Read Mercaderes del espacio Online
Authors: Frederik Pohl & Cyril M. Kornbluth
Tags: #Ciencia Ficción
—Muy bien, señor Courtenay —dijo Charlie escribiendo rápidamente.
—Bueno, ¿tiene alguien algo que añadir con respecto al proyecto Venus antes de seguir adelante?
Bernhard, nuestro sobrestante, alzó la mano. Asentí con un movimiento de cabeza.
—Una pregunta acerca del señor O'Shea —dijo con una voz de trueno—. Lo tenemos contratado como miembro informante, y con un sueldo bastante robusto. He estado investigando… y espero no haberme excedido, señor Courtenay, pero es mi trabajo… He estado investigando y he averiguado que O'Shea manda a paseo a todo aquel que se atreve a hacerle una consulta. Quiero además mencionarle que en las últimas semanas ha estado pidiendo grandes adelantos. Si lo pusiéramos en la… si interrumpiéramos nuestras relaciones comerciales, quedaría debiéndonos bastante dinero. Además… bueno esto no tiene importancia, pero le dará una idea. Las chicas de mi departamento se quejan de que está molestándolas.
Alcé las cejas.
—Creo que debemos seguir con él, por lo menos, mientras dure su prestigio. Aunque parece que se le estuviera pasando. Preséntele alguna excusa con respecto a esos adelantos de dinero. Y en cuanto a las chicas… bueno, estoy sorprendido. Antes no se quejaban cuando O'Shea les hacía insinuaciones.
—¿Lo ha visto últimamente? —gruñó Bernhard.
Recordé que no lo veía desde hacía bastante tiempo.
El resto de la reunión pasó rápidamente.
De vuelta en mi oficina le pedí a mi secretaria nocturna que averiguase si O'Shea estaba en el edificio. Si era así, que viniese a verme.
O'Shea entró oliendo a bebida y quejándose en voz alta.
—¡Maldita sea, Mitch! ¡Esto ya es demasiado! Entraba sólo un momento para invitar a una de las nenas y usted que quiere verme. ¿Pero se toman en serio este asunto de las consultas? Tienen mi nombre. Eso tendría que bastarles.
O'Shea tenía un aspecto desastroso. Se parecía a una miniatura del gordo, petulante y desaliñado Napoleón en la isla de Elba. Pero yo no podía pensar sino en Kathy. Tardé un rato en comprender por qué.
—¿Y bien? —me preguntó O'Shea—. ¿Qué me está mirando? ¿Tengo corrida la pintura?
El alcohol lo tapaba bastante, pero alguna nube llegaba hasta mí:
Ménage à Deux
, el perfume que yo había creado para Kathy, y sólo para Kathy, cuando estábamos en París; el perfume que ella adoraba y que a veces usaba en demasía. Aún podía oírla diciendo: No puedo impedirlo, querido. Es mucho más agradable que el formol, y a eso huelo casi siempre después de haber pasado un día entero en el hospital…
—Lo siento, Jack —dije suavemente—. No sabía que estaba de fiesta. El asunto puede esperar. Diviértase.
O'Shea me hizo una mueca y salió, balanceándose como una oca.
Tomé el teléfono y me comuniqué con la sección Espionaje Comercial.
—Haga seguir a O'Shea —le ordené al encargado—. En este momento va a salir del edificio. Síganlo, y sigan a todos los que se encuentren con él. Noche y día. Si tienen éxito, usted y sus hombres serán ascendidos y recibirán su gratificación. Pero si fallan… que Dios los proteja.
Me puse en un estado tal que nadie se atrevía a acercárseme. Pero no podía dominarme. Sólo vivía para una cosa: los informes diarios de los perseguidores de O'Shea. Cualquier otro asunto del que yo intentase ocuparme, me aburría e irritaba.
Al cabo de una semana mis hombres seguían veinticuatro pistas alrededor de O'Shea y de las personas con quienes O'Shea había hablado. Estas últimas eran camareros de restaurantes, su agente de conferencias, mujeres, un amigo piloto de pruebas del aeródromo de Astoria, un policía con quien tuvo una discusión una noche en que estaba borracho (¿pero estaba realmente borracho y había sido realmente una discusión?), y otras muchas gentes comunes.
Una noche, confundida entre otras descripciones, encontré lo siguiente: «Consumidor; sexo femenino; 30 años; 1,68 de estatura; 65 kilos de peso; pelirroja; color de ojos: se ignora; ropas, baratas. El sujeto entró en «El paraíso del picadillo» (restaurante) a las 18.37, después de haber esperado 14 minutos afuera, y se sentó ante una mesa recién desocupada. Conjetura: sujeto tenía interés en hablar con determinado camarero. Pidió picadillo, comió muy poco; cambió algunas palabras con nuevo contacto. Pudieron haberse pasado algún papel, pero desde el lugar de observación no se alcanzó a distinguir. Una mujer policía sigue esta pista».
Treinta años, un metro sesenta y ocho, sesenta y cinco kilos. Podía ser. Telefoneé y dije:
—Vigilen preferentemente a esta última mujer, y comuníquenme enseguida cualquier novedad. ¿No podría averiguarse algo más en el restaurante?
Espionaje Comercial comenzó a explicarme, embarazosamente, que si yo insistía podía hacerlo, pero que no era una buena técnica. Comúnmente la información llega a oídos de la persona interesada. Y entonces…
—Muy bien —dije—. Hágalo a su modo.
—Un momento, señor Courtenay por favor. Nuestra operadora acaba de entregar su informe. La mujer vive en el edificio Tauton, escalones 17-18, piso treinta y cinco.
—¿Quién vive en ese piso? —pregunté, con el corazón angustiado.
—Parejas.
—¿Está ella…?
—Está sola, Señor Courtenay. Nuestra chica pretendió conseguir la vacante. Le contestaron que la señora del escalón 17 reservaba el 18 para su marido El hombre estaría en el interior, cosechando.
—¿A qué hora se cierra la escalera de Tauton? —pregunté.
—A las 22, Señor Courtenay.
Lancé una ojeada al reloj de mi escritorio.
—Supriman la vigilancia —ordené—. Basta por hoy.
Dejé mi asiento y les dije a mis guardias:
—Salgo sin ustedes, caballeros. Espérenme aquí, por favor. Teniente, ¿puede prestarme su arma?
—Por supuesto, señor Courtenay —me respondió pasándome una UHV de calibre 25.
Comprobé que estaba cargada y salí del cuarto, solo.
Mientras cruzaba el vestíbulo del edificio, un joven escondido en la sombra se apartó de la pared y comenzó a seguirme.
Lo fastidié echando a caminar por la calle solitaria: una hendidura oscura y estrecha que corría entre los grandes edificios. El aire estaba cargado de monóxido y niebla; pero yo tenía mis tapones antihollín; el joven, no. Lo oí estornudar a una respetable distancia. Algún coche solitario se cruzaba de cuando en cuando con nosotros; el conductor jadeaba penosamente sobre los pedales.
Sin mirar hacia atrás, di vuelta en la esquina del edificio Schocken y me aplasté contra el muro. Mi perseguidor pasó de largo y se detuvo consternado, escrutando la oscuridad.
Lo golpeé ferozmente en la nuca con el caño del arma, y seguí adelante. Probablemente era uno de mis hombres, pero yo no quería a nadie a mí alrededor.
Me metí en el edificio Tauton por la entrada de los moradores nocturnos a las 21:59. Detrás de mí el reloj automático cerró la puerta de un golpe. Introduje una moneda, marqué 35 y leí los avisos mientras el ascensor subía crujiendo «Los inquilinos nocturnos son responsables de su propia seguridad. La gerencia no asume ninguna responsabilidad por robos, asaltos y estupros.» «Los inquilinos tendrán en cuenta que a las 22:10 se cierran las barreras y atenderán a sus necesidades naturales de acuerdo con ese horario.» «El alquiler se pagará todas las noches, y por adelantado, al portero automático.» «La gerencia se reserva el derecho de negar alojamiento a los poseedores de productos Astromejor Verdadero».
La puerta se abrió ante el descanso del piso treinta y cinco. Era como mirar un queso agusanado. La gente, hombres y mujeres, se arremolinaban, tratando de encontrar alguna comodidad antes de que se levantaran las barreras. Miré mi reloj y leí: 22:08.
Seguí con cuidado mi camino, muy, muy lentamente, envuelto en una luz pálida, sobre y por entre miembros y torsos, pidiendo disculpas a cada momento, contando… En el escalón diecisiete me detuve sobre una figura encogida. Mi reloj decía 22:10.
Las barreras se levantaron con un ruido herrumbroso, aislando totalmente los escalones 17 y 18, en los que estábamos yo y…
Kathy se sentó, asustada y furiosa, con un arma pequeña en la mano.
—Kathy —dije.
Mi mujer dejó caer el arma.
—Mitch, estás loco. —Me habló en voz baja y con vehemencia—. ¿Qué estás haciendo aquí? Tauton no se ha dado por vencido. Te van a matar.
—Ya lo sé —le dije—. Será un final brillante, Kathy. Estoy metiendo la cabeza en la boca del león para demostrarte que digo la verdad. Tienes razón, y yo estaba equivocado.
—¿Cómo me encontraste? —me preguntó con un tono de sospecha.
—O'Shea me trajo un poco de tu perfume.
Ménage à Deux
.
Kathy miró los abarrotados alrededores y se rió, entre dientes.
—¿Es cierto?
—La persecución ha terminado, Kathy —le dije—. No estoy aquí para hacerte el amor, con o sin tu consentimiento. Estoy aquí para decirte que he decidido apoyarte. Pide lo que quieras y lo tendrás.
Kathy me miró frunciendo los ojos y dijo:
—¿Venus?
—Es tuyo.
—Mitch —me dijo Kathy—, si estuvieras mintiéndome…
—Lo sabrás mañana… si salimos con vida. Hasta entonces no hay más que decir, ¿no es cierto? Tenemos que pasar aquí la noche.
—Sí —dijo ella—. Tenemos que pasar aquí la noche. —Y de pronto, apasionadamente, exclamó—: Oh, Mitch, ¡cuánto te he extrañado!
Los silbatos despertadores sonaron a las 06:00 acompañados por unos chillidos subsónicos que desgarraban el cerebro e impedían que algunos dormilones dificultaran la evacuación.
Kathy comenzó a guardar rápidamente las camas en el interior de los escalones.
—Bajarán las barreras dentro de cinco minutos —dijo, y levantando la tapa del escalón diecisiete sacó un estuche plano con algunos utensilios de maquillaje.
—No te muevas.
Una navaja me afeitó la ceja derecha. Di un grito.
—¡No te muevas! —volvió a decirme Kathy, y la navaja silbó esta vez sobre mi ceja izquierda.
—¡Ay! —dije, mientras Kathy me daba vuelta el labio superior y me lo sujetaba por dentro con un trozo de cinta adhesiva. Dos bolas de goma me aplastaron las orejas contra el cráneo.
—Ya está —dijo Kathy, y me mostró un espejo.
—Magnífico —le dije—. Ya salí de aquí una mañana confundido con el tropel. Creo que podré repetirlo.
—Ahí van las barreras —dijo Kathy, nerviosamente, atenta a algunos ruidos preliminares que mis oídos inexpertos no alcanzaron a percibir.
Las barreras bajaron de golpe. Los inquilinos del piso treinta y cinco habían desaparecido; pero Kathy y yo no estábamos solos. B. J. Tauton y dos de sus hombres nos esperaban en silencio. Tauton se balanceaba ligeramente, sonriendo, con el rostro encendido. Los muchachos me apuntaban con dos fusiles ametralladoras.
Tauton hipó y dijo:
—Un sitio muy feo para conquistar mujeres, mi viejo Courtenay. Nena, apártate un poco.
Kathy no se apartó. Dando un paso adelante se enfrentó con Tauton y le puso una pistola en el estómago. El rostro enrojecido del hombre tomó el color de la masilla.
—Ya sabe lo que tiene que hacer —le dijo Kathy sombríamente.
—Muchachos —murmuró Tauton—, tiren las armas. ¡Tírenlas, por favor!
Los muchachos se miraron.
—¡Tírenlas! —suplicó Tauton.
Pasó una eternidad antes que se decidieran a dejar en el suelo los fusiles ametralladoras. Pero al fin lo hicieron. Tauton comenzó a gimotear.
—Vuélvanse de espaldas —les dije y acuéstense boca abajo.
Yo les apuntaba con la UHV que me habían prestado. Me sentía muy bien.
Podían inundar con gas el ascensor. Bajamos por las escaleras. Fue una tarea larga, lenta y cuidadosa, aunque todos los inquilinos habían sido evacuados hacía ya mucho tiempo para facilitar el ataque de Tauton. Tauton sollozó y babeó durante todo el camino. En el descanso del piso décimo nos dijo, con un tono implorante:
—Tengo que beber algo, Courtenay. No puedo más. Hay un bar ahí. Pueden seguir apuntándome mientras bebo.
Kathy se rió sin ganas ante la idea, y continuamos avanzando, escalón por escalón.
Al llegar a la puerta de salida de los inquilinos, y a pesar del frío invernal que reinaba fuera, envolví con mi chaqueta el arma de Kathy.
—¡No pasa nada! —le gritó Tauton a uno de los asombrados guardianes del vestíbulo que intentó cerrarnos el paso—. ¡Son amigos míos! ¡No pasa nada!
Caminamos detrás de Tauton hasta la entrada del subterráneo y allí nos zambullimos abandonando al viejo, pálido y sudoroso, en medio de la calle. La multitud que llenaba el subterráneo nos protegía suficientemente. Tauton sólo podría atraparnos si se decidía a volar el subterráneo, pero no estaba preparado para una operación semejante. Zigzagueamos durante una hora y al fin llamé a mi oficina desde el teléfono de una estación. Una patrulla de protección se citó con nosotros en otra de las estaciones y quince minutos más tarde entrábamos en el edificio Schocken.
Un diario matutino nos hizo reír por primera vez en aquel día. Decía entre otras cosas que a las 03:00 se había descubierto en las escaleras Tauton una pérdida de gas y que el mismo B. J. Tauton en persona había dirigido las operaciones de evacuación, arriesgando su vida. No había víctimas que lamentar.
Miré a Kathy por encima de las bandejas del desayuno, instaladas sobre mi escritorio, y le dije:
—Tu pelo tiene un aspecto horrible. ¿No te puedes sacar esa tintura?
—Basta de hacerse el amor —me replicó—. Me dijiste que Venus seria mío, Mitch. Y Venus, por Dios, nos pertenece. Solo nosotros sabemos qué hacer con ese planeta. Y además el único hombre que ha vuelto de Venus, O'Shea, es también de los nuestros.
—¿Desde cuándo?
—Desde que su padre y su madre descubrieron que había dejado de crecer. Desde entonces. Sabían que la A.C.M. necesitaría muy pronto pilotos de cohetes… y cuanto más pequeños, mejor. La Tierra no descubrió Venus, Mitch, sino la A.C.M. Y tenemos derecho a instalar allí nuestras colonias. ¿Puedes arreglarlo?
—Por supuesto —le dije—. Dios, esto me va a traer un dolor de cabeza. Ya hemos completado la lista de los colonizadores… unos bobos devorados por la impaciencia de llegar a Venus, y ser explotados por y en favor de la Sociedad Fowler Schocken. Bueno, tendré que dar marcha atrás.
Llamé por el teléfono interno a la sección I. y D.
—Charlie —dije—, a propósito de la competencia y el CO
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. Olvídese de eso. Acabo de descubrir que Tauton protege a la mayoría de los productores terrestres.