Me muero por ir al cielo (22 page)

Read Me muero por ir al cielo Online

Authors: Fannie Flagg

Tags: #Autoayuda

BOOK: Me muero por ir al cielo
9.42Mb size Format: txt, pdf, ePub

—¿Qué está haciendo aquí? ¿Cómo es que tiene la cara colorada? ¿Ha venido corriendo?

—¡Un zapato en la azotea! —soltó Sprague.

—¿Un zapato en qué azotea? —preguntó Pixton.

—En la declaración…, la vieja, la señora Shimfissle…, juró… haber visto un zapato en el terrado del hospital.

—¿Y?

—No lo… lo entiende —balbució—. Ella dijo que estaba flotando en el aire, por encima del hospital, y que vio un zapato en la azotea…, he subido, ¡y había un zapato!

—¿Está inventándose esto para irritarme?

—No, le estoy diciendo la verdad, el zapato estaba exactamente donde dijo ella.

—Oh, vamos, Winston, cálmese. Será sólo una coincidencia.

—¿Una coincidencia? ¿Que estuviera exactamente donde ella dijo? ¿Que fuera un zapato de piel marrón? Y no sólo un zapato de piel marrón, ¡sino un zapato de golf!

—¿Dijo ella que era un zapato de golf? —indagó Pixton.

—Sí. Un maldito zapato de golf de piel marrón, y eso es exactamente lo que era. Le digo que no hay modo alguno de que la mujer viera esa cosa a menos que estuviera realmente muerta o algo así.

—Por el amor de Dios, Winston, no diga disparates. Ya tenemos suficientes problemas para que venga ahora con esta gilipollez de vudú extracorporal cercana a la muerte.

—Bien, quizá para usted sea vudú, pero se lo digo en serio, Franklin, ¡el zapato estaba allí! —aseguró Sprague.

Franklin se levantó, se acercó a la puerta y la cerró; luego sirvió a Winston una copa.

—Tome, tranquilícese y cuénteme otra vez qué dijo la vieja.

—Dijo que vio un zapato de piel marrón con tacos tirado junto a una chimenea de la azotea, y ahí es exactamente donde estaba.

—Muy bien. Hay algo aquí que no cuadra, me huele a gato encerrado.

—¿Qué quiere decir?

—¿Quién nos asegura que no lo planearon todo? Eso del zapato es una especie de treta, tal vez ella misma lo dejó allí.

—¿Cómo? ¿Cuándo? Las enfermeras juran que jamás salió de la habitación.

—Quizá fue la sobrina, o el marido, o tal vez están confabulados con alguien que trabaja aquí y pusieron el zapato allí arriba. A lo mejor lo dejaron caer desde una avioneta alquilada, o desde un globo.

—Pero ¿por qué?

—Dinero, un buen acuerdo; o para ir al programa de Oprah Winfrey.

—Bien, Franklin, o sea que una mujer de ochenta y nueve años toca intencionadamente un nido de avispas, éstas la pican diecisiete veces, se cae desde una altura de seis metros, queda inconsciente, ¿y todo para ir al programa de Oprah Winfrey? Además, la puerta estaba cerrada, y nadie tiene llave salvo el conserje.

—¿Qué otra explicación podría haber?

—¡Ninguna! Es lo que le estoy diciendo.

—¿Está el zapato aún ahí?

—No, me lo he llevado.

—¿Por qué?

—¿Por qué? ¿Por qué? Porque no sé por qué, porque estaba muerto de miedo —admitió Sprague.

—¿Dónde está ahora? —Dijo Pixton.

—Lo he escondido en los lavabos. ¿Quiere verlo?

—No, no quiero verlo. Pero escuche, si los Warren quieren fisgar o algo, les decimos simplemente que faltaría más, que echen un vistazo a la azotea si quieren. Y nosotros no hemos visto ningún zapato, ¿vale? Si esto se sabe, todos los chalados del país vendrán a acampar al aparcamiento.

Winston asintió.

—Supongo que tiene razón, pero ¿qué hacemos con el zapato?

—Deshágase de él. Olvídese de él —ordenó Pixton.

—¿Esto no sería ilegal?

—Dios mío, por favor, ¿quién es el abogado? Veamos, usted encontró un zapato…, basura…, líbrese de él. Se acabó.

Después de que Sprague saliera del despacho, Pixton exhaló un suspiro. Con tantos problemas como había, ahora ese abogado se volvía majara porque había visto casualmente un zapato misterioso. No aguantaba esas cosas, los denominados milagros: estatuas que lloraban, círculos en los cultivos, el monstruo del lago Ness, el yeti, todo lo cual se había demostrado que eran timos y patrañas. No dejaba de asombrarle lo crédulas que llegaban a ser las personas. Rezarían a una lata de judías verdes si creyeran que eso les iba a curar de algo o les iba a llevar al cielo. «Dios mío —pensó—, ¿cuándo va a abandonar la gente la época oscura de la ignorancia?» Franklin había estudiado algo de filosofía en Yale, y si pudiera haría que todas las escuelas de América empezaran hablando a los niños de Diderot, Kant, Nietzsche, Hegel y Goethe. La actual falta de formación le inquietaba. La mayoría de los jóvenes con quienes solía tratar no eran capaces de hilvanar una frase correctamente, no digamos ya pensar por sí mismos. Tenía miedo de que su país acabara poblado por neandertales andando a cuatro patas. Menos mal que Sprague había estudiado en Harvard y, en el fondo, era un hombre sensato.

Un sueño agitado

8h 3m de la tarde

Cuando Norma llegó a casa procedente de Kansas City, Macky tenía una cazuela de pollo y setas en la mesa para ella. La había llevado la señora Reid con una nota: «No quería que se desperdiciara, buen provecho.» Norma, contenta de no tener que cocinar, se sentó y empezó a comer. Macky quería saber cómo estaba Elner, y hablaron un rato de ello. Después, de tan agotada que estaba, fue a acostarse a las nueve y media y se quedó dormida inmediatamente. Pero pese al cansancio, tuvo un sueño agitado. La tía Elner le había dicho algo que seguía dándole vueltas en la cabeza. Incluso mientras dormía. Hacia las tres de la mañana, Norma se incorporó de súbito en la cama y proclamó en voz alta:

—¡Dios mío, es una canción de Johnny Mathis!

Macky se despertó sobresaltado.

—¿Qué? ¿De qué estás hablando?

—La vida es lo que uno hace
, ¿te acuerdas? Y ella cantaba «La vida es lo que haces, si lo ves así, vale la pena intentarlo».

Macky alargó el brazo, encendió la luz y la miró.

—Norma, ¿has perdido el juicio?

—No, escucha la letra, Macky. —Y siguió cantando—: «Sonríe, el mundo es maravilloso…, en Pascua tu conejito…, aunque esté triste se vuelve divertido.» ¿No la recuerdas?

—No, no me acuerdo. Por el amor de Dios, Norma, son las tres de la madrugada.

—Pues yo sí. Linda tenía el disco y lo ponía continuamente. La tía Elner está siendo el médium de una vieja canción de Johnny Mathis. Y las escaleras de cristal, ¿no lo ves? Viene de su canción de gospel. Lo soñó todo, Macky. ¡No fue al cielo ni nada!

—Esto ya te lo dije yo ayer. Ahora duerme.

Macky apagó la luz, y Norma se recostó, más tranquila porque al fin entendía por qué aquello le resultaba tan familiar. Unos segundos después, le invadió una inesperada oleada de tristeza al darse cuenta de que la excursión de la tía Elner al cielo había sido precisamente un sueño. Resultaba que no había signos, ni maravillas ni milagros. Aquel pequeño atisbo de esperanza se había esfumado. Ahora ella volvía a estar justo donde estaba dos días atrás, y sus viejas dudas aparecían de nuevo sigilosamente. Tuvo miedo y se sintió muy sola en el universo, otra vez sin un norte en la vida, y mañana sería sólo otro día, sólo veinticuatro horas más que habría que superar. Allí tumbada, empezaron a caerle lágrimas por las mejillas, y se dio cuenta de que al fin y al cabo quizá Macky tenía razón y las personas no eran más que un accidente causado por generación espontánea producido millones de años antes. Éramos sólo una banda de renacuajos que se arrastraron fuera del agua y empezaron a andar, pero, con todo, seguía aborreciendo la idea de que al morir simplemente íbamos a parar a un agujero negro y desaparecíamos sin dejar rastro. ¿Qué sentido tenía la vida? Necesitaba ansiosa y desesperadamente creer que al menos una pequeña parte de ella seguiría viviendo, y si no había cielo…, quizá comenzaría a creer en la reencarnación, como Irene Goodnight. Esta juraba ante la Biblia que su perro pequinés
Ling-Ling
era su difunto marido Ralph, que había regresado para atormentarla. Decía que roncaban exactamente igual y que tenían el mismo modo de mirarla. No era mucho para empezar, pero al menos era algo. Entonces se le ocurrió otra cosa. Si había algo como la reencarnación y la tía Elner había regresado, sólo rezaba con toda el alma para no acabar en un país tercermundista, donde no podría conseguir alimentos frescos ni tendría acceso a buenos productos para la piel, porque si no podía adquirir la crema limpiadora Merle Norman, mejor no regresar. Alargó la mano y cogió un Kleenex, se secó los ojos, se sonó la nariz y volvió a dormirse.

El informe

7h de la mañana

A primera hora de la mañana siguiente, Franklin Pixton se sentó y escuchó el informe completo. No funcionaba mal ningún aparato.

Todas las declaraciones de las enfermeras de la sala de urgencias confirmaban el testimonio del doctor Henson. Se había revisado cada actuación una y otra vez. Según todos los requisitos médicos y legales, a efectos prácticos la mujer estaba clínicamente muerta. Franklin sorbió por las narices y se ajustó las gafas.

—A ver, doctor Gulbranson, ¿cuál es su explicación oficial?

El doctor Gulbranson alzó la mirada.

—Que me aspen si lo sé, Franklin. Sólo se me ocurre decir que fue una casualidad.

Franklin hizo girar lentamente la silla y miró por la ventana.

—¿Casualidad? Ya. Entonces le explicaré al presidente del consejo que la mujer estaba oficialmente muerta, y que el hecho de que se incorporara en la cama y estuviera varias horas hablando fue pura casualidad. ¿O debería levantarme y cantar los tres estribillos de
La vida sigue igual
? ¿Qué opina?

El doctor Gulbranson meneó la cabeza.

—No sé qué decirle, Franklin. A veces hay cosas que no tienen explicación.

Lo inexplicable

El primer día de Elner en el hospital, la enfermera de turno en la planta era La Shawnda McWilliams, un mujer robusta con pecas y la piel color café con leche. Hacia las cuatro de aquella tarde del uno de abril, estaba alegre porque se acercaba el cambio de turno; La Shawnda había estado trabajando doce horas, e igual que todas las mañanas se había levantado a las cuatro de la mañana, había preparado el desayuno de su madre, que le había dejado en la mesa, y luego había atravesado la ciudad en dos autobuses para llegar al hospital a las cinco y media. Cuando aquella tarde estaba a punto de marcharse a casa, la llamaron para que bajara y recogiera ciertos efectos personales de una paciente. Una enfermera de la sala de urgencias tenía en su poder la ropa de la señora Shimfissle, que con el alboroto de su repentino despertar había acabado en el suelo.

Cuando La Shawnda llegó, la otra enfermera le entregó al instante unas zapatillas de fieltro granate de estar por casa envueltas en una bata marrón a cuadros, y encima unos enormes calzones blancos de algodón.

—Toma —comentó la enfermera—, esto es para Shimfissle.

La Shawnda cogió las prendas y preguntó:

—¿Nada de joyas?

—No, esto es todo —contestó la otra enfermera mientras se apresuraba por el pasillo para atender a otro paciente que acababa de ingresar.

La Shawnda miró el pequeño montón, no gran cosa, y por el aspecto de la bata imaginó que la paciente vendría de alguna institución benéfica, pobre señora. Ignoraba que los calzones casi no llegan al hospital. A primera hora de esa mañana, Elner no sabía qué hacer, pero como iba a subirse a la escalera, decidió que sería mejor ponérselos.

La Shawnda cogió las cosas, se dirigió al lavadero y agarró una gran bolsa blanca de plástico que ponía «efectos personales», y mientras estaba doblando de nuevo la bata notó algo blando en el bolsillo. Metió la mano y sacó algo envuelto en una gran servilleta blanca que tenía las letras D. S. bordadas con hilos de oro. Lo desenvolvió y apareció un hermoso trozo de tarta. «Vaya —pensó—, esta pobre señora se la habrá guardado en el bolsillo antes de salir de casa.» La tocó con el dedo y vio que aún estaba tierna y esponjosa, como recién sacada del horno. «Aún no se ha vuelto dura.» Se quedó pensando en qué hacer. Sabía que no dejarían que la mujer se la comiera mientras estuviera ingresada. La dietista del hospital, la señorita Revest, se mostraba totalmente en contra de todo lo que estuviera hecho con harina blanca o azúcar. Aun así, a La Shawnda le fastidiaba tirar un trozo de tarta tan apetitoso. Al fin y al cabo, eso no sería robar; les habían dado instrucciones de arrojar a la basura cualquier alimento pasado, de modo que fue al cajón, sacó una bolsa Ziploc y la guardó dentro. A su madre le encantaría comerse ese trozo de tarta. Su pobre madre había estado muy enferma últimamente, y casi nunca se levantaba de la cama. La Shawnda había tenido que llevarla a Kansas City desde su casa de Arkansas. Sabía que su madre no era feliz viviendo en un piso pequeño en la ciudad, pero no había otra opción. Dobló con cuidado los calzones y la bata, todo impregnado de olor a tarta recién horneada. Por un instante estuvo tentada de comerse el trozo ella, pero no. Colocó las cosas de la anciana en una bolsa blanca de plástico y las llevó abajo y se las dio a la sobrina de la paciente.

Cuando esa noche La Shawnda llegó a casa, vio a su madre dormida en el salón, con el camisón todavía puesto. La miró y pensó «vaya forma de terminar, vieja y atormentada por la artritis, sin seguro médico ni un centavo a su nombre». Menos mal que el hospital le había permitido incluirla en su póliza, de lo contrario no podría adquirir los medicamentos. Su pobre madre había trabajado toda la vida de empleada doméstica, había criado cinco hijos lavando y planchando para otras personas después de llegar a casa del trabajo y durante los fines de semana, y jamás en la vida ganó más de setenta dólares a la semana. Su única alegría era ir a la iglesia, pero ahora estaba demasiado débil para ello, y La Shawnda hacía todo lo que podía para que comiera y se mantuviera con fuerzas. Su madre solía llevar a todos sus hijos a la iglesia, pero ahora estaban todos desperdigados por el país y sólo una hermana seguía acudiendo. La Shawnda ya no iba. Por mucho que su madre insistiera en que Dios era bueno, ella no lo veía así. Cualquier supuesto Dios que permitiera que uno de sus supuestos hijos sufriera no era un Dios que a ella le interesara demasiado. Tras dejar sus cosas, fue directamente a la cocina, cogió un plato del armario, sacó un tenedor limpio del lavaplatos, y volvió al salón.

—Mamá —dijo, sacudiéndola ligeramente—. Despierta, cariño. Tengo una sorpresa para ti.

Su madre abrió los ojos.

—Ah, hola, nena. ¿Cuándo has llegado?

Other books

Hell On Heels by Robyn Peterman
54 - Don't Go To Sleep by R.L. Stine - (ebook by Undead)
Guardians of Eden by Matt Roberts
Safely Home by Ruth Logan Herne
Cast of Shadows - v4 by Kevin Guilfoile
The Stolen Gospels by Brian Herbert
Penalty Shot by Matt Christopher
Mother Box and Other Tales by Blackman, Sarah
Duel by Richard Matheson