Maurice dio un grito.
—¿Qué pasa?
—He sido expulsado.
—Pero volverás en octubre.
—No. Cornwallis dijo que debía disculparme, y a mí no me gustaría hacerlo. Creí que tú acabarías, por eso no me preocupé.
—Y yo daba por supuesto que tú continuarías, y por eso quería hacerlo yo. Comedia de errores.
Maurice miraba sombríamente ante sí.
—Comedia de errores, no tragedia. Tú puedes disculparte ahora.
—Demasiado tarde.
Clive se rió.
—¿Por qué demasiado tarde? Ahora resulta más simple. Tú no querías disculparte hasta que el curso en el que cometiste tu falta terminara. «Querido señor Cornwallis: Ahora que el curso ha terminado, me atrevo a escribirle.» Yo haré un borrador de la carta mañana.
Maurice lo pensó, exclamando finalmente:
—Clive, eres un diablo.
—Soy un poco un fuera de la ley, estoy de acuerdo, pero es lo que corresponde a estas personas. Desde el momento en que hablan del execrable vicio de los griegos, no pueden esperar juego limpio. Le está bien empleado a mi madre el que yo me deslice hasta aquí para besarte antes de cenar. Ella no tendría piedad si lo supiera. Ella no intentaría, no querría intentar entender que siento por ti lo que Pippa por su enamorado, sólo que de forma mucho más noble, mucho más profunda, cuerpo y alma, no el vil medievalismo habitual; sólo una… una particular armonía de cuerpo y alma que no creo que las mujeres hayan imaginado nunca. Pero tú ya sabes.
—Sí. Me disculparé.
Hubo una larga pausa. Hablaron de la motocicleta, de la que no habían tenido más noticias. Clive hizo café.
—Dime, ¿qué fue lo que te hizo despertarme aquella noche después de la reunión? Cuenta.
—Seguía pensando algo que decirte, y no hallaba nada, así que al final no pude ni siquiera pensar, y sin más fui hasta ti.
—Es algo muy propio de ti.
—¿Estás enfadado? —preguntó Maurice tímidamente.
—¡Por Dios! —hubo un silencio—. Háblame ahora de la noche de mi vuelta a la universidad. ¿Por qué hiciste que lo pasáramos tan mal?
—No sé, la verdad. No puedo explicártelo. ¿Por qué me despistaste con aquel condenado Platón? Yo estaba aún hecho un lío. Había un montón de cosas dentro de mí que estaban entonces disgregadas.
—¿No habías estado persiguiéndome durante meses? ¿De hecho, desde la primera vez que me viste en el cuarto de Risley?
—No me lo preguntes.
—Es algo ridículo, de todos modos.
—Lo es.
Clive se rió alegremente, y se agitó en su silla.
—Maurice, cuanto más pienso en todo esto, más seguro estoy de que quien es un diablo eres tú.
—Oh, muy bien.
—Yo habría recorrido mi vida medio dormido si tú hubieses tenido la decencia de dejarme solo. Intelectualmente despierto, sí, y en un sentido también emocionalmente, pero aquí… —señaló con el caño de su pipa al corazón, y ambos sonrieron—. Quizá nos despertamos mutuamente. De cualquier modo me agrada creerlo así.
—¿Cuándo te fijaste en mí por primera vez?
—No me lo preguntes —repitió Clive.
—Oh, sé un poco serio… Bueno… ¿En qué cosa mía te fijaste primero?
—¿Te gustaría realmente saberlo? —preguntó Clive, con un aire que Maurice adoraba, semimalicioso, semiapasionado; una actitud muy entrañable.
—Sí.
—Bien, en tu belleza.
—¿Mi qué?
—Belleza… Yo solía admirar a aquel hombre que está sobre el estante.
—Yo aventajo a una pintura, me atrevo a decir —dijo Maurice, después de mirar la reproducción de Miguel Ángel—. Clive, tú eres un locuelo estúpido, y puesto que lo has sacado a colación, creo que eres bello, la única persona bella que yo he visto. Amo tu voz y todo lo que se refiere a ti, sean tus ropas o la habitación en que estás. Te adoro.
Clive se puso colorado.
—Pórtate bien y cambia de tema —dijo Clive, poniéndose serio.
—No quería molestarte en absoluto…
—Esas cosas sólo deben decirse una vez, o nunca deberíamos saber que estaban en el corazón del otro. Yo no lo había imaginado, al menos que fuesen tan intensas. No me has molestado en modo alguno, Maurice.
No cambió de tema, pero lo desarrolló de otra forma que le había interesado recientemente, aludiendo a la precisa influencia del deseo sobre nuestros juicios estéticos.
—Observa ese cuadro, por ejemplo. Me gusta, porque, como el propio pintor, me agrada el tema. No lo juzgo con los ojos del hombre normal. Parece que hay dos caminos para llegar a la belleza: uno es el común. Y todo el mundo ha llegado a Miguel Ángel a través de él. Pero el otro es exclusivamente mío y de unos pocos más. Nosotros llegamos a él por ambos caminos. Respecto a Greuze, su tema me repugna. Sólo puedo llegar a él por un camino. El resto del mundo descubre dos.
Maurice no le interrumpió: todo aquello era un delicioso absurdo para él.
—Estos caminos privados son quizás un error —concluyó Clive—. Pero desde el momento en que se pinta la figura humana, hay que tenerlos en cuenta. El paisaje es el único tema seguro, o quizás algo geométrico, rítmico, absolutamente inhumano. Me pregunto si fue en esto en lo que los mahometanos y el viejo Moisés pensaron… Yo creo que es precisamente esto. Si tú introduces la figura humana, haces surgir inmediatamente la repugnancia o el deseo. Muy vagamente a veces, pero está allí. «No has de hacer para ti ninguna imagen grabada…» Porque probablemente así uno tampoco lo haría con el prójimo. Maurice, ¿volveremos a escribir la historia? «La Filosofía Estética del Decálogo.» Siempre pensé que era de agradecer el que Dios no nos condenara a ti ni a mí en él. Yo solía reprimirlo en aras de la honestidad, aunque ahora sospecho que sólo estaba mal informado. Aún podría defender la causa. ¿Crees que debo elegir ese tema para la disertación de fin de curso?
—No puedo seguirte, ya lo sabes —dijo Maurice, un poco avergonzado.
Y su escena de amor se prolongó, con el inestimable añadido de un nuevo lenguaje. Ninguna tradición les intimidaba. Ninguna convención establecía lo que era poético y lo que era absurdo. Estaban sometidos a una pasión que pocas mentes inglesas habían admitido, y así creaban sin trabas. Al fin, algo de extraordinaria belleza surgía en la mente de uno, algo inolvidable y eterno, pero construido con las briznas más humildes del lenguaje y sobre las emociones más sencillas.
—¿Me besarás? —dijo Maurice, mientras los gorriones despertaban sobre ellos en los aleros, y lejos, en los bosques, los palomos comenzaban a arrullarse.
Clive movió la cabeza y, sonriendo, se separaron, habiendo asentado, de una vez al fin, perfección en sus vidas.
Parece extraño que Maurice se ganase el respeto de la familia Durham, pero el caso es que no les desagradó. Sólo les desagradaba la gente que quería conocerlas bien —era una verdadera manía—, y el rumor de que un hombre deseaba entrar en la sociedad del condado era razón sufi-ciente para excluirle de ella. En el seno de aquella sociedad (era una región de grandes intercambios y de dignos movimientos que nada significaban) podían hallarse otros que, como el señor Hall, ni amaban su destino ni lo temían, y que se apartarían sin un suspiro si fuese necesario. Las Durham tenían la sensación de estar concediéndole un favor al tratarle como a uno de los suyos, aunque les complacía ver que tomaba esto con la mayor naturalidad, pues en sus mentes la gratitud estaba misteriosamente conectada con las clases inferiores.
Deseando tan sólo su comida y su amigo, Maurice no advertía su propio triunfo, y se sorprendió cuando casi al final de su estancia en la casa, la señora lo llamó para charlar. Ella le había preguntado acerca de su familia y descubierto las interioridades de la misma, pero esta vez su actitud era respetuosa: quería conocer su opinión sobre Clive.
—Señor Hall, queremos que nos ayude: Clive lo tiene a usted en tanta estima. ¿Juzga usted adecuado que él haga un cuarto año en Cambridge?
Maurice estaba deseando saber qué caballo debería montar aquella tarde. Sólo atendía a medias, lo que le daba un aire de profundidad.
—Después del deplorable espectáculo de su tesis… ¿Es adecuado?
—Él considera que sí —dijo Maurice.
La señora Durham asintió.
—Ha tocado usted la raíz de la cuestión. Clive lo considera importante. Bien, él es su propio señor. Este lugares suyo. ¿Se lo había dicho él?
—No.
—Oh, Penge es totalmente suyo, por voluntad de mi marido. Yo debo trasladarme a la casa pequeña tan pronto como se case…
Maurice se sobresaltó; ella le miró y se dio cuenta de que se había ruborizado. «Así que
hay
una muchacha», pensó; olvidando la cuestión por un momento, volvió a Cambridge, y observó lo poco que podría aprovecharle un cuarto año a un aldeano —usó la palabra con alegre seguridad— y cuán deseable era que Clive ocupase su lugar allí, en el condado. Allí le esperaban la hacienda, los colonos y, finalmente, la política.
—Su padre representaba al concejo, como usted sin duda sabe.
—No.
—¿De qué le habla a usted, entonces? —se rió—. De todos modos, mi marido fue miembro durante siete años, y aunque actualmente el representante es un liberal, uno sabe que esto no puede durar. Todos nuestros viejos amigos están pendientes de él, pero él tiene que ocupar su lugar, debe prepararse para ello, y para qué demonios sirve todo ese (se me olvida su nombre) estudio avanzado. Debe dedicar ese año a viajar en vez de a estudiar. Debe irse a América, y si es posible a las colonias. Es algo totalmente indispensable.
—Él habla de viajar después de Cambridge. Quiere que yo vaya con él.
—Confío en que vaya usted… pero no a Grecia, señor Hall. Ése es un viaje de entretenimiento. Disuádale usted de que emprenda ese viaje a Italia y a Grecia.
—Yo por mi parte preferiría América.
—Naturalmente. Cualquier persona sensible lo preferiría; pero él es un intelectual… un soñador. Pippa dice que escribe versos. ¿Ha leído usted alguno?
Maurice había visto un poema dedicado a él mismo. Consciente de que la vida se hacía más sorprendente cada día, nada dijo. ¿Era él el mismo hombre que ocho meses antes se había quedado desconcertado al conocer a Risley? ¿Qué había profundizado su visión? Columna a columna, los ejércitos de la humanidad estaban resucitando. Vivos, pero ligeramente absurdos; se equivocaban respecto a
él
totalmente: exponían su debilidad cuando se consideraban más agudos. No pudo evitar sonreír.
—Usted, evidentemente, sabe… —después, bruscamente—: Señor Hall, ¿hay alguien? ¿Alguna chica de Newnham? Pippa dice que sí la hay.
—Entonces sería mejor preguntar a Pippa —replicó Maurice.
La señora Durham estaba impresionada. Le había devuelto una impertinencia por otra. ¿Quién habría esperado una habilidad tal en un hombre tan joven? Hasta parecía indiferente a su victoria, y sonreía a uno de los otros invitados, que se aproximaba por el jardín a tomar el té. En el tono que reservaba para los iguales, ella dijo:
—Insista cuanto pueda en el viaje a América. Él necesita realidades. Me he dado cuenta este último año.
Maurice insistió torpemente, cuando cabalgaban solos por la zona del pantano.
—Ya sabía que pensarías eso —fue el comentario de Clive—. Como ellas. Ellas no considerarían a Joey.
Clive estaba en total oposición a su familia. Odiaba aquel espíritu mundano que combinaban con una completa ignorancia del mundo.
—Esos niños serán una lata —subrayó cuando iban a medio galope.
—¿Qué niños?
—¡Los míos! La necesidad de un heredero para Penge. Mi madre llama a eso matrimonio, pero en lo único que piensa es en lo otro.
Maurice guardó silencio. Nunca antes se le había ocurrido que ni él ni su amigo dejarían vida tras sí.
—Me acosarán sin cesar. Siempre tienen una muchacha invitada en casa, como quien no quiere la cosa.
—Sólo continuar haciéndose viejo…
—¿Eh? ¿Cómo dices?
—Nada —dijo Maurice, y aflojó las riendas.
Una inmensa tristeza —él se creía más allá de tales aflicciones— se había alzado en su alma. Él y el amado se desvanecerían totalmente, no se prolongarían ni en el cielo ni en la tierra. Habían logrado superar las convenciones, pero la naturaleza los retaba aún, diciendo con lisa voz: «Muy bien, vosotros sois así; yo no maldigo a ninguno de mis hijos. Pero debéis seguir la senda de la completa esterilidad.» El pensamiento de ser estéril abrumó al joven como una súbita vergüenza. Su madre, o la señora Durham, podían carecer de inteligencia o de corazón, pero aun así habían hecho una obra visible; habían transmitido la antorcha que sus hijos apagarían.
No había querido preocupar a Clive, pero el problema surgió a pesar de todo en cuanto se tendieron entre los he-lechos. Clive no estaba de acuerdo.
—¿Por qué niños? —preguntaba—. ¿Por qué siempre niños? Para el amor, acabar donde comienza es mucho más bello, y la naturaleza lo sabe.
—Sí, pero si todo el mundo…
Clive le llevó de nuevo a pensar en ellos mismos. Al cabo de una hora murmuró algo acerca de la Eternidad: Maurice no le entendía, pero su voz le alivió.
Durante los dos años siguientes Maurice y Clive fueron los seres más felices de la tierra. Eran cariñosos y firmes por naturaleza, y, gracias a Clive, extremadamente sensibles. Clive sabía que el éxtasis no puede durar. Pero que puede marcar un canal para algo más duradero, y proyectó una relación que mostró permanencia. Si Maurice creaba el amor, era Clive quien lo preservaba, y quien hacía que sus ríos regaran el huerto. No podía permitir que se desperdiciase ni una sola gota, ni en amargura ni en sentimentalismo, y a medida que el tiempo transcurrió se abstuvieron de toda declaración («Ya nos lo hemos dicho todo») y casi de caricias. Su felicidad era estar juntos; irradiaban algo de su calma hacia los demás, y podían ocupar su lugar en la sociedad.
Clive se había proyectado en esta dirección desde que había comprendido el griego. El amor que Sócrates profesaba a Fedón estaba ahora a su alcance, amor apasionado pero lleno de equilibrio, que sólo las naturalezas más delicadas pueden comprender, y hallaba en Maurice una naturaleza, si bien no realmente delicada, sí encantadora-mente viva. Conducía al amado por las cumbres a lo largo de un estrecho y bello sendero, sobre dos abismos. Este sendero llevaba a la oscuridad final —no podía ver ningún otro terror—, y cuando ésta llegase ellos habrían vivido de todos modos con más plenitud que santos o hedonistas, y habrían apurado hasta el final la nobleza y la dulzura del mundo. Él educaba a Maurice, o más bien su espíritu educaba al de Maurice, para que fueran iguales. Ninguno de los dos pensaba: «¿Estoy dirigido? ¿Dirijo yo?» El amor había apartado a Clive de la trivialidad y a Maurice del desconcierto para que dos almas imperfectas pudiesen alcanzar la perfección.