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Authors: Anne Rice

Memnoch, el diablo (31 page)

BOOK: Memnoch, el diablo
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—No, está mirando hacia aquí pero no puede vernos. ¿Qué es lo que la distingue de los hombres?

—Para empezar, sus pechos y el hecho de no tener barba. Todos los hombres tienen barba. La mujer lleva el pelo más largo, lógicamente, y es bonita, delicada, femenina. No lleva un niño en los brazos, pero los otros sí. Debe de ser la más joven del grupo, o quizá no ha parido todavía.

Memnoch asintió.

La mujer tenía los ojos entrecerrados, como yo, y me pareció que nos estaba mirando. Tenía el rostro alargado, ovalado, lo que un arqueólogo denominaría un rostro Cromagnon; no presentaba ningún rasgo simiesco, ni tampoco sus compañeros. Su piel era de color dorado, como la de las gentes semíticas o árabes, como la de Dios. El viento agitaba suavemente su hermosa cabellera. De pronto la mujer se volvió y siguió avanzando.

—Van desnudos —observé.

Memnoch lanzó una pequeña carcajada.

Nos dirigimos de nuevo hacia el bosque y la estepa desapareció. La atmósfera era densa, húmeda y perfumada.

A nuestro alrededor se alzaban inmensas coníferas y helechos. No había visto jamás unos helechos de aquel tamaño. Sus monstruosas frondas eran mayores que las de los plátanos, y por lo que respecta a las coníferas, sólo eran comparables a las descomunales secoyas de los bosques del oeste de California, unos árboles que siempre me han infundido temor y una sensación de soledad.

Memnoch siguió adelante, indiferente a la exuberante selva tropical que nos rodeaba. Junto a nosotros se deslizaban diversos animales e insectos; a lo lejos percibimos unos rugidos. El suelo estaba tapizado de hierba verde y aterciopelada, y a veces sembrado de piedras.

De repente se levantó una fresca brisa y me volví. La estepa y los humanos habían desaparecido. Los helechos eran tan tupidos que durante unos instantes no me di cuenta de que había comenzado a llover. La lluvia caía sobre las copas de los árboles y sólo nos alcanzaba su suave y apacible sonido.

Los humanos no habían pisado jamás aquella selva, resultaba evidente, pero era posible que se ocultaran en ella unos monstruos que nos estuvieran acechando en las sombras.

—Ahora —dijo Memnoch, apartando con la mano derecha el denso follaje mientras seguíamos caminando—, permíteme que vaya al grano, es decir, que te hable sobre lo que yo he organizado como las trece revelaciones de la evolución, tal como las captaron los ángeles y las comentaron con Dios. Ten presente que hablaremos sólo de este mundo; los planetas, las estrellas y otras galaxias, no tienen nada que ver con nuestra discusión.

—¿Te refieres a que somos los únicos seres vivos que hay en el universo?

—Me refiero a que lo único que conozco es mi mundo, mi cielo y mi Dios.

—Comprendo.

—Como te he dicho, presenciamos numerosos y complejos procesos geológicos; vimos cómo se erigían las montañas, cómo se creaban los mares, cómo se desplazaban los continentes. Entonábamos continuamente himnos de alabanza a Dios; era algo indescriptible. Tú has contemplado sólo una parte del cielo, lleno de humanos que cantaban. En aquel tiempo los únicos coros celestiales eran los nuestros, y cada nueva creación propiciaba infinidad de salmos y cánticos. Era un sonido muy distinto. No digo que mejor, sino distinto.

«Entretanto, nos dedicábamos a descender a la atmósfera de la Tierra sin preocuparnos de su composición, concentrándonos en la multitud de detalles que nos rodeaban. Las minucias de la vida, a diferencia del reino celestial, nos exigían una gran atención.

—De modo que lo veíais todo con gran claridad.

—El amor de Dios, plenamente iluminado, no se veía aumentado, intensificado ni interferido por los pequeños detalles.

Llegamos a una pequeña cascada cuyas aguas desembocaban en un arroyo. Me detuve unos instantes y sentí la fresca espuma en mi rostro y mis manos. Memnoch se detuvo también para refrescarse.

De repente de mi cuenta de que iba descalzo. Memnoch introdujo el pie en el arroyo y dejó que el agua se deslizase entre los dedos. Tenías las uñas de los pies de color marfil, perfectamente recortadas.

Mientras Memnoch contemplaba la cascada sus gigantescas alas empezaron a alzarse de nuevo, las plumas cubiertas de relucientes gotas. Al cabo de unos minutos replegó las alas, como un ave, y éstas desaparecieron.

—Imagina —dijo— a legiones de ángeles, multitudes de todas las jerarquías, pues entre los ángeles también existen jerarquías, descendiendo a la Tierra, fascinados por algo tan sencillo como esta cascada o las distintas tonalidades en que se descompone la luz solar al atravesar los gases que rodean el planeta.

—¿Era más interesante que el cielo? —pregunté.

—Sin duda. Claro que, al regresar al cielo, sentíamos una profunda satisfacción, especialmente si Dios se mostraba complacido; pero luego experimentábamos de nuevo la necesidad de volver a la Tierra, movidos por una innata curiosidad, por los pensamientos que se agolpaban en nuestra mente. Éramos conscientes de poseer una mente y unos pensamientos, pero permíteme que continúe con las trece revelaciones.

»La primera revelación consistió en el cambio de moléculas inorgánicas a moléculas orgánicas... de la roca a unas diminutas moléculas vivas, por decirlo así. Olvídate del bosque. Por aquel entonces no existía. Pero observa la cascada. Fue en unos manantiales de las montañas, cálidos, llenos de gases de los hornos de la Tierra, donde se iniciaron esos procesos, donde aparecieron las primeras moléculas orgánicas.

»Un clamor se elevó hasta el cielo. "¡Señor, fijaos en lo que ha creado la materia!", exclamamos. Dios todopoderoso esbozó una benévola sonrisa de aprobación. "Observad atentamente", nos dijo. De pronto se originó la segunda revelación: unas moléculas comenzaron a organizarse en tres formas diferentes de materia: células, enzimas y genes. No bien había aparecido la forma unicelular de una de esas cosas, cuando empezaron a aparecer unas formas multicelulares, y lo que habíamos adivinado al observar las primeras moléculas orgánicas se hizo evidente; una chispa de vida animaba a esos organismos, los cuales habían sido creados con un fin, por rudimentario que fuera. Era casi como si pudiéramos ver esa chispa, una minúscula evidencia de la esencia de la vida que nosotros poseíamos con creces.

»En suma, en el mundo se producían constantemente nuevos y extraordinarios acontecimientos; y mientras observábamos esos minúsculos seres compuestos de múltiples células que se deslizaban a través del agua formando las primitivas algas y los hongos, asistimos a cómo unos organismos verdes se apoderaban de la Tierra. Del agua brotó el cieno que había permanecido durante millones de años pegado a las costas. Y de esas cosas verdes y viscosas brotaron los helechos y las coníferas que vemos a nuestro alrededor, las cuales crecieron hasta alcanzar un tamaño gigantesco.

»Los ángeles somos también muy altos, y caminábamos bajo esas cosas por el mundo tapizado de verde. Trata de oír en tu imaginación los himnos de alabanza que se elevaban a los cielos; escucha la alegría de Dios, quien percibía todo aquello a través de su intelecto, los coros, los relatos y las oraciones de sus ángeles.

»Los ángeles empezaron a dispersarse por todo el mundo; unos preferían las montañas, otros los valles profundos, algunos los ríos y los lagos, otros los verdes y umbrosos bosques.

—De modo que se convirtieron en unos espíritus del agua —dije— o de los bosques, esos espíritus que posteriormente adoraron los hombres.

—Exacto. Pero no te precipites.

»Mi reacción ante esas dos primeras revelaciones fue semejante a la de muchas de mis legiones; tan pronto como percibimos una chispa de vida en esos organismos de plantas multicelulares, empezamos a notar la muerte de esa misma chispa en cuanto un organismo devoraba a otro o se apoderaba de él y le arrebataba la comida. En suma, presenciamos la multiplicidad y la destrucción de esos organismos.

»Lo que antes constituía simplemente un cambio, un intercambio de energía y materia, había adquirido una nueva dimensión. Empezamos a atisbar el comienzo de la tercera revelación. Sólo que no nos dimos cuenta hasta que observamos los primeros organismos de animales, distintos a los de las plantas.

»Mientras contemplábamos los movimientos precisos y deliberados de esos nuevos seres, que parecían disponer de un margen de acción más amplio, comprendimos que la chispa de vida que los animaba era muy parecida a la vida que palpitaba en nosotros. ¿Qué les ocurría, qué proceso experimentaban esos seres, esos pequeños animales y plantas?

»Pues que morían. Nacían, vivían, morían y empezaban a descomponerse. Esto dio paso a la tercera revelación de la evolución: la muerte y descomposición de los organismos vivos.

El rostro de Memnoch mostraba una expresión sombría. Conservaba cierto aire de inocencia y asombro, pero reflejaba una mezcla de temor y desencanto, de ingenua perplejidad ante un final inesperadamente trágico.

—De modo que la tercera revelación, la muerte y descomposición de los organismos vivos —dije—, te horrorizó.

—No es que me horrorizara. Supuse que se trataba de un error —contestó Memnoch—. Me presenté ante Dios y le espeté: «Esos minúsculos seres dejan de vivir, la chispa que los anima se extingue, lo cual no es Tu caso ni el nuestro, y sus restos se pudren.» Debo decir que no fui el único ángel que protestó ante Dios.

»Pero creo que mis himnos de alabanza y asombro estaban más teñidos de recelo y temor que los de mis compañeros. Sí, de pronto sentí un profundo temor, del cual yo no era consciente; se había originado al presenciar la muerte y descomposición de los seres vivos, que yo interpretaba como un castigo.

Memnoch se volvió hacia mí y me miró.

—Ten en cuenta que éramos ángeles —dijo—. Hasta aquel momento la noción de castigo no existía en nuestra mente; nada nos había causado sufrimiento. ¿Comprendes? Yo sufría, en parte debido al temor que experimentaba.

—¿Qué respondió Dios?

—¿Tu qué crees?

—Que todo formaba parte de un plan.

—Exactamente. «Observad, observad y comprobaréis que esencialmente no ocurre nada nuevo, sino que todo se limita a un intercambio entre energía y materia.»

—Pero ¿y la chispa? —pregunté.

—«Sois unos seres vivos —dijo Dios—. El hecho de que percibáis estos fenómenos demuestra vuestra perspicacia. Pero observad, pues se producirán nuevos portentos.»

—Pero el sufrimiento, el castigo...

—Todo se resolvió en una gran discusión. Una discusión con Dios no sólo supone el uso de palabras coherentes sino un inmenso amor hacia Él, la luz que viste en el cielo, rodeando e impregnándonos a todos. Dios nos tranquilizó, asegurándonos que no teníamos nada que temer.

—Comprendo.

—Pasemos a la cuarta revelación. Ten presente que he organizado esas revelaciones de forma arbitraria. Como he dicho, no puedo detenerme en pequeños detalles. La cuarta revelación fue la revelación del color, que arrancó con la creación de las flores, la aparición de un nuevo método de unión, extraño y sin duda muy hermoso, entre organismos vivos. Por supuesto, siempre había existido el apareamiento, incluso entre animales unicelulares.

»Pero las flores presentaban una profusión de colores que jamás había existido en la naturaleza, excepto en el arco iris. Unos colores que existían en el cielo y sólo a él atribuíamos, pero que por lo visto podían desarrollarse en ese gran laboratorio que llamábamos la Tierra por razones naturales.

»Debo decir que en esa época las criaturas marinas también ostentaban un colorido espectacular. Pero la exquisita belleza de las flores nos dejó extasiados, y al contemplar sus múltiples especies formadas por infinidad de tipos de pétalos, tallos y hojas, elevamos unos himnos de alabanza al Señor más melodiosos y profundos que nunca.

»Esa música, no obstante, contenía un matiz sombrío, por decirlo así, el cual expresaba las dudas y los recelos que nos había producido la revelación de la muerte y la descomposición. Con la creación de las flores, ese elemento sombrío cobró mayor intensidad en nuestros cánticos y exclamaciones de asombro y gratitud, pues cuando las flores perecían, cuando perdían su pétalos, cuando caían a la tierra, lo sentíamos como una pérdida irreparable.

»La chispa de la vida emanaba con fuerza de las flores, los grandes árboles y las plantas que proliferaban por doquier, de forma que su muerte hacía que nuestros cánticos asumieran esa nota sombría a la que me he referido antes.

»No obstante, estábamos maravillados con la Tierra. De hecho, el carácter del cielo se transformó por completo. Todo el cielo, Dios, los ángeles de todas las jerarquías, teníamos nuestra atención puesta en la Tierra. Resultaba imposible permanecer en el cielo cantando himnos de alabanza a Dios, como habíamos hecho hasta entonces. Los cánticos, lógicamente, debían referirse también a la materia, al proceso de creación y a la belleza. Los ángeles capaces de componer los cánticos más complejos conjugaron esos elementos —la muerte, la decadencia, la belleza— en unos himnos más coherentes que los que entonaba yo.

»Estaba francamente preocupado. Era como si poseyera una mente que no descansa en mi alma. Había algo en mí que se había vuelto insaciable...

—Ésas fueron la palabras que le dije a David al hablarle de ti, cuando empezaste a perseguirme —dije.

—Provienen de un antiguo poema dedicado a mí, escrito en hebreo, cuya traducción ahora resulta difícil encontrar. Son las palabras que pronunció el oráculo de la sibila al describir a los observadores, a los ángeles que Dios había enviado para observar los portentos que se producían en el mundo. Yo lo incorporé en mi definición de mí mismo. Otros ángeles, sabe Dios por qué, se contentan con menos.

Memnoch mostraba un talante más sombrío. Me pregunté si la música del cielo que yo había oído incluía esa sombría nota que él había descrito, o si había recuperado su primitiva alegría.

—No, lo que tú oíste era la música de las almas humanas y de los ángeles —dijo Memnoch—. Es un sonido completamente distinto. Pero permite que prosiga con las revelaciones, aunque comprendo que es un fenómeno difícil de comprender en su conjunto.

»La quinta revelación fue la de la encefalización. Hacía tiempo que los animales se habían diferenciado en el agua de las plantas, y ahora esas criaturas gelatinosas empezaban a adquirir un sistema nervioso y un esqueleto, lo cual dio paso a la encefalización, es decir, empezaron a desarrollar una cabeza.

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