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Authors: Frederik Pohl & Cyril M. Kornbluth

Tags: #Ciencia Ficción

Mercaderes del espacio (8 page)

BOOK: Mercaderes del espacio
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Desde el punto de vista de la economía del continente no conviene tampoco construir costosos edificios en el Sur de California. Las pruebas con la bomba H han alterado la estructura de la falla de San Andrés, y hay grandes probabilidades de que todo el territorio se hunda tranquilamente en el océano, alguno de estos días… cualquier día. Pero según se veía desde el aeroplano, San Diego aún estaba a flote, y esperábamos, como todos los otros pasajeros, que nada ocurriera durante nuestra corta visita. En otro tiempo había habido cierto pánico entre la población, pues los terremotos se repiten diariamente, pero creo que casi todo debía atribuirse al estrepitoso derrumbe de los antiguos edificios. El pueblo fue acostumbrándose y (no podía esperarse menos en esta zona) hasta comenzó a sentir cierto orgullo. Los nativos son capaces de citar resmas de estadísticas que demuestran que la probabilidad de morir durante un terremoto es menor que la de ser aplastado por algún meteorito o la de ser alcanzado por un rayo.

Conseguimos un coche de pedales de tres hombres y nos hicimos llevar a la sucursal de la casa. Yo me sentía un poco inquieto. No era imposible que Ham Harvis tuviera un vigía en el aeródromo para avisarle que llegaba una inspección. Y aunque estos vigías suelen ser bastante inútiles, su presencia esconde casi siempre algún desastre.

La mujer a cargo de la mesa de entradas, me dio el primer disgusto. No reconoció mi cara ni mi nombre. Me dijo perezosamente:

—Veré si el señor Harvis no está ocupado, señor Counelly.

—Señor Courtenay, señorita. Y soy el jefe del señor Harvis.

Kathy y yo entramos en las oficinas, y sorprendimos una escena de ociosidad y abandono, que me puso los pelos de punta.

Harvis, en mangas de camisa, estaba jugando a las cartas con dos jóvenes empleados. Otros dos boquiabiertos, con los ojos brillosos, indudablemente en estado de trance, miraban una pantalla hipnótica. Otro apretaba distraídamente, y con un dedo, una máquina de calcular.

—¡Harvis! —rugí.

Todos, excepto los dos hombres en trance, se dieron vuelta y me miraron sorprendidos. Di unos pasos hacia el transmisor hipnótico y lo apagué Los hombres, soñolientos, volvieron en sí.

—Se… se… señor Courtenay —tartamudeó Harvis—. No esperábamos…

—Indudablemente. Los demás sigan trabajando. Harvis, entremos en su oficina.

Kathy nos siguió recatadamente.

—Harvis —le dije— el trabajo eficaz hace perdonar muchas cosas. Ha estado usted enviándonos muestras excelentes de su capacidad. Estoy preocupado, muy preocupado, por la atmósfera que he encontrado en estas oficinas. Pero eso puede corregirse.

Sonó el teléfono. Atendí yo. Y una voz dijo excitada:

—¿Ham? Ha llegado Courtenay. Haz algo. Rápido. Ha tomado un coche de pedales de tres.

—Gracias —respondí y colgué el tubo—. Su vigía del aeropuerto —le dije a Harvis. Ham se puso pálido—. Muéstreme sus diagramas, sus cuadros sinópticos, sus resúmenes. En fin, todo lo que pueda mostrarme. Vamos, enséñemelos.

Ham me miró en silencio, durante un largo rato, y al fin dijo:

—No hay nada.

—¿Y qué puede enseñarme?

—Disfraces, invenciones.

—¿Papeles fraguados, quiere decir? ¿Qué ha estado enviándonos? ¿Patrañas?

Harvis asintió. Parecía enfermo.

—¿Cómo pudo hacer eso, Harvis? ¿Cómo-pudo-hacer-eso?

Se desató en un confuso torrente de palabras. No lo había hecho a propósito, me dijo. Era su primer trabajo independiente, y no era difícil que fuese un incapaz. Había tratado de que el personal inferior llevara bien las cosas, mientras él se defendía a los manotones, pero fue imposible. Se dieron cuenta y comenzaron a tomarse libertades que no se había atrevido a denunciar. Y al punto abandonó su tono lastimoso y adoptó otro más beligerante. Y después de todo, ¿qué importaba? Era sólo papeleo. La opinión de un hombre valía tanto como la de cualquiera. Y además no era difícil que todo el proyecto se viniera abajo. ¿Qué importaban sus descuidos? Había mucha gente descuidada, y sin embargo las cosas iban adelante.

—No —le dije—. Está equivocado. Y usted lo sabe. La publicidad es un arte, pero tiene una base científica: ensayos, pruebas, investigación del mercado. Ha minado los cimientos del proyecto, Harvis. Salvaremos lo que merezca salvarse y empezaremos otra vez.

Harvis se defendió débilmente:

—Está perdiendo el tiempo, señor Courtenay. He trabajado al lado del señor Runstead, y él opina que todo este papeleo es inútil. Y el señor Runstead sabe tanto como usted.

Yo conocía muy bien a Runstead, y sabía que era capaz de cualquier cosa.

—Muéstreme algo con esa opinión de Runstead —le dije abruptamente—. Cartas. Memorándum. Cintas grabadas. Cualquier cosa.

—Enseguida, señor —dijo Harvis, y se zambulló en los cajones de su escritorio. Examinó cartas, comunicaciones, y nos hizo escuchar algunas cintas magnetofónicas, y el miedo y la frustración fueron acentuándose cada vez más en su rostro. Al fin dijo confundido—: No puedo encontrar nada… pero estoy seguro…

Seguro que estaba seguro. En las formas más refinadas de la publicidad se convence al cliente sin dejarle saber que se está convenciendo. Este débil hombrecito había sido adoctrinado indirectamente por Runstead, y enviado luego a sabotear el proyecto Venus.

—Está despedido, Harvis —le dije—. Váyase, y no vuelva por aquí. Y le recomiendo que no vaya a buscar empleo en otra agencia de publicidad.

Entré en la otra oficina y anuncié:

—Están todos despedidos. Todos. Recojan sus cosas y váyanse. Recibirán sus cheques por correo.

Me miraron con la boca abierta. Kathy murmuró a mis espaldas:

—Mitch, ¿es esto necesario realmente?

—Claro que es necesario. ¿Ha advertido alguien a la central lo que estaba ocurriendo? No. Se dejaron estar. Esto es como una infección, Kathy.

Ham Harvis pasó a nuestro lado y se encaminó hacia la puerta. En su rostro estaba pintado el desconcierto. Había estado tan seguro de que seguía los consejos de Runstead… Llevaba un abultado portafolios en una mano y un impermeable en la otra. No me miró.

Entré en su oficina vacía y alcé el aparato que comunicaba directamente con Nueva York.

—¿Hester? —pregunté—. Le habla Courtenay. Acabo de despedir a todo el personal de San Diego, California. Notifique a Personal y que arreglen lo de sus sueldos. Y comuníqueme con el señor Runstead.

Tamborileé con mis dedos impacientemente sobre la mesa durante casi un minuto y al fin Hester dijo:

—Señor Courtenay, lamento haberlo hecho esperar. La secretaria del señor Runstead dice que su jefe ha salido para Pequeña América en una de esas giras. Dice que como el señor Runstead terminó felizmente el asunto IGA, necesitaba un descanso.

—Necesitaba un descanso. Dios Todopoderoso. Hester, resérveme un pasaje de Nueva York a Pequeña América. Vuelvo en el primer aeroplano. Pero trate de que coincidan los horarios, y de que pueda salir enseguida para el Polo, ¿me entiende?

—Sí, señor Courtenay.

Colgué y me encontré con la mirada asombrada de Kathy.

—Sabes, Mitch —me dijo—. He sido injusta contigo. Te he acusado de mal carácter. Pero ahora veo donde lo adquiriste. ¿Esto ocurre muy a menudo?

—No —le contesté—. Nunca he visto un caso igual. Pero todos se pasan el tiempo tratando de desacreditarse mutuamente. Querida, debo irme. Trataré de alcanzar en el aeropuerto el próximo aeroplano para Nueva York. ¿Vienes conmigo?

Kathy dudó unos instantes.

—¿No te importa si me quedo? Quisiera dar unas vueltas por la ciudad.

—No, no, puedes quedarte. Diviértete y llámame cuando vuelvas a Nueva York.

Nos besamos y corrí hacia la calle. No había nadie en las oficinas y le dije al portero que una vez que Kathy saliera, cerrara hasta nueva orden.

Miré hacia atrás desde la calle y vi a Kathy que me saludaba agitando la mano desde aquel raro y endeble edificio.

6

Descendí por la rampa del aeropuerto de Nueva York, y allí estaba Hester.

—Gracias, Hester —le dije—. ¿Cuándo sale el cohete para el Polo?

—Dentro de doce minutos de la plataforma seis, señor Courtenay. Aquí está su pasaje. Y algo para comer por si…

—Muy bien. Perdí la comida.

Caminamos hacia la plataforma del cohete, y yo fui masticando un sándwich de queso regenerado.

—¿Qué hay de nuevo en la oficina? —pregunte distraídamente.

—Una gran excitación a propósito del despido de la gente de San Diego. El personal elevo una queja al señor Schocken. Este respondió apoyándolo a usted con un argumento de fuerza cuatro.

No estaba tan bien. Fuerza doce… un huracán… una explosión en su oficina, y una frase como ésta: «¿Cómo se atreven ustedes, simples amas de casa, a juzgar la decisión del director de un proyecto? Que no se vuelva a repetir…», etc. Fuerza cuatro… una brisa: «Señores, estoy seguro de que el señor Courtenay ha tenido sus buenas razones para tomar esa decisión. Muy a menudo, la tarea rutinaria nos impide ver los lineamientos generales…».

Le hice una pregunta a Hester:

—¿La secretaria de Runstead es simplemente una empleada, o también una… —iba a decir una «soplona», pero alteré suavemente mi frase—… también una confidente?

—Runstead le tiene mucha confianza —declaró Hester con prudencia.

—¿Cómo reaccionó ante el asunto de San Diego?

—Alguien me dijo que se rió mucho, señor Courtenay.

No quise seguir preguntando. Era justo que yo quisiese conocer la posición de los jefes. Pero no podía pedirle a Hester que acusara a una de sus compañeras. Aunque había muchas que lo hacían.

—Volveré pronto —le dije—. Tengo algo que arreglar con Runstead.

—¿No lo acompaña su mujer?

—No. Es una cirujana. Voy a despedazar a Runstead, y si la doctora Nevin viniese conmigo trataría de juntar los pedazos.

Hester se rió cortésmente.

—Buen viaje, señor Courtenay.

Habíamos llegado a la plataforma seis.

No fue un buen viaje. Fue un viaje miserable, en un miserable y reducido cohete de turismo. Volábamos a baja altura, y las lentes prismáticas de las ventanillas siempre me marean. Uno mira hacia afuera y se encuentra mirando hacia abajo. Y peor aun, todos los anuncios eran de Tauton. Cuando uno acaba de convencer a su estómago de que todo está bien, y comienza a interesarse en el paisaje, pum, un imbécil anuncio de Tauton, de un erotismo recargado, ocupa la ventanilla, y una musiquita machacona e insulsa le taladra a uno los oídos.

Estábamos pasando sobre el valle del Amazonas (un paisaje muy interesante), y yo comenzaba a admirar la tercera presa eléctrica, nada menos que la más poderosa del mundo, cuando de pronto:

Sostén, sostén Soportador, sostén continuamente; no te arrugues, no te muevas, sostén firmemente. Las imágenes del antes y el después eran del peor gusto posible y agradecí nuevamente a Dios el estar trabajando para Fowler Schocken.

Lo mismo ocurrió al salir de Tierra del Fuego, cuando pasábamos sobre unas grandes factorías de ballenas, vastas áreas oceánicas cercadas por redes metálicas que no dejan salir a los cetáceos. Yo estaba mirando, fascinado, como una ballena alimentaba a su retoño —parecía algo así como una operación de reabastecimiento aéreo—, cuando volvió a ocupar la ventanilla uno de esos anuncios de Tauton. Cayó sobre mí como una descarga eléctrica:

Señorita, ¿huele usted así ante su señor?
Se abrió el canal olfativo y no pude más. Usé la bolsa de cartón mientras el anuncio chillaba: No es raro que él no la quiera. ¡Use Sinolor!, y un trío celestial tarareaba en tiempo de vals: Transpire, transpire, transpire, pero no destruya el amor, y luego en lenguaje médico, prosaico y abrupto: No trate de detener la transpiración. Es un suicidio, advierten los médicos. Un desodorante, y no un astringente. Y luego otra vez la primera línea y los olores. Ya no importaba. No me quedaba nada en el estómago.

Lo mejor de Tauton está en estos anuncios de tipo médico. Uno creería que son invención suya.

Mi compañero de asiento, un estrambótico cliente vestido con ropas Universal, me observaba con aire divertido.

—¿Demasiado para usted, amigo? —me preguntó mostrándome esa antipática superioridad de las gentes que no se marean.

—Hum —dije.

—Esos anuncios enferman a cualquiera —continuó, alentado por mi brillante respuesta.

Bueno, esto no podía quedar así.

—¿Qué quiere decir, exactamente? —le pregunté con brusquedad.

El hombre se asustó.

—Que el olor era un poco fuerte, nada más —dijo, apresuradamente—. Me refería solo a ese anuncio. No a los anuncios en general. No es una protesta, amigo mío.

—Mejor para usted —le dije, y me di vuelta.

Pero el hombre seguía preocupado y añadió:

—Soy un hombre normal, amigo. De buena familia. Me eduqué en una escuela de las mejores. Yo también soy productor —fabricante de tinturas— y reconozco que hay que vender los productos. Mercados de distribución. Complejos de Ventas. Integración. ¿Ve? ¡Soy un hombre normal!

—Bueno —gruñí—, entonces, cierre la boca.

Se encogió en su asiento. No me divertí al hacerlo callar, pero había que defender los principios.

Estuvimos volando sobre Pequeña América mientras un par de aparatos de turismo aterrizaban en el hielo. Uno de ellos era un cohete hindú. Me sentí emocionado. La nave había sido enteramente construida por Indiastrias, de la nariz a la cola. La tripulación había sido instruida por Indiastrias y empleada por Indiastrias. Los pasajeros, que bostezaban soñolientos, le pagaban a Indiastrias. E Indiastrias le pagaba a la Sociedad Fowler Schocken.

Un camión de remolque nos metió en Pequeña América: un galpón de material plástico. Sólo nos revisaron una vez. Pequeña América es un apropiado centro de exportación… una trampa de dólares para los turistas de todo el mundo, y sin interés militar. (Hay bases militares en el Polo, pero son escasas, reducidas y están sepultadas en el hielo). Un reactor de torio suministra energía y calor. Si alguna nación necesitara desesperadamente materiales fisibles y quisiera apoderarse del torio, no se llevaría nada de importancia. Unos molinos de viento colaboran con el reactor. Se han instalado, además, unas «bombas de calor» que no sé cómo funcionan. Pregunté por Runstead en el puesto de vigilancia. El oficial alzó la vista y me miró:

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