Memnoch, el diablo (24 page)

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Authors: Anne Rice

BOOK: Memnoch, el diablo
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—¿Para qué? —preguntó Memnoch, sorprendido.

—No voy a marcharme con el diablo sin decírselo antes a nadie —respondí—. Eres el diablo. ¿Por qué habría de fiarme de ti? ¡Es absurdo! Tú juegas según tus normas, como todo el mundo, y yo no conozco esas normas. Hemos quedado en que lo pensaré durante dos noches. Entretanto, déjame en paz. Júralo.

—¿Por qué? —preguntó Memnoch educadamente, como si hablara con un niño terco y rebelde—. ¿Para liberarte del temor de oír mis pasos?

—Es posible.

—¿De qué sirve que te lo jure si no crees una palabra de lo que te he dicho? —preguntó Memnoch, meneando la cabeza como si se hallara ante un imbécil.

—¿Eres capaz de jurarlo o no?

—Te lo juro —dijo, llevándose la mano al corazón, o al lugar donde se suponía que estaba su corazón—. Con absoluta sinceridad, por supuesto.

—Gracias, así me quedo más tranquilo —dije.

—David no te creerá —afirmó Memnoch con suavidad.

—Lo sé.

—La tercera noche —dijo Memnoch, asintiendo con la cabeza para subrayar sus palabras— vendré a buscarte aquí, o dondequiera que te encuentres.

Así, con una última sonrisa tan afable como la anterior, desapareció.

No fue una despedida como la que yo habría previsto, pues Memnoch se largó a una velocidad que ningún humano hubiera podido captar.

Puede decirse que se esfumó en el acto.

8

Me levanté temblando, me sacudí los pantalones y la chaqueta, y constaté sin sorpresa que la habitación estaba tan intacta como cuando había entrado en ella. Por lo visto, la batalla se había librado en otra dimensión. Pero ¿en cuál?

Tenía que encontrar a David. Faltaban menos de tres horas para que amaneciera, así que partí de inmediato en su busca.

No podía adivinar el pensamiento de David, ni tampoco llamarlo, puesto que sólo disponía de un instrumento telepático. Es decir, sólo podía explorar las mentes de los mortales con los que me tropezaba para tratar de captar alguna imagen de David al pasar éste por un lugar reconocible.

No había recorrido aún tres manzanas, cuando comprendí que no sólo había detectado una poderosa imagen de David, sino que me la transmitía la mente de otro vampiro.

Cerré los ojos y traté con todas mis fuerzas de ponerme en contacto con David. Al cabo de unos segundos, ambos captaron mi mensaje, David a través del ser que estaba junto a él. Se hallaba en un lugar boscoso que reconocí enseguida.

En mis tiempos, la carretera Bayou cruzaba esa zona en dirección a la campiña. En cierta ocasión, cerca de allí, Claudia y Louis, tras intentar asesinarme, habían dejado mis restos flotando en las aguas del pantano.

Actualmente la zona se había convertido en un parque que de día se llenaba de madres y niños, además de contar con un museo que albergaba obras muy interesantes, y de noche ofrecía un denso follaje donde ocultarse.

En esa zona crecían los robles más vetustos de Nueva Orleans, y una hermosa e inmensa laguna serpenteaba bajo el pintoresco puente que se hallaba en el centro del parque.

No tardé en encontrar allí a los dos vampiros, comunicándose a través de la densa oscuridad, lejos de los caminos señalizados. David, como de costumbre, iba impecablemente vestido.

Sin embargo, al ver al otro me quedé perplejo.

Se trataba de Armand.

Estaba sentado en un banco y su postura era desenfadada, como la de un chiquillo, con un pie apoyado en el asiento, observándome con su mirada inocente, cubierto de polvo y luciendo una larga melena castaña, rizada y alborotada.

Vestía unos ceñidos vaqueros y una cazadora. Podía pasar por un ser humano, desde luego un vagabundo, aunque su rostro estaba pálido como la cera y más suave que la última vez que nos habíamos visto.

En cierto modo, me recordaba a un muñeco con ojos de cristal de color pardo, ligeramente brillantes, un muñeco que hubiera sido hallado en un desván. Sentí deseos de cubrirlo de besos, limpiarlo, pulirlo, procurarle un aspecto aún más radiante.

—Eso es lo que deseas siempre —dijo Armand. Su voz me desconcertó. Había perdido cualquier rastro de acento francés e italiano. Su tono era melancólico y estaba desprovisto de rencor—. Cuando me hallaste bajo Les Innocents —dijo—, querías bañarme con perfume y vestirme con una bata de terciopelo y grandes mangas bordadas.

—Sí, y peinar tu maravilloso pelo castaño —contesté irritado—. Tienes buen aspecto, lo suficiente como para abrazarte y amarte.

Ambos nos miramos durante un momento. Luego Armand se levantó y avanzó hacia mí en el preciso instante en que yo me aproximaba para abrazarlo. Su gesto no era tentativo, pero sí extraordinariamente delicado. Yo podría haber retrocedido, pero no lo hice. Permanecimos abrazados unos momentos. Un cuerpo frío y duro abrazado a otro cuerpo frío y duro.

—Pareces un querubín —dije. Luego hice una cosa bastante descarada y atrevida: le revolví el pelo de forma juguetona.

Armand es más bajo que yo, pero mi gesto no pareció ofenderlo.

De hecho, sonrió complacido y se alisó el cabello con la mano. Al sonreír, sus mejillas adoptaron el aspecto de unas manzanas tersas y sonrosadas y la expresión de sus labios se suavizó. Luego levantó la mano derecha y me atizó un puñetazo en el pecho, también juguetonamente.

Fue un puñetazo en toda regla. Armand siempre ha sido un bravucón. De todos modos, sonreí amablemente.

—No recuerdo ningún problema entre nosotros —dije.

—Ya lo recordarás —contestó Armand—. Y yo también. ¿Pero qué importa?

—Cierto —dije—. Lo importante es que ambos estamos aquí.

Armand soltó una carcajada, sonora pero profunda, y meneó la cabeza mientras dirigía a David una mirada que dejaba entender que se conocían muy bien, tal vez demasiado. No me hacía gracia que se conocieran. David era mi David; Armand, mi Armand.

Me senté en el banco de piedra.

—De modo que David te lo ha contado todo —dije, mirando a Armand y luego a David.

David sacudió la cabeza en sentido negativo.

—No sin tu permiso, Príncipe Engreído —dijo David con desdén—. Jamás me atrevería a hacerlo. El único motivo que ha traído a Armand hasta aquí es su preocupación por ti.

—¿De veras? —pregunté con sarcasmo

—Sabes que es cierto —respondió Armand.

Armand mostraba una actitud desenfadada. Se notaba que había recorrido mucho mundo, que había aprendido. Ya no parecía el objeto ornamental de una iglesia. Mantenía las manos en los bolsillos, como un tipo duro.

—No me busques las cosquillas —dijo Armand lentamente, sin rencor—. Te crees el amo del mundo, ¿no es cierto? Esta vez quería hablar contigo antes de que ocurra un desastre.

—De modo que te has convertido en mi ángel guardián —dije con sorna.

—Así es —contestó Armand sin parpadear—. ¿Qué vas a hacer? ¿Vas a contármelo o no?

—Vamos a dar un paseo —respondí.

David y Armand me siguieron y nos dirigimos a paso de mortal hacia un lugar donde crecían unos robles milenarios, cubierto de hierbajos y abandonado, donde ni siquiera el vagabundo más desesperado buscaría refugio.

Nos hicimos un pequeño claro entre las raíces negras volcánicas y la tierra. La brisa que soplaba del lago, fresca y límpida, barría los aromas de Nueva Orleans, de la ciudad. Henos aquí a los tres, reunidos de nuevo.

—Dime en qué andas metido —insistió Armand. De pronto se inclinó hacia mí y me besó de una forma infantil, muy europea—. Es evidente que te encuentras en un aprieto. Todo el mundo lo sabe.

Los botones metálicos de su cazadora eran helados al tacto, como si sólo hiciera unos minutos que hubiera regresado de un lugar donde el invierno era mucho más crudo.

Nunca estamos muy seguros sobre los poderes de nuestros colegas. Es como un juego. No se me habría ocurrido preguntar a Armand cómo había llegado hasta allí, ni por qué medios, de la misma forma que tampoco se me ocurriría preguntar a un mortal cómo hacía el amor con su mujer.

Observé a Armand detenidamente, consciente de que David yacía sobre la hierba, apoyado en un codo, mientras nos estudiaba.

Al cabo de unos minutos dije:

—El diablo se ha aparecido ante mí y me ha pedido que le acompañe con objeto de mostrarme el cielo y el infierno.

Armand no contestó. Se limitó a fruncir un poco el entrecejo.

—Es el mismo diablo en el que te dije que no creía —continué— hace siglos, cuando tú sí creías en él. Tenías razón, al menos en una cosa: existe. Lo he visto y he hablado con él. Me ha concedido esta noche y la noche de mañana para consultarlo con quien quiera. Desea mostrarme el cielo y el infierno. Afirma que no es malvado.

David tenía la vista perdida en el infinito. Armand me observaba atentamente, en silencio.

Les conté toda la historia. Relaté a Armand la historia de Roger y la aparición de su fantasma. Luego les expliqué a ambos mi accidentada visita a Dora, la conversación que había mantenido con ella y que, al dejarla, el diablo me había perseguido hasta mi casa, además de la pelea que se produjo entre ambos.

Les conté todos los pormenores. Les hablé con total franqueza, sin reservas, dejando que Armand sacara sus propias conclusiones.

—No quieras humillarme —le advertí—. No me preguntes por qué huí de Dora ni por qué le comuniqué de una forma tan torpe la muerte de su padre. No consigo librarme de la presencia de Roger, de la sensación de su amistad hacia mí y su cariño hacia su hija. Ese Memnoch, el diablo, es un individuo bastante razonable y cordial, muy convincente. En cuanto a nuestra pelea, no sé cómo acabó, pero creo que lo dejé impresionado. Dentro de dos noches vendrá a buscarme y, si la memoria no me falla, cosa que sucede con frecuencia, dijo que me encontraría dondequiera que estuviera.

—Sí, eso está claro —dijo Armand en voz baja.

—Veo que no te divierten mis desgracias —tuve que reconocer con un pequeño suspiro de resignación.

—Por supuesto que no me divierte —contestó Armand—. Aunque, como de costumbre, no pareces sentirte desgraciado. Estás a punto de vivir una fantástica aventura, sólo que esta vez te muestras más prudente que cuando dejaste que aquel mortal se largara con tu cuerpo y tú le arrebataste el suyo.

—No es prudencia, es pánico. Creo que ese ser, Memnoch, es realmente el diablo. Si hubieras tenido aquellas visiones, tú también lo creerías. No eran artes de magia, todos sabemos hacer esos trucos. Te aseguro que luché contra él. Posee una esencia capaz de habitar cuerpos mortales. Él mismo es objetivo e incorpóreo, de eso estoy seguro. ¿El resto? Quizá fuera un encantamiento. Me dio a entender que dominaba esas artes tan bien como yo.

—Estás describiendo a un ángel —terció David—, un ángel caído.

—El mismo diablo... —dijo Armand—. ¿Qué pretendes de nosotros, Lestat? ¿Que te aconsejemos? Pues bien, yo que tú no me iría con él.

—¿Por qué? —preguntó David antes de que yo pudiera meter baza.

—Sabemos que existen seres terrenales que no podemos clasificar, localizar ni controlar —respondió Armand—. Sabemos que existen algunas especies mortales y ciertos tipos de mamíferos que parecen humanos pero no lo son. Esa criatura podría ser cualquier cosa. Hay algo muy sospechoso en la forma en que se aparece ante ti, con tanta parafernalia pero sin perder los buenos modales.

—No obstante, quizá se trate realmente del diablo, en cuyo caso todo encajaría —declaró David—. Dices que es un ser razonable, Lestat, tal como suponías que era. No es un idiota moral, sino un ángel auténtico, y desea tu colaboración. Ha empleado la fuerza en su primera aparición ante ti, pero no quiere seguir haciéndolo.

—Yo no creo en él —dijo Armand—. ¿Qué significa que quiere que le ayudes? ¿Que tendrás una existencia simultánea en la Tierra y en el infierno? No, no me convence su imaginería, su vocabulario. Ni tampoco su nombre. Memnoch. Suena malvado.

—Esas cosas ya os las había contado en diversas ocasiones —dije.

—Jamás he visto al príncipe de las tinieblas con mis propios ojos —dijo Armand—. He asistido a muchos siglos de superstición, a portentos realizados por seres demoníacos como nosotros. Tú has visto más cosas que yo, Lestat. Pero tienes razón. Ya me habías hablado de esas cosas, y yo te digo que no debes creer en el diablo ni en que eres hijo de él. Eso mismo le dije una vez a Louis, cuando éste acudió a mí en busca de una explicación sobre Dios y el universo. Yo no creo en el diablo. Te aconsejo que no creas lo que te dice ese misterioso ser ni tengas más tratos con él.

—En cuanto a Dora —dijo David suavemente—, creo que obraste de forma imprudente, pero quizá puedas subsanar esa torpeza.

—No lo creo —contesté.

—¿Por qué? —inquirió David.

—Permitidme que os haga una pregunta: ¿creéis lo que os he contado?

—Sé que nos has dicho la verdad —contestó Armand—, pero ya te lo he dicho, no creo que esa criatura sea el diablo ni que vaya a llevarte al cielo ni al infierno. Francamente, si fuera cierto... razón de más para que no tengas más tratos con él.

Observé a Armand durante unos minutos en un intento de distinguir sus rasgos en la oscuridad, de descifrar lo que realmente pensaba sobre aquel asunto, y al fin comprendí que era sincero. No me tenía envidia ni me guardaba rencor; no estaba resentido ni se sentía engañado. Todas esas cosas eran agua pasada, suponiendo que alguna vez le hubieran obsesionado. Quizás habían sido imaginaciones mías.

—Quizá —dijo Armand, como si me hubiera adivinado el pensamiento—. Pero no te equivocas al creer que te hablo con sinceridad. Te aconsejo que desconfíes de esa criatura, y rechaces la propuesta de una colaboración verbal con ella.

—El concepto medieval de un pacto —dijo David.

—¿Qué diantres significa? —pregunté, sin ánimo de ser descortés.

—Hacer un pacto con el diablo —contestó David—, acordar algo con él. Es lo que Armand te advierte que no debes hacer. No hagas un pacto con él.

—Exacto —dijo Armand—. Me parece más que sospechosa su insistencia en el aspecto moral de vuestro acuerdo. —Su rostro juvenil reflejaba preocupación y los hermosos ojos lanzaban destellos en la oscuridad—. ¿Por qué tienes que acceder de forma voluntaria?

—No recuerdo con exactitud los términos en los que me expresé —respondí. Estaba confundido—. Pero le dije algo sobre las normas del juego.

—Quiero hablar contigo sobre Dora —dijo David en voz baja—. Tienes que remediar de inmediato el daño que le has causado, o al menos prométenos que no...

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