Maurice (8 page)

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Authors: E. M. Forster

Tags: #Drama, Romántico

BOOK: Maurice
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La locura no es para todos, pero Maurice conoció el rayo que dispersa las nubes. La tormenta no había durado tres días como él suponía, sino que había estado fraguándose durante seis años. Se había preparado en las oscuridades del ser, donde ningún ojo atisba, y el medio ambiente en que había vivido la había alimentado. Había estallado y él no había muerto. La claridad del día le rodeaba, estaba en pie sobre las cumbres que ensombrecen la juventud, y vio.

La mayor parte del día permaneció sentado con los ojos cerrados, como si escrutase el valle que había abandonado. Era todo tan simple ahora. Había mentido. Lo formuló en una frase: «Se había alimentado de mentiras», pero las mentiras son el alimento natural de la niñez, y las había devorado con avidez. Su primera resolución fue ser más cuidadoso en el futuro. Viviría con rectitud, no porque importase a nadie ya, sino por la rectitud misma. No volvería a mentirse así. No pretendería —y ésta era la prueba— preocuparse por las mujeres, cuando el único sexo que le atraía era el suyo propio. Amaba a los hombres y siempre los había amado. Ansiaba abrazarlos, mezclar con el de ellos su ser. Ahora que había perdido al hombre que correspondía a su amor, admitía aquello.

XI

Después de esta crisis, Maurice se convirtió en un hombre. Hasta entonces, si es que pueden valorarse los seres humanos, no había merecido el afecto de nadie, pues se comportaba con los demás de un modo convencional, artero y mezquino, porque lo mismo hacía consigo mismo. Ahora tenía el mayor regalo que ofrecer. El idealismo y la brutalidad que caracterizan a la niñez se habían unido al fin y se fundían en amor. Quizá nadie quisiese tal amor, pero podía ya no sentirse avergonzado de él, porque aquel amor era «él», no el cuerpo o el alma, no alma y cuerpo, sino «él» viviendo en ambos. Si bien aún sufría, de algún lugar de su interior brotaba una sensación de triunfo. El dolor le había mostrado un nicho en el cual los juicios del mundo no contaban y donde podía refugiarse.

Había aún mucho que aprender, y habían de pasar años para que explorase algunos abismos de su ser, tan horribles eran. Pero descubrió el método y no se preocupó más de los diagramas dibujados en la arena. Había despertado demasiado tarde para alcanzar la felicidad, pero no para alcanzar la fuerza, y podía experimentar una austera alegría, como la de un guerrero que no tiene hogar y se mantiene siempre armado para la batalla.

Como el curso continuaba, decidió hablar con Durham. Habiendo tardado tanto en descubrirlas, daba un gran valor a las palabras. ¿Por qué debía de sufrir y de causar sufrimiento a su amigo, cuando las palabras podían resolverlo todo? Se oyó a sí mismo decir: «Yo te amo realmente a ti, igual que tú me amas a mí.» Y a Durham replicar: «¿Es cierto eso? Entonces te perdono», y con el ardor de la juventud veía posible tal conversación, aunque algo le impedía creer que condujese a la dicha. Hizo varios intentos, pero, en parte por su propia vergüenza, en parte por la de Durham, fracasaron. Si se acercaba a su cuarto, la puerta estaba cerrada o había gente dentro; si entraba, Durham salía cuando lo hacían los demás. Le invitó a comer varias veces, pero el otro nunca podía ir. Se ofreció a llevarlo otra vez al tenis, pero le dio una excusa. Cuando se encontraban en el patio, Durham simulaba haber olvidado algo y se iba. Estaba sorprendido de que sus amigos no se dieran cuenta del cambio, pero pocos estudiantes son observadores; tienen demasiadas cosas que descubrir dentro de sí mismos; y fue un profesor el que se dio cuenta de que Durham había cortado su luna de miel con aquel Hall.

Encontró la oportunidad después de un grupo de debates al que ambos pertenecían. Durham —utilizando su tesis como pretexto— había presentado su renuncia, pero había pedido que el grupo se reuniese un día en su habitación, pues deseaba obsequiarles con su hospitalidad. Era como él; odiaba verse obligado a agradecer nada a nadie. Maurice asistió y permaneció sentado durante una tediosa velada. Cuando todos, incluido el anfitrión, salieron a tomar el aire, él se quedó, pensando en la primera noche que había visitado aquella habitación y preguntándose si el pasado podría volver.

Durham entró, y no se dio cuenta inmediatamente de quién era. Ignorándole por completo, comenzó a disponerlo todo para acostarse.

—Eres muy duro —estalló Maurice—. No sabes lo que es tener el lío que yo tengo en la cabeza, y por eso eres tan duro.

Durham movió la cabeza como alguien que se niega a escuchar. Parecía encontrarse tan mal, que Maurice tuvo un violento deseo de cogerle.

—Podías darme una oportunidad en lugar de negármela… Sólo quiero hablar.

—Hemos hablado toda la tarde.

—Me refiero al
Symposium
, a los antiguos griegos.

—Oh Hall, no seas estúpido… Debes saber que estar a solas contigo me pone malo. No, por favor, no volvamos. Se acabó. Se acabó. —Entró en la otra habitación y comenzó a desvestirse—. Perdona que sea tan grosero, pero simplemente no puedo… Mis nervios están desquiciados después de tres semanas así.

—Lo mismo están los míos —gimió Maurice.

—¡Pobre, pobre amigo!

—Durham, estoy metido en un infierno.

—Bueno, ya saldrás. Es sólo el infierno de la repugnancia. Nunca has hecho nada de lo que puedas avergonzarte, así que no sabes lo que es realmente el infierno.

Maurice dejó escapar un grito de dolor. Era tan inconfundible, que Durham, que estaba a punto de cerrar la puerta que los separaba, dijo:

—Muy bien, lo discutiremos si quieres, ¿cuál es el problema? Parece que quieres defenderte por algo, ¿por qué? Te comportas como si yo estuviese ofendido contigo. ¿Qué es lo que has hecho mal? Tú has sido totalmente decente del principio al fin.

En vano protestó.

—Tan decente, que interpreté mal tu simple amistad. Como tú eras tan afectuoso conmigo, sobre todo aquella tarde en que regresé de vacaciones… Yo pensé que había algo más… Lo siento mucho, no sabes cuánto. No tenía derecho a salir de mis libros y de mi música, que eran mis compañeros cuando te conocí. Sé que no aceptarás mis disculpas ni nada de lo que pueda decirte, Hall, aunque sea totalmente sincero. Siento muchísimo haberte ofendido.

Su voz era débil pero clara, y su rostro como una espada. Maurice musitó palabras inútiles sobre el amor.

—Creo que eso es todo. Cásate rápidamente y olvida.

—Durham, yo te amo.

Rió amargamente.

—Te amo, siempre te he amado…

—Buenas noches, buenas noches.

—Te lo repito, te amo… Vine a decírtelo… Tal como tú me amas a mí… Siempre he sido como los griegos, y no lo sabía…

—Explica eso.

Las palabras le abandonaron inmediatamente. Sólo podía hablar cuando no le preguntaban.

—Hall, no seas ridículo. —Alzó la mano, pues Maurice había gritado—. Eres un muchacho muy decente por intentar ayudarme, pero hay límites; hay una o dos cosas que no puedo tragarme.

—No soy ridículo…

—No debería haber dicho eso. Pero déjame. Puedo dar gracias por haber caído en tus manos. Otro cualquiera me habría denunciado al decano o a la policía.

—Oh, vete al infierno, es lo que te mereces —gritó Maurice, y huyó al patio, oyendo una vez más el portazo.

Furioso, permaneció de pie en el puente, en aquella noche que se parecía a la primera, salpicada de desvaídas estrellas. No se hizo cargo que tres semanas de torturas semejantes a las suyas, o el veneno segregado por un hombre, actúan de modo diferente en otro. Estaba encolerizado por no haber encontrado a su amigo tal como lo había dejado. Sonaron las doce, la una, las dos, y él seguía planeando qué decir cuando no hay nada que decir y las palabras carecen ya de valor.

Después, salvaje, temerario, empapado de lluvia, vio en el primer resplandor de la aurora la ventana de la habitación de Durham, y su corazón dio un salto y todo su cuerpo se agitó. Su corazón gritó: «Amas y eres amado.» Miró el patio a su alrededor. Su corazón gritó: «Eres fuerte y él es débil y está solo», y aquello se impuso a su voluntad. Aterrado por lo que debía de hacer, asió el panel de la ventana y lo alzó.

—Maurice…

Mientras se dejaba caer, oyó su nombre pronunciado en sueños. La violencia se borró en su corazón, y una pureza que jamás había imaginado, ocupó su lugar. Su amigo le había llamado. Permaneció un momento fascinado; después, la nueva emoción le dio palabras, y posando su mano suavemente en la almohada, respondió: «¡Clive!»

Segunda parte
XII

Clive, de muchacho, vio pronto el problema con bastante claridad. Su sincera naturaleza, su agudo sentido del bien y del mal, le habían llevado a creer que pesaba sobre él una maldición. Profundamente religioso, con un vivo deseo de alcanzar a Dios y de complacerle, viose asaltado a edad muy temprana por este otro deseo, que era claramente de Sodoma. No tenía duda alguna al respecto: sus emociones, más firmes que las de Maurice, no estaban escindidas entre lo animal y lo ideal, ni le costó años vadear el río. En él se alzaba el impulso que había destruido a la Ciudad de la Llanura. Jamás llegaría a materializarse en la carne, pero ¿por qué entre todos los cristianos había de ser él precisamente víctima de aquel castigo?

Al principio pensó que Dios estaba probándole, y que si no blasfemaba le recompensaría como a Job. En consecuencia, humilló su cabeza, ayunó y se mantuvo alejado de aquellos hacia los que por su inclinación se sentía atraído. El año que cumplió sus dieciséis, fue un período de interminable tortura. No contó nada a nadie, y finalmente enfermó y tuvo que abandonar el colegio. Durante la recuperación se enamoró de un primo suyo que le llevaba su silla de convaleciente, un joven casado ya. No había esperanza, estaba condenado.

Estos terrores habían visitado a Maurice, pero de modo mucho más confuso. Para Clive eran definidos, constantes, y le asaltaban lo mismo que cuando comulgaba en cualquier otro momento. Siempre le resultaban inconfundibles, pese a que sujetaba con firmeza las riendas. Podía controlar el cuerpo: era el alma corrompida la que se burlaba de sus oraciones.

El muchacho había sido siempre un intelectual, sensible al mundo de la letra impresa, y los horrores que la Biblia le había evocado fueron apagados por Platón. Jamás podía olvidar la emoción que experimentó al leer por primera vez
Fedro
. En él vio delicadamente descrito su mal, tranquilamente, como una pasión que puede dirigirse, como cualquier otra, hacia el bien o hacia el mal. No había allí ninguna invitación al desenfreno. Al principio, no podía creer en su buena suerte, pensaba que debía haber algún mal entendido y que él y Platón estaban pensando en cosas diferentes. Después vio que el mesurado pagano le comprendía realmente, y, prescindiendo de la Biblia más que oponiéndose a ella, le ofrecía una nueva guía para vivir. «Aprovechar el máximo lo que poseo.» No aplastarlo, no desear en vano que fuese distinto, sino cultivarlo de modo que no ofendiese a Dios ni al Hombre.

Se veía forzado de todos modos a desembarazarse del cristianismo. Los que basan su conducta sobre lo que son más que sobre lo que deben ser, han de acabar desembarazándose de él tarde o temprano, y además entre el temperamento de Clive y tal religión existía un pleito secular. Ningún hombre ilustrado puede combinar ambas cosas. Los instintos naturales, citando la fórmula legal, son «algo que no debe mencionarse entre cristianos», y cuenta una leyenda que todo el que cedía a ellos moría en la mañana de la Navidad. Clive lamentaba esto. Procedía de una familia de abogados y señores rurales, gente en general honrada y capaz, y no deseaba apartarse de aquella tradición. Ansiaba llegar a alguna suerte de compromiso con el cristianismo, y buscaba en las Escrituras un apoyo que lo justificase. Allí se topó con David y Jonatán; y hasta con el «discípulo a quien Jesús amaba». Pero la interpretación de la Iglesia se alzaba contra él y no podía hallar en su seno descanso para el alma sin mutilar ésta, y viose arrastrado cada vez con mayor fuerza hacia el mundo clásico.

A los dieciocho era excepcionalmente maduro, y mantenía sobre sí tal control que podía permitirse una relación de camaradería con cualquiera que le atrajese. La armonía había sucedido al ascetismo. En Cambridge cultivaba tiernos sentimientos hacia otros estudiantes, y su vida, tan gris hasta entonces, vino a teñirse suavemente de cálidos matices. Cauto y sano, avanzaba, sin que ni el detalle más nimio escapase a su cautela. Y estaba dispuesto a ir más allá si lo consideraba justo.

Durante su segundo año en Cambridge conoció a Risley, que a su vez era «de aquella forma». Clive no correspondió a la confianza que se le otorgó bastante gratuitamente, ni le gustó Risley ni su grupo. Pero aquello significó un estímulo. Le alegró saber que había más como él allí, y su franqueza le empujó a hablar a su madre de su agnosticismo; era todo lo que podía contarle a ella. La señora Durham, una mujer mundana, apenas si protestó. El problema surgió en Navidad. Siendo la única familia distinguida de la parroquia, los Durham comulgaban separados del resto de los feligreses, y la perspectiva de tener a todo el pueblo mirando cómo ella y sus hijas se arrodillaban en medio de aquel largo reclinatorio sin Clive, la hacía enrojecer de vergüenza y la llenaba de cólera. Discutieron. Él vio lo que ella era realmente —un ser vacío, ajeno, cerrado—, y en su desilusión se sorprendió pensando vividamente en Hall.

Hall: uno de los hombres hacia los que se sentía atraído. Era cierto que también él tenía madre y dos hermanas, pero Clive era demasiado sagaz para pretender que éste fuera el único lazo entre ambos. Debía de gustarle Hall más de lo que suponía, debía de estar un poco enamorado de él. Y tan pronto como se vieron le envolvió una ola de emoción que le empujó a la intimidad.

Era un hombre tosco, estúpido, burgués: el peor de los confidentes. Sin embargo, le explicó sus problemas familiares y se sintió desproporcionadamente conmovido al verle rechazar a Chapman. Cuando Hall comenzó a atormentarse se sintió encantado. Otros se apartaban de él, considerándolo formal, demasiado intelectual, y a él le encantaba verse vapuleado por un muchacho fuerte y guapo. Fue delicioso cuando Hall le acarició el cabello: los rostros de los dos palidecieron. Él se inclinó hacia atrás hasta que su mejilla rozó la franela de los pantalones y sintió que su calor le penetraba a través de ella. No se hacía ninguna ilusión en tales ocasiones. Sabía el tipo de placer que estaba experimentando, y lo recibía honestamente, seguro de que no causaría el menor mal a ninguno de los dos. Hall era un hombre al que sólo le gustaban las mujeres, era algo que saltaba a la vista.

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