Read Memnoch, el diablo Online
Authors: Anne Rice
Miré a Memnoch.
Este permaneció sentado frente a mí, con el brazo apoyado en el respaldo de la silla de Louis, sin dejar de observarme.
—¿Es que no vas a dejarme nunca en paz? —pregunté, con un suspiro de resignación.
Memnoch me miró perplejo y soltó una carcajada. Cuando se reía, su rostro asumía un aire extraordinariamente simpático.
—No, por supuesto que no —contestó con tono pausado y solemne, como intentando evitar así que me alterara más—. Llevo siglos esperando a alguien como tú, Lestat. Te he estado observando durante todo el tiempo. No, me temo que no voy a dejarte en paz. Pero no quiero que estés triste. ¿Qué puedo hacer para que te calmes? ¿Un pequeño milagro, un regalo, para que dejes de llorar y podamos hablar con tranquilidad?
—¿Hablar con tranquilidad?
—Te lo contaré todo —respondió Memnoch—, para que comprendas por qué es necesario que gane esta batalla.
—¿Insinúas que puedo negarme a cooperar contigo? —pregunté.
—Desde luego. Nadie puede ayudarme si no desea hacerlo. Estoy cansado. Cansado de mi trabajo. Necesito ayuda. Eso es lo que oyó tu amigo David en el café, cuando experimentó aquella fortuita epifanía.
—¿De modo que fue una epifanía fortuita? ¿Cómo es aquella palabra que utilizó David? No la recuerdo. ¿Así que no pretendíais que David os viera hablando a Dios y a ti?
—Es muy complicado de explicar.
—¿Acaso os he fastidiado el plan al convertir a David en uno de los nuestros?
—Sí y no. Esa parte que oyó David es correcta. Mi tarea es ardua y estoy cansado. El resto de las ideas de David sobre aquella breve visión... —Memnoch meneó la cabeza para indicar que le parecían un disparate—. He venido a buscarte, a solicitar tu ayuda, pero es necesario que lo dejes todo resuelto antes de tomar una decisión.
—No creía que fuese tan perverso —murmuré con voz temblorosa, a punto de romper de nuevo a llorar—. Con todas las barbaridades que han cometido los humanos en el mundo, los crímenes que han perpetrado contra sus semejantes, el indecible sufrimiento que han padecido mujeres y niños a manos de la humanidad, y vienes a buscarme precisamente a mí. ¡Debo de ser un monstruo! Supongo que David era demasiado bueno. No se convirtió en un consumado degenerado como imaginabas.
—Por supuesto que no eres un monstruo —respondió Memnoch para tranquilizarme. Luego soltó un breve suspiro.
Empecé a fijarme en más detalles de su aspecto. No es que ahora se me revelasen con mayor nitidez, como había sucedido cuando el fantasma de Roger apareció en el bar, sino que yo me había sosegado. Observé que tenía el pelo rubio oscuro, suave y rizado. Las cejas no eran negras sino del mismo color, y las mantenía fruncidas en un gesto que no encerraba la menor vanidad ni arrogancia. No parecía estúpido, desde luego. La ropa era corriente, aunque no creo que fueran unas prendas como las que se venden en las tiendas. Eran de material real, pero la chaqueta resultaba demasiado simple, sin botones, y la camisa blanca demasiado sencilla.
—Siempre has tenido conciencia —dijo Memnoch—. Eso es precisamente lo que me gusta de ti. Conciencia, razón, voluntad, dedicación. ¡Pero si eres un portento! Y te diré algo más: fue como si me hubieras llamado.
—Imposible.
—Vamos, piensa en todos los retos que has lanzado al diablo.
—Eso era poesía, versos burlescos o como quieras llamarlo.
—No es cierto. Piensa en todas las cosas que has hecho. Recuerda cuando despertaste a aquel vejestorio y lo dejaste suelto por el mundo —dijo Memnoch lanzando una breve carcajada—. ¡Como si no tuviéramos suficientes monstruos creados por la evolución! Y después tu aventura con el ladrón de cuerpos. Tuviste la oportunidad de reencarnarte, y la rechazaste para volver a ser lo que eras antes. No sé si sabrás que tu amiga Gretchen se ha convertido en una santa. Vive en la selva.
—Sí, he leído la noticia en los periódicos.
Gretchen, mi monja, mi amor durante el breve tiempo en que fui mortal, no había vuelto a pronunciar una palabra desde la noche en que huyó de mí para refugiarse en su capilla misionera e hincarse de rodillas ante el crucifijo. Permaneció en aquella aldea en medio de la selva rezando día y noche, sin apenas probar bocado. Los viernes la gente recorría centenares de kilómetros, desde Caracas y Buenos Aires, para ver cómo sangraba a través de los estigmas de sus manos y pies. Ese había sido el fin de Gretchen.
De pronto, en medio de aquella delicada situación, se me ocurrió que quizá Gretchen estuviera realmente con Jesús.
—No, no lo creo —dije secamente—. Gretchen perdió la razón; está sumida en un permanente estado de histeria y yo soy el culpable. Es simplemente una mística más, como tantas otras, que sangra por unas heridas como Jesús.
—No pretendo juzgar ese incidente —dijo Memnoch—. Pero volvamos a nuestro asunto. Te decía que lo habías intentado todo menos pedirme directamente que acudiera. Has desafiado a la autoridad, has vivido todo tipo de experiencias. Te has enterrado vivo en dos ocasiones y una vez trataste de elevarte hasta el sol para convertirte en un montón de cenizas. Lo único que te faltaba era... llamarme. Era como si me hubieras preguntado: «¿Qué más puedo hacer, Memnoch?»
—¿Se lo has contado a Dios? —pregunté con frialdad, negándome a caer en sus redes, evitando no mostrarme curioso ni excitado.
—Naturalmente —contestó Memnoch.
Me quedé tan perplejo que no conseguí articular palabra.
No se me ocurría nada ingenioso. Pensé en plantearle algunos problemas de carácter teológico o ciertas preguntas complicadas, del tipo: «¿Cómo es que Dios no estaba enterado?» Pero no venía a cuento.
Tenía que pensar, concentrarme en lo que me decían mis sentidos.
—¡Tú y Descartes! —exclamó Memnoch con desprecio—. ¡Tú y Kant!
—No me metas en el mismo saco que a los demás —protesté—. Soy el vampiro Lestat, único e irrepetible.
—Lo sé —contestó Memnoch.
—¿Cuántos vampiros quedan en el mundo? No me refiero a otros seres inmortales, monstruos, espíritus malignos y criaturas semejantes a ti, sino a vampiros. No hay ni un centenar, y ninguno es como Lestat.
—Estoy completamente de acuerdo contigo. Deseo que seas mi ayudante.
—¿No te ofende que no te respete, que no crea en ti ni te tema, aun después de lo que ha sucedido? ¿No te fastidia que estemos en mi casa y yo me esté burlando de ti? No creo que Satanás lo consintiera. Yo, en tu lugar, no lo permitiría. A veces me he comparado contigo. Lucifer, el hijo de la mañana. Les he dicho a mis detractores e inquisidores que era el diablo, o que si alguna vez me topaba con Satanás lo arrojaría de la Tierra.
—Memnoch —me rectificó éste—. No pronuncies el nombre de Satanás, te lo ruego, ni ninguno de estos otros: Lucifer, Belcebú, Azazel, Sammael, Marduk, Mefistófeles, etcétera. Me llamo Memnoch. Pronto comprobarás que los otros representan diferentes combinaciones de orden alfabético o bíblico. Memnoch es un nombre intemporal. Adecuado y agradable. Memnoch, el diablo. No lo busques en ningún libro, porque no lo hallarás.
No contesté. Estaba dándole vueltas a algo que me intrigaba. El diablo podía cambiar de forma, pero debía de existir una esencia invisible. ¿Me había topado quizá con la fuerza de esa esencia invisible al atizarle el puñetazo? No sentí el tacto de su rostro, sólo una fuerza que oponía resistencia. Si me lanzaba ahora sobre él, ¿comprobaría que esa apariencia humana estaba llena de la esencia invisible, de tal modo que era capaz de repeler mi agresión con una fuerza equiparable a la del ángel negro?
—Sí —dijo Memnoch—. Imagina lo que supondría intentar convencer a un mortal de esas cosas. Pero ése no es el motivo por el que te elegí. Te elegí no tanto porque sabía que no te costaría tanto comprenderlo todo, sino porque eres perfecto para esa tarea.
—La tarea de ayudar al diablo.
—Sí, de ser mi mano derecha, por decirlo así, mi bastón cuando me siento fatigado. Mi príncipe.
—Estás muy equivocado. ¿Te parece divertido el sufrimiento que me causa mi conciencia? ¿Crees que me gusta la maldad o que pienso en ella cuando contemplo algo tan hermoso como el rostro de Dora?
—No, no creo que te guste la maldad —respondió Memnoch—. Ni a mí tampoco.
—¿Que no te gusta la maldad? —repetí, mirándolo con recelo.
—La odio. Y si no me ayudas, si dejas que Dios siga haciendo las cosas a su modo, la maldad, que en realidad no es nada, acabará destruyendo el mundo.
—¿Dios desea que el mundo se destruya? —pregunté arrastrando lentamente las palabras.
—Quién sabe —replicó Memnoch con frialdad—. Aunque no creo que Dios levantase ni un dedo para evitar que sucediera. Yo no lo deseo, desde luego. Pero mi sistema es el más eficaz, mientras que los de Dios son cruentos y devastadores, y muy peligrosos. Lo sabes tan bien como yo. Tienes que ayudarme. Estoy ganando la batalla, te lo aseguro. Pero este siglo ha sido insoportable para todos.
—De modo que pretendes decirme que no eres malvado...
—Exactamente. ¿Recuerdas que tu amigo David te preguntó que si ante mi presencia intuías la maldad, y respondiste con una negativa?
—El diablo es un embustero reconocido.
—Mis enemigos también son de todos conocidos. Ni Dios ni yo mentimos por naturaleza. Mira, no espero que creas lo que te digo. No he venido aquí para convencerte de nada con mi charla. Si quieres te conduciré al infierno y al cielo, y así podrás hablar con Dios todo el tiempo que quieras. No precisamente con el Dios Padre, no
En Sof,
pero... bueno, ya lo irás comprendiendo todo más adelante. Ahora es inútil que trate de explicarte las cosas si no estás dispuesto a renunciar a tu vida frívola y vacía para consagrarte a una batalla crucial con el fin de salvar el mundo.
No contesté. No sabía qué decir. Memnoch y yo estábamos a muchas leguas del punto en el que habíamos iniciado la conversación.
—¿Ver el cielo? —murmuré, tratando de asimilarlo todo poco a poco—. ¿Ver el infierno?
—Por supuesto —respondió Memnoch con tono paciente.
—Necesito una noche para pensarlo.
—¿Cómo?
—He dicho que quiero pensarlo durante una noche.
—No me crees. ¿Acaso quieres una señal?
—No, estoy empezando a creerte —respondí—. Por eso tengo que pensarlo. Tengo que sopesar los pros y los contras.
—Estoy dispuesto a responder a cualquier pregunta que desees formularme, a mostrarte lo que quieras.
—Entonces, déjame tranquilo durante dos noches. Esta noche y la de mañana. Creo que es una petición razonable, ¿no? Ahora, déjame tranquilo.
Memnoch parecía desilusionado, quizás incluso un poco receloso. Pero yo había dicho lo que pensaba. No hubiese podido ser de otro modo. Reconocí la verdad en cuanto brotó de mis labios, pues el pensamiento y la palabra estaban estrechamente unidos en mi mente.
—¿Es posible engañarte? —pregunté.
—Desde luego —respondió Memnoch—. Yo confío en mis dotes, al igual que tú en las tuyas. Tengo mis límites, como tú. Cualquiera puede engañarte, lo mismo que a mí.
—¿Y a Dios?
—¡Uf! —contestó Memnoch con desprecio—. Esa es una pregunta irrelevante. No imaginas cuánto te necesito. Estoy cansado. —Su voz había adquirido una elevada carga emocional—. En cuanto a lo de engañar a Dios... digamos, para decirlo piadosamente, que está por encima de esos temas. Te concedo esta noche y la de mañana. No te molestaré ni te acosaré. Pero ¿puedo preguntarte qué piensas hacer?
—¿Por qué? ¡O me concedes las dos noches para meditarlo o no!
—Todos sabemos que eres bastante imprevisible —respondió Memnoch, sonriendo con afabilidad.
Descubrí otra cosa en la que no había reparado antes. No sólo tenía unas proporciones perfectas, sino que carecía de cualquier defecto; era el paradigma del Hombre Corriente.
Ignoro si adivinó lo que yo estaba pensando en aquellos momentos, pero no observé ninguna reacción. Se limitó a esperar educadamente mi respuesta.
—Debo ir a ver a Dora.
—¿Por qué? —preguntó Memnoch.
—No tengo por qué darte más explicaciones.
Memnoch me miró perplejo.
—¿No vas a ayudarla a resolver ese lío referente a su padre? ¿Por qué no se lo explicas con claridad? Quisiera saber hasta qué punto estás dispuesto a comprometerte, qué es lo que vas a revelar a esa mujer. Estoy pensando en el tejido de las cosas, por utilizar la palabra que empleó David. Es decir, ¿qué será de esa mujer cuando te vengas conmigo?
No contesté.
Memnoch suspiró y dijo:
—Está bien, llevo siglos esperándote. Qué más da que espere otras dos noches. Estamos hablando sólo de mañana por la noche, ¿de acuerdo? Pasado mañana, al anochecer, vendré a por ti.
—De acuerdo.
—Te haré un pequeño regalo, que te ayudará a creer en mí. No es tan fácil descifrar lo que piensas y lo que crees. Estás lleno de paradojas y conflictos. Te daré algo que te sorprenderá.
—Muy bien.
—Éste es mi regalo, llamémoslo un signo. Pregunta a Dora sobre el ojo del tío Mickey. Pídele que te cuente la verdad, que te explique lo que Roger nunca supo.
—Parece un juego espiritista de salón.
—¿Tú crees? Pregúntaselo.
—De acuerdo. La verdad sobre el ojo del tío Mickey. Permíteme que te haga una última pregunta. Eres el diablo. Está claro. Pero dices que no eres malvado. ¿Cómo se entiende eso?
—Otra pregunta irrelevante. Te responderé de forma algo misteriosa. Resulta completamente innecesario que yo sea malvado. Tú mismo lo comprobarás. Todavía tienes mucho que aprender.
—Pero ¿no eres opuesto a Dios?
—¡Naturalmente, es mi adversario! Lestat, cuando veas todo lo que quiero mostrarte y oigas todo lo que tengo que decirte, cuando hayas hablado con Dios y comprendas su punto de vista, así como el mío, te unirás a mí en contra de él. Estoy seguro de ello.
Memnoch se levantó, dando así por terminada la entrevista.
—Me marcho. ¿Te ayudo a levantarte del suelo?
—Irrelevante e innecesario —dije enojado—. Voy a echarte de menos —solté de forma inesperada.
—Lo sé —contestó Memnoch.
—Me has concedido dos noches de plazo —dije—. Recuérdalo.
—¿No comprendes que si me acompañas ahora ya no habrá noches ni días? —respondió Memnoch.
—Es una propuesta muy tentadora —dije—, pero ésa es vuestra especialidad, ¿no? Tentar a la gente. Necesito meditar y consultarlo con otras personas.