Medianoche (4 page)

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Authors: Claudia Gray

Tags: #Fantástico, Infantil y juvenil, Romántico

BOOK: Medianoche
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No comentó cuáles serían las repercusiones en el caso de saltarse las normas, pero mucho me temía que los castigos solo serían el aperitivo.

Me sudaban las manos. Estaba cada vez más sonrojada y tenía la impresión de que llamaba la atención como una bengala. Me había prometido ser fuerte y no permitir que la gente me intimidara, pero las palabras se las lleva el viento. Los altos techos y las paredes del gran vestíbulo parecían cerrarse sobre mí. Incluso sentí que empezaba a quedarme sin aire.

Mi madre se las arregló para llamar mi atención sin hacerme ningún gesto ni llamarme por mi nombre, como suelen hacer las madres. Mis padres estaban en uno de los extremos de la hilera de profesores esperando a que los presentaran y ambos me sonrieron con confianza. Querían verme disfrutar del momento.

Esa esperanza infundada fue lo que colmó el vaso. Ya era bastante duro tener que combatir el miedo para encima verme obligada a enfrentarme a su decepción.

—Las clases empezarán mañana —concluyó la señora Bethany—. Por hoy, instálense en sus habitaciones, preséntense a sus compañeros, paséense por las instalaciones. Contamos con que estén preparados. Es un placer tenerles aquí y esperamos que sepan aprovechar su estancia en Medianoche.

La sala estalló en aplausos y la señora Bethany los agradeció con una leve sonrisa y una caída de ojos, un parpadeo lento y satisfecho como el de un gato bien alimentado. A continuación, el murmullo generalizado volvió a imponerse en la habitación, más bullicioso que antes. Solo había una persona con la que me apeteciera hablar y estaba claro que esa podría ser la única persona a la que tal vez le interesara hablar conmigo.

Rodeé toda la sala manteniendo la espalda siempre pegada a la pared. Lo busqué entre la multitud con desesperación, anhelando atisbar un destello del cabello castaño dorado de Lucas, sus anchas espaldas o esos ojos verde oscuro. Si yo lo buscaba y él me buscaba a mí, tarde o temprano teníamos que encontrarnos. A pesar del pánico que me provocaban las masificaciones de gente, y de mi tendencia a exagerarlas, sabía que solo había unos doscientos alumnos en aquel lugar.

Me dije que Lucas sobresaldría, que no era como los demás: frío, pedante y vanidoso. Sin embargo, enseguida comprendí lo equivocada que estaba. Lucas no era pedante, pero compartía el mismo aspecto: rasgos bellos y definidos, el mismo cuerpo de perfectas proporciones y la misma… en fin, la misma perfección. No destacaría demasiado en medio de aquellas personas tan perfectas porque en realidad formaba parte de ellas.

A diferencia de mí.

A medida que profesores y alumnos se dispersaban, el gentío fue menguando poco a poco. Me quedé deambulando por allí hasta que casi fui la única que quedó en el gran vestíbulo. Estaba convencida de que Lucas vendría a buscarme. El sabía lo asustada que estaba y se sentía responsable por haberme asustado aún más. ¿Es que ni siquiera querría saludarme?

Sin embargo, no apareció. Al final tuve que aceptar que lo había juzgado mal y eso significaba que no me quedaba más remedio que ir a conocer a mi compañera de habitación.

Subí los escalones de piedra lentamente. Mis zapatos nuevos de suelas duras repiqueteaban contra el suelo y mis pasos resonaban con gran escándalo. Lo que me hubiera apetecido era seguir subiendo hasta la última planta y dirigirme derecha al alojamiento para el profesorado de mis padres, pero sabía que me enviarían escalera abajo de inmediato en cuanto abriera la puerta. Tenía tiempo de sobra para recoger mis cosas y mudarme definitivamente después de comer. Por el momento, la primera prioridad era «instalarme».

Intenté mirarlo por el lado positivo. Tal vez la escuela intimidara a mi compañera de habitación tanto como a mí. Seguramente las cosas serían más sencillas si me tocara convivir con otra «marginada». Iba a ser una tortura tener que vivir con una extraña, verme obligada a compartir el mismo espacio con alguien a quien no conocía, incluso de noche, aunque esperaba que se me acabara pasando. Ni en mis mejores sueños imaginaba hacer amistad con nadie.

En el impreso ponía «Patrie Devereaux». Intenté relacionar el nombre con la chica que recordaba, pero no le pegaba, aunque, ¿quién podía saberlo?

Abrí la puerta y descubrí, con el alma en los pies, que el nombre de mi compañera le iba como anillo al dedo. No era ninguna marginada. En realidad era la mismísima personificación del prototipo Medianoche.

El cutis de Patrice tenía la tonalidad de un río al amanecer, una piel exquisitamente tostada y suave, y llevaba el cabello rizado recogido en un moño flojo que dejaba a la vista sus pendientes de perla y un esbelto cuello. Estaba sentada delante del tocador y me miró mientras ordenaba cuidadosamente sus botes de laca de uñas.

—Así que tú eres Bianca —dijo. Ni apretones de manos, ni abrazos, solo el tintineo de los botes de laca de uñas contra el tocador: rosa pálido, coral, melón, blanco—. No eres como esperaba.

Miles de gracias.

—Lo mismo digo.

Patrice ladeó la cabeza y me escudriñó con la mirada. Me pregunté si ya nos odiábamos. Alzó una mano con una manicura perfecta y empezó a dejar claros varios puntos contando con los dedos.

—Puedes ponerte mi perfume, pero no las joyas ni la ropa. —No mencionó el caso contrario, pero era bastante evidente que en la vida se le pasaría por la cabeza—. En principio estudiaré casi siempre en la biblioteca, pero si quieres trabajar aquí, dímelo y hablaré con mis amigas en otro lugar. Si me ayudas en las asignaturas que se te den bien, haré lo mismo por mi parte. Estoy segura de que ambas podemos aprender muchas cosas la una de la otra. ¿Alguna objeción?

—Todo perfecto.

—De acuerdo. Nos llevaremos bien.

Creo que me habría dejado mucho más patidifusa si Patrice hubiera fingido una falsa amistad de buenas a primeras. Por decirlo finamente, me quedó bastante claro que a Patrice no le gustaba andarse por las ramas.

—Me alegro —dije—. Sé que somos… diferentes.

Ni siquiera se molestó en protestar.

—Tus padres son profesores de la escuela, ¿no?

—Sí, ya veo que las noticias vuelan.

—Te irá bien. Cuidarán de ti.

Intenté agradecérselo con una sonrisa, rezando para que tuviera razón.

—¿Ya has estado antes en Medianoche?

—No, es la primera vez —contestó Patrice, como si cambiar por completo de vida fuera para ella tan sencillo como calzarse un par de zapatos de diseño recién comprados—. Es preciosa, ¿no crees?

Me guardé mi opinión sobre el estilo arquitectónico del edificio.

—Pero has dicho que tenías amigas aquí.

—Sí, claro. —Su sonrisa era tan etérea como todo lo relacionado con ella, desde el brillo amelocotonado de sus labios hasta el perfume y los botes de laca de uñas cuidadosamente ordenados en el tocador—. Courtney y yo nos conocimos en Suiza el invierno pasado. Con Vidette hice amistad cuando estuve en París. Y Genevieve y yo pasamos un verano juntas en el Caribe. ¿Fue en Santo Tomás? Igual fue en Jamaica. No lo recuerdo bien.

Mi pueblo de mala muerte me pareció más soso que nunca.

—Ah, entonces vosotros… soléis moveros en los mismos círculos.

—Más o menos. —Un poco tarde, Patrice pareció darse cuenta de lo incómoda que me sentía—. También acabarán siendo los tuyos.

—Ojalá estuviera tan segura como tú.

—Ya lo verás. —Patrice vivía en un mundo en que los veranos interminables en los trópicos estaban al alcance de todos. Me fue imposible imaginar que algún día formara parte de aquello—. ¿Conoces a alguien de aquí? Además de a tus padres, claro.

—Solo a la gente que he conocido esta mañana.

Lo que sumaba la apabullante cantidad de dos personas: Lucas y Patrice.

—Tendremos mucho tiempo para hacer amistades —aseguró Patrice con decisión, siguiendo con la distribución de sus cosas: pañuelos de seda de color marfil, medias de tonalidad marrón o gris paloma. ¿Dónde pensaba lucir esas cosas tan elegantes? Tal vez para Patrice era inimaginable viajar sin ellas—. Me han dicho que Medianoche es el lugar perfecto donde conocer hombres.

—¿Conocer hombres?

—¿Sales con alguien?

Iba a hablarle de Lucas, pero me detuve. No sé qué había ocurrido entre nosotros en el bosque, pero estaba segura de que significaba algo; sin embargo, lo que sentía me resultaba demasiado nuevo para compartirlo.

—No dejé ningún novio en mi pueblo —me limité a responder.

Conocía a todos los chicos del instituto desde que era pequeña y todavía los recordaba con sus juegos de construcciones o emplastándome plastilina en el pelo, el tipo de cosas que conseguía impedirle a una tener alguna mínima inclinación romántica por alguno de ellos.

—Novio… —repitió Patrice, sonriendo sin poder evitarlo, como si la palabra le hubiera sorprendido por su candidez.

No obstante, no se estaba burlando de mí. Desde su punto de vista, yo era demasiado joven e inexperta como para tomarme en serio.

—¿Patrice? Soy Courtney. —La chica llamó a la puerta al mismo tiempo que la abría, convencida de que sería bienvenida.

Era incluso más guapa que Patrice: cabello rubio que casi le llegaba a la cintura y esos labios carnosos que yo solo había visto en las jóvenes aspirantes a estrella de la televisión que podían permitirse cosas como el colágeno. La misma falda que a mí me colgaba hasta las rodillas sin gracia alguna, hacía que sus piernas parecieran kilométricas.

—Oh, tu habitación es mucho mejor que la mía. ¡Me encanta!

Todas las habitaciones venían siendo prácticamente iguales: un dormitorio lo bastante grande para dar cabida a dos personas, camas blancas de hierro colado y tocadores de madera tallada a cada lado. Nuestra ventana daba justo a uno de los árboles que crecían cerca de Medianoche, pero por lo demás, no conseguí adivinar qué tenía nuestra habitación de especial. Hasta que caí en la cuenta de algo.

—Estamos más cerca de los lavabos —dije.

Courtney y Patrice me miraron fijamente, como si hubiera dicho una grosería. ¿Acaso eran demasiado finas para admitir que necesitábamos lavabos?

—Eh… Nunca he compartido el baño —me excusé, incómoda—. Es decir, con mis padres sí, pero no con… No sé, seremos como doce o así por cada baño, ¿no? Esto será una locura por las mañanas.

Les había llegado el turno de darme la razón y quejarse, solidarizándose conmigo; sin embargo, Courtney siguió mirándome con curiosidad, concentrada. Me dije que era normal que me mirara con extrañeza, pero hubiera preferido que dijera algo. Sus ojos entrecerrados parecían amenazadores, bastante más que los de la mayoría de los extraños.

—Esta noche vamos a salir a los prados —dijo, dirigiéndose a Patrice, no a mí—. A cenar. Podría decirse que en plan picnic.

Se suponía que los alumnos debían comer en sus dormitorios. Estaba visto que se trataba de una «tradición», era como se hacía antaño, antes de que se hubieran inventado los comedores, y las familias enviaban paquetes con que complementar la asignación espartana de verduras que recibía cada dormitorio semanalmente. Eso significaba que tendría que aprender a cocinar en el microondas que mis padres me habían comprado. Era obvio que Patrice estaba muy por encima de esos problemas tan mundanos.

—No suena mal. ¿Qué te parece, Bianca?

Courtney la fulminó con la mirada. Por lo visto no se trataba de una invitación abierta.

—Lo siento, tengo que ir a cenar con mis padres —me disculpé—. De todos modos, gracias por preguntar.

Los exuberantes labios de Courtney adoptaron una mueca casi perversa al fruncirlos en una sonrisita.

—¿Todavía te gusta pasar el rato con mami y papi? ¿Es que te dan el biberón?

—¡Courtney! —la reprendió Patrice, aunque estaba segura de que también le había hecho gracia.

—Tienes que ver la habitación de Gwen. —Courtney empezó a empujar a Patrice hacia la puerta—. Es oscura y espantosa. Dice que para el caso podrían haberle dado unas mazmorras.

Salieron juntas y el frágil vínculo que pudiera haberse establecido entre Patrice y yo quedó truncado en un abrir y cerrar de ojos. Sus risas resonaron en el pasillo. Con las mejillas encendidas, abandoné mi dormitorio de inmediato, salí al vestíbulo de la residencia y subí corriendo al apartamento y refugio de mis padres.

Para mi sorpresa, me dejaron entrar sin armarme un escándalo. Ni siquiera me preguntaron por qué llegaba tan pronto. Al contrario, mi madre me dio un fuerte abrazo y mi padre me dijo:

—Ve a echarle un vistazo al equipaje que te hemos hecho, ¿de acuerdo? Todavía te quedan cosas por recoger, pero hemos adelantado trabajo.

Les estaba tan agradecida que me habría echado a llorar. Entré en mi habitación, ansiosa por encontrar un poco de paz y tranquilidad en un lugar seguro.

Solo quedaban unas cuantas prendas de abrigo colgadas en el armario. Todo lo demás lo habían embutido en el viejo baúl de cuero de mi padre. Le eché un rápido vistazo a mi neceser y vi maquillaje, pasadores para el pelo, champú y todo lo demás cuidadosamente colocado. La mayoría de mis libros se quedarían allí, tenía demasiados para las escasas estanterías de nuestro dormitorio. Sin embargo, había separado mis preferidos para meterlos en la maleta: Jane Eyre, Cumbres borrascosas y mis libros de astronomía. En una de las almohadas, sobre la cama hecha, había varias cosas con que decorar las paredes de mi nuevo dormitorio, como postales que mis amigos me habían enviado a lo largo de los años y algunos mapas estelares que tenía colgados en nuestra antigua casa. Sin embargo, también había algo nuevo en la habitación, algo con lo que mis padres pretendían asegurarme que éste también seguía siendo mi hogar: una pequeña lámina enmarcada de
El beso
, de Klimt. Hacía unos meses la había visto en un escaparate y les había dicho lo mucho que me gustaba. Por lo visto me la habían comprado para entregármela a modo de regalo sorpresa el primer día de escuela.

Al principio simplemente me sentí agradecida por el regalo, pero luego no pude dejar de mirar la lámina ni sacudirme de encima la sensación de que nunca me había detenido a mirarla de veras.

El beso
era una de mis obras preferidas. Klimt siempre me había gustado desde que mi madre me enseñó por primera vez sus libros de arte. Era sorprendente cómo conseguía los dorados de los segmentos y las líneas, y me gustaba la belleza de esos rostros pálidos que asomaban en las imágenes caleidoscópicas que creaba. Sin embargo, de repente la lámina había cobrado otro significado. Nunca había prestado demasiada atención al modo en que la pareja se abrazaba: el hombre se inclinaba hacia ella, desde lo alto, como si una fuerza inexorable lo empujara hacia la mujer. Ella tenía la cabeza echada hacia atrás, como en un desvanecimiento, abandonándose a la fuerza de la gravedad. Los labios resaltaban sobre la palidez de la piel ruborizada. No obstante, lo más bello de todo era que el fondo rutilante había dejado de parecer algo ajeno al hombre y la mujer, era como si se tratara de una cálida y densa bruma que su amor hacía visible y que convertía en oro el mundo que los rodeaba.

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