Read Memnoch, el diablo Online
Authors: Anne Rice
Memnoch no respondió. Parecía pensativo. Al cabo de un rato preguntó:
—¿Quieres saber el motivo de todo ello, sí o no? Tenía la certeza de que estarías interesado en averiguarlo. Supuse que querrías que te contara todos los detalles.
—¡Claro que quiero saberlo! —respondí—. Pero... no creo que deba.
—Puedo revelarte lo que sé —dijo Memnoch con suavidad, encogiéndose levemente de hombros.
Poseía un cabello más suave y recio que el pelo humano, más grueso, y desde luego más incandescente. Observé las raíces, que asomaban sobre la frente despejada. Su rebelde melena parecía haberse alisado y caía como una silenciosa cascada sobre sus hombros. La piel de su rostro tenía también un aspecto suave y terso. Observé la nariz larga y bien formada, la boca amplia y carnosa, la pronunciada línea de la mandíbula.
Advertí que sus alas no habían desaparecido, aunque eran casi invisibles. La configuración de las plumas, superpuestas en múltiples hileras, sí me resultaba visible, pero sólo si entrecerraba los ojos e intentaba aislar los detalles sobre un fondo semejante a la oscura corteza de un árbol.
—No puedo pensar con claridad —dije—. Sé lo que opinas de mí, crees que has elegido a un cobarde. Temes haber cometido un tremendo error. Soy incapaz de razonar. Yo... lo he visto. Me dijo: «¡Jamás te convertirás en mi adversario!» ¡Tú me condujiste ante su presencia y luego me apartaste violentamente de Él!
—Él mismo lo consintió —contestó Memnoch arqueando las cejas.
—¿Ah, sí?
—Por supuesto.
—Entonces ¿por qué me habló con tono suplicante? ¿Por qué lo hizo?
—Porque era Dios Encarnado; Dios Encarnado sufre y siente las mismas emociones que un ser humano. Eso fue lo que te ofreció de sí mismo, su capacidad de sufrimiento, eso es todo.
Memnoch alzó la mirada al cielo y meneó la cabeza, arrugando un poco el ceño. Su rostro, bajo esa forma, no podía expresar ira ni rencor. Blake también se había asomado al cielo.
—Pero era Dios —dije.
Memnoch asintió con un movimiento de cabeza y respondió:
—Sí, era la encarnación del Señor.
Luego se quedó absorto, con la mirada perdida en los árboles. No parecía molesto, ni tampoco irritado ni harto. Quizá no podía mostrar unas emociones negativas bajo aquella forma. Comprendí que estaba escuchando los suaves murmullos del jardín, que yo también percibía.
Aspiré el olor de los animales, los insectos, el penetrante perfume de esas flores selváticas recalentadas por el sol que han experimentado una mutación y que las selvas tropicales pueden alimentar sólo en sus zonas más recónditas o en las elevadas ramas de los árboles. De pronto capté el olor de unos seres humanos.
Nos hallábamos en un jardín real, poblado de mortales.
—Hay otros seres aquí—dije.
—Así es —respondió Memnoch sonriendo con ternura—. No eres un cobarde. ¿Quieres que te lo cuente todo, o simplemente que te deje marchar? Ahora sabes más cosas de lo que tres millones de humanos consiguen aprender a lo largo de sus vidas. No sabes qué hacer con esa información ni cómo seguir existiendo, siendo lo que eres... Pero has visto el cielo, tal como deseabas. ¿Quieres que te deje ir? ¿No quieres saber por qué necesito tu ayuda?
—Sí, quiero saberlo —contesté—. Pero en primer lugar deseo saber cómo es posible que tú y yo, unos adversarios, nos encontremos aquí juntos, y cómo es posible que tengas este aspecto y seas el diablo, y que yo... —añadí, soltando una carcajada—... tenga el aspecto que tengo y sea el mismísimo diablo. Eso es lo que quiero saber. Jamás había visto romperse las leyes estéticas del mundo. Las únicas leyes que conozco y que me parecen naturales son la belleza, el ritmo, la simetría.
»Yo denomino a ese mundo "el Jardín Salvaje", porque los seres que lo pueblan son insensibles al sufrimiento y la belleza de la mariposa atrapada en la tela de araña, del ñu que yace en la estepa, con el corazón aún palpitante todavía, mientras los leones se acercan a lamer la sangre que mana de la herida de su cuello.
—Comprendo y respeto tu filosofía —dijo Memnoch—. Coincido plenamente con lo que has dicho.
—Pero ahí arriba vi algo —dije—. Vi el cielo. Vi que el jardín salvaje se había convertido en un jardín ideal. ¡Lo vi con mis propios ojos! —exclamé, rompiendo a llorar de nuevo.
—Lo sé, lo sé —respondió Memnoch, en un intento de consolarme.
—De acuerdo —dije, tratando de recobrar la compostura.
Tras rebuscar en los bolsillos de mi chaqueta encontré un pañuelo de hilo con el que me sequé las lágrimas. El aroma del hilo me hizo recordar mi casa de Nueva Orleans, donde la chaqueta y el pañuelo habían permanecido hasta el anochecer de ese mismo día, cuando los había sacado del armario para ir a secuestrar a Dora en plena calle.
¿O había sucedido otra noche?
No tenía la menor idea.
Oprimí el pañuelo sobre los labios, aspirando el olor del polvo, el moho y el calor de Nueva Orleans. Luego me limpié la boca.
—¡De acuerdo! —repetí con firmeza—. Si no estás asqueado de mí...
—¿Sí...?
—Quiero saberlo todo.
Memnoch se puso en pie, se sacudió unas briznas de hierba de la túnica y contestó:
—Eso es lo que estaba esperando. Ahora podemos empezar en serio.
—Demos un paseo por el bosque mientras charlamos —dijo Memnoch—. Si no te importa caminar un rato.
—En absoluto —respondí.
Memnoch se retiró algunas briznas que aún habían quedado adheridas a su túnica, una bonita, aunque discreta y sencilla prenda, que podía haberse puesto ayer o hace un millón de años. Memnoch tenía una talla algo más grande que la mía, quizá superior a la de la mayoría de humanos; colmaba las míticas expectativas de un ángel, excepto por sus alas blancas, que eran diáfanas y, por razones prácticas, conservaban su forma ocultas bajo un manto de invisibilidad.
—Estamos fuera del tiempo —dijo—. No te preocupes por los hombres y mujeres que nos encontremos en el bosque. No pueden vernos. Ninguno de los que están aquí puede vernos, y por eso puedo conservar mi forma actual. No tengo que recurrir al cuerpo siniestro y diabólico que según Él es el más indicado para llevar a cabo mis maniobras terrenales, ni a la forma del Hombre Corriente, que es la que prefiero.
—¿De modo que no podías aparecer en la Tierra ante mí bajo tu forma angelical?
—No sin discutir y suplicar, lo cual no me apetecía —contestó Memnoch— Eso habría inclinado la balanza excesivamente a mi favor. Bajo esta forma, parezco demasiado bondadoso. No puedo entrar en el cielo de otro modo; Él no quiere verme con la otra apariencia, cosa que no le reprocho. Francamente, en la Tierra me resulta más sencillo asumir el aspecto del Hombre Corriente.
Memnoch me ayudó a levantarme. Su mano tenía un tacto firme y cálido. De hecho, su cuerpo parecía tan sólido como el de Roger hacia el final de su fantasmagórica visita. El mío estaba intacto y presentaba el mismo aspecto de siempre.
No me asombró comprobar que tenía el pelo alborotado. Me apresuré a pasarme el peine y me sacudí los pantalones y la chaqueta. En Nueva Orleans me había puesto un traje oscuro que ahora aparecía manchado de polvo y tenía pegadas unas briznas de hierba, pero aparte de eso no había sufrido ningún desperfecto. El cuello de la camisa estaba roto, como si yo mismo lo hubiera desgarrado al sentirme asfixiado. Aparte de esos detalles sin importancia, ofrecía como siempre un aspecto elegante en medio de aquel frondoso jardín, tan distinto a todos los que había visto en mi vida.
Un rápido vistazo me confirmó que aquello no era una selva tropical, sino un bosque bastante menos denso, aunque muy primitivo.
—Fuera del tiempo... —dije.
—Bueno, digamos que entramos y salimos de él a nuestro antojo —contestó Memnoch—. Exactamente nos hallamos a varios miles de años anteriores a tu época. Pero te repito que los hombres y mujeres que deambulan por estos bosques no pueden vernos, así que no te preocupes. Por otra parte, los animales no pueden atacarnos. Somos unos meros observadores; nuestra presencia no puede influir en nada de lo que vemos. Ven, conozco este terreno como la palma de mi mano. Sígueme, cerca de aquí hay un sendero que atraviesa el bosque. Tengo mucho que contarte. Las cosas a nuestro alrededor empezarán a cambiar.
—¿Tu cuerpo es real? ¿Completo?
—Los ángeles somos invisibles por naturaleza —respondió Memnoch—. Es decir, somos inmateriales en el sentido de la materia terrenal, o de la materia del universo físico o como quieras describir la materia. Pero tenías razón al decir que poseemos un cuerpo esencial, y podemos obtener suficiente materia de diversas fuentes para crearnos un cuerpo completo y funcional, del que posteriormente nos desembarazamos.
Caminamos despacio y con tranquilidad a través de la hierba. Mis botas, suficientemente gruesas para hacer frente a los rigores del invierno en Nueva York, resultaban muy útiles para avanzar por el accidentado terreno.
—Quiero decir —prosiguió Memnoch, volviéndose para mirarme (medía unos siete centímetros más que yo) con sus grandes ojos rasgados— que no es un cuerpo prestado, ni tampoco totalmente artificial. Es mi cuerpo cuando está rodeado y saturado de materia. Dicho de otro modo, es el resultado lógico una vez que mi esencia ha logrado obtener los materiales que necesita para elaborarse un cuerpo.
—Es decir, que puedes asumir el aspecto que desees.
—Justamente. El cuerpo de diablo es una penitencia; el Hombre Corriente, un mero subterfugio. Éste es mi aspecto natural. En el cielo hay muchos ángeles como yo. Tú sólo te fijaste en las almas humanas, pero está lleno de ángeles.
Traté de recordar. ¿No había visto a unos seres más altos de lo normal, dotados de alas? Sí, creía haberlos visto, pero no estaba seguro. De pronto resonó en mis oídos el beatífico clamor del cielo. Experimenté la alegría, la felicidad de sentirse a salvo y, por encima de todo, la satisfacción de las almas que estaban allí. Pero no me había fijado en los ángeles.
—Asumo mi aspecto natural —continuó Memnoch— cuando estoy en el cielo o me hallo fuera del tiempo; cuando voy por libre, por decirlo así, y cuando no estoy en la Tierra. Otros ángeles, como Miguel o Gabriel, etcétera, pueden aparecer en la Tierra en su forma glorificada si lo desean. Sería completamente natural. La materia que atraen mediante su fuerza magnética les confiere un aspecto muy hermoso, tal como los concibió Dios. Pero por lo general no se presentan así en la Tierra, sino como hombres o mujeres corrientes, porque resulta más sencillo. No conviene apabullar a los seres humanos; resulta contraproducente para nuestros intereses y los de nuestro Señor.
—¿Y cuáles son esos intereses? ¿Qué te propones, puesto que declaras que no eres un ser maligno?
—Empecemos por la Creación. En primer lugar debo decir que no sé nada sobre la procedencia de Dios, ni el cómo ni el porqué. Nadie lo sabe. Todos los escritores místicos, los profetas de la Tierra, hindúes, zoroástricos, hebreos, egipcios, reconocen la imposibilidad de comprender los orígenes de Dios. Eso no me incumbe, aunque sospecho que al final de los tiempos lo sabremos.
—¿Te refieres a que Dios no ha prometido revelarnos de dónde procede?
—¿Sabes una cosa? —replicó Memnoch con una sonrisa—. Creo que ni Dios mismo lo sabe. Creo que ése fue el motivo de que creara el universo físico. Piensa que observando la evolución del universo conseguirá averiguar sus orígenes. Ha puesto en marcha un gigantesco jardín salvaje, un experimento descomunal, para comprobar si al final aparece otro ser como Él. Dios nos ha hecho a todos a su imagen y semejanza, es antropomórfico, sin duda, pero no es material.
—Y cuando apareció aquella luz cegadora en el cielo, cuando te cubriste los ojos, apareció Dios.
Memnoch asintió.
—Dios Padre, Dios, la Esencia, Brahma, el Aten, el Dios Bondadoso,
En Sof,
Yahvé, Dios.
—Entonces ¿cómo es posible que sea antropomórfico?
—Su esencia posee una forma, igual que la mía. Nosotros, los primeros seres que creó, fuimos hechos a su imagen y semejanza. Él mismo nos lo dijo. Dios posee dos piernas, dos brazos y una cabeza. Nos convirtió en unas imágenes invisibles de sí mismo. Luego puso en marcha el universo para estudiar el desarrollo de esa forma a través de la materia, ¿comprendes?
—No del todo.
—Pienso que Dios nos creó a partir de su propia imagen. Creó un universo físico cuyas leyes determinarían la evolución de unas criaturas semejantes a Él, unas criaturas materiales. Pero no tuvo en cuenta un curioso detalle. Sí, la historia de la Creación está plagada de curiosos detalles. Ya sabes lo que opino. Tu amigo David lo descubrió cuando era mortal. Creo que el plan de Dios fracasó.
—Es cierto, David dijo que los ángeles creían que el plan de la Creación, tal como lo había concebido Dios, había fracasado.
—En efecto. Pienso que Dios creó el universo para comprobar qué hubiera sucedido de haber estado constituido Él mismo por materia. Creo que pretendía averiguar sus orígenes, por qué tiene la forma que tiene, una forma semejante a la tuya o la mía. Al observar la evolución del hombre, Dios confiaba en descifrar su propia evolución, suponiendo que eso hubiera ocurrido. En cuanto al resultado de su plan, juzga por ti mismo.
—Un momento —dije—. Pero si Él es espiritual, está hecho de luz o de la nada, ¿qué le hizo pensar en la materia?
—Lo que me planteas es un misterio cósmico. En mi opinión, fue su imaginación la que creó la materia, o la previo o la deseó. Creo que esto último constituye un aspecto muy importante de su mente. Si Dios se originó a partir de la materia... ello significa que esto es un experimento para comprobar si la materia puede evolucionar hasta convertirse de nuevo en Dios.
»Por otra parte, si Dios no se originó a partir de la materia, si es algo que Él imaginó o deseó, ello no incide básicamente sobre Él. Él deseaba la materia. No se sentía satisfecho sin ella. De otro modo no la habría creado. No fue un hecho fortuito, te lo aseguro.
»Pero debo advertirte que no todos los ángeles coinciden en esta interpretación. Algunos creen que no es necesario tratar de interpretarlo y otros sostienen unas tesis completamente distintas. En cualquier caso ésta es mi tesis, y puesto que soy y hace siglos que vengo siendo el diablo, el adversario, el príncipe de las tinieblas, el gobernante del infierno, creo que merece la pena que exprese mi opinión. Pienso que es absolutamente creíble. Éste es mi artículo de fe.