Nos imaginé a todos nosotros desperdigados por el mundo, juntándonos aquí y allá solo una vez al siglo. ¿Era así como iba a pasar el resto de mi existencia?
Parecía de una insoportable soledad. ¿Qué sentido tenía ser inmortal si debía llevar una vida sin amor? Mis padres habían tenido suerte al encontrarse el uno al otro y seguir juntos durante siglos. Yo había encontrado a Lucas y lo había perdido en cuestión de pocos meses. Intenté convencerme de que algún día me parecería una tontería, que el tiempo que había pasado con Lucas apenas sería «un abrir y cerrar de ojos», pero me negaba a creerlo.
La primera semana de vacaciones la pasé fundamentalmente en mi habitación. Casi siempre en la cama. De vez en cuando comprobaba el correo electrónico en la desolada sala de ordenadores, con la vana esperanza de recibir un mensaje de Lucas. Sin embargo, lo único que recibí fueron varias fotos de Vic haciendo el tonto en la playa, con gafas de sol y un gorro de Papá Noel. Me pregunté si no sería mejor escribir a Lucas en vez de esperar a que lo hiciera él, pero ¿qué iba a decirle?
Mis padres me sacaban de la habitación para realizar actividades vacacionales siempre que podían y yo intentaba seguirles la corriente. Estas cosas solo me pasan a mí: ser hija de los únicos vampiros de la historia del mundo que hornean tarta de frutas. De vez en cuando los pillaba intercambiando una mirada. Era obvio que se habían fijado en mi estado de ánimo y que no tardarían mucho en preguntarme qué me ocurría.
En cierto modo quería contárselo. Había veces en que lo único que deseaba era confesarles toda la historia de un tirón y llorar en sus brazos… Y si eso era ser una inmadura, pues me daba igual. Lo que de verdad me preocupaba era que informaran a la señora Bethany después de contarles la verdad, como, por otro lado, sería su obligación, porque estaba segura de que la directora iría detrás de Lucas para hacerle la vida imposible.
Por el bien de Lucas, no podía compartir mi infelicidad.
Habría seguido así todas las vacaciones si no hubiera sido por la nevada que cayó dos días antes de Navidad. Fue más copiosa que la primera y cubrió los prados de silencio, suavidad y un brillo blanco azulado. La nieve siempre me había gustado y fue verla, reluciente y perfecta sobre el paisaje, y levantarme el ánimo. Me puse los tejanos, las botas y el jersey verde más tupido y pesado que tenía. Con el broche prendido en la solapa del abrigo gris, bajé la escalera para ir a dar un paseo. Sabía que el frío se me iba a meter hasta los huesos, pero valdría la pena si las primeras pisadas de los prados y el bosque eran las mías. Sin embargo, al llegar a la puerta vi que no había sido la única que había tenido la misma idea.
Balthazar me sonrió avergonzado por encima de su bufanda roja.
—Cientos de años en Nueva Inglaterra y la nieve sigue emocionándome.
—Sé cómo te sientes. —Todavía seguía existiendo cierta fricción entre nosotros, pero mis buenos modales me obligaron a invitarle a pasear—. ¿Quieres ir a dar una vuelta?
—Sí. Vamos.
Al principio ambos permanecimos callados, aunque no estábamos incómodos. La nevada y la luz primeriza de la mañana, rosada y dorada, exigían silencio, y a ninguno de los dos le apetecía oír otra cosa que no fuera el crujido amortiguado de nuestras botas sobre la nieve. El camino que tomamos nos llevó hasta el bosque, igual que el paseo que habíamos dado la noche del Baile de otoño. Inhalé y solté una cálida bocanada de vaho suave y gris en el cielo invernal.
A Balthazar se le formaron unas arruguitas en la comisura de los ojos, como si estuviera divirtiéndose o, al menos, como si se sintiera feliz. Pensé en los siglos que debía de haber vivido y en el hecho de que todavía no tuviera a alguien con quien compartirlos.
—¿Puedo hacerte una pregunta personal?
Balthazar parpadeó, sorprendido, aunque no molesto.
—Claro.
—¿Cuándo moriste?
En vez de contestar de inmediato, Balthazar siguió caminando. Por el modo en que miró el horizonte pensé que estaba intentando recordar cómo eran las cosas… antes.
—En 1691.
—¿En Nueva Inglaterra? —pregunté, recordando lo que ya me había contado.
—Sí, de hecho no muy lejos de aquí. En el mismo pueblo en que nací. Solo había salido de él un par de veces. —Balthazar tenía la mirada perdida en el horizonte—. En un viaje a Boston.
—Si prefieres no hablar del tema…
—No, no pasa nada. Hace mucho tiempo que no hablo de casa.
Un cuervo hambriento se poso en una rama de un acebo cercano, negro y reluciente en medio de las espinosas hojas, y se puso a picotear las bayas. Balthazar se quedo observando los progresos del cuervo, probablemente para no tener que mirarme a mí. No sabía qué estaba preparándose para decir, pero comprendí que no le resultaba fácil.
—Mis padres se establecieron aquí en los primeros años. No vinieron en el Mayflower, pero tampoco tardaron mucho más. Mi hermana Charity nació durante el viaje. Ya tenía un mes cuando vio tierra firme por primera vez. Dijeron que eso la hizo inestable, que no estaba enraizada a la tierra. —Suspiro—. Yo nací aquí. Americano de nacimiento con ascendencia europea. En aquellos tiempos no era muy común.
—Charity. Era un nombre puritano, ¿no?
Creí recordar que lo había leído en algún libro, pero no podía imaginarme a Balthazar vestido como uno de los primeros colonos celebrando el día de Acción de Gracias.
—Los más ancianos no nos habrían situado entre los devotos. Solo nos admitieron en la parroquia de la iglesia porque… —Mi expresión debió de traicionar mi confusión, porque se echó a reír—. Historia antigua. Para los estándares actuales, mi familia era profundamente religiosa. Mis padres bautizaron a mi hermana con el nombre de una de las virtudes sagradas. Creían en esas virtudes como si fueran algo tan real que pudiera tocarse, en algo alejado de ellos. Como se cree hoy en el sol y las estrellas.
—Si eran tan religiosos, ¿por qué te pusieron un nombre tan original como Balthazar?
Me miró fijamente.
—Balthazar era uno de los tres Reyes Magos que le llevaron presentes al Niño Jesús.
—Ah.
—No era mi intención hacerte sentir mal. —Balthazar descansó su manaza en mi hombro apenas un minuto—. Ahora hay muy poca gente que se lo enseñe a sus hijos, pero antes formaba parte de la vida diaria. El mundo cambia a marchas forzadas y es muy difícil seguir su ritmo.
—Debes de echarlos mucho de menos. A tu familia, me refiero.
Me sentía totalmente fuera de lugar. ¿Qué debía de suponer para Balthazar el llevar varios siglos sin ver a sus padres o a su hermana? Ni siquiera podía llegar a imaginar el dolor que acarreaba.
«¿Y cuando tú lleves doscientos años sin ver a Lucas?».
No podía soportar volver a pensar en eso otra vez, así que me concentré en Balthazar.
—A veces creo que he cambiado tanto que mis padres apenas me reconocerían. Y mi hermana… —Balthazar se detuvo y luego sacudió la cabeza—. Sé que me has preguntado cómo eran las cosas entonces, hasta qué punto cambian, pero en realidad lo que cambia somos nosotros, Bianca. Eso es lo que más asusta y es una de las razones por las que mucha gente de aquí se comporta como adolescentes, aunque tengan cientos de años. No entienden lo que les ocurre o lo que le sucede al mundo al que han de incorporarse. Es una especie de adolescencia eterna. Y no es muy divertido.
Me abracé, temblaba de frío y de miedo al pensar en todos esos años, décadas y siglos que me esperaban por delante, cambiantes e inciertos.
Seguimos caminando un rato, Balthazar ensimismado en sus pensamientos y yo perdida en los míos. Nuestros pies levantaban pequeñas esquirlas de nieve fresca e íbamos dejando las únicas pisadas en un mar blanco. Al final, encontré el valor de preguntarle a Balthazar lo que realmente quería saber.
—Si pudieras retroceder en el tiempo, ¿te los traerías contigo? ¿A tu familia?
Esperaba que me dijera que sí, que haría cualquier cosa para volver a estar con ellos. O que me dijera que no, que a pesar de todo no habría encontrado las fuerzas para acabar con sus vidas. Cualquiera de las dos respuestas me diría mucho acerca de cuánto duraba el dolor, hasta cuándo tendría que soportar la angustia de haber perdido a Lucas. Lo que no esperaba era que Balthazar se detuviera en seco y me mirara con dureza.
—Si pudiera volver atrás, moriría con mis padres —contestó.
—¿Qué?
Estaba tan sorprendida que no se me ocurrió nada mejor que decir.
Balthazar se acercó a mí y me tocó la mejilla con su mano enguantada. Su gesto no fue cariñoso, como el de Lucas. Lo que Balthazar intentaba era abrirme los ojos, despertarme a la realidad.
—Tú estás viva, Bianca, aunque todavía no sabes apreciar lo que eso significa. Es mejor que ser un vampiro, mejor que cualquier cosa. Ya apenas recuerdo qué se sentía estando vivo, y si pudiera volver a sentirlo, aunque solo fuera por un día, no podría pagarlo ni con todo el oro del mundo. Incluso volver a morir, para siempre. Los siglos que he vivido y las maravillas que he visto no pueden compararse a estar vivo. ¿Por qué crees que los vampiros de aquí son tan crueles con los alumnos humanos?
—Porque… Bueno, porque son unos esnobs, supongo…
—Te equivocas, es por celos. —Nos miramos en silencio un largo rato antes de que añadiera —: Disfruta de la vida mientras puedas, porque no dura… Ni para los vampiros ni para nadie.
Jamás me habían dicho nada por el estilo. Mis padres no añoraban estar vivos, ¿no? Nunca les había oído decir ni una palabra al respecto. Y Courtney, Erich, Patrice, Ranulf… ¿De verdad todos ellos deseaban ser humanos?
—No me crees —dijo Balthazar, tal vez adivinando mis dudas.
—No es eso. Sé que no me mientes, no me mentirías sobre algo tan importante, tú no eres así.
Balthazar asintió y al ver la lenta y leve sonrisa que empezó a dibujarse en sus labios, tuve la sensación de haber dicho más de lo que pretendía decir. Esa luz esperanzada en su mirada era algo que no había visto desde la noche del Baile de otoño, antes de que me decantara por Lucas.
Sin embargo, lo que más me reconcomía era que yo también había dicho la verdad: Balthazar nunca me mentiría acerca de algo importante, ni aunque la verdad me resultara ingrata de oír. Balthazar era alguien en quien se podía confiar, una buena persona, y deseé ser como él, alguien que antepusiera el bien común a sus propios intereses, alguien que se hubiera merecido la confianza de Lucas.
«Tal vez todavía no sea demasiado tarde», pensé.
Nuestras pisadas dibujaron un camino serpenteante por los prados de regreso al internado, donde me despedí de Balthazar y subí la escalera a toda prisa hacia la sala de ordenadores. Por fortuna, la puerta no estaba cerrada. Mientras esperaba que mi ordenador se encendiera, recordé la lámina de
El beso
de Klimt sobre mi cama. Los dos amantes se abrazaban para la eternidad, fusionándose en uno solo, fundidos en un mosaico de rosa y oro.
Cuando se ama a alguien hay que impedir que las mentiras se interpongan entre ambos. No importa lo que suceda, aunque se le pierda para siempre, decir la verdad es fundamental.
Introduje la dirección de correo electrónico de Lucas con dedos temblorosos, y en la línea de asunto puse: «y nada más que la verdad». Empecé a escribir y vomité todo lo que había guardado hasta ese día. Le conté que lo que había visto esa noche era cierto con toda la brevedad y sencillez de la que fui capaz.
Que era un vampiro, hija de vampiros y que estaba predestinada a ser como ellos.
Que Medianoche estaba lleno de vampiros, que la escuela existía para instruirnos en los cambios que sufría el mundo y para protegernos de la gente que nos tenía miedo porque no nos entendía.
Que le había mordido la noche del Baile de otoño sin intención de hacerle daño porque deseaba estar lo más cerca posible de él.
Las palabras salían a borbotones. En realidad era un poco caótico. Nunca me había atrevido a contar esos secretos y no dejaba de repetirme y de explicarme mal o de hacer preguntas de cuyas respuestas no estaba segura. Sin embargo, todo eso daba igual. Lo único que importaba de verdad era sincerarme con Lucas de una vez por todas.
Al final, escribí:
No te lo cuento porque con ello espero recuperarte. Sé que no lo merezco, sobre todo después de lo que he hecho, y aunque no estás en peligro en Medianoche, supongo que no querrás volver a acercarte a la escuela.
Si te escribo es en gran parte para pedirte que, si todavía no le has dicho a nadie lo que viste aquí, por favor no lo hagas. No le enseñes a nadie este correo. Guarda este secreto por mí. Si la verdad sale a la luz, mis padres, Balthazar y muchos otros estudiantes estarán en peligro y todo habría sido por mi culpa. No podría soportar haber sido la responsable de haberle hecho daño a alguien.
No le he contado a nadie que me viste con Erich en el tejado. Lo he hecho para mantenerte a salvo. A cambio podrías hacer lo mismo por mí, ¿de acuerdo? Es lo único que te pido. Tal vez sea más de lo que merezco, pero no se trata solo de mí, se trata de la gente que podría resultar malparada.
También quería que supieras que me importas lo suficiente como para contarte la verdad. Siento haber tardado tanto y que sea demasiado tarde, pero espero que sepas entender su importancia cuando comprendas cómo me siento.
Te añoraré siempre. Adiós, Lucas.
Apreté el botón de «enviar» antes de que pudiera arrepentirme, y nada más hacerlo, sentí que un escalofrío me recorría el cuerpo. ¿Y si Lucas ignoraba mis palabras? ¿Y si el correo electrónico que le había enviado no solo no lo animaba a guardar silencio sino que además le proporcionaba pruebas? Tal vez debería haberme arrepentido de habérselo enviado, pero no fue así. Tal vez Lucas ya no volviera a confiar en mí, pero yo seguía confiando en él.
No esperaba una respuesta. Sin embargo, la esperanza era lo último que se perdía. Me pasé todo el día comprobando y volviendo a comprobar el correo electrónico, y el siguiente, y luego en Navidad, en cuanto pude escaquearme de la entrega de regalos.
Lucas no había contestado.
Año Nuevo. Nada.
Me dije que había valido la pena decirle la verdad aunque solo fuera por tener la conciencia tranquila, y lo creía de todo corazón, pero no por eso fue más fácil tener que afrontar que mi confesión no había servido de nada. Lo había perdido para siempre.