Read Memnoch, el diablo Online
Authors: Anne Rice
Dora se acercó a mí, procurando no pisar las carpetas que yacían en el suelo, y añadió:
—Nadie sabe por qué Dios permite que exista el mal.
—Cierto.
—Ni cómo irrumpió en el mundo. Pero el mundo está lleno de millones de personas —gentes que creen en la Biblia, musulmanes, judíos, católicos, protestantes, descendientes de Abraham— que se ven envueltas en situaciones en las que el mal se halla presente, en las que está el diablo, en las que existe un elemento que Dios permite que exista, un adversario, por utilizar el lenguaje de tu amigo.
—Sí. Adversario. Esa es la palabra que él empleó.
—Creo firmemente en Dios —dijo Dora.
—Y piensas que también yo debería hacerlo.
—¿Qué puedes perder? —preguntó Dora.
No respondí.
Dora comenzó a pasearse por la habitación, con la cabeza inclinada y aire pensativo. Un mechón de pelo negro le rozaba la mejilla; sus largas piernas, enfundadas en unas medias, eran muy delgadas pero resultaban atractivas. Se había quitado el abrigo y me fijé en que llevaba un sencillo vestido de seda negro. Noté de nuevo su olor, el olor de su sangre femenina, íntima, fragante. Turbado, aparté la vista.
—Yo sé lo que puedo perder en estas cuestiones. Si creo en Dios, y si Dios no existe, estaría perdiendo mi vida. Podría acabar lamentándome en mi lecho de muerte de haber desperdiciado la única experiencia real del universo que podía haber vivido.
—Exactamente eso es lo que yo pensaba cuando estaba vivo. No quería desperdiciar mi vida creyendo en algo que era indemostrable y disparatado. Quería conocer lo que podía ver, sentir y saborear en la vida.
—Sí, pero tu situación es distinta. Eres un vampiro. Desde un punto de vista teológico, eres un demonio. Eres poderoso y no puedes morir de forma natural. Eso te da una ventaja.
Las palabras de Dora me hicieron reflexionar.
—¿Sabes lo que ha sucedido hoy en el mundo? —preguntó Dora—. Siempre iniciamos nuestro programa con unos boletines informativos y preguntamos a la audiencia: ¿Sabéis cuántas personas han muerto hoy en Bosnia, Rusia o África? ¿Sabéis cuántas escaramuzas se han librado hoy en el mundo, cuántos asesinatos se han cometido?
—Ya te entiendo.
—Me refiero a que no es probable que ese ser tenga el poder de embaucarte. Por tanto, deja que te muestre lo que te ha prometido. Si resulta que estoy equivocada... si haces que me condene, entonces habré cometido un trágico error.
—No, habrás vengado la muerte de tu padre, eso es todo. Pero estoy de acuerdo contigo. No creo que pretenda embaucarme. Me lo dice mi instinto. Y te diré algo más sobre Memnoch, el diablo, algo que te sorprenderá.
—¿Que te cae bien? Lo sé. Lo comprendí enseguida.
—¿Cómo es posible? Yo no me gusto. Me amo, me amaré hasta el día en que muera, pero no me gusto.
—Anoche dijiste algo —respondió Dora—. Dijiste que si te necesitaba no tenía más que llamarte en mis pensamientos, en mi corazón.
—Así es.
—Pues bien, quiero que tú hagas lo mismo. Si te marchas con ese ser, y me necesitas, llámame. Si no consigues librarte de él por tu propia voluntad y necesitas que interceda, llámame y le pediré a Dios que te ayude. No por una cuestión de justicia sino de misericordia. ¿Me prometes hacerlo?
—Sí.
—¿Qué vas a hacer ahora? —preguntó Dora.
—Pasar contigo las horas que me quedan y ocuparme de tus asuntos. Me aseguraré, a través de mis numerosos aliados mortales, de que nadie pueda perjudicarte en lo referente a tu herencia.
—Ya lo ha hecho mi padre —contestó Dora—. Créeme. Lo ha dejado todo bien atado.
—¿Estás segura?
—Sí, lo ha resuelto con su habitual brillantez. Ha dejado una gran suma de dinero que irá a parar a manos de sus enemigos, superior a la fortuna que me ha legado a mí. No tienen necesidad de acosarme. En cuanto se enteren de que ha muerto, se apresurarán a apoderarse de sus bienes.
—¿Lo sabes con certeza?
—Sí. Dedícate esta noche a poner orden en tus asuntos. No te preocupes de los míos. Prepárate para embarcarte en la aventura que te espera.
Observé a Dora durante unos minutos. Todavía permanecía sentado a la mesa. Ella estaba de pie, de espaldas al ventanal. Su silueta, aparte de su pálido rostro, parecía dibujada con tinta negra.
—¿Existe Dios? —pregunté a Dora en voz baja. ¡Cuántas veces había formulado esa pregunta! Incluso se lo había preguntado a Gretchen mientras yacía en mis brazos.
—Sí, Dios existe, Lestat —respondió Dora—. Puedes estar seguro. Es posible que le hayas estado rezando durante tanto tiempo y con tanta insistencia, que al final ha oído tus ruegos. A veces me pregunto si no lo hará adrede, me refiero a no atender nuestros ruegos.
—¿Prefieres quedarte aquí o te acompaño a casa?
—Prefiero quedarme. No quiero volver a emprender otro viaje como el anterior. Pasaré el resto de mi vida tratando de recordar cada detalle, pero sé que no lo conseguiré. Quiero permanecer en Nueva York, junto a las cosas de mi padre. En cuanto al dinero, has cumplido tu misión.
—Así pues, ¿aceptas las reliquias, la fortuna?
—Desde luego. Conservaré los preciados libros de Roger hasta el momento en que pueda mostrárselos a otros, las obras de su admirado y herético Wynken de Wilde.
—¿Necesitas algo más de mí? —pregunté.
—¿Crees que... crees que amas a Dios?
—Rotundamente, no.
—¿Por qué lo dices?
—¿Cómo quieres que lo ame? —repliqué—. ¿Cómo quieres que lo ame nadie? ¿Recuerdas lo que dijiste hace un rato sobre las cosas que ocurren en el mundo? Todo el mundo odia a Dios. No es que Dios haya muerto en el siglo veinte, es que todo el mundo le odia. Al menos, ésa es mi opinión. Quizá fuera eso lo que trataba de decirme Memnoch.
Dora me miró perpleja y disgustada. Quería decir algo. Hizo un gesto ambiguo, como si tratara de atrapar unas flores en el aire para mostrarme su belleza.
—Le odio —dije.
Dora se santiguó y unió las manos en señal de oración.
—¿Vas a rezar por mí?
—Sí —respondió—. Aunque no vuelva a verte después de esta noche, aunque jamás me tropiece con una prueba que demuestre tu existencia ni que estuviste aquí conmigo, que mantuvimos esta conversación, nuestro encuentro me ha transformado para siempre. Tú eres mi milagro, por decirlo así. Eres la mayor prueba que se le podría conceder a un mortal. No sólo confirmas la existencia de lo sobrenatural, lo misterioso y lo prodigioso, sino que confirmas justamente lo que yo creo.
—Comprendo —respondí. Todo parecía perfectamente lógico, simétrico y cierto. Sacudí la cabeza, sonriendo, y añadí—: Me disgusta tener que dejarte.
—Vete —contestó Dora. De golpe apretó los puños y dijo furiosa—: Pregúntale a Dios qué quiere de nosotros. Tienes razón. ¡Todos le odiamos!
Durante unos instantes sus ojos expresaron una intensa ira. Luego recuperó la compostura y me miró con los ojos llenos de lágrimas:
—Adiós, cariño —dijo.
Fue una despedida muy dolorosa para ambos.
Al salir del apartamento comprobé que estaba nevando con intensidad.
Las puertas de la imponente catedral de San Patricio permanecían cerradas a cal y canto. Me detuve en los escalones de piedra y contemplé la Torre Olímpica, preguntándome si Dora podía verme ahí de pie, tiritando de frío, mientras la nieve se deslizaba con suavidad por mi rostro de modo persistente, doloroso, maravilloso.
—De acuerdo, Memnoch —dije en voz alta—. No es necesario perder más tiempo. Puedes venir a por mí cuando quieras.
De inmediato, oí resonar sus pasos a través del túnel monstruoso y desierto de la Quinta Avenida, entre las grotescas torres de Babel.
Mi suerte estaba echada.
Me volví a un lado y a otro, pero no había un alma a la vista.
—¡Estoy listo para ir contigo, Memnoch! —grité.
Estaba muerto de pánico.
—Demuéstrame que tienes razón, Memnoch. ¡Te lo exijo!
Los pasos sonaban cada vez con más fuerza. Era uno de sus trucos favoritos.
—Recuerda, tienes que hacer que vea las cosas desde tu perspectiva. ¡Eso fue lo que prometiste!
De pronto se levantó un fuerte viento, aunque no sé de dónde soplaba.
La metrópoli parecía vacía, congelada, como si se hubiera convertido en mi tumba. La nieve caía en espesos copos sobre la catedral, ocultando las torres.
Al cabo de unos instantes oí su voz junto a mí, incorpórea, íntima.
—Bien, querido amigo —dijo—. Empezaremos ahora mismo.
Nos hallábamos inmersos en un torbellino que conformaba un túnel. Entre nosotros reinaba un silencio tan profundo que incluso podía percibir el sonido de mi respiración. Memnoch estaba muy cerca de mí, sosteniéndome por los hombros, de forma que vi su oscuro rostro y sentí el roce de su cabello en mi mejilla.
No presentaba el aspecto del Hombre Corriente, sino del ángel de granito. Sus gigantescas alas nos envolvían, protegiéndonos de la ferocidad del viento.
Mientras nos elevábamos sin la menor señal que hiciese referencia a la ley de la gravedad, comprendí dos cosas. La primera era que estábamos rodeados de millares y millares de almas. ¡Almas, sí! ¿Qué es lo que vi? Unas formas suspendidas en el torbellino, algunas completamente antropomórficas, otras unos meros rostros, que me rodeaban por doquier, unas entidades espirituales o unos individuos. Oí levemente sus voces —murmullos, gritos y aullidos— mezcladas con el rugido del viento.
El sonido no podía herirme ahora como lo había hecho en las apariciones anteriores, pero percibí un fuerte estruendo cuando nos elevamos, como si girásemos sobre un eje, mientras el túnel se hacía de pronto tan angosto que las almas parecían rozarnos. Después el túnel se ensanchó durante unos breves instantes, para volver a estrecharse.
Lo segundo que comprendí fue que la oscuridad empezaba a desvanecerse alrededor de Memnoch. Su perfil aparecía brillante, casi translúcido, al igual que las informes prendas que llevaba. Las patas de macho cabrío del tenebroso diablo se convirtieron en las piernas de un hombre alto y corpulento. En suma, toda su turbia y humosa presencia había sido sustituida por algo cristalino y reflectante que poseía un tacto dúctil, cálido y vivo.
Percibí unas frases sueltas, unos fragmentos de las Sagradas Escrituras, de visiones, declaraciones proféticas y poesías; pero no había tiempo de evaluarlas, analizarlas ni grabarlas en la memoria.
Memnoch se dirigió a mí con una voz que quizá no fuera técnicamente audible, pero capté la forma de hablar sin acento del Hombre Corriente.
—Es difícil ir al cielo sin haberse sometido a cierta preparación. Te sentirás perplejo y desorientado ante lo que verás. Pero si no te lo muestro ahora, permanecerás obsesionado con ello durante todo nuestro diálogo, de modo que voy a conducirte hasta las mismas puertas del cielo. Prepárate a oír una risa que no es risa, sino gozo. Lo captarás como risa porque es el único medio de recibir o percibir ese exaltado sonido.
No bien hubo pronunciado la última sílaba aparecimos en un jardín, sobre un puente que atravesaba un río. Durante unos instantes sentí que la luz me cegaba y cerré los ojos, pensando que el sol de nuestro sistema solar se había propuesto quemarme tal como merecía: un vampiro convertido en una antorcha que luego se extinguiría para siempre.
Pero la intensa y misteriosa luz era benéfica. Abrí los ojos y comprobé que nos hallábamos de nuevo rodeados de individuos, en la orilla del río. Vi seres que se abrazaban, conversaban, lloraban y gemían. Al igual que los anteriores, presentaban toda clase de formas. Un individuo parecía tan sólido como cualquier ciudadano con el que hubiera podido toparme en la ciudad, otro no era más que una gigantesca expresión facial, mientras que otros parecían simples fragmentos de materia y luz. Algunos eran totalmente diáfanos y otros parecían invisibles, sólo que yo sabía que estaban presentes. Resultaba imposible calcular el número.
El espacio donde nos hallábamos era infinito. En las aguas del río se reflejaba la luz; la hierba tenía un color verde tan vivo como si hubiera acabado de brotar, de nacer, como en una pintura o una película de dibujos animados.
Mientras Memnoch seguía sujetándome, me volví para contemplar su nueva forma. Era todo lo contrario del siniestro ángel, pero su rostro poseía los mismos rasgos enérgicos que la estatua de granito y los ojos expresaban ira. Era el rostro de los ángeles y los diablos de William Blake. Un rostro más allá de la inocencia.
—Vamos a entrar —dijo Memnoch.
Yo me agarré a él con ambas manos.
—¿Te refieres a que esto no es el cielo? —pregunté. El tono de mi voz era normal, confidencial.
—Así es —respondió con una sonrisa mientras me conducía al otro lado del puente—. Cuando penetremos, debes ser fuerte. Ten presente que habitas un cuerpo terrenal, por lo que te sentirás abrumado ante todo cuanto veas y oigas. No podrás soportarlo como si estuvieras muerto o fueras un ángel o mi lugarteniente, que es justamente lo que deseo que seas.
No había tiempo para discutir. Atravesamos rápidamente el puente; ante nosotros se abrían las gigantescas puertas del cielo. Los muros eran tan altos que no alcanzaba a ver su cima.
El ruido aumentó de volumen y nos envolvió por completo. Sí, era como la risa, como unas oleadas de risas lúcidas y fulgurantes, con la particularidad de que poseían un sonido canoro, como si quienes reían entonaran al mismo tiempo unos cánticos.
Lo que vi, sin embargo, me impresionó infinitamente más que aquel sonido.
Era el lugar más denso, intenso, bullicioso y magnífico que jamás había contemplado. Nuestro lenguaje requiere multitud de sinónimos para describir la belleza; mis ojos veían lo que las palabras no pueden describir.
De nuevo estábamos rodeados de individuos, unas personas llenas de luz y por completo antropomorfas; poseían brazos, piernas, rostros sonrientes, cabello, iban vestidas con toda clase de prendas, si bien corrientes. Aquellas gentes se movían, se desplazaban en grupo o por separado, formaban unos corros, se abrazaban, se acariciaban, se cogían de la mano.
Me volví hacia derecha e izquierda. Por doquier había multitud de seres que charlaban o intercambiaban impresiones, algunos se abrazaban y besaban, otros bailaban; los grupos y corros seguían desplazándose en todas direcciones, aumentando o disminuyendo de tamaño, extendiéndose y encogiéndose.