Clive le siguió, pero, volviéndose, captó un imperceptible gesto de asentimiento de Ada.
Maurice parecía un inmenso animal dentro de su abrigo de piel. Se lo quitó tan pronto como estuvieron solos, y se aproximó a él sonriente.
—¿Así que no me quieres? —dijo con aire de reto.
—Todo esto hemos de hablarlo mañana —dijo Clive, esquivando sus ojos.
—Eso es. Toma un trago.
—Maurice, no quiero una pelea.
—Yo sí.
Giró la mano con el vaso. La tormenta debía estallar.
—No debes hablarme así —continuó—. Eso aumenta las dificultades.
—Yo quiero una pelea, y la tendré —se colocó en la postura de siempre e introdujo una mano en el cabello de Clive—. Siéntate. Ahora dime, ¿por qué me escribiste aquella carta?
Clive no contestó. Observaba con creciente desmayo aquel rostro que una vez había amado. El horror de la masculinidad había retornado, y se preguntaba qué sucedería si Maurice intentaba abrazarle.
—¿Por qué? ¿Eh? Ahora estás bueno otra vez, dime.
—Quítate de mi silla, y lo haré —entonces inició uno de los discursos que había preparado. Era científico e impersonal, a propósito para herir menos a Maurice—. Me he hecho normal… como los otros hombres. No sé por qué, lo mismo que no sé cómo nací. Es algo que queda al margen de la razón, y que es contrario a mis deseos. Pregúntame todo lo que quieras. He venido aquí para contestar a todas tus preguntas, pues no podía entrar en detalles en mi carta. Pero escribí la carta porque lo que en ella decía era verdad.
—¿Verdad, dices?
—Era y es la verdad.
—¿Dices que te interesas sólo por las mujeres, no por los hombres?
—Me interesan los hombres, en el verdadero sentido, Maurice, y siempre será así.
—Ahora todo eso.
Él también fue impersonal, pero no abandonó la silla. Sus dedos permanecieron sobre la cabeza de Clive, acariciando los vendajes; su talante había pasado de la alegría al interés tranquilo. No estaba ni temeroso ni irritado, sólo quería curar, y Clive, en medio de la repulsión, comprendió qué espléndido amor estaba arruinando, y cuán débil e irónico debe ser el poder que gobierna al hombre.
—¿Quién te hizo cambiar?
Le molestaba la forma de la pregunta.
—Nadie. Fue un cambio meramente físico que se operó en mí.
Comenzó a relatar sus experiencias.
—Evidentemente, la enfermera —dijo Maurice, pensativo—. Hubiera sido mejor que me lo hubieses dicho antes… Yo me di cuenta de que algo iba mal y pensé en varias cosas, pero no en esto. Uno no debe mantener cosas en secreto, si no es mucho peor. Uno tiene que hablar, hablar, hablar… Si es que uno tiene algo que decir, como tú y yo tenemos. Si me lo hubieras dicho, todo estaría ya arreglado.
—¿Por qué?
—Porque yo habría logrado que te pusieras bien.
—¿Cómo?
—Ya lo verás —dijo sonriendo.
—No es la única posibilidad. He cambiado.
—¿Puede el leopardo cambiar sus manchas? Clive, estás hecho un lío. Es parte de tu estado general de salud. No estoy preocupado ya, porque por otro lado tú estás bien, por otro lado pareces feliz, y el resto ya llegará. Ya veo que tenías miedo a hablar conmigo, que temías hacerme daño, pero ya hemos aclarado las cosas. Deberías habérmelo dicho. ¿Para qué estoy aquí yo, si no? ¿En quién podrías confiar si no? Tú y yo estamos fuera de la ley. Todo esto —señaló el lujo burgués de la habitación en que se hallaban— nos sería arrebatado si la gente supiera.
Él murmuró:
—Pero he cambiado, he cambiado.
Sólo somos capaces de interpretar a través de nuestras experiencias. Maurice podía entender la confusión, no el cambio.
—Sólo crees que has cambiado —dijo sonriendo—. También yo llegué a pensar lo mismo cuando la señorita Olcott estaba aquí, pero todo cambió cuando volví a reunirme contigo.
—Yo conozco mi propia mente —dijo Clive, acalorándose y liberándose del sillón—. Nunca fui como tú.
—Lo eres ahora. No recuerdas cuando yo pretendía…
—Por supuesto que me acuerdo. No seas infantil.
—Nosotros nos amamos, y lo sabemos. Todo lo demás…
—Oh, por amor de Dios, Maurice, contén tu lengua. Si yo amo a alguien es a Ada —añadió—. La cito al azar, como un ejemplo.
Pero un ejemplo era lo único que Maurice podía comprender.
—¿Ada? —dijo, con un cambio de tono.
—Sólo para poner un ejemplo.
—Pero si tú apenas conoces a Ada.
—Tampoco conocía a la enfermera o a las otras mujeres que he mencionado. Como te dije antes, no se trata de ninguna persona en especial, sino de una tendencia.
—¿Quién estaba aquí cuando llegaste?
—Kitty.
—Pero hablas de Ada, no de Kitty.
—Sí, pero no quiero decir… ¡Oh, no seas estúpido!
—¿Qué quieres decir?
—De cualquier modo, entiendes, ahora —dijo Clive, intentando mantener un tono impersonal, y volviendo a las confortadoras palabras con que debía haber concluido su discurso—: He cambiado. Ahora quiero que tú entiendas también que el cambio no elimina nada de nuestra amistad. De lo que hay de real en ella. Tú me agradas enormemente, más que ningún hombre que haya conocido jamás —no sentía esto cuando lo decía—, te respeto y te admiro inmensamente. Es una afinidad de carácter, no una pasión, éste es el auténtico lazo que nos une.
—¿Le dijiste algo a Ada justo antes de que yo entrara? ¿No oíste llegar mi coche? ¿Por qué Kitty y mi madre salieron a recibirme y vosotros no? Tuvisteis que oír el ruido. Tú sabías que yo abandonaba mi trabajo por ti. Y ni siquiera hablaste conmigo por teléfono. No me escribiste, ni volviste entonces de Grecia. ¿Qué veías en ella cuando estabais aquí antes?
—Mira, chico, yo no puedo permitir que me interrogues.
—Dijiste que sí lo permitirías.
—No acerca de tu hermana.
—¿Por qué no?
—Te digo que debes dejar eso. Volvamos a lo que yo estaba diciendo sobre el carácter… el lazo real que une a los seres humanos. Tú no puedes edificar una casa sobre la arena, y la pasión es arena. Necesitamos un lecho de rosas…
—¡Ada! —dijo Maurice, súbitamente decidido.
Clive gritó horrorizado:
—¿Para qué?
—¡Ada! ¡Ada!
El se abalanzó hacia la puerta y la cerró.
—Maurice, las cosas no pueden acabar así… Por favor, una pelea no —suplicó. Pero cuando Maurice se aproximó sacó la llave y se la guardó, pues la caballerosidad se había despertado en él al fin—. No puedes meter en esto a una mujer —exclamó—: ¡No lo permitiré!
—Devuélveme eso.
—No debo hacerlo. No empeores las cosas. No… No.
Maurice se abalanzó sobre él. Él se escabulló. Forcejearon alrededor del gran sillón, discutiendo sobre la llave en susurros.
Se rozaron con hostilidad, después se separaron definitivamente; la llave cayó entre ellos.
—Clive, ¿te he hecho daño?
—No.
—Querido, no quería hacerlo.
—Estoy bien.
Se miraron durante un momento antes de comenzar sus nuevas vidas.
—Qué final —suspiró Maurice—. Qué final.
—Yo la amo —dijo Clive, muy pálido.
—¿Qué va a suceder ahora? —dijo Maurice, derrumbándose en el sillón y enjugándose la boca—. Haz lo que quieras… Estoy perdido.
Como Ada estaba en el pasillo, Clive salió a su encuentro: su primer deber era con la Mujer. Después de aplacarla con vagas palabras, volvió al saloncito, pero la puerta estaba ya cerrada entre ellos. Oyó a Maurice apagar la luz eléctrica y desplomarse ruidosamente en el sillón.
—No seas imbécil —dijo nervioso.
No hubo respuesta. Clive no sabía exactamente qué hacer. Le parecía que no podía quedarse en la casa. Utilizando las prerrogativas masculinas, anunció que debía dormir en la ciudad, a pesar de todo, y las mujeres lo aceptaron así. Dejó la oscuridad del interior por la del exterior. Las hojas caían mientras caminaba hacia la estación; cantaban los búhos, le envolvía la niebla. Era tan tarde que las farolas estaban apagadas ya en los caminos suburbanos, y la noche total, sin compromiso, pesaba sobre él, como sobre su amigo. También él sufría y exclamó: «¡Qué final!» Pero a él se le prometía una aurora. El amor de las mujeres surgiría tan seguro como el sol, agostando los brotes inmaduros y anunciando el día humano pleno, y, aun en su dolor, supo esto. No se casaría con Ada —había sido una transición—, sino con alguna diosa del nuevo universo que se había abierto para él en Londres, alguien totalmente distinto de Maurice Hall.
Durante tres años, Maurice había vivido tan equilibrado y feliz que continuó haciéndolo automáticamente durante un día más. Despertó con la sensación de que todo se arreglaría pronto. Clive volvería, disculpándose o no, según decidiese, y él disculparía a Clive. Clive debía amarlo, porque todo en su vida dependía del amor y todo continuaba igual. ¿Cómo iba a poder él dormir y descansar si no tenía un amigo? Cuando volvió de la ciudad no encontró ninguna noticia, permaneció un rato en calma, y permitió a su familia especular sobre la partida de Clive, pero comenzó a observar a Ada. Parecía triste. Hasta su madre lo había advertido. Con ojos ensombrecidos, la observaba. Si no fuese ella, habría menospreciado la escena como uno de los largos discursos de Clive, pero ella se introducía en aquel discurso como un ejemplo. Y se preguntaba por qué estaría tan triste.
—Oye… —comenzó cuando quedaron solos; no tenía idea de lo que iba a decir, aunque un súbito negror debería haberle prevenido. Ella contestó, pero él no pudo oír su voz.
—¿Qué es lo que te pasa a ti? —preguntó, tembloroso.
—Nada.
—Hay algo… Lo veo. Tú no puedes engañarme.
—Que no… De verdad, Maurice, no pasa nada.
—¿Qué dijo… qué dijo él?
—Nada.
—¿Quién no dijo nada? —chilló, aporreando la mesa con ambos puños. La había atrapado.
—Nada… Sólo Clive.
Aquel nombre en labios de ella desencadenó el infierno. Él sufría terriblemente, y antes de que pudiera contenerse había dicho palabras que ninguno de los dos olvidaría jamás. Acusó a su hermana de corromper a su amigo. La dejó suponer que Clive se había quejado de su conducta y había regresado a la ciudad por ese motivo. Y la delicada naturaleza de ella quedó tan afectada que no fue capaz de defenderse, sólo de suspirar y gemir e implorarle que no se lo dijese a su madre, como si realmente fuese culpable. Él asintió. Los celos le habían enloquecido.
—Pero cuando le veas… al señor Durham, dile que yo no quería… Dile que él es la persona a la que menos querría…
—… ofender —concluyó él; hasta después no comprendió su propia infamia.
Ocultando su rostro, Ada se derrumbó.
—No se lo podré decir. Nunca más volveré a ver a Durham para decírselo. Puedes tener la satisfacción de haber roto esta amistad.
Ella suspiró.
—No me importa eso… Siempre has sido tan malo con nosotras. Siempre.
Él despertó al fin. Kitty le había dicho cosas parecidas, pero Ada nunca. Se dio cuenta de que por detrás de su actitud servicial, sus hermanas le detestaban: Ni siquiera en su casa había logrado triunfar nunca. Murmurando «no es culpa mía», la abandonó.
Una persona más refinada habría actuado mejor y quizás habría sufrido menos. Maurice no era un intelectual, ni tenía un temperamento religioso, ni disponía de ese extraño alivio de la autocompasión que algunos se conceden. Salvo en un punto, su temperamento era normal, y actuaba como lo haría un hombre medio al que después de dos años de felicidad su mujer le traiciona. Nada significaba para él que la naturaleza hubiese repasado aquella puntada suelta con el fin de continuar su orden. Mientras duró el amor, había conservado la razón. Ahora veía el cambio de Clive como una traición, y en Ada su causa, y retornaba en unas horas al abismo por el que había errado de niño.
Después de esta explosión, su vida continuó. Cogía el tren habitual para ir a la ciudad, ganaba y gastaba dinero como antes; leía los periódicos atrasados y discutía sobre las huelgas y las leyes del divorcio con sus amigos. Al principio se sentía orgulloso de su capacidad de control. ¿No estaba en sus manos la reputación de Clive? Pero fue amargándose cada vez más, deseó haber golpeado mientras tenía fuerzas y haber abatido aquel frente de mentiras. ¿Qué sucedería si él también se veía envuelto? Su familia, su posición en la sociedad… Nada habían significado para él durante años. Era un proscrito disfrazado. Quizás entre los que antaño se refugiaban en el bosque hubiera dos hombres como él —dos… a veces albergaba este sueño—. Dos hombres pueden derrotar al mundo.
Sí: la cruz de su calvario sería la soledad. Tardó en comprenderlo, era torpe para comprender. Los celos incestuosos, la mortificación, la cólera por su pasada torpeza, todo esto, podía pasar y, tras hacerle gran daño, pasó. Los recuerdos de Clive podían pasar, pero la soledad permanecía. A veces se despertaba y gemía: «¡No tengo a nadie!», o «¡Dios mío, qué mundo!» Clive pasó a visitarle en sueños. Sabía que era falso, pero Clive, sonriendo con aquella expresión dulce que a veces adoptaba, decía: «Soy real esta vez», para torturarle. Una vez tuvo un sueño sobre el antiguo sueño del rostro y de la voz, un sueño sobre un sueño, nada más. También viejos sueños del otro tipo, que intentaban desintegrarle. Los días seguían a las noches. Un inmenso silencio, como de muerte, rodeaba al joven, y cuando se dirigía a la ciudad una mañana, le asaltó la idea de que realmente estaba muerto. ¿Qué sentido tenía ganar dinero, comer y jugar al golf? Esto era todo lo que hacía y había de hacer siempre.
—La vida es un espectáculo sucio y triste —exclamó, arrugando el
Daily Telegraph
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Los otros ocupantes del vagón, que le estimaban, comenzaron a reír.
—Me tiraría por la ventanilla por dos peniques.
Después de haber dicho esto, comenzó a pensar en el suicidio. Y nada había que lo detuviera. En principio no tenía miedo alguno a la muerte, ni sentido de la existencia de un mundo tras ella, y no le importaba destrozar a su familia. Sabía que la soledad estaba envenenándole, e iba haciéndose más vil al tiempo que más desgraciado. ¿Por qué no hacerlo en tal situación? Comenzó a considerar formas y métodos, y se hubiese pegado un tiro a no ser por un suceso inesperado. Este suceso fue la enfermedad y la muerte de su abuelo, que provocó un cambio en su mente.
Mientras tanto, había recibido cartas de Clive, pero siempre aparecía la frase: «Es mejor que no nos veamos todavía.» Comprendía ya la situación: su amigo haría cualquier cosa para ayudarle, salvo estar con él. Había pasado a ser así desde la enfermedad, y ésa era la amistad que le ofrecía para el futuro. Y Maurice no había dejado de amarle, pero su corazón había quedado destrozado; nunca se entregaba a la loca esperanza de recuperar a Clive. Comprendía su pérdida con una claridad que mentes más refinadas envidiarían, y el puñal del dolor se hundía en él hasta la empuñadura.