerhard Müller, el taxista de Dresde. Mary O’Hare es enfermera titulada, lo cual es una cosa magnífica para una mujer.
Mary cumplimentó a las dos niñas que traía conmigo y se las llevó escaleras arriba, con sus hijos, para que jugaran juntos y vieran la televisión. Sólo después de que los niños se hubieron marchado me di cuenta de que yo no le gustaba a Mary, o que no le gustaba
algo
de aquella noche. Se mostraba cortés, pero fría.
—Tenéis una casa preciosa y agradable —dije.
Y era cierto. Pero ella hizo como si no hubiera oído, y comentó:
—He arreglado un lugar donde podréis charlar tranquilos, sin que os molesten.
—Bien —contesté, e imaginé en seguida dos sillones de piel junto al hogar encendido de una salita artesonada, donde dos viejos soldados podrían beber y charlar. Pero ella nos llevó a la cocina y nos hizo sentar en dos sillas de rígido respaldo, junto a la típica mesa de blanca y brillante superficie. Lo de la superficie deslumbrante era producto de una bombilla de doscientos watios que se reflejaba directamente en ella. Mary nos había preparado un quirófano. Y, para postre, puso un solo vaso sobre la mesa, para mí. Explicó que O’Hare no podía beber nada fuerte desde la guerra.
Nos sentamos. O’Hare estaba algo confuso, pero no me decía lo que ocurría. Por mi parte, no podía imaginar qué era lo que podía molestar a Mary de aquella manera. Yo era un hombre de buena familia, me había casado solamente una vez, no era un borracho y no le había hecho nada sucio a su marido durante la guerra.
Ella se sirvió una cocacola, haciendo un ostentoso ruido con los cubitos de hielo sobre la fregadera de acero inoxidable. Después, se fue al otro extremo de la casa. Pero aún no descansó. Se movía por todas partes, abriendo y cerrando puertas, e incluso removiendo muebles como si quisiera desahogar su ira de una forma u otra.
Le pregunté a O’Hare qué podía haber hecho o dicho para irritarla de aquella manera.
—Todo va bien —dijo él—. No te preocupes por ello. No tiene nada que ver contigo.
Evidentemente quería mostrarse amable. Pero estaba mintiendo. Todo estaba relacionado conmigo.
Intentamos ignorar a Mary y recordar cosas de la guerra. Tomé un par de tragos de la botella que había traído. Empezamos a sonreír o a reírnos, a medida que nos venían a la memoria distintas anécdotas de la guerra, pero ninguno de los dos podía recordar nada bueno de verdad. O’Hare recordaba a un muchacho que bebió tanto vino en Dresde antes del bombardeo, que lo tuvimos que llevar a casa en una carretilla. No había mucho que escribir sobre ello. Yo recordé a dos soldados rusos que habían saqueado una fábrica de relojes hasta llenar un carro con ellos, y que se sentían felices andando borrachos y fumando grandes cigarros liados con papel de periódico.
Estábamos allí intentando recordar, y Mary continuaba haciendo ruido. Al final entró en la cocina otra vez y tomó otra cocacola. De nuevo sacó una bandeja de cubitos de la nevera, a pesar de que aún quedaba un montón de hielo, y la golpeó en la fregadera.
Después se volvió hacia mí, permitiéndome comprobar lo enfadada que estaba y lo culpable que era yo de su enojo. Había estado todo el tiempo hablando consigo misma, de manera que lo que entonces dijo fue sólo un fragmento de una conversación muy larga:
—¡Entonces no erais más que
niños
!
—¿Qué? —pregunté.
—Durante la guerra no erais más que unos niños, como los que ahora juegan arriba.
Asentí. Era cierto, durante la guerra no éramos más que unos necios e ingenuos bebés, recién sacados del regazo de la madre.
—Pero no lo escribirás así, claro —prosiguió. No era una pregunta; era una acusación.
—Yo… no sé —balbucí.
—Pues yo sí que lo sé —exclamó—. Pretenderás hacer creer que erais verdaderos hombres, no unos niños, y un día seréis representados en el cine por Frank Sinatra, John Wayne o cualquier otro de los encantadores y guerreros galanes de la pantalla. Y la guerra parecerá algo tan maravilloso que tendremos muchas más. Y la harán unos niños como los que están jugando arriba.
Entonces comprendí. Era la guerra lo que la ponía fuera de sí. No quería que sus hijos ni los hijos de nadie murieran en la guerra. Y creía que las guerras eran promovidas y alentadas, en parte, por los libros y el cine.
Así pues, levanté mi mano derecha y le hice una promesa.
—Mary —dije—, no creo que nunca llegue a terminar ese libro. Hasta este momento habré escrito por lo menos cinco mil cuartillas, y todas las he quemado. Sin embargo, si algún día lo termino, te doy mi palabra de honor de que no habrá ningún papel para Frank Sinatra o John Wayne… Y además —añadí—, lo llamaré
La Cruzada de los Inocentes
.
Después de eso, Mary O’Hare fue amiga mía.
O’Hare y yo abandonamos los recuerdos y fuimos a la salita para charlar de otras cosas. Sentimos una súbita curiosidad por saber algo de la verdadera Cruzada de los Inocentes, y O’Hare se puso a buscar en un libro que tenía, titulado
Extraordinarios errores populares y la locura de las multitudes
, de Charles Mackay, doctor en leyes. Fue publicado por primera vez en Londres, en 1841.
Mackay tenía muy mala opinión de
todas
las Cruzadas. La Cruzada de los Inocentes (o Cruzada de los Niños) le afectó solamente un poco más que las otras diez Cruzadas de los adultos. O’Hare leyó en voz alta este bello pasaje:
«La historia nos informa, en sus solemnes páginas, de que los cruzados no fueron otra cosa que hombres ignorantes y salvajes, movidos únicamente por un fanatismo inmoderado, y de que su camino era el de la sangre y el llanto. Sin embargo, los relatos han exaltado siempre su piedad y su heroísmo, retratando con sus más ardientes y vehementes matices su magnanimidad y sus virtudes, y el imperecedero honor que conquistaron para sí, y el gran servicio que prestaron a la Cristiandad.»
Y, tras una breve pausa, este otro:
«Ahora bien, ¿cuál fue el resultado de todas esas luchas? Que Europa perdiera gran parte de sus tesoros y la sangre de dos millones de sus hombres. Y todo ello para que un puñado de caballeros pendencieros retuvieran la posesión de Palestina durante cerca de un siglo.»
Mackay nos decía que la Cruzada de los Niños había empezado en 1213, cuando dos monjes tuvieron la idea de reclutar ejércitos de niños en Francia y Alemania, para venderlos como esclavos en el norte de África. Se presentaron treinta mil niños voluntarios, creyendo que irían a Palestina. Y Mackay concluía: