Memorias de un amante sarnoso (2 page)

BOOK: Memorias de un amante sarnoso
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Mientras Gloria y yo iniciábamos un movimiento de aproximación, entró otra pareja de palomas.

Y luego, otra.

Al principio, se posaron sobre la balaustrada del balcón, arrullándose y dándose el pico.

Como experto aficionado a los pájaros, comprendía muy bien que sus murmullos apuntaban a objetivos idénticos a los míos.

Al cabo de un rato, la balaustrada estaba cubierta de palomas, y, poco después, las más audaces recorrían con sus vuelos el ámbito de mi habitación, en busca de un rincón tranquilo donde anidar.

Todo el mundo sabe que la práctica del amor constituye una experiencia aleccionadora, pero la afluencia de palomas era ya tal, que hacía imposible la realización de práctica alguna.

El dormitorio entero se había convertido en un palomar y nuestra supervivencia clamaba imperiosamente.

Dejé de hablar a Gloria y empecé a dirigirme a los pichones, con voz suave y persuasiva, en su propio idioma.

No sirvió de nada, en vista de lo cual solté unos cuantos alaridos.

Debieron de tomarme por un pajarraco antipático, pero, sin prestarme mayor atención, prosiguieron en sus naturales actividades.

Comprendí entonces que si no expulsaba a aquellos avechuchos de mi dormitorio, iban a resultar estériles mis esfuerzos y mi botella de champán.

Así, pues, volviéndome hacia Gloria, le dije:

—Palomita mía, ¿por qué no pasas un momento al cuarto de baño?

Mi sugerencia sorprendió a la chica, que se mostró ofendida, hasta cierto punto, con razón.

Nuestras relaciones no habían llegado aún a esa intimidad que nos permite indicar a nuestra amante que vaya al cuarto de baño.

—¡Oye, monín! —me contestó—. ¡Soy bastante crecidita para saber cuando tengo que ir al lavabo… y ahora no es el momento!

—En bien de los dos —repliqué— te ruego que pases un momento al lavabo.

—Pero ¿qué diablos te propones al pretender que me meta en el cuarto de baño?

En aquel momento, una paloma en vuelo rasante me rozó una oreja.

Le eché un viaje, pero marré el golpe.

—Oye, amor mío, te quiero mucho —alegué desesperadamente—, pero ya puedes ver que así no vamos a ninguna parte. Las palomas nos han invadido la habitación y tengo que recurrir a los detectives del hotel. Estoy seguro de que no es la primera vez que sucede esto y de que ellos tendrán prevista la solución del problema.

Gloria gruñó suspicaz, pero, empuñando la botella de champán con gesto altivo, hizo mutis por la puerta del lavabo con toda majestad.

A los cinco minutos, acudieron los pies-planos, que, sin decir palabra, cerraron el balcón, se quitaron las chaquetas y empezaron a ahuyentar a los plumíferos y sus consortes.

Los seguí con la mirada mientras corrían y saltaban pasillo adelante.

Parecían dos pajarracos de mal agüero persiguiendo a sus presas.

No llegué a saber cómo se las compondrían para expulsar a los pichones del hotel.

Tal vez no llegaron a hacerlo.

Acaso pasaron a la cocina, para incorporarse al menú del día siguiente.

En cualquier caso, lo que yo quería entonces era ver desaparecer a los detectives y ver aparecer a Gloria.

Di unos golpecitos en la puerta y murmuré:

—¡Abre cariñito! ¡Ya puedes salir!

Apareció demudada y dijo, en un suspiro:

—Estoy malísima… me voy a mi cuarto. Será la última vez que huela siquiera el champán nacional.

Y aquélla fue la última vez que tuve junto a mí a Gloria, salvo en el escenario, entre otras siete chicas y tres hermanos.

Sic transit Gloria!

Cita con una desconocida…
o más vale estar solo…

Me hallaba en Nueva York, solo, apuesto y elegante, y cargado de malas intenciones… que son las buenas.

Pero llevaba mucho tiempo ausente de Manhattan y en mi librito de notas no figuraban más teléfonos que los de algunas viejas glorias.

Con todo, después de hojear sus amarillentas páginas, decidí llamar a uno de aquellos números.

El primero que elegí correspondía a un primor de muchacha que respondía por Madeleine.

La recordaba vagamente: diecinueve años, 36-24-36, y de piel suave y tierna como la del melocotón.

(La verdad es que jamás vi a mujer alguna con piel de melocotón, pero como la imagen es más bien suculenta, no veo por qué he de desecharla.) Marqué el número emocionado, impaciente por oír la cantarina voz que en otros tiempos me recordaba las campanillas de los aleros japoneses.

(He de confesar que lo único que me ha movido a hacer esta comparación es que hace pocos días que he visto una reposición de
Treinta segundos sobre Tokio
.

Pero no hablemos de la guerra. Es un tema desagradable y además ha sido ya bastante manoseado.)

No tardaron mucho en responder… pero ¡qué decepción… adiós mis campanillas del Japón! La voz que hirió mi oído despedía un tufo a vino espantoso.

Sin saber cuál sería su apariencia, me figuré que su propietario había de ser una especie de gorila, de espaldas cuadradas, dedicado al camionaje de verduras del mercado central.

De cualquier modo, estaba demasiado atónito para preguntarle por la linda Madeleine.

Porque de esto sí que estaba seguro: no era Madeleine.

Y si se trataba de ella, no creo que hubiera gozado mucho en su compañía.

Probé otros cuatro números.

Dos de las chicas a quienes llamé, es triste decirlo, pero habían dejado ya de serlo.

Se daba el curioso fenómeno de que se habían hecho mayores, y tenían maridos y niños, y pañales mojados y bragas impermeables (no me refiero a ellas, claro, sino a los niños).

En el tanteo de los chascos llevaba, por el momento, tres seguros contra dos probables.

Le llegó entonces el turno a Prudencia.

Recordaba la memorable noche que pasé con ella en un taxi y de qué forma traicionó su nombre con su comportamiento.

Se puso al teléfono su madre, que no paró de hablar en quince minutos, sin saber aún ni quién era yo.

Me contó que su hija había salido en gira artística con una compañía de variedades.

—Tendría usted que verla —me dijo—. Aunque me esté mal decirlo, mi niña es lo mejor del espectáculo. Claro que en tierra de ciegos…

La coletilla no resultaba, en verdad, muy estimulante.

Pero la buena señora no me dio tiempo para meditar y siguió con su cháchara:

—En cualquier caso —me dijo— si quiere ponerse en contacto con ella, me sé de memoria su ruta: De Waterloo, iba a Dubuque, Cedar Rapids, Grand Forks, Fargo, Upper Sandusky, East Liverpool y, para terminar, tres días en San Diego.

»Todo un viaje —añadió con orgullo—. Van en dos autocares, uno para el elenco y otro para el vestuario y la decoración. ¿Conoce la escena en que aparecen como doncellas del Ejército de Salvación? Bueno, el caso es que figura que son doncellas, ya sabe…

—¿De veras? —comenté—. Ignoraba este detalle…

—Sí —me interrumpió—, en la escena salen doce chicas, pero, aunque me esté mal decirlo, Prudencia, mi hija, era la única que aparentaba conservar la virginidad.

Recordé entonces a Prudencia en la noche del taxi y resumí que si ella era virgen, Juana de Arco debió ser recaudadora de contribuciones.

La bruja seguía emitiendo desarticuladas insensateces, sin aparentes intenciones de acabar, así que, suavemente, colgué el aparato.

Llamé entonces a Celia, el último número que figuraba en mi menguada lista.

Llevaba invertidos cincuenta centavos en llamadas telefónicas.

Me acordaba muy bien de Celia.

Menuda, con lentes de contacto, caderas pronunciadas y busto suficiente para las más ansiosas exigencias.

Era muy mona, pero, desgraciadamente, se las daba de intelectual.

Vivía en Greenwich Village y nunca iba a parte alguna, ni siquiera al cuarto de baño, sin llevar consigo un grueso volumen, encuadernado en piel, de las obras completas de Shakespeare.

No sentía demasiado entusiasmo por esta última tentativa, pero cualquiera que se hubiera hallado como yo, solo en el cuarto de un hotel, contemplando cómo la lluvia batía en la ventana, mientras de la calle llegaban los bocinazos de los taxis, que me hacían pensar en felices parejas que corrían a encerrarse en sus respectivos nidos… cualquiera, digo, hubiera sentido también la urgencia de abandonar aquel apartamento del Chrysler Building, para ir a caer en los acogedores brazos de Celia.

Pero aquella última llamada no dio más resultado que una monótona serie de zumbidos.

Celia no debía de estar en casa, y si estaba, probablemente hacía algo en lo que no quería ser interrumpida.

Solitario y sin esperanzas, decidí ir a cenar al Colony.

Me vestí rápidamente y, en mi prisa, se me cayeron los lentes, los pisé y los dejé hechos polvo.

Por suerte, llevaba las gafas de sol, con las que apenas veo más que un ciego.

En cambio, el
maître
pareció reconocerme, pues, al momento me aposentó en una mesa próxima a la cocina.

Al igual que ocurre en todos los buenos restaurantes, el servicio del Colony era lento y deficiente, de modo que cuando me trajeron el consomé, me había leído el menú cuarenta y seis veces.

Aún hoy soy capaz de repetirlo de memoria, palabra por palabra, con los correspondientes precios. (Filete de lenguado con salsa de crema… 4,25 dólares. ¡Auténtico!)

¡Cuando por dólar y medio puede comprarse toda una ponchera llena de doradas y comida para mantenerlas un año entero…! Aburrido de estar allí sentado, no me percaté de lo poco amena que me resultaba mi propia compañía.

Me sé de memoria cuanto suelo decir de vez en cuando, y no estaba de humor para oírlo una vez más.

En el transcurso del pescado, para distraer mi pensamiento de los precios, traté de flirtear con una atractiva joven que se sentaba de cara a mí a ocho mesas de distancia.

La miré insistentemente, haciendo gala de mi expresividad: sardónico, complaciente, enigmático, interesado…

Estaba justamente demostrando esta actitud, cuando una espina acertó a atravesarse en mi garganta.

El mozo del comedor, tan robusto como obsequioso, me estuvo golpeando en la espalda durante cinco minutos, hasta que, por fin, la espina cayó buche abajo, con destino previsto.

—Basta de comida —dije—. Tráigame la cuenta.

Mientras iniciaba la retirada, eché una última mirada a la adorable criatura que estuvo a punto de ocasionar mi prematura defunción.

Casualmente, pasaba entonces ante su mesa y apenado comprobé que todos mis esfuerzos habían sido en vano.

El objeto de mis atenciones resultaba ser una anciana dama semioculta tras un espeso bigote.

Creo que es poco aconsejable flirtear llevando gafas de sol.

A pesar de haber ingerido varias pastillas de un acreditado somnífero, dormí a pierna suelta toda la noche.

Y no soñé en fabulosos palacios, sino en una chica, artista de variedades, que leía fragmentos de Shakespeare a un mozo de comedor del restaurante Colony, mientras una venerable anciana de recio bigote danzaba por las calles de Greenwich Village con un conductor de camión al que llamaba tiernamente Madeleine.

A la mañana siguiente, el destino vino en mi socorro.

Un antiguo actor, fracasado estrepitosamente en el teatro, se había enterado por la prensa de que estaba en la ciudad y me llamó para darme la bienvenida.

Comentó luego que se hallaba en la cúspide del éxito como industrial de la moda y me preguntó si podía hacer algo en mi favor.

Aquéllas eran las palabras más deliciosas que podía yo oír, del lado de acá del Paraíso.

Hacía años que no veía a aquel tunante, pero, si no recordaba mal, era fino de paladar en materia de hembras.

Y ahora que se dedicaba a vestir mujeres, había de conocer a las más suculentas modelos de Nueva York.

¿Que si podía hacer algo en mi favor? ¡Vaya pregunta!

¡Nunca olvidaría aquellas palabras!

Me preguntó qué hacía en la gran ciudad y, sinceramente, le respondí:

—Nada.

Bueno, tuve que aclararle que comía y dormía, pero que no había llegado hasta Nueva York para comer y dormir.

Por lo menos, no solo.

Para ello, me hubiera ido a Chillicothe, en Ohio, y seguro que lo hubiera hecho mejor.

Lo que yo andaba buscando era compañía: una muchacha atractiva y discreta, que estuviera pendiente de mis menores palabras y mis mayores deseos.

No creo que captara el sentido exacto de mis palabras, pero su instinto no le engañó.

—Dicho de otro modo —dijo—, que quieres una tía.

Acepté sin reservas el parentesco propuesto y mi amigo prosiguió:

—¡Haberlo dicho antes! ¡Sé de una que te dejará maravillado! ¡Es contundente! ¡No tiene desperdicio! Claro que no es demasiado inteligente, pero si lo que quieres es conversación, podría presentarte a un profesor de la Universidad de Columbia, persona muy erudita, de unos cincuenta años.

—¡Vamos, bribón! —le interrumpí—. ¡Déjate de rodeos y de bromas pesadas y ve al grano! ¿Cómo y cuándo puedo ir al encuentro de ese encanto de nena?

—Ahora estará trabajando. ¿Te parecería bien recogerla esta noche a las siete en el vestíbulo del Plaza?

—¡Estupendo! —y añadí—. Pero, a lo mejor, hay más de una chica en ese vestíbulo. ¿Cómo la conoceré? ¿Llevará una flor prendida en la oreja?

—¡No te preocupes, Groucho! —dijo riendo—. ¡Seguro que la reconocerás! ¡Será la más apetecible que puedas ver!

Bueno, aquello era suficiente para mí.

Después de desayunar fui a que me arreglaran los lentes, y tras de almorzar, me sometí a masaje, afeitado, corte de pelo, manicura y una hora de sol artificial.

Me habían aconsejado que no estuviera bajo la lámpara más de quince minutos, pero yo quería asegurarme una apariencia atlética y heroicamente resistí sus efectos durante una hora.

Cuando me sacaron de allí, me desmayé.

Llamé a la reventa y encargué dos butacas para ver
La muerte de un viajante
, pasillo central.

No había visto la obra.

Sabía que no era muy divertida, pero mi padre fue un viajante sin fortuna y sentía curiosidad por ver si el protagonista de la ficción era tan desgraciado como mi viejo.

Cuando llegué al Plaza sin medios de identificación, pensé que lo mejor sería obrar con cautela.

Vi una serie de chicas guapas que entraban y salían, pero, desgraciadamente, iban casi todas acompañadas.

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