Maurice (17 page)

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Authors: E. M. Forster

Tags: #Drama, Romántico

BOOK: Maurice
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Estaba pensando: «Clive podría haberme escrito; en honor del pasado podía haberlo hecho», cuando su tía interrumpió su meditación:

—¿Es que nunca va a venir ese muchacho?

Él se levantó con una sonrisa.

—Perdón. Me olvidé.

—¡Se olvidó! —Todos se centraron en él—. Lo olvidó y se levantó especialmente para eso. Oh, Morrie, eres un chico gracioso.

Dejó la habitación, perseguido por las burlas de todos, y casi se olvidó de nuevo. «Ahí está mi tarea», caviló, y una laxitud mortal le invadió.

Subió las escaleras con el paso de un hombre más viejo de lo que era, y tomó aliento al final. Extendió los brazos. La mañana era deliciosa. Pero deliciosa para otros: para otros murmuraban las hojas y se derramaba el sol por la casa. Llamó en la puerta de Dickie Barry y, como esto no parecía dar resultado, la abrió.

El muchacho, que había estado en un baile la noche anterior, dormía. Allí estaba su cuerpo casi al descubierto. Yacía sin recato, abrazado y penetrado por el sol. Los labios entreabiertos. En el superior una sombra dorada. Su cabello se arremolinaba en innumerables y gloriosos bucles. Su cuerpo era delicado ámbar. A cualquiera le hubiese parecido bello, y para Maurice, que llegaba a él por dos senderos distintos, era la primera maravilla del mundo.

—Ya pasa de las nueve —dijo, en cuanto pudo hablar.

Dickie gruñó algo y se tapó con las sábanas hasta la barbilla.

—A desayunar… Levántate.

—¿Cuánto hace que estás aquí? —preguntó, abriendo los ojos, que era la única parte visible de él, y mirando a los de Maurice.

—Un poco —dijo éste, tras una pausa.

—Lo siento mucho.

—Puedes quedarte todo lo que quieras… Sólo que no me gustaría que te perdieses este magnífico día.

Abajo continuaban chismorreando. Kitty le preguntó si sabía algo sobre la señorita Woods. Él respondió:

—Sí —una mentira que marcaba época.

Después llegó la voz de su tía: ¿es que nunca iba a llegar aquel muchacho?

—Le dije que no se apresurara —repuso Maurice, tembloroso.

—Maurice, no es que seas muy práctico, querido —dijo la señora Hall.

—Es un invitado.

La tía subrayó que el primer deber de un invitado es adaptarse a las reglas de la casa.

Hasta entonces, nunca se había opuesto a ella, pero ahora dijo:

—La regla de esta casa es que cada uno haga lo que le plazca.

—El desayuno es a las ocho y media.

—Para los que quieren. Los que tienen sueño prefieren desayunarse a las nueve o a las diez.

—Ninguna casa puede llevarse así, Maurice. Ningún criado pararía, como tú bien sabes.

—Prefiero que se vayan los criados a que se trate a los huéspedes como colegiales.

—¡Un colegial! ¡Él es un colegial!

—El señor Barry está ya en Woolwich —dijo Maurice inmediatamente.

La tía Ida refunfuñó, pero la señorita Tonks le dirigió una mirada de respeto. Los demás habían apenas prestado atención, pensando como estaban en la pobre señora Durham, que tendría ahora que abandonar su casa. Su cambio de humor le puso muy feliz. En unos minutos Dickie se unió a ellos, y él se levantó para dar la bienvenida a su dios. El cabello del muchacho estaba ahora aplastado por el baño, y su cuerpo grácil oculto bajo las ropas, pero continuaba siendo extraordinariamente bello. Le rodeaba una gran frescura —él podría haber llegado con las flores— y daba una impresión de modestia y de buena voluntad. Cuando se disculpó con la señora Hall, el tono de su voz hizo a Maurice estremecerse. ¡Y éste era el niño al que él no había querido proteger en Sunnington! Éste era el huésped cuya llegada la noche anterior le había hecho sentirse más bien fastidiado.

Tan fuerte era la pasión, mientras duró, que Maurice creyó que había llegado la crisis de su vida. Rompió todos sus compromisos, como en los viejos tiempos. Después del desayuno, llevó a Dickie a casa de su tío, cogiéndole del brazo, y logró que se comprometiera a tomar el té con él. El muchacho aceptó. Maurice se entregó a la alegría. Su sangre hervía. No atendió a la conversación, y hasta esto le dio ventaja, pues cuando dijo «¿qué?», Dickie fue a sentarse al sofá junto a él. Maurice le rodeó con su brazo… La entrada de la tía Ida hubo de evitar el desastre; sin embargo él creyó ver que aquellos Cándidos ojos le respondían.

Se encontraron una vez más, a medianoche. Maurice no se sentía feliz ya, pues durante las horas de espera su emoción se había hecho física.

—Tenía una llave —dijo Dickie, que se sorprendió al ver a su anfitrión levantado.

—Ya lo sé.

Hubo una pausa. Ambos se sintieron incómodos, se miraban uno a otro, pero tenían miedo a sostener la mirada.

—¿Está fría la noche?

—No.

—¿Necesitas algo, quieres algo de mí antes de irme a la cama?

—No, gracias.

Maurice se dirigió a los interruptores y encendió la luz del exterior, después apagó las luces del vestíbulo y subió tras Dickie, alcanzándole en silencio.

—Ésta es mi habitación —murmuró—; quiero decir, generalmente lo es. Me han echado de ella por causa tuya. —Añadió—: Duermo aquí solo.

Tenía plena conciencia de que las palabras se le escapaban. Habiendo ayudado a Dickie a quitarse el abrigo, continuaba sosteniéndolo en la mano, sin decir nada. La casa estaba tan silenciosa que podían oír la respiración de las mujeres en las otras habitaciones.

El muchacho no dijo nada tampoco. Las variedades del desarrollo son innumerables, y sucedió así que el muchacho comprendió perfectamente la situación. Si Hall hubiese insistido, él no le hubiese pegado, no hubiese provocado una pelea, pero preferiría que no lo hiciese: ésta era su actitud respecto a aquello.

—Yo estoy arriba —dijo entrecortadamente Maurice, sin valor para atreverse a más—. En el ático, encima de éste… Si tú quieres algo… Estoy toda la noche solo. Siempre lo estoy.

El impulso de Dickie fue echar el cerrojo a la puerta tras él, pero desechó esta idea por juzgarla una falta de consideración, y se despertó al sonido de la campanilla del desayuno, con el sol bañándole el rostro y la mente limpia y despejada.

XXX

Este episodio destrozó la vida de Maurice. Interpretándolo por el pasado, tomó erróneamente a Dickie por un segundo Clive, pero tres años no se viven en un día, y las llamas se apagaron con la misma rapidez que habían surgido, dejando ciertas sospechosas cenizas tras ellas. Dickie se fue el lunes, y el viernes su imagen se había desvanecido. Vino entonces un cliente a la oficina, un joven francés vivaz y guapo, que imploraba a Monsieur 'All que no le engañara. Mientras charlaban, surgió una sensación familiar, pero esta vez advirtió efluvios concomitantes que surgían del abismo. «No, la gente como yo debe andar con cuidado, lo siento», replicó, en respuesta a la petición del francés de comer con él, y el tono de su voz fue tan británico que produjo en el otro un acceso de risa y una mueca.

Cuando el joven se fue se enfrentó con la verdad. Su sentimiento hacia Dickie requería un nombre muy primitivo. Lo había idealizado inmediatamente y le había llamado adoración, pero el hábito de la honestidad se había desarrollado en él con fuerza. ¡Qué torpe había sido! ¡Po-brecito Dickie! Vio al muchacho huyendo de su abrazo, arrojarse por la ventana y quebrarse los miembros o gritar como un loco hasta que llegaran a auxiliarle. Vio a la policía…

«Lujuria.» Dijo la palabra en voz alta.

La lujuria puede menospreciarse cuando no está presente. En la calma de su oficina, Maurice esperaba someterla, ahora que había descubierto su nombre. Su mente, siempre práctica, no perdía el tiempo en la desesperación teológica, sino que iba directamente al grano. Había recibido un aviso claro, y estaría prevenido; a partir de entonces, sólo tendría que mantenerse apartado de los muchachos y de los jóvenes para asegurarse el triunfo. Sí, de los demás jóvenes. Ciertas oscuridades de los últimos seis meses se aclaraban. Por ejemplo, un alumno del Settlement… Arrugó la nariz, como alguien que no necesita ninguna prueba más. El sentimiento que puede impulsar a un caballero hacia una persona de una clase inferior, se condena a sí mismo.

No sabía lo que le esperaba. Estaba penetrando en un estado que sólo concluiría con la impotencia o con la muerte. Clive había pospuesto aquello. Clive había influido en él, como siempre. Había quedado sobrentendido entre ellos que su amor, aunque incluía el cuerpo, no implicaba ninguna gratificación a través de él, y la idea de este pacto había partido —sin que dijera una palabra— de Clive. Él había estado más próximo a las palabras en la primera noche de Penge, cuando rehusó el beso de Maurice, o en la última tarde allí, cuando estuvieron tendidos entre los he-lechos. Entonces se había establecido la regla que llevaría a la edad de oro, y habría sido suficiente hasta la muerte. Mas para Maurice, pese a su felicidad, había existido algo hipnótico respecto a ello. Aquello expresaba a Clive, no a él, y ahora que estaba solo explotaba odiosamente, como una vez en el colegio. Y no fue Clive quien le curó. Aquella influencia, aunque la hubiese ejercido, habría fracasado, pues una relación como la de ellos no podía quebrarse sin transformar a ambos para siempre.

Pero él no podía comprender todo esto. Aquel etéreo pasado le había cegado, y la felicidad más sublime que podía soñar era un retorno a él. Sentado en su oficina, trabajando, no podía ver la vasta curva de su vida, y aún menos el espectro de su padre sentado frente a él. El viejo señor Hall no había luchado ni pensado; no había tenido jamás ocasión de hacerlo; había apoyado a la sociedad y había pasado sin ninguna crisis del amor ilícito al lícito. Ahora, contemplando a su hijo, le asaltaba la envidia, el único dolor que sobrevive en el mundo de las sombras. Pues veía a la carne educando al espíritu, de una forma en que el suyo no había sido educado jamás, y espoleando al corazón indolente y a la mente perezosa contra su voluntad.

Entonces Maurice oyó el teléfono. Se lo llevó al oído y, después de seis meses de silencio, oyó la voz de su único amigo.

—Hola —comenzó—, hola, sabrás las novedades, Maurice.

—Sí, pero tú no me escribiste y por eso yo tampoco lo hice.

—Ya, ya.

—¿Dónde estás ahora?

—Vamos a un restaurante. Queremos que vengas por allí. ¿Vendrás?

—Lo siento, pero no puedo. Acabo de rechazar una invitación a comer.

—¿Estás demasiado ocupado, o puedes charlar un poco?

—Claro que puedo.

Clive prosiguió, evidentemente aliviado por el tono.

—Mi novia está conmigo. Ahora hablarás con ella también.

—Oh, muy bien. Cuéntame tus planes.

—La boda será el mes próximo.

—Buena suerte.

A ninguno de los dos se le ocurría nada que decir.

—Ahora te paso a Anne.

—Soy Anne Woods —dijo una voz de muchacha.

—Mi nombre es Hall.

—¿Cómo?

—Maurice Christopher Hall.

—El mío es Anne Clare Wilbraham Woods, pero no sé qué decir.

—Pues a mí tampoco se me ocurre nada.

—Es usted el octavo amigo de Clive con el que hablo de esta manera esta mañana.

—¿El octavo?

—No oigo nada.

—Dije el octavo.

—Oh, sí, ahora le toca el turno a Clive. Adiós.

Clive continuó:

—Oye, ¿puedes venir a Penge la semana próxima? Todavía lo sabe poca gente, pero dentro de poco aquello será el caos.

—Lo siento, pero no me va bien. El señor Hill va a casarse también, así que estaré más o menos ocupado aquí.

—¿Cómo? ¿Tu viejo socio?

—Sí, y después de él, Ada con Chapman.

—Sí, ya me he enterado. ¿Y qué te parece en agosto? En setiembre no, que es casi seguro que empiecen las elecciones. Pero ven en agosto y ayúdanos en ese horrible partido de criquet.

—Gracias, probablemente podré. Es mejor que me escribas cuando se acerque el momento.

—Claro, por supuesto. Otra cosa, Anne tiene cien libras en el bolsillo, ¿querrías invertirlas por ella?

—Desde luego. ¿Qué es lo que quiere?

—Es mejor que escojas tú. No le está permitido querer más de un cuatro por ciento.

Maurice citó unos cuantos valores.

—Prefiero el último —dijo la voz de Anne—. No pude coger bien su nombre.

—Ya lo verá en el contrato. ¿Me da su dirección, por favor?

Ella le informó.

—Muy bien. Envíe el cheque cuando tenga noticias nuestras. Quizá sea mejor que cuelgue y se lo compre inmediatamente.

Lo hizo así. Su relación había de desenvolverse en esta base. Por muy amables que Clive y su mujer fueran con él, siempre sentía que estaban al otro lado del teléfono. Después de la comida, eligió su regalo de bodas. Su impulso era hacer un regalo rumboso, pero puesto que era sólo el octavo de la lista de los amigos de los novios, parecería fuera de lugar. Mientras pagaba tres guineas, se contempló en el cristal de detrás del mostrador. Qué sólido ciudadano parecía: joven, tranquilo, digno, próspero sin vulgaridad. En personas como él confiaba Inglaterra. ¿Podía concebirse que el domingo anterior hubiese estado a punto de asaltar a un muchacho?

XXXI

Cuando acabó la primavera, decidió consultar a un médico. La decisión —era lo más ajeno a su temperamento— se la impuso una espantosa experiencia que tuvo en el tren. Había estado cavilando con aire desventurado, y su expresión despertó las sospechas y las esperanzas del único pasajero que compartía con él el departamento. Este individuo, grueso y de rostro grasiento, le hizo un gesto lascivo, y, desprevenido, Maurice respondió. Inmediatamente, ambos se levantaron. El otro sonrió, y entonces Maurice lo derribó de un puñetazo. Esto fue muy duro para el individuo, que era más viejo y que comenzó a sangrar por la nariz, manchando el asiento, y sobre todo porque le asediaba el miedo y la idea de que Maurice tocase la alarma. Balbució disculpas, ofreció dinero. Maurice permaneció en pie mirándole, con el rostro ensombrecido, y se vio a sí mismo en aquel viejo repugnante e indigno.

Detestaba la idea de acudir a un médico, pero había fracasado en su intento de eliminar la lujuria por sí solo. Tan cruda como en su niñez, era mucho más fuerte, y bramaba en su alma vacía. Podía «apartarse de los jóvenes», como había resuelto ingenuamente, pero no podía apartarse de sus imágenes, y éstas le hacían pecar constantemente en su corazón. Cualquier castigo era preferible, porque él suponía que un médico le castigaría. Podía seguir cualquier tipo de tratamiento si había posibilidad de cura, y aunque no la hubiese, se mantendría ocupado y tendría pocos instantes para cavilar.

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