Contestaba a estas cartas con asombrosa sinceridad. Contaba aún lo que sentía, y confiaba a su amigo su insoportable soledad y que se levantaría la tapa de los sesos antes de que el año terminase. Pero escribía sin emoción. Era más que nada un tributo a su pasado heroico, y Durham lo aceptaba como tal. Las respuestas de éste carecían también de emoción, y estaba claro que, a pesar de la ayuda que pudiera darle y a pesar del empeño que pusiera en ello, no podría penetrar ya en la mente de Maurice.
El abuelo de Maurice era un ejemplo del crecimiento que puede venir con la vejez. A lo largo de su vida había sido el ordinario hombre de negocios, duro y quisquilloso, pero se retiró no demasiado tarde y con sorprendentes resultados. Se dedicó a «la lectura», y aunque los efectos directos de tal dedicación fuesen grotescos, nació en él una mansedumbre que transformó su carácter. Las opiniones de los demás —que en otro tiempo sólo tenían la función de ser contradecidas o ignoradas— parecían ahora dignas de atención, y sus deseos merecedores de simpatías. Ida, su hija soltera, que se ocupaba de la casa, había temido el momento «en que mi padre no tenga nada que hacer», e, impermeable, no comprendió que él había cambiado hasta que estaba ya a punto de dejarla.
El viejo caballero dedicó sus ocios a desarrollar una nueva religión, una nueva cosmogonía más bien, pues sus ideas no se oponían a la Iglesia. La cuestión principal era que Dios vivía dentro del Sol, cuyo brillante halo formaban las almas de los bienaventurados. Las manchas del Sol revelaban a Dios ante los hombres, de modo que cuando se presentaban, el señor Grace se pasaba las horas en su telescopio, escudriñando la oscuridad interior. La encarnación era una especie de mancha solar.
Le gustaba hablar de su descubrimiento con todo el mundo, pero no hacía proselitismo, afirmando que cada uno debía aclarar las cosas por sí mismo. Clive Durham, con el que en una ocasión había mantenido una larga charla, conocía sus ideas mejor que nadie. Eran las típicas del hombre práctico que intenta pensar espiritualmente: absurdas y materialistas, pero originales. El señor Grace había rechazado los atractivos informes de lo desconocido que manejaban las iglesias, y, por esta razón, el helenista había congeniado con él.
Ahora se moría. Un pasado de discutible honestidad se había desvanecido, y él miraba hacia delante esperando unirse con los que amaba y que en el momento adecuado se le unieran aquellos que dejaba tras sí. Avisó a sus antiguos empleados, hombres sin ilusiones, pero que «tenían simpatía al viejo hipócrita». Avisó a su familia, a la que siempre había tratado bien. Sus últimos días fueron muy bellos. Inquirir las causas de tal belleza era inquirir demasiado, y sólo un cínico menospreciaría la mezcla de aflicción y de paz que perfumó Alfriston Gardens mientras aquel entrañable viejo agonizaba.
Los parientes acudieron por separado, en grupos de dos y de tres. Todos, salvo Maurice, estaban impresionados. No había ninguna intriga, pues el señor Grace había sido franco sobre su testamento, y todos sabían lo que podían esperar. Ada, como nieta favorita, compartiría la fortuna con su tía. Para el resto había legados. Maurice se proponía prescindir del suyo. No hacía nada para acelerar la llegada de la muerte, pues esperaba encontrarse con ella en el momento justo, probablemente cuando volviese.
Pero la visión de un compañero de viaje le desconcertó. Su abuelo estaba preparándose para su jornada hacia el Sol, y, parlanchín por causa de la enfermedad, le dijo una tarde de diciembre: «Maurice, ¿leíste los periódicos? ¿Has visto la nueva teoría?…» Se trataba de un meteoro que giraba incidiendo en los anillos de Saturno y hacía desprenderse fragmentos de ellos que caían en el Sol. Como el señor Grace localizaba el mal en los planetas más alejados de nuestro sistema, y como no creía en el mal eterno, no veía modo de desembarazarse de ellos. La nueva teoría lo explicaba todo. ¡Eran despedazados, y el bien los absorbía de nuevo! Cortés y grave, el joven le escuchó hasta que sintió que se apoderaba de él el miedo a que aquel disparate fuese cierto. El miedo fue momentáneo, pero inició uno de esos reajustes que afectan a todo el carácter. Le dejó con la convicción de que su abuelo estaba convencido. Un ser humano más había nacido. El anciano había logrado un acto de creación, y ante él la muerte apartó su cabeza.
—Es una gran cosa creer como tú crees —dijo Maurice con tristeza—. Desde Cambridge, yo no creo en nada… salvo en una especie de oscuridad.
—Ay, cuando yo tenía tu edad… Y ahora veo una luz brillante… Ninguna luz eléctrica puede comparársele…
—¿Cuando tú tenías mi edad, qué, abuelo?
Pero el señor Grace no respondía a preguntas. Dijo:
—Más brillante que el filamento de magnesio… La luz interior… —Después trazó un estúpido paralelo entre Dios, la oscuridad interior del sol resplandeciente, y el alma, invisible en el interior del cuerpo visible—. Del poder interior… El alma. Déjala en libertad, pero aún no, no hasta el anochecer. —Hizo una pausa—. Maurice, sé bueno con tu madre, con tus hermanas, con tu mujer y tus hijos, con tus empleados. Como yo he sido.
De nuevo hizo una pausa, y Maurice gruñó, pero no sin respeto. Había quedado impresionado por la frase: «No hasta el anochecer, no la dejes en libertad hasta el anochecer.» Continuaba divagando. Uno debía ser bueno, compasivo, valiente: toda la vieja retahila. Sin embargo era sincero. Aquello venía de un corazón sincero.
—¿Por qué? —interrumpió—. Abuelo, ¿por qué?
—La luz interior…
—Yo no tengo. —Se rió por miedo a que la emoción le dominase—. Una luz que yo tenía se desvaneció hace seis semanas. Yo no quiero ser bueno ni compasivo ni valiente. Si he de continuar viviendo seré… ninguna de esas cosas: lo contrario a ellas. Yo no quiero nada de eso, yo no quiero nada.
—La luz interior…
Maurice había iniciado confidencias, pero no habían sido escuchadas. Su abuelo no entendía, no podía entender. A él sólo le interesaba alcanzar «la luz interior… Sé compasivo», pero la frase continuó el reajuste que había iniciado en su interior. ¿Por qué
debía
uno ser bueno y compasivo? Por alguien… ¿Por Clive, o por Dios, o por el Sol? Pero él no tenía a nadie, nadie salvo su madre le importaba, y ella sólo un poco. Estaba prácticamente solo, y ¿por qué debía continuar viviendo? No había realmente ninguna razón, aunque tenía la melancólica sensación de que debía continuar, porque aún no había logrado la muerte. Ella, como el amor, le había mirado durante un instante. Después se había vuelto y lo había abandonado para que «jugara el juego». Y él tendría que jugarlo durante tanto tiempo como su abuelo. Y retirarse igual de absurdamente.
Su cambio, pues, no puede describirse como una conversión. No hubo en él nada edificante. Cuando volvió a casa y examinó la pistola que nunca usaría, le invadió el disgusto; cuando se encontró con su madre no afloró de su interior ningún amor insondable. Continuó viviendo, miserable e incomprendido, como antes, y cada vez más solo. Y aunque pareciera ya imposible, la soledad de Maurice aumentó.
Pero se había producido un cambio. Maurice se adaptó a adquirir nuevos hábitos, y en particular aquellas artes menores de la vida que había menospreciado cuando vivía unido a Clive. Puntualidad, cortesía, patriotismo, caballerosidad incluso… he aquí unas cuantas. Practicaba un severo control sobre sí. Era no sólo necesario adquirir el arte, sino saber cuándo aplicarlo, y gradualmente modificar su conducta. Al principio, poco pudo hacer. Había adoptado unos hábitos a los que su familia y su mundo estaban acostumbrados, y cualquier desviación resultaba molesta. Esto quedó bien patente en una conversación con Ada.
Ada se había comprometido con su viejo camarada Chapman, y su odiosa rivalidad con ella podía darse por terminada. Aun después de la muerte de su abuelo, Mau-rice había temido que Clive pudiese casarse con ella, y los celos le devoraban. Clive se casaría con alguien. Pero el solo pensamiento de verle unido a Ada le enloquecía, y apenas si podía controlarse cuando no lograba apartar este pensamiento.
Aquel compromiso resultaba excelente, y, habiéndolo aprobado en público, la llamó aparte y le dijo:
—Ada, me porté tan mal contigo, querida, después de la visita de Clive. Quiero decírtelo ahora y pedirte que me perdones. Me ha hecho sufrir tanto eso desde entonces. Lo siento mucho.
Ella pareció sorprendida y no complacida del todo; vio que aún le detestaba. Murmuró:
—Aquello se acabó… Ahora quiero a Arthur.
—Desearía no haberme desquiciado de aquel modo, pero estaba preocupado por otra cosa. Clive no dijo nunca lo que yo dejé que pensaras que había dicho. No dijo nada malo de ti.
—No me preocupa el que lo hiciera o no. No significa nada ya.
Las disculpas de su hermano eran tan raras que aprovechó la oportunidad para atraparle.
—¿Cuándo le viste por última vez?
Kitty había sugerido que habían tenido una pelea.
—Hace tiempo que no lo veo.
—Aquellos fines de semana y aquellos viernes parece que se acabaron ya.
—Te deseo que seas feliz. El amigo Chappie es un buen muchacho. El que dos personas se quieran y se casen es algo que me llena de alegría.
—Te agradezco mucho que me desees buena suerte, Maurice, desde luego. Espero tenerla, me la deseen o no. (Esto fue descrito a Chapman después como una buena réplica.) Desde luego te deseo lo mismo que tú has estado deseándome durante este tiempo.
Su rostro enrojeció. Había sufrido mucho, y no era en modo alguno indiferente a Clive, cuya desaparición la había herido.
Maurice se dio cuenta de todo y la miró con aire lúgubre. Después cambió de tema y, carente de memoria, ella recobró el ánimo. Pero no podía perdonar a su hermano: realmente no era lógico que una persona de su carácter lo hiciese, puesto que la había insultado en lo más profundo y había destrozado el alborear de un amor.
Dificultades similares surgieron con Kitty. También ella pesaba sobre su conciencia, pero lo trató con displicencia cuando intentó reparar el mal. Maurice se ofreció a pagar el importe de las clases del Domestic Institute, al que ella había deseado tanto asistir, y, aunque aceptó, lo hizo sin agradecimiento, y subrayando: «Supongo que soy ya demasiado vieja para aprender nada adecuadamente.» Ella y Ada se empujaban mutuamente a fastidiarle en pequeñas cosas. La señora Hall se sorprendió al principio y las reñía, pero viendo que su hijo se mostraba demasiado indiferente para protegerse a sí mismo, se hizo también indiferente. Le quería, pero no lucharía por él más de lo que había luchado contra él cuando se enfrentó al decano. Y así vino a resultar que su consideración en la casa disminuyó, y durante el invierno perdió en gran parte la posición que había ganado en Cambridge. Comenzó a oírse: «Oh, Maurice no importa… él puede ir andando… Puede dormir en el catre… Se arreglará sin chimeneas.» Él no hacía ninguna objeción… no le importaban ya estas cosas…, pero advirtió aquel cambio sutil y cómo coincidía con el advenimiento de su soledad.
Su mundo se sorprendió del mismo modo. Se incorporó a los Territorials, cuando hasta entonces se había mantenido apartado con el pretexto de que el país sólo podía salvarse por el reclutamiento. Apoyó las obras sociales, incluso las de la Iglesia. Abandonó el golf del sábado para jugar al fútbol con los jóvenes del College Settlement de South London, y sus veladas del viernes para enseñarles aritmética y boxeo. Sus compañeros de viaje del ferrocarril se extrañaron un tanto. ¡Caramba, qué serio se había vuelto Hall! Redujo sus gastos con el fin de poder aportar más a sus obras de caridad —caridad preventiva: él no daría ni medio penique para obras de socorro—. Con todo esto y con su trabajo, se las arreglaba para mantenerse en movimiento.
Sin embargo, estaba haciendo algo admirable, probando con qué poco puede vivir el alma. Sin que la alimentara ni el cielo ni la tierra, continuaba hacia delante, lámpara que debería haberse extinguido, proclamando la verdad del materialismo. No tenía Dios, no tenía ningún amante, los dos incentivos usuales de la virtud. Pero luchaba con tesón porque así se lo exigía su dignidad. Nadie lo contemplaba, ni él se contemplaba a sí mismo, pero las luchas como la suya son los triunfos supremos de la humanidad, sobrepasan cualquier leyenda sobre el Cielo.
Ninguna recompensa le aguardaba. Aquel trabajo, como la mayoría del que había hecho antes, estaba destinado a derrumbarse, pero él no se derrumbaría a la vez, y los músculos que había desarrollado se conservarían para otros fines.
El estallido llegó un domingo de primavera; hacía un día delicioso. Estaban sentados alrededor de la mesa del desayuno, de luto por el abuelo, pero en una atmósfera mundana, por lo demás. Junto a su madre y sus hermanas, estaban la imposible tía Ida, que vivía ahora con ellos, y una tal señorita Tonks, una amiga que Kitty había hecho en el Domestic Institute, y que parecía realmente el único fruto tangible de él. Entre Ada y Maurice había una silla vacía.
—Oh, el señor Durham va a casarse —gritó la señora Hall, que estaba leyendo una carta—. Qué amable su madre comunicándolo. Es de Penge, una posesión —explicó a la señorita Tonks.
—Eso no impresionará a Violet, madre. Ella es socialista.
—¿De veras lo soy, Kitty? Una buena noticia.
—Querrá usted decir una mala noticia, señorita Tonks —repuso tía Ida.
—Bueno, madre; sigue, ¿quién es ella? —preguntó Ada, después de ahogar un suspiro.
—Lady Anne Woods. Podéis leer la carta. Él la conoció en Grecia. Lady Anne Woods. Hija de Sir H. Woods.
Hubo una exclamación entre las bien informadas. Se descubrió a continuación que la frase de la señora Durham era: «Le diré ahora el nombre de la dama: Anne Woods, hija de Sir H. Woods.» Pero aun así era notable debido a lo romántico de Grecia.
—¡Maurice! —dijo su tía por encima del guirigay.
—¡Hola!
—Ese muchacho se retrasa.
Echándose hacia atrás en su silla gritó: «¡Dickie!», mirando al techo: tenían durmiendo arriba al joven sobrino del doctor Bariy durante el fin de semana, por hacerle un favor a éste.
—Ni siquiera puede dormir ahí arriba, así que no está bien —dijo Kitty.
—Yo lo levantaré.
Fumó medio cigarrillo en el jardín, y regresó. La noticia casi le había trastornado por completo. Había llegado de un modo tan brutal, y —lo que aún le dolía más— nadie parecía pensar que él tuviese algo que ver en el asunto. No lo tenía. La señora Durham y su madre eran las principales ahora. Su amistad había sobrevivido a los héroes.