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Authors: Nathan Long

Tags: #Aventuras,Fantástico,Infantil y Juvenil

Matahombres (15 page)

BOOK: Matahombres
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Félix oyó los murmullos de consternación que recorrían a los mutantes.

—El bendito ha muerto —susurraban, retrocediendo—. Ha matado al favorito de El que Transforma las Cosas.

Por encima de ellos se elevó una voz.

—¡Hermanos, escapad! ¡Este sitio está perdido! ¡Se contactará con vosotros de la manera habitual! ¡El plan continúa adelante!

Gotrek giró y alzó una mirada feroz hacia la voz.

—¡Cojámoslo! ¡Él sabe de qué va todo esto!

Gotrek, Félix y Ulrika intentaron subir corriendo por la pendiente que formaba el suelo hundido, mientras los mutantes se dispersaban en dirección a las salidas, pero, justo en ese momento, un barril de pólvora cayó hacia el agujero y rebotó por los tablones inclinados, con un trozo de mecha chisporroteando en la parte superior. Félix se lanzó hacia la derecha; Gotrek y Ulrika, hacia la izquierda. Pasó rodando otro barril. Derraparon por el suelo del atroz templo y se estrellaron contra la estatua de El que Transforma las cosas, que cayó.

—¡Cuerpo a tierra! —gritó Gotrek—. Detrás del montón de escombros.

Félix gateó por encima del montículo de cajones y armas de fuego y se lanzó al suelo por el otro lado.

Un trueno le golpeó ambos oídos, y una ola de aire abrasador lo levantó del suelo y lo estrelló contra la pared que había detrás del montículo. Una ondulante nube de fuego pasó por encima de él, mientras lo bombardeaba una lluvia de ladrillos, madera y trozos de cuerpos. Algo le golpeó la cabeza, y por un instante lo vio todo negro. La totalidad de su mundo se transformó en ruido, calor y dolor.

* * *

Pasado un momento se desvanecieron el ruido y la negrura, aunque el calor y el dolor permanecieron. Miró hacia arriba. A través del agujero que había sobre él vio que la sala del almacén estaba en llamas. La sacudió otra explosión mientras él observaba. El humo no dejaba ver el abovedado techo de ladrillo. El templo también ardía. El fuego lamía la pared enyesada que tenía al lado, y causaba nuevo dolor en las quemaduras sufridas en el puente. Al otro lado de la pila de escombros, había mutantes que aullaban de dolor. La monstruosa estatua había desaparecido, hecha pedazos, y ese extremo de la sala estaba envuelto en llamas.

Gotrek se puso de pie, vacilante, y se sacudió de los hombros polvo y cenizas encendidas. Parecía que hubiera perdido una lucha contra un dragón.

—Es hora de marcharse, humano.

—¿Adonde? —preguntó Félix. Estaban rodeados por el fuego.

—A las cloacas —replicó Gotrek.

Ulrika se incorporó sobre manos y rodillas, e hizo caer un largo tablón que tenía encima. Su hermoso jubón estaba hecho un andrajo. El pelo del lado izquierdo de la cabeza estaba quemado y ennegrecido.

—Un plan sabio, Matador. Me sorprendes.

Gotrek gruñó, al parecer decepcionado porque ella hubiera sobrevivido.

—¿Vamos a entrar por ahí? —preguntó Félix, que señaló el infierno en que se había transformado el almacén.

Gotrek se encogió de hombros.

—Es mejor que quedarse aquí.

Félix asintió con la cabeza y se puso de pie, cansado. Se sentía como si no pudiera dar un solo paso, y mucho menos correr por una bodega en llamas, pero quedarse allí significaba la muerte. De repente, la conciencia de dónde estaba y de lo que se interponía entre su persona y el aire fresco pesó sobre él como si le hubieran puesto una carreta encima del pecho. Sintió que se le debilitaban los brazos y las piernas. Estaba a cinco pisos por debajo del suelo, en un edificio en llamas cuyas paredes eran una mezcla de vieja madera podrida, piedra unida con mortero malo, ladrillos y yeso reseco y de mala calidad. Había estado a profundidades mucho mayores en minas de enanos, pero entonces había tenido una cierta confianza en que las habían construido maestros pedreros. Ese lugar había sido construido por una sucesión de propietarios de tugurio y criminales. De repente, lo que más quería en la vida era ver el cielo.

Gateó por los tablones inclinados, tras Gotrek y Ulrika, hasta el almacén incendiado, obligando a sus temblorosas extremidades exhaustas a moverse. Las llamas estaban por todas partes. El calor golpeaba a Félix como un martillo. Cada inspiración era como inhalar vidrio. Las cloacas estaban a sólo diez pasos de distancia, y el camino hasta ellas se encontraba despejado. Sólo unos pocos pasos y estarían a salvo.

Gotrek comenzó a avanzar; luego, se detuvo al oír algo en lo alto, y miró hacia arriba.

—¡Atrás! —gritó al mismo tiempo que extendía los brazos—. ¡Atrás!

Con un estruendo atronador, el techo de ladrillos que estaba por encima del agujero que comunicaba con las cloacas se hundió, seguido por maderas del piso de encima, todas en llamas. Los escombros bloquearon el agujero que daba a las cloacas, y el techo continuó derrumbándose en medio de una lluvia de ladrillos, madera y fuego que avanzaba hacia Gotrek, Félix y Ulrika como el frente de una tormenta. El polvo ondulaba hacia ellos como una nube llameante.

—¡La escalera oculta! —gritó Ulrika.

Gotrek no se lo discutió, sino que sólo giró y echó a correr con Ulrika hacia la oficina que tenía la puerta secreta.

A lo largo de los años que había pasado con Gotrek, Félix se había habituado a acortar sus pasos para igualarlos a los del Matador. Esa vez no lo hizo. El miedo le dio alas, y casi adelantó a Ulrika en la carrera hacia la oficina, y dejó a Gotrek diez pasos más atrás.

La oficina estaba llena de humo, pero justo entonces comenzaba a prender. Ulrika arrancó la cortina que ocultaba la puerta y palpó la pared de arriba abajo.

—¡Yebat! —maldijo, manoteando desesperadamente—. ¿Dónde está?

—Apártate, parásito —dijo Gotrek.

El enano empujó con un dedo la cabeza de un clavo que había en una viga de soporte, y la puerta se abrió. Ulrika fue la primera en salir, con la cara rígida a causa del miedo. Gotrek y Félix la siguieron, y el Matador cerró la puerta.

La escalera estaba oscura, pero, al menos, libre de humo y fuego. Apresuraron el paso mientras el edificio tronaba, crujía y rechinaba en torno a ellos.

Félix oyó que Ulrika murmuraba algo que parecía una plegaria kislevita.

—¿Asustada, chupasangre? —preguntó Gotrek.

Ulrika rió de forma ruidosa y tensa.

—Las espadas, las dagas, las balas de pistola; esas cosas no pueden destruirme. Pero el fuego, el fuego significa la muerte de verdad.

—Lo tendré presente —gruñó Gotrek.

* * *

Mientras corrían escalera arriba, Félix vio luz de fuego que destellaba a través de las grietas de la pared. A veces se filtraba un poco de humo y la pared irradiaba tanto calor como un horno, y por el hueco de la escalera cada vez ascendía más humo, que penetraba desde abajo. Félix tosía; tenía los ojos llorosos y la garganta irritada.

Cinco tramos de escalera más arriba, vieron una luz anaranjada que oscilaba por encima de ellos, y Félix oyó el crepitar de las llamas.

Gotrek se detuvo.

—Bloqueado —dijo.

—¿Volvemos a bajar, entonces? —preguntó Félix.

Miraron por encima de la barandilla. El humo que tenían por debajo brillaba internamente con un rojo infernal, y la luz parecía acercarse más y más a cada segundo. La escalera crujió y osciló bajo sus pies, y luego, de repente, cayó varios centímetros y se desplazó hacia un lado.

—Creo que no —replicó Gotrek.

—¡Estamos atrapados! —gimoteó Ulrika.

Gotrek soltó un bufido y se volvió para palpar la pared exterior del edificio, una chapuza de ladrillos mal unidos con mortero, sin enlucir. Félix lo imitó, y descubrió que estaba fresca al tacto.

Gotrek giró el hacha de modo que la parte cuadrada mirara hacia fuera, y golpeó la pared con ella. Volaron ladrillos. Volvió a golpear.

—¡Ja! —dijo Ulrika, que sonreía de alivio.

La kislevita retrocedió un paso y pateó la pared con el tacón de una bota. El mortero se desmenuzó.

Félix se unió a ellos y se puso a patear y hurgar entre los ladrillos con la espada rúnica. Era un sacrilegio, sin duda, usar una arma tan grandiosa para un propósito tan prosaico, pero si Gotrek utilizaba su sagrada hacha rúnica, y si eso le salvaba la vida…

En cuestión de segundos se abrió un agujero, ya que Gotrek atravesó las dos capas de ladrillos con facilidad. Las patadas de Félix y Ulrika le ayudaron a ensancharlo, mientras las llamas de arriba y de abajo se acercaban cada vez más. Félix inspiró grandes bocanadas del fresco aire limpio que entraba por la brecha. Nunca había tenido un sabor tan dulce.

Al fin, el agujero fue lo bastante amplio como para que pasaran por él los anchos hombros de Gotrek, y los tres lo atravesaron hasta otra bodega, ésta deliciosamente libre de fuego.

Pero cuando llegaban a la planta baja, se hizo evidente que el edificio no había escapado al incendio. El estrecho corredor que daba a la calle se encontraba lleno de gente llorosa que gemía e intentaba salir toda al mismo tiempo. Félix oía crujidos y gritos en los pisos superiores.

Cuando Félix, Gotrek y Ulrika salieron al callejón, estaba igualmente abarrotado de gente. Las casas de viviendas cercanas habían sido evacuadas, y la gente daba vueltas en aterrorizados círculos. Otros huían. Dispersos entre la muchedumbre había hombres enmascarados de amarillo que gritaban órdenes a las que nadie hacía caso. La casa de reunión del culto era un infierno de llamas y vigas ennegrecidas, y tenía la mitad de su altura original. Los edificios que quedaban a la izquierda y la derecha también se quemaban, y las tejas de madera del edificio que albergaba la taberna La Corona Rota ardían sin llama.

La gente que ocupaba edificios más alejados estaba tendiendo mantas mojadas sobre los tejados para intentar protegerlos de las nubes de chispas encendidas que se alzaban de los hastiales y se alejaban volando. Otros formaban cadenas de cubos que iban hasta un pequeño pozo del que dos hombres sacaban agua bajando un solo cubo una y otra vez.

—¡Por Sigmar! —jadeó Félix—. ¡Va a arder todo el barrio de Las Chabolas!

Gotrek gruñó y cerró los enormes puños con furia.

Ulrika sacudió la cabeza, consternada.

—¡Qué villanía tan terrible!

Gotrek le dedicó una mueca despectiva.

—¿Y qué problema hay? ¿No te gusta que la cena esté demasiado hecha?

Ella se irguió, ofendida.

—Estoy empezando a pensar que te equivocas deliberadamente con respecto a la manera de ser de las lahmianas.

—O tal vez estés haciéndolo tú —replicó Gotrek, y echó a andar hacia el pozo—. Busca un barreño grande, humano —dijo por encima del hombro—. Es necesario sacar más agua.

Félix asintió con la cabeza, y cuando iba a entrar en un edificio que no estaba en llamas oyó que una voz chillaba cerca de él.

—¡Allí están! ¡Allí están los asesinos que provocaron el incendio!

Félix se volvió, junto con Gotrek y Ulrika, y vio que uno de los enmascarados lo señalaba directamente a él.

Otro adorador se reunió con el primero.

—¡Atrapadlos! —gritó—. ¡Atadlos! ¡Arrojadlos al fuego!

—¡No fuimos nosotros! —gritó Félix—. ¡Fueron ellos! —Pero su voz fue ahogada por el rugido de la multitud, que los miraba con ojos coléricos.

—¡Matad a los incendiarios! —bramó un hombre.

—¡Ellos quemaron a mi bebé! —chilló una mujer.

De repente, la multitud se lanzó hacia ellos desde todas partes, y la gente comenzó a recoger piedras y trozos de madera humeante.

Gotrek enseñó los dientes de furia y frustración, y por un momento, Félix temió que atacara a la turba; pero luego, con una maldición en khazalid, dio media vuelta y se encaminó hacia un estrecho callejón, apartando hacia los lados, con rudos empujones, a la gente que le gritaba y se interponía en su camino. Félix y Ulrika lo siguieron, con los hombros encorvados para protegerse de la lluvia de palos y piedras. Félix no quería causar daño a las pobres almas de la multitud, pero estaban intentando hacerlo pedazos. Apartó a patadas y codazos a hombres y mujeres por igual.

Llegaron a la boca del callejón. Gotrek dejó entrar primero a Félix y a Ulrika, y los siguió. Allí, la multitud sólo podía acosarlos por detrás. Si hubiera estado sólo, Félix podría haberla dejado atrás con facilidad, pero Gotrek, con sus piernas cortas, era demasiado lento, y le golpeaban despiadadamente la espalda con sus improvisadas armas, impelidos por los adoradores del Caos. El Matador maldecía y gruñía, pero no se defendía. Se acercaban rápidamente al final del callejón. Volverían a quedar rodeados.

Se metieron detrás de una desvencijada escalera exterior, y Gotrek se detuvo repentinamente. Blandió el hacha dos veces para cortar los soportes de la escalera, y luego siguió corriendo con Félix y Ulrika.

La muchedumbre continuaba tras ellos, pero entonces, con un estruendo de clavos retorcidos y madera forzada, la escalera se desprendió del exterior del edificio.

La multitud gritó y retrocedió contra sus camaradas, que seguían avanzando por el callejón, mientras la escalera se plegaba y caía sobre ellos, para acabar estrellándose contra el suelo. Alrededor de una docena de residentes del Laberinto habían logrado pasar más allá del derrumbamiento, y salieron corriendo del callejón, detrás de Gotrek, Félix y Ulrika.

Gotrek se volvió para encararlos mientras ellos se desplegaban, y enseñó los dientes. Félix y Ulrika también se detuvieron. La marcha de los hombres y las mujeres se hizo más lenta; los vencía la inquietud.

—Regresad —dijo Gotrek—. Apagad el incendio. —Alzó el hacha, que destelló con la luz roja del infernal fuego—. No os gustaría morir así.

Les volvió la espalda, y los residentes se alejaron corriendo. No los siguieron.

* * *

El Laberinto estaba lleno de gente y ruido. Sonaban campanas. Gritaba la gente. Hombres y mujeres huían del fuego o corrían hacia él. Grupos de hombres pasaban aceleradamente con escaleras de mano. Dos mujeres empujaban una carretilla sobre la que había un gran barril de agua, mantas viejas y escobas.

Félix sentía el corazón tan pesado como un bloque de plomo mientras él, Gotrek y Ulrika corrían, esquivándolos a todos. Se sentía inútil y desdichado. Quería hacer algo para ayudar a los inocentes que estaban muriendo y perdiendo su hogar a causa del incendio insensiblemente provocado por los jefes de la Llama Purificadora, pero no se le ocurría nada. Él y Gotrek eran muy buenos para matar y destruir cosas. Se les podía pedir que lucharan contra un troll o un dragón, o que derrocaran a un rey corrupto, o que redujeran a escombros un templo monstruoso, y se pondrían a la tarea con ahínco; pero si se les pedía que protegieran a alguien del hambre o la enfermedad, o que salvaran su hogar del fuego o de una inundación, se mostrarían tan impotentes como cualquier otro hombre. No se podía matar el hambre con una hacha. No se podía matar el fuego con una espada.

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