Así, procedían en lo exterior como los demás hombres. La sociedad los aceptaba, como acepta a miles de seres semejantes a ellos. Tras la Sociedad, dormita la Ley. Pasaron su último año en Cambridge juntos. Viajaron por Italia. Después, la prisión se cerró, pero sobre ambos a la vez. Clive entró en el foro. Maurice en los negocios. Aún estaban juntos.
En esta época se conocieron sus familias. «Nunca congeniarán —habían dicho ambos—. Pertenecen a dos sectores distintos de la sociedad.» Pero, quizá por perversidad, las familias congeniaron, y Clive y Maurice encontraban divertido verlas a todas juntas. Ambos eran misóginos, sobre todo Clive. Presa de sus temperamentos, no habían desarrollado la imaginación suficiente para someterse al deber y, con su amor, las mujeres se habían transformado en algo tan remoto como los caballos o los gatos. Todo lo que aquellas criaturas hacían resultaba estúpido. Cuando Kitty quiso coger en brazos al niño de Pippa, cuando la señora Durham y la señora Hall visitaron juntas la Royal Academy, veían un desajuste en la naturaleza más que en la sociedad, y se daban amplias explicaciones. Nada extraño había en verdad. Ellos mismos eran causa suficiente. Su pasión mutua era el impulso más fuerte que ligaba ambas familias y arrastraba tras sí todo lo demás, como una corriente oculta arrastra a un barco. La señora Hall y la señora Durham salían juntas porque sus hijos eran amigos. «Y ahora —decía la señora Hall— nosotras somos también amigas.»
Maurice estaba presente el día que su «amistad» comenzó. Las matronas se conocieron en casa de Pippa, en Londres. Pippa se había casado con un tal señor London, coincidencia que sorprendió mucho a Kitty, que pedía a Dios no recordarla y romper a reír durante el té. Ada, demasiado estúpida para una primera visita, se había quedado en casa por consejo de Maurice. Nada especial sucedió. Después, Pippa y su madre fueron en coche a devolver la visita. Él estaba en la ciudad, pero nada pareció suceder tampoco, salvo que Pippa hizo elogios de la inteligencia de Kitty a Ada y de la belleza de Ada a Kitty, ofendiendo así a ambas, y la señora Hall aconsejó a la señora Durham que no instalara calefacción en Penge. Después se reunieron de nuevo, y por lo que él pudo ver siempre fue igual; nada, nada, y siempre nada.
La señora Durham tenía, por supuesto, sus motivos. Andaba buscando posibles esposas para Clive, y había incluido a las señoritas Hall en su lista. Tenía la teoría de que se debían mezclar un poco los linajes, y Ada, aunque burguesa, era saludable. Sin duda la muchacha resultaba un poco tonta, pero la señora Durham no se proponía retirarse en la práctica a la casa que en el testamento le habían destinado, por mucho que lo pregonara en teoría, y pensaba que podría manejar mejor a Clive a través de su esposa. Kitty tenía peores calificaciones. Era menos tonta, y menos bella y menos rica. Ada había de heredar toda la fortuna de su abuelo, que era considerable, y además había heredado su buen humor. La señora Durham vio al señor Grace en una ocasión, y le gustó bastante.
Si hubiese imaginado que las Hall planeaban algo también, hubiese dado marcha atrás. Como Maurice, la atraían por su indiferencia. La señora Hall era demasiado perezosa para hacer planes, las muchachas demasiado inocentes. La señora Durham consideraba a Ada un buen partido y la invitó a Penge. Sólo Pippa, en cuya mente se había alzado un soplo de modernismo, comenzó a considerar extraña la frialdad de su hermano. «Clive, ¿te casarás alguna vez?», le preguntó bruscamente. Pero su respuesta: «No, y díselo a mamá», disipó sus sospechas: era el tipo de respuesta que daría un hombre que va a casarse.
Nadie molestaba a Maurice. Había asentado su poder en la casa, y su madre comenzó a hablar de él en el tono reservado para su marido. No sólo era el único hombre de la casa, sino un personaje más importante de lo que se esperaba. Mantenía a raya a los criados, se ocupaba del coche, se suscribía a esto y no a aquello, prohibía ciertas amistades de las muchachas. A los veintitrés años, era un prometedor tirano cuyo dominio era más firme por aunar en equilibrio, justicia y suavidad. Kitty protestó, pero carecía de respaldo y de experiencia. Al final tuvo que disculparse y recibir un beso. No era rival para aquel joven equilibrado y un tanto hostil, y no había logrado aprovechar la ventaja que la escapada de Cambridge le había proporcionado.
Los hábitos de Maurice se hicieron regulares. Tomaba un buen desayuno y cogía el tren de las 8.36 para la ciudad. En el tren leía el
Daily Telegraph
. Trabajaba hasta la una, tomaba un ligero almuerzo, y continuaba trabajando toda la tarde. De vuelta a casa, un poco de ejercicio, después una cena abundante, y por la noche leía el periódico vespertino, o se tendía en el jardín, o jugaba al billar, o al bridge.
Pero todos los viernes dormía en la ciudad, en el pisito de Clive. Los fines de semana eran también inviolables. Ellas decían: «No hay que intervenir en los viernes ni en los fines de semana de Maurice. Se pondría furioso.»
Clive hizo su examen para ingresar en el foro sin tropiezos; pero justo antes de que lo llamaran para hacerlo, tuvo una ligera gripe con fiebre. Maurice fue a verle cuando se estaba recobrando, se contagió, y tuvo que guardar cama también. En consecuencia se vieron poco durante varias semanas, y cuando pasó todo y se reunieron al fin, Clive estaba aún pálido y nervioso. Fue a casa de los Hall, prefiriéndola a la de Pippa, y esperando que la buena comida y la tranquilidad le permitieran restablecerse. Comió poco, y, cuando habló, su tema fue la futilidad de todas las cosas.
—Soy un letrado porque debo entrar en la vida pública —dijo en respuesta a una pregunta de Ada—. Pero, ¿por qué he de entrar yo en la vida pública? ¿Quién me quiere?
—Tu madre dice que el concejo te reclama.
—Si el concejo quiere a alguien es a un radical. Yo he hablado con más gente que mi madre, y están cansados de nosotros, de las clases ociosas que nos dedicamos a pasear en coche buscando algo que hacer. Todo este solemne ir y venir entre grandes casas, es un juego sin alegría. Algo que no se estila fuera de Inglaterra. (Maurice, me voy a Grecia.) Nadie nos quiere, lo único que quieren es una casa cómoda.
—Pero la vida pública es para proporcionar una casa cómoda —siguió Kitty.
—¿Es, o debe ser?
—Bueno, da igual.
—Es y debe ser no son la misma cosa —dijo su madre, orgullosa de haber captado la distinción—. Tú no deberías interrumpir al señor Durham, mientras que…
—… está interrumpiéndolo —añadió Ada, y la risa de la familia hizo estremecerse a Clive.
—Somos y debemos ser —concluyó la señora Hall—. Es muy distinto.
—No siempre —opuso Clive.
—No siempre, recuerda esto, Kitty —repitió ella, vagamente admonitoria; en otras ocasiones él no se había preocupado de ella.
Kitty volvió a su primera afirmación. Ada estaba diciendo algo, Maurice nada. Comía plácidamente, demasiado habituado a aquella charla de sobremesa para advertir que molestaba a su amigo. Entre plato y plato contó una anécdota. Todos permanecían en silencio escuchándole. Habló lenta, estúpidamente, sin atender a sus palabras ni tomarse la molestia de resultar interesante. Súbitamente Clive le interrumpió diciendo:
—Creo… que me voy a desmayar —y cayó de su silla.
—Trae un almohadón, Kitty; Ada, agua de colonia —dijo su hermano. Aflojó el cuello de Clive—. Madre, abanícale; no; abanícale…
—Qué accidente más estúpido… —murmuró Clive.
Cuando habló, Maurice le besó.
—Estoy bien ya.
Las muchachas y un sirviente volvían corriendo.
—Ya puedo andar —dijo; el color volvía de nuevo a su rostro.
—Desde luego que no —gritó la señora Hall—. Maurice le llevará. Señor Durham, apóyese en Maurice.
—Vamos, hombre. El doctor, que alguien le telefonee.
Cogió a su amigo, que estaba tan débil que comenzó a gemir.
—Maurice, soy un estúpido.
—Sé un estúpido —dijo Maurice, y le llevó escalera arriba, le desvistió y le metió en la cama.
La señora Hall llamó a la puerta con los nudillos, y Maurice, saliendo, le dijo rápidamente:
—Madre, no hay necesidad de que le digas a nadie que besé a Durham.
—Oh, desde luego que no.
—No le gustaría a Clive. Estaba desconcertado y lo hice sin pensarlo. Como sabes, somos grandes amigos, como parientes casi.
Bastaba con eso. A ella le gustaba tener pequeños secretos con su hijo; le recordaba la época en que ella significaba tanto para él. Llegó Ada con una botella de agua caliente que él colocó en la cama del paciente.
—El médico me verá así —gimió Clive.
—Espero que lo hará.
—¿Por qué?
Maurice encendió un cigarrillo y se sentó al borde de la cama.
—Queremos que te vea en el peor momento. ¿Por qué te dejó Pippa viajar?
—Se suponía que estaba bien.
—El diablo te lleve.
—¿Podemos entrar? —dijo Ada tras de la puerta.
—No. Que entre sólo el médico.
—Está aquí —gritó Kitty en la distancia.
Un hombre, poco más viejo que ellos, fue anunciado.
—Hola, Jowitt —dijo Maurice, adelantándose—. Por favor, cura a mi amigo. Ha tenido gripe, y parecía que estaba bien. Pero resulta que se ha desmayado y no puede dejar de llorar.
—Ya sabemos todo eso —subrayó el señor Jowitt, y metió un termómetro en la boca de Clive—. ¿Mucho trabajo últimamente?
—Sí, y ahora quiere irse a Grecia.
—Podrá hacerlo. Ahora sal. Te veré abajo.
Maurice obedeció, convencido de que Clive estaba gravemente enfermo. Jowitt apareció abajo a los diez minutos, y dijo al señor Hall que no era nada, una mala recaída. Hizo una receta, y dijo que enviaría una enfermera. Maurice le siguió al jardín, y, poniéndole una mano sobre el hombro, dijo:
—Ahora dime si está muy enfermo. Esto no es una recaída. Es algo más. Por favor, dime la verdad.
—
Él está
bien —dijo el otro; algo molesto, pues se ufanaba de decir siempre la verdad—. Creí que lo habías comprendido. Se le ha pasado la histeria y se ha quedado dormido. No es más que una vulgar recaída. Esta vez deberá tener más cuidado que la otra. Eso es todo.
—¿Y cuánto tiempo duran estas vulgares recaídas, como tú les llamas? ¿Puede repetirse en cualquier momento ese horrible ataque?
—Sólo tiene una pequeña molestia… Cogió un poco de frío en el coche, según cree.
—Jowitt, me ocultas algo. Un hombre adulto no se pone a llorar, a menos que se sienta muy mal.
—Eso es sólo la debilidad.
—Oh, dale su propio nombre —dijo Maurice, retirando su mano—. Bueno, estoy entreteniéndote.
—Nada, mi joven amigo, estoy aquí para resolver cualquier dificultad.
—Pero, si es algo tan leve, ¿por qué quieres enviar una enfermera?
—Para entretenerle. Sé que estará más a gusto.
—¿Y no podemos entretenerle nosotros?
—No, por el contagio. Tú estabas allí cuando le dije a tu madre que ninguno de vosotros debía entrar en la habitación.
—Pensé que querías decir mis hermanas.
—Ni tú tampoco… menos aún, porque a ti ya te lo ha contagiado una vez.
—No quiero una enfermera.
—La señora Hall ha telefoneado ya al Instituto.
—¿Por qué se hace todo con esa condenada prisa? —dijo Maurice, alzando la voz—. Yo mismo le cuidaré.
—¿Y le cambiarás los pañales después?
—Perdón, ¿cómo dices?
Jowitt se marchó riéndose.
En un tono que no admitía discusión, Maurice dijo a su madre que él debía dormir en la habitación del enfermo. No quiso meter una cama allí, por miedo a despertar a Clive, pero se tendió en el suelo con la cabeza sobre un cojín, y se puso a leer a la luz de una lamparilla. Al poco rato, Clive se agitó y dijo débilmente:
—Oh, maldita sea, maldita sea.
—¿Quieres algo? —preguntó Maurice.
—Estoy todo revuelto por dentro.
Maurice lo sacó de la cama y lo colocó en la bacinilla. Cuando acabó, lo volvió a acostar.
—Ya puedo andar; no debías de hacer tú estas cosas.
—Tú lo harías por mí.
Salió con la bacinilla, pasillo adelante, y la limpió. Ahora que Clive parecía indigno y débil, lo amaba más que nunca.
—Tú no debías —repitió Clive, cuando él volvió—. Es demasiado asqueroso.
—No me molesta —dijo Maurice, tendiéndose de nuevo en el suelo—. Procura dormir otra vez.
—El doctor me dijo que enviaría una enfermera.
—¿Para qué quieres una enfermera? Sólo es un poco de diarrea. Por mi parte puedes estar así toda la noche. De verdad que no me molesta… No digo esto por complacerte. Es lo que siento.
—No puedo permitirlo… Tu oficina…
—Mira, Clive, ¿preferirías a una enfermera profesional o a mí? Hay una en camino, pero he dejado recado de que la despidieran otra vez, porque yo prefiero mandar al cuerno a la oficina y cuidar de ti, y pensé que tú también lo preferirías.
Clive guardó un silencio tan prolongado que Maurice creyó que se había dormido de nuevo. Al final murmuró:
—Creo que sería mejor que viniera la enfermera.
—Muy bien: ella te atenderá mejor de lo que yo puedo hacerlo. Quizá tengas razón.
Clive no contestó.
Ada se había prestado a esperar en la habitación de abajo, y, según lo acordado, Maurice llamó tres veces y, mientras esperaba por ella, observaba el rostro desdibujado y sudoroso de Clive. Era absurdo lo que había dicho el médico, su amigo estaba en la agonía. Anhelaba abrazarlo, pero recordaba que esto había provocado su histeria, y además Clive estaba huraño, melindroso casi. Como Ada no venía, bajó él, y descubrió que se había quedado dormida. Yacía allí, la imagen de la salud, en un gran sillón de cuero, con las manos colgando a los lados y las piernas extendidas. Su pecho subía y bajaba, su espeso cabello negro servía como cojín a su rostro, y entre sus labios vio dientes y una lengua escarlata.
—Despierta —gritó irritado.
Ada despertó.
—¿Cómo esperas oír que llaman a la puerta cuando llegue la enfermera?
—¿Cómo está el pobre señor Durham?
—Muy enfermo; gravemente enfermo.
—¡Oh Maurice! ¡Maurice!
—La enfermera tiene que quedarse. Te llamé, pero no venías. Vete a la cama ya, para lo que vas a poder ayudar.
—Mamá me dijo que debía de quedar levantada, porque no debía dejar que fuera un hombre quien recibiese a la enfermera… No parecería bien…