Mercaderes del espacio (24 page)

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Authors: Frederik Pohl & Cyril M. Kornbluth

Tags: #Ciencia Ficción

BOOK: Mercaderes del espacio
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—Llévenselo —ordenó el Presidente, con un ademán de magnificencia, y la patrulla me rodeó con rapidez y me sacó de la tribuna.

El Presidente nos acompañó hasta la puerta mientras la asamblea trataba de salir de su estupor.

El hombrecito estaba muerto de miedo, pero alcanzó a decirme en voz baja:

—No podré detenerlos, pero les llevará toda la tarde conseguir un fallo de la Cámara de Comercio. Dios lo bendiga, señor Courtenay.

Y se volvió dispuesto a hacerles frente. No creo que los cristianos de Calígula hubiesen bajado con más valentía a la arena.

Los guardas eran parte de la escolta personal del Presidente, premios de honor de la Academia de oficiales de Brinks. El teniente no me dirigió una sola vez la palabra, pero alcancé a ver en su rostro una mueca de disimulado disgusto mientras leía la hoja de papel que le había dado el Presidente. Comprendí que las órdenes no le gustaban, pero que las llevaría adelante.

Me llevaron a Anacostia y me metieron en el avión de transporte del Presidente. Me hicieron compañía y me alimentaron, y uno de ellos hasta jugó a las cartas conmigo. Pero nadie me habló. Los chorros de las turbinas brillaban en el aire.

El viaje de aquel viejo crucero de lujo que la «tradición» regalaba al Presidente, me pareció muy largo. Perdimos bastante tiempo en el aeródromo de llegada. Debajo de nosotros comenzaron a encenderse las luces de los límites del campo. Cuando descendimos, ya era de noche. Y la espera no terminó ahí. Seguí preguntándome qué habría sido de Kathy. Cuándo volvería a verla.

El teniente abandonó el aparato. Tardó mucho en volver.

Yo traté, mientras tanto, de contestarme a mí mismo algunas preguntas, preguntas que ya se me habían ocurrido antes, pero a las que no había prestado mucha atención. Ahora, con un tiempo ilimitado y un futuro desconocido, volví a examinarlas.

Por ejemplo:

Kathy y Matt Runstead y Jack O'Shea habían tratado, literalmente, de deshacerse de mi persona.

Muy bien; eso bastaba para explicar la mayor parte de las cosas que tanto me sorprendieron un día. Pero no aclaraba la muerte de Hester. Y, si uno se detenía a pensarlo, tampoco las actitudes de Runstead.

Los consistas estaban a favor de los viajes interplanetarios. Pero Runstead había saboteado las áreas de prueba de México-California; no existía duda alguna; su testaferro me había dicho algo que equivalía a una confesión. Pudo haber sido una traición doble. Runstead fingió ser un consista que fingía, a la vez, ser un jefe de publicidad. ¿Qué era realmente?

Comencé a desear nuevamente la presencia de Kathy; pero por otros motivos.

Cuando el teniente regresó ya era media noche.

—Muy bien —me dijo—, un taxi lo espera afuera. El conductor sabe adónde tiene que ir. —Salí de la nave y me desperecé.

—Gracias —dije torpemente.

El teniente lanzó un preciso escupitajo que cayó entre mis pies. La compuerta se cerró y me alejé rápidamente de la línea de despegue.

El conductor del taxi era mexicano. Le pregunté algo. No sabía inglés. Hice otra tentativa con mi español de Clorela. El hombre me miró con asombro. Yo tenía cincuenta razones para no querer entrar en ese taxi. Pero lo pensé un rato y comprendí que no había mucho que elegir. El teniente había seguido ciertas órdenes. Y ahora, con las órdenes ya cumplidas, podía imaginarme cómo su menudo cerebro de soldado estaba tejiendo el informe que denunciaría al notorio consista Mitchell Courtenay.

Yo iba a ser simplemente un blanco de tiro. Y no sabía quién me alcanzaría primero: si Tauton o los guardias. Pero esa alternativa no merecía que me rompiera la cabeza.

Subí al taxi.

El hecho de que el conductor fuera un mexicano debió de haberme dado algún indicio; pero no. Sólo cuando vi el reflejo de la luna en el macizo proyectil, comprendí que estaba en California, y el favor que el presidente me había hecho.

Una patrulla formada por hombres de Pinkerton y algunos de los nuestros, se acercó a mí. Me llevaron entre las casillas de los centinelas y a través de las desiertas arenas. Llegamos al cohete. El oficial de guardia me hizo un gesto de complicidad y me dijo:

—Está usted a salvo, señor Courtenay.

—¡Pero yo no quiero ir a Venus! —grité.

El oficial se rió.

Corre. Espera. Corre. Espera. El vuelo horrible e interminable había sido algo extático. En los extremos, en cambio, sacudidos por el movimiento, yo no había podido pensar. Tampoco podía pensar ahora, aquí. Alguien me tomó por los fondillos de los pantalones y me lanzó adentro de la nave. Me arrastraron, más que me llevaron, hasta una hamaca de aceleración. Me ataron a ella y me dejaron solo.

La hamaca se balanceó y se sacudió, y sentí como si doce gigantes se sentaran a meditar en mi pecho. Adiós, Kathy; adiós, edificio Schocken. Me gustara o no, ya estaba en camino hacia Venus.

Pero no era adiós a Kathy.

Pasó la primera sacudida y Kathy misma vino a sacarme las ataduras.

Salí de la hamaca y trastabillé falto de peso, golpeándome la espalda. Abrí la boca para saludar a mi mujer. Pero sólo me salió un chillido:

—¡Kathy!

No fue un discurso muy brillante; pero no pude preparar otro. Los labios de Kathy se unieron a los míos.

—¿Qué alcaloides te pones? —le pregunté.

Pero Kathy sólo quería que la besara. La besé. Era difícil no caer. Cada vez que nos movíamos chocábamos contra la baranda y nos levantábamos unos cuantos centímetros del suelo Sólo estaba funcionando una de las turbinas de suspensión y ya comenzábamos a superar el limite de gravedad.

Nos sentamos. Y después de un rato comenzamos a hablar.

Me estiré y miré a mí alrededor.

—Bonito lugar —dije—. Óyeme, ahora que todo está arreglado quisiera decirte algo que me da vueltas en la cabeza. Preguntas. Dos.

Le dije de qué se trataba. El sabotaje de Runstead en San Diego. Y la muerte de Hester.

—Oh, Mitch —dijo Kathy—. ¿Por dónde tengo que empezar? ¿Cómo has llegado a ocupar tu posición?

—Fui a la escuela nocturna —le dije—. Te escucho.

—Bueno. Deberías saberlo. Nosotros los conservacionistas deseamos la conquista del espacio. La raza humana necesita Venus. Necesita un planeta virgen, nuevo, intacto…

—Oh —exclamé.

—… inexplotado. Bueno. Necesitábamos, es claro, una nave para ir a Venus. Pero no queríamos a Fowler Schocken allí. No por lo menos mientras Mitchell Courtenay fuese un individuo capaz de destruir todo un nuevo mundo con tal de poder aumentar su cuenta. No son muchos los planetas que pueden ser colonizados por nuestra raza. Y no podíamos permitir que el proyecto Venus de Fowler Schocken tuviese éxito.

—Hum —dije, mientras trataba de asimilar las palabras de Kathy—. ¿Y Hester?

Kathy sacudió la cabeza.

—Eso es asunto tuyo.

—¿No sabes qué pasó?

—Lo sé. No es difícil adivinarlo.

Insistí, pero todo fue inútil. Así que besé otra vez a Kathy hasta que un entrometido con unas insignias de oficial entró sonriendo en la cabina.

—¿Quieren ver las estrellas, señores? —nos preguntó con una antipática voz de cicerone.

No traté de demostrarle que yo era su superior. Los oficiales de las naves siempre hablan con un tono de cierta suficiencia. Y además…

Además…

El pensamiento me inmovilizó unos instantes. Yo estaba acostumbrado a mi categoría. No sería nada agradable ser otra vez un cualquiera. Le di un repaso a mis conocimientos de conservacionismo. No. Era muy difícil que volvieran a mimarme.

Hola, Kathy. Adiós, edificio Schocken. Subimos hasta la plataforma delantera, donde estaba instalado el puesto de observación. Todas las caras me eran desconocidas.

En los cohetes que van a la Luna, equipados con unos tentaculares aparatos de radar, no hay ventanas. El estético, pero inútil espectáculo de los astros está reemplazado por una sólida pared de acero. Yo nunca había visto las estrellas desde el espacio.

Desde el puesto de observación se veía la noche, una noche blanca. Las estrellas más brillantes resplandecían sobre un fondo de partículas estelares desparramadas a su vez sobre un telón de polvo de estrellas, No había ni una migaja de espacio que no fuera blanca. Todo era luz, todo era manchas ardientes. Un anillo de fuego señalaba la posición del Sol.

Kathy y yo nos dimos vuelta.

—¿Dónde está Matt Runstead? —le pregunté.

Kathy se rió entre dientes.

—En el edificio Schocken, sosteniéndose con la ayuda de píldoras antisomníferas, tratando de deshacer la madeja. Alguien tenía que quedarse, Mitch. Afortunadamente, Matt cuenta con los votos de tus testaferros. No pudimos hablar mucho en Washington. Tendrá que hacer muchas preguntas, y nadie va a contestárselas.

La miré fijamente.

—¿Qué demonios estaba haciendo Runstead en Washington?

—Trataba de limpiarte el camino, Mitch. Cuando Jack O'Shea quebró…

—¿Cuándo qué?

—Oh, Señor. Te contaré las cosas por su orden. O’Shea se emborrachó varías veces una noche, y no pudo ponerse una inyección, y se lo contó todo a la muchacha menos indicada. Hicieron con él lo que quisieron. Habló de ti y de mí, y del cohete, y de todas las cosas.

—¿Quién se lo sacó?

—Tu buen amigo B. J. Tauton.

Kathy encendió un cigarrillo. Pude leer sus pensamientos. El menudo O'Shea, treinta kilos de porcelana gelatinosa y cera fundida; ochenta centímetros de sebo y músculos. Muchas veces, en las últimas semanas, Jack O'Shea no me había gustado. Pensé en ese frágil enanito en manos de los antropoides de Tauton y di por saldadas todas mis deudas.

—Tauton lo supo todo, Mitch —dijo Kathy—. Todo lo importante, por lo menos. Si Runstead no hubiese tenido un micrófono en el cuarto de Tauton, también nosotros hubiésemos ido a parar allí. Pero Matt logró llegar a tiempo a Washington y avisarme a mí y avisar al Presidente… Oh, el Presidente no es conservacionista, pero sí un buen hombre. Y aquí estamos…

El capitán nos interrumpió.

—Dentro de cinco minutos corregiremos el rumbo —nos dijo—. Será mejor que vuelvan a las hamacas. Las sacudidas pueden no ser muy grandes, pero nunca se sabe bien…

Kathy asintió y caminamos hacia la cabina. Le saqué el cigarrillo de los labios, aspiré una bocanada y se lo devolví.

—¡Caramba. Mitch! —exclamó Kathy.

—Estoy reformado —le dije—. Este… Kathy. Otra pregunta. No es muy agradable.

Kathy suspiró.

—Lo mismo que entre tú y Hester —me dijo.

—¿Qué había entre tú y… ¿Cómo?

—Ya me has oído —me dijo Kathy—. Lo mismo que entre tú y Hester. Exacto. Jack estaba enamorado de mí. O algo parecido. Yo… no. —Y añadió rápidamente—: Yo estaba enamorada de ti.

—Oh —dije.

Parecía el momento indicado para volver a besarla, pero indudablemente no lo era, pues Kathy me dio un empellón. Mi cabeza golpeó contra las paredes del pasillo.

—¡Ay! —me quejé.

—Qué tonto eres a veces, Mitch —me dijo Kathy—. Jack me quería, pero yo sólo pensaba en ti. Y tú no te dabas cuenta. Lo mismo te ocurría con Hester. Pobre Hester… Comprendió, al fin, que nunca podría conquistarte. Pero, por Dios, Mitch, ¿cómo puedes ser tan ciego?

—¿Hester enamorada de mí?

—Si, maldito seas. ¿Por qué crees que se suicidó?

Kathy golpeó el pie contra el suelo y se elevó por el aire algunos centímetros. Me froté la cabeza.

—Bueno —dije aturdidamente.

Sonó la señal. Faltaba un minuto.

—Las hamacas —dijo Kathy, y los ojos se le llenaron de lágrimas. La abracé.

—Esto es insoportable e indigno —dijo Kathy—. Falta un minuto y tengo que besarte y hacer las paces contigo. Esperar a que se te pase esa fiebre de las preguntas, y llevarte a mi cabina, donde hay dos hamacas, y ponernos las correas…

Me incorporé rápidamente.

—Un minuto es bastante, querida —le dije.

No tardamos tanto.

FIN

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