Una buena muerte. Bueno, pensó, dado que había que morir, ¿para qué querer una mala?
Flotaron sobre una puerta gigantesca compuesta de grandes secciones curvas y oscuras, como hojas de cimitarras que componían un dibujo como los pétalos de una flor. La bajada les había llevado casi media hora y en ese tiempo habían pasado por otros cinco niveles donde, según el traje, vivían cosas llamadas zarcillos variolosos, vesiculares, nadadores de gigantes gaseosos, tubulares e hidrales. El último nivel situado encima del espacio de la Máquina carecía de vida y estaba lleno de agua oceánica bajo kilómetros de hielo. Se encontraban justo encima del nivel del espacio de la Máquina donde, según tanto la leyenda como la historia convencional, todavía reposaban los engranajes del mundo tal y como se habían concebido en un principio, sin vida pero llenos de poder.
–Esto es la estructura secundaria, ¿no? –preguntó Anaplian mientras miraba la inmensa escotilla.
–Sí –dijo Hippinse–. Se puede abrir.
Hippinse flotó sobre el centro de aquella puerta de tres kilómetros de diámetro, su perfil en los visores de los otros era borroso, apenas insinuado incluso con los sensores asombrosamente sensibles de los trajes. El avatoide desprendió algo de su traje y lo dejó colocado justo en el centro de la puerta, donde se encontraban las grandes hojas.
Siguieron a Anaplian, que había subido un kilómetro hasta un enorme agujero ovalado situado en el costado del inmenso pozo, entraron en el túnel de cien metros de diámetro al que llevaba y bajaron flotando. Detrás, por encima de ellos, algo destelló. Los trajes registraron vibraciones de ondas largas diminutas pero pesadas en el material del tubo que los rodeaba.
Anaplian les hizo señas para que se reunieran.
–La puerta principal debería haber abierto también la que hay al fondo –dijo cuando se tocaron– así que podemos salir directamente. Xuss y los cuatro misiles van delante.
–Mirad –dijo Ferbin al volver los ojos hacia abajo–. Luz.
Un círculo gris azulado parpadeó y se fue ensanchando a toda prisa mientras ellos se dejaban caer. Abajo, apenas vislumbradas en las profundidades, acechaban unas formas inmensas, todo curvas y descensos súbitos, afiladas y bulbosas, picadas de hoyos, ribeteadas y serradas. Era como caer en una inmensa colección de hojas del tamaño de tormentas, todas iluminadas por los relámpagos.
–Despejado –anunció Turminder Xuss–. Pero sugiero que sigamos separados; enviar señales es menos arriesgado que ser una diana común.
–Recibido –dijo Anaplian con tono lacónico.
Descendieron bajo el techo del nivel de la Máquina y flotaron, separados por cientos de metros, sobre un abismo de unos cincuenta kilómetros hasta los inmensos sistemas de hojas que reposaban muy quietos en la penumbra inferior. A unas cuantas decenas de kilómetros, una especie de aspa colosal, como una enorme rueda de engranaje toroidal, llenaba todo el campo visual, los bordes superiores llegaban al techo. Parecía estar posada encima de otras esferas titánicas y engranarse con ellas y otros discos, todos unidos a figuras aún más gigantescas y, a lo lejos, a cientos de kilómetros de distancia (los límites inferiores oscurecidos por el horizonte relativamente cercano de complejos de hojas en forma de espiral, como inmensas flores abiertas) unas ruedas y globos enormes del tamaño de lunas pequeñas se abultaban en la oscuridad, y cada una parecía tocar la superficie inferior de la concha de arriba.
Los engranajes del infierno,
pensó Djan Seriy cuando lo vio, pero prefirió no compartir la imagen con los demás.
La luz gris azulada que parpadeaba (esporádica, aguda, intensa) llegaba de dos direcciones opuestas, ocultas en parte por la maquinaria que había en medio.
–Eso es una batalla –dijo Hippinse.
–Estoy de acuerdo –dijo Anaplian–. ¿Alguna señal de la nave?
Hubo una pausa.
–Sí, la tengo, pero... Confusa. Dispersa. Debe de estar al otro lado, porque solo recibo reflejos –dijo Hippinse que parecía primero aliviado y después preocupado.
–¿Qué dirección tomamos? –preguntó Anaplian.
–Seguidme –dijo Hippinse al tiempo que salía disparado.
–Xuss, por delante, por favor –dijo Anaplian.
–Ya estoy –dijo el dron.
Los trajes los inclinaron de modo que cruzaron como rayos el remoto paisaje fantasmal, con los pies por delante, aunque la perspectiva se podía cambiar sin problemas para que pareciera que estaban volando de cabeza. Holse le preguntó al traje.
–No nos aerodinamizamos –respondió el traje–. Estamos en el vacío, así que no es necesario. Con esta orientación el objetivo presenta un perfil menor en la dirección del desplazamiento y da prioridad a la cabeza humana, lo que limita los daños.
–Ah, ya. Sí. Y también, ¿qué sostiene el mundo? –preguntó Holse–. No hay torres.
–Las grandes máquinas de este espacio conservan la integridad estructural del techo.
–Ya veo –dijo Holse–. Estupendo.
–No os acerquéis a la base de la torre abierta –les dijo Anaplian al tiempo que los alejaba de un gran disco de oscuridad que tenían encima. Unos pétalos sólidos de casi un kilómetro de largo colgaban de los bordes de la brecha y parecían tan simétricos que al principio no se dieron cuenta de que eran el resultado de algo que se había abierto paso desde arriba–. ¿La nave? –preguntó Anaplian.
–Eso parece –dijo Hippinse. Parecía confuso y preocupado otra vez–. Se suponía que tenía que dejar un dron o algo por aquí.
Siguieron volando otro minuto hasta que oyeron a Turminder Xuss.
–Hay problemas ahí delante.
–¿Qué pasa? –preguntó Anaplian.
–Un combate; AERC de alta frecuencia, rayos de partículas y lo que parece antimateria por el retroceso. Por las señales, nos superan en armamento. Acercaos aquí –les dijo el dron, y sus visores indicaron una línea que cruzaba la larga cima de una de las aspas de varios kilómetros de alto que había en el borde superior de una de las esferas gigantes. La luz destellaba justo detrás, lo bastante brillante como para activar la función de ahorro de luz de los visores. Se quedaron flotando y se detuvieron a unos metros bajo el borde del aspa, a un kilómetro unos de otros.
»¿Veis eso? –preguntó el dron, y les envió a sus visores una perspectiva del gran abismo oscuro de espacio que había detrás, entre unas cuantas más de aquellas esferas que llenaban el nivel y los torés cóncavos ladeados, iluminados por estallidos bruscos de luz.
La visión se convirtió en una forma triangulada y poco profunda, ofrecida desde tres puntos de vista diferentes, después cuatro y luego cinco a medida que los cuatro drones más pequeños iban añadiendo sus perspectivas a la de Xuss. Aparecieron tres fuentes diferentes de luz puntual y se oyeron unas detonaciones duras y bruscas a una distancia de entre sesenta y cinco y noventa kilómetros. Mucho más cerca, a solo diez kilómetros de ellos y cuatro por debajo, un único objeto intercambiaba disparos con las tres fuentes más lejanas. Los enfoques coordinados sugerían que algo de solo unos metros de anchura salía y entraba como un rayo por detrás de la protección que ofrecían las grandes hojas serradas de una inmensa rueda dentada que había debajo, disparaba y recibía los disparos de sus tres lejanos adversarios.
–Esas tres lecturas son nuestras –dijo Hippinse con urgencia–. Van a tener que retirarse.
–¿Podemos sorprender a lo que tenemos justo debajo? –preguntó Anaplian.
–Eso parece.
–Envía una señal a uno de los remotos, asegúrate de que acertamos –dijo Anaplian–. ¿Xuss?
–Hecho –respondió el dron–. Son del
P.C.:
tres drones de combate que quedan de los cuatro que dejó aquí, bajo la torre forzada. Están dañados y se retiran.
–¿El cuarto?
–Muerto –dijo Hippinse–. Chatarra en la trinchera que hay entre nosotros y el hostil.
–Diles que sigan haciendo exactamente lo que están haciendo. Xuss, ¿esos cinco misiles y medio de antimateria? Prepáralos todos menos dos.
–Armados.
–Diles a dos de los cuchillos extra que se ensanchen y caigan (sin potencia) a mi señal, segunda ola, lista para suicidio.
–Preparados, moviéndose –dijo el dron.
–Todos los demás, dispersaos más todavía durante los próximos ocho segundos y después apareced por encima del borde y vaciadlo todo. Empezad a moveros ya. Ferbin, Holse, recordadlo: trabajad con el traje y que él os mueva si hace falta.
–Por supuesto.
–Eso haremos, señora.
Ocho segundos.
–¡Ahora, ahora, ahora! –exclamó Anaplian. Los trajes los hicieron rebotar sobre la larga cima curvada del gran borde del aspa. La luz llameó sobre ellos. Miraron de repente la sima que se abría a sus pies, los gases de escape de los misiles impulsados por antimateria del dron se convirtieron en puntos negros en sus visores cuando los trajes bloquearon las llamaradas extremas. Los visores rodearon con círculos rojos el objetivo y se dispararon las armas de los cuatro. El rifle cinético de Ferbin saltaba y martilleaba en su mano, lo mandaba por los aires con cada pulsación y los cartuchos dejaban en el ojo diminutos rastros brillantes. El príncipe se retorcía cuando el retroceso intentaba girarlo y hacerlo dar una voltereta todo a la vez y el traje hacía lo que podía por compensar y mantener el arma apuntando al objetivo.
Luces por todas partes. Algo lo golpeó en la parte inferior de la pierna derecha. Hubo un estallido de dolor, como si se hubiera torcido la rodilla, pero se desvaneció casi al instante.
El objetivo quedó bañado en estallidos de luz múltiples que activaban el visor y que arrojaban sombras espinosas por todo el techo.
–¡Alto el fuego! –chilló Anaplian–. Suspende la caída de cuchillos.
–Están parados –dijo Xuss–. Te envío el enfoque.
Algo blanco y reluciente caía y se alejaba tropezando entre las hojas curvas, desencadenando chispas amarillas y dejando restos naranjas que caían a su paso con más lentitud. Todos habían dejado de disparar. El objeto abrasador que caía era lo único que iluminaba el espacio.
–¿Es eso? –preguntó Anaplian.
–Casi seguro –dijo Xuss–. ¿Sigo adelante y compruebo?
–Y examina esos restos hostiles. Vamos. ¿Hippinse?
–Me ha alcanzado un fragmento cinético –resolló el avatoide–. Casi me hace papilla, pero no pasa nada. Reparándome. Moviéndome.
–De acuerdo –dijo Djan Seriy cuando salieron todos de la oscura trinchera. Mucho más abajo, los restos fundidos seguían cayendo–. ¿Ferbin? –dijo Anaplian con suavidad–. Siento lo de tu pierna.
–¿Qué? –El príncipe bajó la cabeza. Su pierna derecha había desaparecido de la rodilla hacia abajo.
Se quedó mirando el daño.
El general Yilim,
pensó. Sintió que se le quedaba la boca seca y oyó que algo le zumbaba en los oídos.
–Todo irá bien. –Oyó la voz baja, tranquilizadora, de su hermana en los oídos–. El traje ha sellado la herida y te ha inyectado analgésicos y medicamentos contra la conmoción, y la herida quedó cauterizada por el impacto. Te pondrás bien, hermano, te doy mi palabra. Una vez que salgamos de aquí, te pondremos otra. Lo más fácil del mundo, ¿de acuerdo?
Ferbin se sentía mejor que bien. Casi feliz. Tenía la boca bien, ya no oía ningún zumbido y desde luego no sentía dolor alguno en la herida. De hecho, ahí abajo no sentía nada.
–Sí –le dijo a su hermana.
–¿Estáis seguro, señor? –dijo Holse.
–Sí –dijo el príncipe–. Estoy bien. Me siento muy bien. –Tenía que seguir mirando para asegurarse de que había ocurrido de verdad y luego se palpó, solo para confirmarlo. Pues sí, no había pierna por debajo de la rodilla. ¡Y él se encontraba bien! Extraordinario.
–Ese trasto era tecnología morth, comprometido –les dijo Hippinse cuando recibió la información del microdrón enviado a investigar lo que quedaba de la máquina contra la que habían estado combatiendo–. Uno de doce, si sus registros internos no se equivocan.
–¿Qué diablos están haciendo aquí trastos morth? –preguntó Anaplian–. No recuerdo que nadie lo mencionara.
–Yo tampoco –dijo Hippinse–. Se lo callaron. Seguramente con buena intención.
Anaplian hizo un ruido como si escupiera.
Estaban volando, separados por un kilómetro, por la oscuridad ribeteada que se desplegaba en el nivel de la Máquina, serpenteaban entre los grandes componentes esféricos y con forma de anillos, entre las superficies llenas de cumbres e incisiones con dibujos enroscados como engranajes tallados y cincelados. Los tres drones dañados del
Problema candente
se mantenían por delante e intentaban reparar a toda prisa los daños que podían. Turminder Xuss abría la marcha, veinte kilómetros por delante de todos.
–¿Alguno más comprometido? –preguntó Anaplian.
–Los doce. Ahora quedan dos, nosotros nos cargamos uno y la nave desperdició el resto a la entrada.
–Bien –dijo Anaplian.
–Pero la nave sufrió algún daño por su culpa.
–¿Sí?
–En la bajada –dijo Hippinse.
–¿Fue la tecnología nariscena? –preguntó Anaplian, incrédula.
–Tenía mucho camino que recorrer y sin salida posible, ofrecía un blanco predecible perfecto y sin la potencia del cuadrante electrónico –dijo Hippinse–. Intentó negociar, pero los otros ni se lo plantearon. Le lanzaron de todo durante mucho tiempo. Sufrió bastante.
–¿Daños graves?
–Bastante graves. Está herida. Ya se habría ido cojeando si no fuera una misión desesperada.
–Oh, mierda –dijo Anaplian sin aliento.
–Y la cosa empeora –dijo Hippinse–. Hay una nave guardián.
–¿Una nave guardián?
–Se la encontró el
Problema candente.
Captó una lectura especulativa antes de tener que concentrarse en el combate.
–¿Qué nave? ¿De quién?
–También morth. Nadie a bordo. IA. Por la lectura, muy capaz. Potencia vinculada al núcleo.
–¡Nadie lo mencionó! –insistió Anaplian.
–Debe de ser algo reciente. El caso es que también la han tomado.
–¿Cómo? –dijo Djan Seriy, parecía furiosa.
–Debía de tener los mismos sistemas que las máquinas guardianas –dijo Hippinse–. Compromete una y te haces con todas, si sabes jugar tus cartas.
–¡Joder! –gritó Djan Seriy. Hubo una pausa y luego, otra vez:– ¡Joder!
–Eso de «comprometido», señor... –dijo Holse con tono vacilante.
–Sí, comprometido –le dijo Hippinse–. Significa que el otro lado se hace con el control del mecanismo. Lo persuade una especie de infección de pensamientos.