La mitad de los no muertos acorazados pasaron por encima de la grafina Avelein y continuaron descendiendo hacia la planta baja, pero la otra mitad cargaron en línea recta hacia Gotrek y los demás, con las cuencas oculares llenas de llameante fuego verde. Gotrek rugió desafíos inarticulados y saltó a su encuentro, y su primer barrido de hacha hendió la armadura y los huesos del que iba en cabeza como si fueran de yeso y tiza. El segundo les cortó las piernas a otros dos.
Sin embargo, el Matador no podía luchar contra todos, y fueron demasiados los que pasaron de largo junto a él para acometer a Von Volgen, Félix, Kat y los oficiales. Félix y Kat recularon al instante, pues los hachazos de los esqueletos no muertos eran tan potentes como una casa que se derrumbara, y los demás también se encontraron con problemas. El joven lancero retrocedía con la punta de la lanza cercenada, y los arcabuceros y artilleros se retiraban con el, ya que sus espadas de un solo filo no eran rival para las corroídas hachas. Von Volgen y Classen luchaban hombro con hombro, pero se tambaleaban a cada impacto. Incluso Gotrek estaba teniendo dificultades para mantenerse firme, y su respiración volvía a ser entrecortada y jadeante.
Félix lanzó una mirada feroz por encima del hombro hacia los aposentos del graf y la grafina, al mismo tiempo que se agachaba para esquivar un terrible barrido.
—¡Draeger! ¡Salid aquí! ¡Luchad por una vez en vuestra miserable vida!
Pero no fueron Draeger y sus milicianos quienes cargaron al exterior a través de la puerta, sino que lo hizo Bosendorfer, del brazo del sargento Leffler, cojeando como si es tuvieran en una carrera de tres piernas. Ambos habían desenvainado —una espada larga en el caso de Bosendorfer, y una maza en el de Leffler—, y se lanzaron a la refriega como posesos. El sargento destrozó el cráneo de un esqueleto no muerto que amenazaba al arcabucero, y Bosendorfer hizo retroceder a otro con un golpe salvaje; pero luego cayo y arrastró a Leffler cuando la pierna herida se dobló bajo su peso.
Maldiciendo, Félix y Kat apartaron de una patada al esqueleto acorazado y pusieron al espadón de pie.
—Retroceded, capitán —dijo Félix—. ¡No podéis luchar con una sola pierna sana!
—Intenté decírselo,
mein herr
—intervino Leffler, al mismo tiempo que se metía otra vez debajo del brazo de Bosendorfer.
—¡No, debo hacerlo! —gritó el espadón, que volvió a lanzarse al ataque—. ¡Debo hacer el trabajo de los hombres a los que he matado!
Félix y Kat se pusieron a luchar junto a ellos para protegerles los flancos de los enemigos que los acometían por todas partes. Félix tenía un nudo en la garganta. Enfrentado al fin con la inocencia de Tauber, Bosendorfer había acabado por darse cuenta de lo que había hecho al mantener al cirujano apartado de su trabajo, y había decidido que debía morir por ello.
Y Bosendorfer no era el único que sentía remordimientos. En el mismo momento en que él acometía a los no muertos con furia suicida, la grafina Avelein se ponía de pie para gritarle a Kemmler, mientras las lágrimas corrían por sus contusas mejillas.
—¡Vos me lo prometisteis! —gritó—. Me prometisteis que mi esposo se levantaría de la cama. ¡Me prometisteis que volvería a tomarme entre sus brazos!
—Y así lo hará, adorada —respondió Kemmler—. En efecto, en este preciso momento va hacia vos. ¡Mirad!
Avelein se volvió hacia sus aposentos y dejó escapar un lamento que hizo volver la cabeza a todos. Caminando con rigidez a través de la desesperada refriega iba el graf Reiklander, con una manchada camisa de dormir colgando, floja, en torno a sus enflaquecidas extremidades.
Félix y Kat se quedaron mirando al graf, mientras Classen y los jóvenes oficiales retrocedían con supersticioso horror, pero Gotrek y Von Volgen no conocían el miedo y le dirigieron tajos al cuello cuando pasó ante ellos.
Los esqueletos bloquearon sus golpes y se apiñaron para obligarlos a retroceder y permitir que el graf continuara adelante, y Avelein voló hacia él, llorando.
—¡Grafina! —gritó Félix—. ¡Cuidado!
—¡Ay, Falken! —sollozó ella; al mismo tiempo que se arrojaba a sus brazos—. Sabía que no estabas muerto. ¡Lo sabía!
El graf Reiklander le arrancó la garganta con los dientes.
Cuando ella quedó floja en los huesudos brazos de él, sangrando en abundancia por la arteria del cuello, Gotrek logró al fin abrirse paso a través de los esqueletos, pero no fue a atacar al graf zombie. Por el contrario, con un rugido de furia cargó directamente escaleras arriba para acometer a Kemmler, con la runa del hacha encendida por una brillante luz.
Kemmler lanzó un grito de miedo al mismo tiempo que levantaba el báculo, y al instante, el rellano quedó inundado de densa niebla y sombras que brotaron como llamas de su capa. El Matador se lanzó de cabeza dentro de la arremolinada negrura, con el hacha en alto, pero un segundo mas tarde la nube volvió a disiparse y se lo vio asestando tajos a la nada, a solas en el rellano.
Al mismo tiempo, mientras Félix y Kat retrocedían un paso más ante los ataques de los esqueletos acorazados, zarcillos de oscuridad comenzaron a serpentear en torno al graf Reiklander y Avelein, que ya se mantenía de pie por su propia cuenta, con ojos muertos, mientras la sangre corría en abundancia por su cuello. Kemmler surgió del interior de la niebla, detrás de ellos, para luego abrir la capa y envolverlos en los negros pliegues de ésta.
—Venid, hijos míos, tenemos trabajo que hacer —dijo, y luego alzó la voz para hablar a los esqueletos—. Matadlos, y después reuníos con vuestros hermanos ante la puerta.
Gotrek bramó y bajó la escalera con pasos atronadores, pero el graf, la grafina y el nigromante entraron en la nube de humo, y ésta se disipó antes de que el enano llegara al lugar que había ocupado. En ese momento, un trío de esqueletos acorazados giró para rodearlo mientras barrían el aire con sus hachas de bronce.
Félix y Kat intentaron abrirse paso luchando hasta él, pero no pudieron avanzar. Tampoco pudo hacerlo ninguno de los otros. De hecho, estaban haciéndolos retroceder desde todos lados. Von Volgen luchaba ahora con una sola mano, porque tenía la izquierda herida y con dedos de menos; el joven lancero y el joven arcabucero peleaban espalda con espalda sobre el cuerpo destrozado del artillero. Junto a ellos, un esqueleto le saltó al sargento Classen los sesos de un golpe, y el cuerpo se estrelló contra Bosendorfer y Leffler. El capitán dio un traspié a causa del impacto y bajó la guardia, y el hacha manchada de verdete del esqueleto se le clavó profundamente en el abdomen.
Con un grito de rabia y congoja, Leffler le aplastó el cráneo al esqueleto, y arrastró a Bosendorfer hacia atrás para apartarlo del camino.
Félix y Kat se lanzaron a protegerles la retirada y acabaron al lado de Von Volgen, que estaba retrocediendo ante otros dos esqueletos.
—¿Oís eso? —preguntó, y de sus labios volaron gotitas de sangre—. Están luchando en la puerta interior. Tenemos que ir. Tenemos que defenderla.
Por encima del estruendo de choques metálicos, Félix lo oyó: un débil ruido de rugidos y lucha procedente del exterior. Soltó una risa tétrica, y estaba a punto de hacer una observación sobre que no eran capaces de defenderse a sí mismos, pero las palabras murieron cuando, de un solo tajo, un esqueleto mató al joven lancero y al joven arcabucero, cortándolos a ambos casi en dos, y Kat tuvo que torcer el cuerpo hacia un lado para evitar que también la mataran. Félix maldijo y avanzó para protegerla, e hizo retroceder al esqueleto con una serie de veloces golpes que convirtieron su espada en un borrón; pero en el momento en que reculaba, Gotrek apareció repentinamente, volando hacia atrás, y lo derribó para luego estrellarse contra el suelo, con un tajo sangrante cruzado en el pecho.
Tres esqueletos avanzaron tras él, al mismo tiempo que alzaban las hachas, y el enano volvió a levantarse y saltó hacia ellos con la misma ferocidad de siempre, pero su respiración era sibilante, como la de un fuelle agujereado, y por el rostro enrojecido le corría el sudor.
«Este será el fin del Matador», pensó Félix, mientras los esqueletos lo acometían desde todas partes, y la cólera comenzó a hervirle en las entrañas. ¡Qué miseria! Quizá fuera mejor que morir a causa de unas esquirlas envenenadas, pero no por mucho. En lugar de la muerte que debería haber tenido, en lugar de tener una muerte grandiosa a manos de Krell el Vencedor de Fortalezas, Señor de los No Muertos —un fin adecuado de verdad para una vida épica—, el Matador iba a ser vencido por anónimos esqueletos en una escaramuza sin sentido, mientras la batalla final por las puertas del castillo Reikguard se libraba a poca distancia. El único consuelo que pudo hallar Félix fue que cuando el Matador muriera, también él moriría, y no tendría que escribir aquel final decepcionante.
Un golpe ensordecedor hirió los oídos de Félix, y el cráneo del esqueleto contra el que luchaban él y Kat explotó en una fuente de esquirlas de hueso. Otra detonación, y apareció un agujero en el peto de uno de los que hacían retroceder a Von Volgen.
—¡A por ellos, muchachos! —gritó una voz desde atrás—. ¡Están entre nosotros y el túnel!
Cuando Félix retrocedía dando traspiés ante el esqueleto que se desplomaba, los hombres de Draeger pasaron en masa, asestando tajos a los guerreros antiguos en estado de frenesí, y abriéndose paso hacia Gotrek.
Kat volvió la cabeza, parpadeando de asombro.
—Están luchando.
—Hasta una rata lucha cuando se ve acorralada —gruñó Von Volgen.
Draeger pasó a grandes zancadas junto a ellos, con la espada en una mano y un arcabuz humeante en la otra. De los bolsillos le desbordaban collares, y llevaba una espada enjoyada sujeta a la cintura.
—¡Así se hace, muchachos! ¡Pasamos entre ellos y seremos libres!
Félix, Kat, Von Volgen y el sargento Leffler se lanzaron tras los hombres de la milicia y se unieron a su formación Con la posibilidad de huir tan al alcance de la mano, los hombres luchaban con un ahínco que Félix no había observado antes en ellos. Aun así, estaban dejando que Gotrek hiciera la mayor parte del trabajo, pero al Matador no parecía importarle. Con los flancos protegidos, asestaba tajos a los esqueletos como un vándalo trocearía estatuas, hendiendo petos antiguos y rompiendo huesos en nubes de polvo y metralla de bronce, mientras los hacía retroceder hasta el rellano. De una patada hizo que uno atravesara de espaldas la barandilla de la escalera y se estrellara contra el suelo de abajo. Lo siguieron media docena más cuando los hombres de la milicia se apiñaban en torno a ellos, y al fin no quedo ninguno, y Gotrek se detuvo ante la barandilla rota, jadeando y carraspeando ruidosamente.
—¡Abajo! —dijo Von Volgen mientras cojeaba hacia la escalera y les hacía un gesto a los otros para que lo siguieran—. Aún no podemos descansar. ¡Hay más ante la puerta interior!
Pero los hombres de la milicia se detuvieron donde estaban, y Draeger, que durante la lucha no había hecho mucho más que agitar la espada de un lado a otro, volvió a hacerlo ahora.
—¡Bien hecho, muchachos! —gritó—. ¡Y ahora, arriba y afuera! ¡El túnel de escape de Karl Franz nos espera!
Los hombres de la milicia lo aclamaron, y se volvieron para subir por la escalera en el momento en que Von Volgen se dirigía hacia Draeger, furioso.
—¡No podéis marcharos! —le espetó—. ¡Se os necesita en la puerta! ¡Aún podríamos rechazarlos!
Draeger reculó, sonriendo afectadamente.
—Lo siento; mi señor. Como he dicho desde el principio, éste no es nuestro puesto de destino. Os deseo la mejor de las suertes.
Y con eso, dio media vuelta y corrió tras sus hombres. Von Volgen maldijo y fue tras él con paso tambaleante, pero estaba demasiado falto de aliento y herido como para darle alcance.
—Olvidadlos —gruñó Gotrek, mientras se llenaba los pulmones con sibilantes bocanadas de aire—. No necesitáis cobardes. Vamos.
Félix se enjugó la frente y giró hacia la escalera con los otros, pero una voz débil los detuvo.
—Sargento. Jaeger.
Bosendorfer estaba incorporándose sobre un codo. Félix hizo una mueca de dolor cuando, al volverse, vio que las entrañas del hombre se derramaban a través de un agujero que tenía en el peto.
Se le acercó, junto con Leffler, y se arrodilló a su lado. —No iba a dejaros, capitán —dijo el sargento—. Yo…
Bosendorfer lo acalló con un gesto.
—Debéis hacerlo. Yo voy a los Salones de Sigmar a implorar el perdón de los hombres a quienes mandé allí. —Volvió unos ojos febriles hacia Félix y lo aferró por un brazo—. Jaeger, vos comandasteis a mis hombres mejor que yo. Si… —se interrumpió al sacudirlo una tos sangrante, y luego continuó—. Si ellos os quieren, comandadlos ahora.
Félix tragó saliva, sin saber qué decir. No era un deber que quisiera, pero no podía decirle que no a un hombre agonizante.
—Si ellos me quieren, capitán —replicó.
Bosendorfer asintió con la cabeza, al parecer satisfecho, y luego se tumbó de espaldas y se aferró el pecho con una mano acorazada.
—Sigmar, eso duele.
Fue lo último que dijo. Con un estertor mecánico, el aliento escapó de él y sus brazos cayeron a los costados.
—Que Sigmar os dé la bienvenida, espadón —susurró Kat mientras le cerraba los ojos—. Que Morr os proteja de las zarpas de Kemmler.
Von Volgen tosió desde la escalera.
—Vamos. Más tarde ya habrá tiempo para el duelo —dijo—, si estamos vivos.
Todo era oscuridad y estruendo cuando Gotrek, Félix, Kat, Von Volgen y el sargento Leffler salieron corriendo al patio de armas de la torre del homenaje. Los alaridos y el fragor de la batalla inundaban la noche, y la enfermiza luz verde de Morrslieb, que resplandecía a través de las nubes como piedra de disformidad en el fondo de un cubo de leche agria, brillaba sobre el torbellino de extremidades acorazadas y sobre el rojo lustroso de las ensangrentadas armas.
Los cuatro humanos y el Matador se encaminaron a paso rápido hacia la acción a lo largo de una senda de cuerpos destrozados —lanceros, caballeros, necrófagos y esqueletos acorazados— que atravesaba el patio de armas hasta el cuerpo de guardia interior, donde los últimos hombres de Von Volgen y los pocos caballeros del castillo que quedaban defendían las puertas del cuerpo de guardia contra una masa de necrófagos, zombies y enormes esqueletos acorazados que los acometían incansable y salvajemente con tajos y garras.