Me muero por ir al cielo (9 page)

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Authors: Fannie Flagg

Tags: #Autoayuda

BOOK: Me muero por ir al cielo
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En ese momento, Luther Griggs, con camiseta blanca y gorra de béisbol, conducía hacia Seattle por la interestatal 90 su camión de dieciocho ruedas en un viaje de seis días. Estaba tomando el desayuno, una coca-cola y una bolsa de cacahuetes salados, y cuando oyó la noticia por la radio se acercó inmediatamente al arcén y paró el motor. Estaba aturdido. Luther era un amigo insólito para una mujer de ochenta y tantos años, pero la señora Elner era para él la persona a la que se sentía más unido en el mundo. Precisamente la noche anterior habían hablado de si debía volver o no con su antigua novia, a la que él consideraba demasiado flacucha, y Elner le había aconsejado que volviera de todos modos.

El impacto de la noticia lo afectó de veras, y empezó a dolerle la garganta y a sentir náuseas. Ahora no quería ir a Seattle, sino dar la vuelta, detenerse en el primer bar de carretera, conseguir algo de marihuana, y beberse una caja de cervezas hasta perder el conocimiento, pero le había prometido a Elner que dejaría eso. Además, llevaba una carga de productos agrícolas que se echaría a perder. Y la señora Elner habría querido que fuera. Ella había firmado conjuntamente la solicitud del préstamo para comprar el camión con el fin de que él tuviera una profesión remunerada, y la idea de decepcionarla siquiera ahora le hizo reaccionar y arrancar.

A medida que Luther se alejaba de la ciudad y llegaba a la salida de Kansas City, hizo acopio de fuerzas para no tomarla. ¿Qué haría ahora? Se había muerto la mejor amiga que había tenido jamás.

La amistad entre Luther Griggs, un fornido camionero de casi metro noventa, y Elner Shimfissle empezó de una manera de lo más inusual. Luther tendría unos ocho años —hacía veintiocho—, cuando un día pasaba frente a la casa de Elner, y ésta salió a toda prisa del porche y lo llamó amablemente.

—Yuju…, eh, chico…, ven un momento.

Él se paró, la miró y recordó que era la misma vieja que unos días atrás le había dado una especie de dulce de leche malísimo.

—Ven aquí, cariño —dijo otra vez.

—No, no voy —dijo él—. Tú no eres mi madre, no tengo por qué hacer lo que me digas.

—Ya lo sé, pero quiero darte algo.

—No quiero más dulce de ése, no estaba bueno —dijo, haciendo un mohín.

—No es un dulce, sino un regalo, y si no vienes, no lo tendrás.

—¿Qué es?

—No te lo diré, pero es algo que te gustará, y si no vienes y lo coges será una lástima.

Luther entrecerró los ojos y se preguntó qué querría la vieja. Sospechaba enseguida de cualquiera que se mostrara amable con él. Había tirado piedras a aquel maldito gato, así que tal vez ella pretendía que se acercara lo suficiente para poder golpearlo. En todo caso, no iba a arriesgarse.

—Mientes —replicó—. No tienes nada para darme.

—Sí lo tengo.

—Entonces ¿qué es?

—Yo lo sé y tú debes averiguarlo.

—¿De dónde lo sacaste?

—De la tienda.

—¿Qué tienda?

—No te lo diré, pero lo compré para ti, y no querrás que se lo dé a otro, ¿verdad?

—Me da igual. Me da igual lo que hagas.

—Bien…, allá tú, si quieres el regalo, ven y cógelo, si no, pues no, a mí también me da igual. —Y tras decir esto, Elner volvió a la casa y cerró la puerta.

Luther se acercó y se sentó en el bordillo que había frente a la casa de Merle y Verbena e intentó entender qué se proponía la señora. Ese día no volvió a pasar cerca de la casa, pero al cabo de unos días Elner miró por la ventana y lo vio merodeando al otro lado de la calle, pateando el suelo. Se preguntó cuánto tiempo iba a tardar él en cambiar de opinión. Por fin, tres días después, al salir ella a recoger el periódico, el chico se encontraba junto al patio y le dijo:

—¿Aún tienes aquel regalo que decías que tenías?

—Quizá. ¿Por qué?

—Sólo preguntaba.

—Todavía lo tengo, pero si hablas con este malhumor, creo que no voy a dártelo. Ahora bien, si me lo pides con educación, entonces sí.

Elner volvió a entrar y esperó. Transcurridos unos diez minutos oyó que llamaban débilmente a la puerta, y casi no pudo aguantarse la risa. Había sobornado descaradamente a un niño de ocho años, y lo sabía, pero ¿qué gracia tiene ser adulto si uno no puede tomar el pelo a los niños? Además, en realidad ella tenía un bonito regalo para él. Unas semanas antes, lamentó enseguida haberle dado aquella golosina laxante y había rezado cada día a Dios para que la perdonara.

Aquellos días, estaba tan enfadada con él por haberle dado al pobre
Sonny
una pedrada que casi lo mata, que quería vengarse del chico, pero ahora se sentía fatal por lo que había hecho, y por eso quería hacer las paces con él. A partir de ese día en que ella le regaló la enorme cometa roja que le había comprado en la tienda de pasatiempos, los dos pasaron horas en los terrenos de detrás de la casa haciéndola volar. Cuando Macky le preguntó por qué había elegido una cometa y no otra cosa, ella contestó: «Bueno, Macky, el chico estaba siempre con la vista baja, y yo quería que mirara hacia arriba para variar.» Después de que Elner le comprara la cometa, Luther pasaba por su casa a verla casi cada tarde. Ella era la primera persona del mundo que le había hecho un regalo, la primera persona que lo trataba bien. Su padre era un miserable borracho de dudosa reputación incapaz de conservar un trabajo que, según decía, si no se hubiera tenido que casar con la madre de Luther porque se había quedado embarazada, quizás habría sido un corredor famoso de coches, como su ídolo, Junior Johnson. Cuando Luther tenía siete años, su madre, cansada de recibir palizas, huyó con un desconocido que había conocido en un bar y seis meses después murió en un accidente de carretera. No era de extrañar que Luther lanzara piedras a todo y a todos.

Y la cosa cada vez iba a peor. Cuando tenía trece años, su padre, borracho, lo arrojó al patio en plena noche. Luther fue a la casa de Elner, y más tarde, cuando el padre, aún bebido, empezó a aporrear la puerta buscándolo, ella lo echó a escobazos. A la mañana siguiente, sentado a la mesa de la cocina de Elner, Luther estaba tan abatido que dijo:

—Nadie me quiere. Volveré, cogeré su pistola y me levantaré la tapa de los sesos. A la mierda, ya no puedo más, maldita sea. No tengo nada, jamás tendré nada.

Elner le dejó hablar un buen rato y luego dijo:

—Muy bien, Luther, si es lo que quieres, hazlo, pero no digas que no tienes nada, porque no es verdad.

—¿Qué? No tengo absolutamente nada.

—En eso te equivocas, tú tienes algo que no tiene nadie más en el mundo.

—¿El qué? ¿Un padre que es un maldito cabrón?

—No, cariño.

—Entonces ¿qué?

—Te lo explicaré —dijo. Acto seguido, abrió un cajón de la cocina y sacó un trozo de papel y un tampón—. Dame la mano —dijo. Le cogió el pulgar, lo apretó en el tampón y a continuación presionó el dedo en el papel—. Mira esto —dijo levantando el papel—, tu huella dactilar es única. No ha habido ni habrá nunca otra igual.

Él miró el trozo de papel.

—¿Y qué?

—¿Y qué? Pues que eres único, estás aquí para algo. Mírame a mí, yo no me mataría nunca, quiero saber qué va a seguir pasándome. Además —prosiguió mientras le servía más café—, hoy no puedes pensar en suicidarte, antes has de ayudarme a sacar todas mis cosas de Navidad del desván para decorar la casa.

Luther pasó con Elner aquella Navidad y alguna que otra más hasta que terminó la secundaria…, que no habría terminado si no hubiera sido por ella. Luther suspendía todas las asignaturas menos manualidades.

Un día Elner le dijo:

—Tráeme tus notas, quiero echarles un vistazo, ¿vale?

Antes nadie había querido nunca ver sus calificaciones; empezó a esforzarse más por ella.

Jamás sacó una media superior a suficiente, pero al menos iba cada día. En trabajos manuales le construyó una pajarera, y ahora que lo recordaba, no era una pajarera muy buena, pero ella la colocó en el patio delantero para que todo el mundo la viera, y se mostraba orgullosa de él.

En el instituto, Luther iba dos cursos por detrás de Linda Warren, la hija de la sobrina de Elner. Aparte de ser guapa y tener una piel impecable y una hermosa dentadura, Linda sacaba todo sobresaliente, era primera
majorette
y delegada de su curso y salía únicamente con jugadores de fútbol americano. Luther no sólo era un perfecto don nadie, sino que también le faltaba un diente y tenía más acné que nadie en la escuela, o al menos eso le parecía a él. En la jerarquía del instituto, Linda y sus sanos y pijos amigos seguramente jamás habrían advertido la presencia de Luther, pero como la tía Elner era amiga de él, siempre que se cruzaban en el pasillo Linda le sonreía y le decía «hola, Luther», y el resto de sus colegas inadaptados y perdedores quedaban deslumbrados. El mero hecho de que alguien como ella, del nivel superior de la realeza, le hablara en el pasillo hacía que todo fuera algo más soportable. Consiguió incluso algunas citas con un par de chicas decentes no enganchadas a la droga porque ellas pensaban que él era primo de Linda. Luther empezó incluso a creérselo en secreto, y cuando un día oyó a Dwayne Whooten Jr. hacer cierto comentario sexual sobre Linda, le pegó un puñetazo y le rompió la nariz.

Tras dejar el instituto se alistó en el ejército, y Elner fue la primera persona en verlo de uniforme. Cuando regresó tras servir cuatro años en una división acorazada, fue directamente a casa de Elner, donde ella le había preparado un desayuno de bienvenida. La casa de la señora Elner era el único hogar verdadero que había tenido. No sabía cómo le habrían ido las cosas de no haber sido por ella. «Apártate de esa vieja droga, cariño», le decía. «Tú no quieres crecer y ser como tu papá, tendrás cuidado, ¿me lo prometes?» Él sólo necesitaba alguien a quien consultar, que le diera pistas sobre cómo ser una persona. Elner incluso le llevó al doctor Weiser para que le colocara el diente que le faltaba.

Al otro lado de la ciudad, el señor Barton Sperry Snow oyó la noticia por la radio a la misma hora que Luther Griggs. Iba a visitar a uno de los gerentes de su empresa en Poplar Springs para hablar de la modernización de toda la zona. Al oír el nombre de Elner Shimfissle, se preguntó de pronto si sería la misma Elner Shimfissle que había conocido hacía unos años. Tenía que serlo; era la misma ciudad, Elmwood Springs, y al fin y al cabo, ¿cuántas mujeres en el mundo se llamarían así? Desde luego no era un nombre fácil de olvidar, y ella tampoco era una persona a quien se pudiera olvidar fácilmente.

Cuando la conoció, Barton Sperry Snow se estaba abriendo camino en la administración de empresas y llevaba a cabo un estudio para la Compañía de la luz y la energía de Misuri. Elner Shimfissle era una mujer de campo, grandota, y, por lo que recordaba, tenía un montón de gallinas correteando por el patio. Fue muy amable con él, y al marcharse se llevó consigo un trozo enorme de tarta y una bolsa de higos. Pero lo que más recordaba de ella era que la electricidad le encantaba y la valoraba más que nadie que él hubiera conocido. Elner le contó que una de las cosas que más lamentaba de su vida era no haber conocido a Thomas Edison en persona. «Me fastidia pensar que estábamos en la tierra al mismo tiempo y nunca pude estrecharle la mano y darle las gracias.» En una pared de la cocina incluso tenía una fotografía de Edison recortada de una revista, y le sabía mal que no hubiera una fiesta nacional en su honor. «Vaya, ¡si iluminó el mundo entero! —decía—. Piense, sin el viejo Tom Edison aún viviríamos a oscuras, no habría luz, ni radio, ni dispositivos para abrir el garaje. Para mí, el Genio de Menlo Park es el número dos, después del Señor, naturalmente, así de buena es mi opinión del viejo Tom.» Le dijo al señor Snow que aunque no hubiera una fiesta nacional, ella celebraba personalmente el aniversario cada año encendiendo todos los aparatos eléctricos y dejándolos así todo el día.

Todo un personaje. Aunque pasó sólo cuarenta y cinco minutos con ella treinta años atrás y no la había visto desde entonces, de alguna manera lamentaba su muerte. Él acababa de cumplir cincuenta, de modo que ella seguramente había vivido una bonita vejez, pues ya era muy mayor cuando la conoció. El señor Snow había sido nombrado vicepresidente de la Compañía de la luz y la energía de Misuri y ahora, al mirar atrás y recordarla tan bien, se preguntó si el entusiasmo de ella por todo lo eléctrico había tenido algo que ver con la decisión de él de trabajar para la empresa a tiempo completo. Pensándolo bien, había sido suya la idea de colgar una foto de Thomas Edison en el vestíbulo. No podía asegurarlo, pero quizás en algún lugar recóndito de su mente ella había influido más de lo que él pensaba. Lo que sí pensaba era que, si había un cielo, ojalá la anciana señora pudiera por fin conocer a Thomas Edison en persona. El viejo Tom lo pasaría en grande con ella, sin duda. El señor Snow sacó el Black-Berry y mandó un fax a su secretaria: «Hoy ha fallecido la señora Elner Shimfissle, de Elmwood Springs. Averigüe cuál es la funeraria. Mándele flores con la firma “Un viejo amigo”.»

Haciendo preparativos con Neva

11h 38m de la mañana

Cuando Tot Whooten regresó a su casa desde la de Elner, cogió el teléfono para llamar a la funeraria Quédese tranquilo. Contestó su amiga Neva.

—¿Neva? Sólo quería avisarte de que recibirás una llamada de Norma Warren, seguramente más tarde; nos hemos enterado hace un rato de que Elner Shimfissle acaba de morir en el hospital.

—¡Oh, no! ¿Qué ha pasado?

—Todo un enjambre de avispas le han picado hasta matarla.

—Oh, no…, pobrecita.

—Sí, ha tocado un nido del árbol y ha caído de la escalera. Cuando Ruby y yo hemos llegado, estaba inconsciente. Según la enfermera del hospital, no ha recobrado el conocimiento; seguramente Elner jamás supo qué la golpeó.

—Oh, no —repitió Neva—. Pero supongo que si te has de morir, lo mejor es que sea… rápido.

—Supongo…, si te has de morir.

—Sí, bueno, gracias por el aviso. Ahora sacaré su carpeta, pero me parece que ya está casi todo listo, Norma se ocupó de esto con mucha antelación.

—No me cabe duda, hay que admirarla por eso, siempre lleva la delantera. Me parece que si todos van cayendo como moscas, será mejor que ponga en orden mi propio expediente. Quién sabe qué sería de mí si dejara los pormenores de mi entierro en manos de Darlene y Dwayne Jr.

Después de colgar, Tot pensó en lo mucho que iba a echar de menos a su vecina. Elner siempre parecía contenta, de buen humor, pero no había tenido hijos. A Tot sus hijos no le habían creado más que problemas desde el principio, y más todavía desde que llegaron a la pubertad. Si había algún idiota en cien kilómetros a la redonda, lo habían escogido para casarse o tener montones de hijos. Tot les suplicaba que por favor dejaran de tener niños. «En la rama de los Whooten hay un defecto genético grave, nadie tiene ni pizca de sentido común. El que yo hiciera una mala boda no justifica que vosotros hagáis lo mismo», les había dicho a sus hijos en numerosas ocasiones, pero sus advertencias caían en saco roto. Darlene, con treinta y dos años, tenía cinco hijos, más ex maridos que Elizabeth Taylor y ni un centavo de pensión alimenticia de ninguno de ellos. Y vete a saber cuántos tenía Dwayne Jr. vagando por ahí. Seis, por lo que ella sabía, y con las mujeres que había elegido era imposible saber qué sería de ellos. Siempre que él hablaba de alguna de sus novias y decía «pensamos igual, mamá», Tot sabía que la pobre estaba en un apuro. Sus esperanzas de que uno de sus hijos mejorase al conocer a alguien de otro nivel se habían truncado una y otra vez. Y ahora, su nieta de dieciséis años, Faye Dawn, ya estaba embarazada de un chico de quince años que llevaba una cadena de perro alrededor del cuello, esmalte de uñas negro y un aro en la nariz, y no tenía barbilla. «¿Por qué se cumplirá el dicho de que “Dios los cría y ellos se juntan”?», se preguntaba. En su caso, lo de que «el agua de los vasos comunicantes tiende al equilibrio» no era algo bueno. Tot estaba asistiendo a un grupo de oración para bipolares, así como a reuniones de Al-Anon dos veces a la semana. «¿Y después, qué?», pensaba. ¿Qué nuevo infierno le esperaba?

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