Read Mercaderes del espacio Online
Authors: Frederik Pohl & Cyril M. Kornbluth
Tags: #Ciencia Ficción
—Señor Tauton —le dije serenamente—, no puede matar jefes así porque sí. Le quemarán el cerebro. Le darán cerebrín. Y no encontrará a nadie que quiera correr ese riesgo por usted. Nadie querrá pasarse veinte años en el infierno.
—Conseguí un mecánico que dejó caer la barquilla de carga sobre tu cabeza, ¿no es cierto? —dijo Tauton con aire soñador—. Conseguí un desocupado que te baleó a través de una ventana, ¿no es así? Desgraciadamente fallaron los dos. Y luego nos traicionaste huyendo cobardemente a través del glaciar.
No dije nada. Yo no había huido a través del glaciar. Y vaya a saber a quién se le ocurrió que Runstead me golpeara, embarcara mi cuerpo para Costa Rica, y me sustituyera con un cadáver.
—Casi te escapaste —murmuró Tauton—. Si no hubiese sido por algunos humildes servidores —un conductor de taxi y algunos otros—, nunca te hubiéramos pescado… Los sueños y las visiones, mejores o peores, son mi destino, Courtenay. La grandeza de un artista se mide por su simplicidad. Tú me dices: «Nadie desea que le quemen el cerebro». Así piensas tú, porque eres un mediocre. Yo digo: «Encuentra a alguien que desee que le quemen el cerebro, y utilízalo». Por eso soy grande.
—Que desee que le quemen el cerebro —repetí estúpidamente—. Que desee que le quemen el cerebro…
—Explíquele —le dijo Tauton a un ayudante—. Quiero que se convenza de que hablamos en serio.
Uno de los hombres me dijo secamente:
—Cuestión de población, Courtenay ¿No has oído hablar de Albert Fish?
—No.
—Un fenómeno antiguo. Vivió en los primeros de la Edad de la Razón. 1920. Albert Fish se clavaba alfileres en el cuerpo, se quemaba a sí mismo con algodones saturados de alcohol, se daba latigazos… Eso le gustaba. Le hubiese gustado que le quemaran el cerebro. Apuesto a que sí. Hubiesen sido veinte años de azotes, ahogos, estrangulamientos y náuseas. El sueño de Albert Fish convertido en realidad.
»En esa época sólo había un Albert Fish. La aparición de ese Albert Fish fue posible sólo gracias a influencias y a presiones muy grandes. En una población tan escasa y dispersa como la de esos días —no más de tres billones— no podía nacer más que un solo Albert Fish. En el mundo actual, inmensamente más poblado, hay muchos Albert Fishes. Sólo hay que encontrarlos. Los abundantes recursos de que goza Tauton nos han permitido descubrir algunos. Salen a relucir en los hospitales, aunque a veces deformados grotescamente. Son casi todos criminales en potencia que desean sentir las delicias del castigo. Un hombre como tú piensa que no podemos alquilar asesinos, porque todos temen sufrir. Pero el señor Tauton sostiene que para contratar a un asesino basta encontrar a alguien a quien le guste sufrir. Y lo mejor de todo es que quienes desean sufrir son los mismos que desean hacer sufrir a los demás. Hacerte sufrir a ti, por ejemplo.
La aureola de veracidad que envolvía este discurso me heló la sangre. Nuestros noticieros estaban saturados de crónicas de fantástico heroísmo y maldades abismales. Las investigaciones demostraban como yo lo sabía muy bien, que no se había conocido en la antigüedad ni tanto coraje ni tanta depravación. El hecho me había preocupado en otro tiempo. Teníamos personajes como Malone, que durante seis años había cavado en silencio su túnel hasta que una mañana de domingo hizo volar todo un barrio de Nueva Jersey. Sólo porque un policía de Brinks lo había molestado. En el otro extremo teníamos a James Revere, héroe del desastre de Nube Blanca. Camarero tímido y frágil de un cohete de turismo, había rescatado a setenta y seis pasajeros, sacándolos a hombros de entre las llamas, volviendo una y otra vez a meterse en el fuego, mientras la carne se le carbonizaba sobre los huesos; abriéndose camino a ciegas, con unas manos que eran ya muñones, entre los mamparos enrojecidos por el calor. Era cierto. Cuando hay bastante gente, siempre se encuentra a alguien, alguien capaz de hacer cualquier cosa. Tauton era un artista. Había visto esa simple y significativa verdad y la había llevado a la práctica. Indudablemente, yo podía darme por muerto. Kathy, pensé, Kathy mía.
La gruesa voz de Tauton interrumpió mis reflexiones.
—¿Te das cuenta? —preguntó—. ¿Ves el fondo del asunto? La esencia, el fin, lo que yo llamaría el jugo vital de todo esto, es la recuperación de Venus. Bien. Comencemos por el principio. Háblanos de la agencia Schocken. Sus secretitos, sus puntos débiles, sus interioridades, sus conexiones con Washington… ya sabes.
Yo era un cadáver que no tenía nada que perder. Pensé… y dije:
—No.
Uno de los hombres de Tauton dijo abruptamente:
—Está listo para Hedy —y se levantó y salió del cuarto.
—Has estudiado prehistoria, Courtenay —dijo Tauton—. Te acordarás de Gilles de Rais. —Me acordaba, y sentí como si un casco de acero me estuviese apretando la cabeza—. Todas las generaciones prehistóricas no suman más de cinco billones de individuos —dijo Tauton—. Todas las generaciones prehistóricas sólo han producido un Gilles de Rais. Sin embargo en estos días podemos elegir varios. Y entre ellos, y para un trabajo especial cómo éste, elegí a Hedy. Ya verás por qué. La puerta se abrió, y una muchacha pálida, adenoidea, de cabellos rubios y lacios, apareció en el umbral. Tenía una sonrisa tonta; los labios eran delgados y descoloridos. En una mano llevaba una aguja de quince centímetros insertada en un mango plástico.
Le vi los ojos y comencé a gritar. No pude dejar de gritar hasta que se la llevaron y cerraron la puerta. Me sentí destrozado.
—Tauton —murmuré al fin—. Por favor… —Tauton se sentó cómodamente y me dijo:
—Empieza.
Traté, pero no pude. La voz no me respondía, ni tampoco la memoria. Ni siquiera podía recordar si la firma se llamaba Fowler Schocken o Schocken Fowler.
Finalmente Tauton se levantó y dijo:
—Te dejaremos descansar un rato, Courtenay. Para que puedas recuperarte. Yo también necesito un trago. —Se estremeció, involuntariamente, y luego volvió a sonreír—. Piénsalo —me dijo, y se fue tambaleándose.
Me sacaron, entre dos hombres, de la habitación de los cerebros, arrastrándome a través de un corredor hasta un cubículo vacío. Aparentemente era ya de noche. Nadie salía de las oficinas ni entraba en ellas. Las luces estaban apagadas. Un guarda sentado ante un escritorio, en el fondo de un pasillo, bostezaba somnoliento.
—¿Por qué no me sacan esta bolsa? —pregunté con inseguridad—. Me voy a ensuciar de un modo atroz si no salgo de aquí.
—No hay orden de eso —dijo uno de los hombres brevemente.
Dieron un portazo y cerraron con llave. Me arrastré por el piso del cuartucho buscando algo bastante afilado como para romper la película y abrir la bolsa de plástico. No había nada. Después de algunas contorsiones increíbles y una docena de estrepitosas caídas, comprendí que no podría incorporarme. El pestillo era una sombra, apenas una sombra de esperanza; pero era como si estuviese a un millón de kilómetros.
Mitchell Courtenay, jefe de publicidad; Mitchell Courtenay, hombre clave de la sección Venus; Mitchell Courtenay, futuro destructor de los consistas; Mitchell Courtenay, tirado en el piso de una celda, en las oficinas de la más criminal y retorcida de todas las agencias que han ensuciado la profesión publicitaria. Allí estaba, sin perspectiva alguna, excepto la traición y, con un poco de suerte, una muerte piadosa. Kathy al menos nunca lo sabría. Seguiría creyendo que yo había muerto como un tonto, en un glaciar, por haber metido la mano en algo que no me concernía: el equipo de energía eléctrica.
Se oyó el ruido de la cerradura. Venían a buscarme.
Pero cuando la puerta se abrió, vi desde el piso, no un bosque de pantalones, sino un par de tobillos, delgados como cerillas, y envueltos en nylon.
—Te quiero —dijo la extraña e inexpresiva voz de la mujer—. Dijeron que tenía que esperar, pero no pude más.
Era Hedy con la aguja.
Traté de gritar pidiendo ayuda, pero ningún sonido me salió de la garganta. La mujer se arrodilló a mi lado, con los ojos brillantes. Sentí como si la temperatura del cuarto hubiese descendido diez grados. Los labios descoloridos de la mujer se unieron a los míos. Parecían de hierro candente. Y enseguida sentí como si me arrancaran el lado izquierdo de la cabeza. Duró unos segundos, y hundiéndome en una llamarada roja, perdí el conocimiento.
—Despiértate —decía la voz muerta—. Te quiero. Despiértate.
Un relámpago me hirió en el codo derecho y el brazo. Mi brazo se movió.
Se movió.
Los labios descoloridos descendieron de nuevo, y de nuevo sentí su aguja en mi mandíbula; buscaba el trigémino. Lo encontró. Luché contra esa ola de llamas que trataba de arrastrarme. Mi brazo se había movido. La aguja de la mujer había perforado la bolsa. Podía abrirla ahora. La aguja penetró otra vez y el dolor, de algún modo, agitó mi brazo derecho. Me moví. Estaba libre.
Creo que tomé a la mujer por la nuca. Creo que apreté. No estoy seguro. No quiero estar seguro. Pero después de cinco minutos ni ella ni su amor tenían sentido. Desgarré y destrocé la película de plástico, y me incorporé, gimiendo. Tenía el cuerpo agarrotado.
El guarda del corredor no me preocupaba. Si no había acudido antes a mis gritos, ya no vendría. Salí del cubículo. El hombre dormía, aparentemente, con la cabeza apoyada en el escritorio, boca abajo. Pero cuando me acerqué a él, vi que en el valle formado por las cuerdas de su vieja nuca, se estaba coagulando un menudo charco de sangre y suero. Un alfilerazo en la médula, y nada más. Puedo atestiguar que Hedy conocía perfectamente la topografía del sistema nervioso.
El guardián tenía un arma. Pensé un momento en llevármela, pero la dejé. Los pocos dólares que el hombre tenía en el bolsillo me serian más útiles. Corrí a las escaleras En el reloj del escritorio se leía 06:05.
Yo ya había aprendido a subir por una escalera. Aprendí entonces cómo se bajaba. Si el corazón funciona bien, no hay mucho que dudar. Me llevó treinta minutos descender desde los pisos de las oficinas de los jefes a los poblados escalones inferiores. Algunos de los malhumorados consumidores ya estaban despertándose. Se acercaba la hora de ir al trabajo.
Pasé a través de una docena de puñetazos y de una feroz cuchillada. Los moradores nocturnos del edificio Tauton eran de una suciedad y de una bajeza inadmisibles en los escalones de la torre Schocken. Pero quizá era mejor así. Mis ropas deshilachadas, y la fresca cicatriz de la barbilla, no llamaron la atención. Algunas de las muchachas hasta silbaron al verme, pero eso fue todo. Las gentes que habitan en las viejas y agrietadas casas de vecindad, como el R. C. A. y el Empire State, me hubiesen arrojado escaleras abajo sin más trámite.
Tuve suerte con la hora. Dejé el edificio rodeado por una apretujada multitud que se dirigía hacia los subterráneos, en camino hacia sus lastimosos empleos. Me pareció que algunos hombres de civil vigilaban a la muchedumbre desde las ventanas del segundo piso, pero no alcé la vista. Entré en la estación del subterráneo.
En las ventanillas de cambio convertí todos mis billetes en monedas y me dirigí hacia las duchas.
—¿Un baño a medias, joven? —me preguntó alguien.
Necesitaba urgentemente una ducha, y para mí solo, pero no me atreví a hacerme el aristócrata. Metí varias monedas; cinco minutos de agua salada, treinta segundos de agua dulce, y jabón. Descubrí que me estaba frotando el lado derecho una y otra vez. Cuando el agua me golpeaba el lado izquierdo del rostro, el dolor me mareaba.
Después de la ducha, me metí en el tren subterráneo y pasé dos horas zigzagueando por debajo de la ciudad. Bajé por fin en Times Square, en el centro del distrito de comercio. Era casi una estación de carga. Unos consumidores blasfemos colocaban en las cintas sinfín unas cajas de proteínas que se distribuirían luego por toda la ciudad. Traté de comunicarme con Kathy. No contestaban.
Llamé a Hester, en el edificio Fowler, y le dije:
—Quiero que consigas todo el dinero posible. Pide prestado, junta tus ahorros, compra un equipo Astromejor de mi medida, y encuéntrate conmigo, y rápido, en el mismo lugar en que tu madre se quebró una pierna el año pasado. En el lugar exacto ¿recuerdas?
—Si, Mitch —dijo Hester—. Pero mi contrato…
—Por favor, tendré que pedírtelo de rodillas. Confía en mí. Te sacaré del apuro. Por favor, apresúrate. Y… si al llegar me encuentras rodeado de guardias, no te acerques a mí. Adelante.
Colgué el tubo y me recosté contra una pared de la casilla telefónica hasta que el primero de la fila me golpeó indignado la puerta. Caminé lentamente alrededor de la estación, compré un sándwich de queso y una taza de Mascafé, y alquilé en el quiosco un periódico de la mañana. Mi historia era sólo unas líneas aburridas al pie de la columna tres: BUSCADO POR RUPTURA DE CONTRATO Y HOMICIDIO. Decía que George Groby no había vuelto a Clorela después de su día franco, y que había ocupado su tiempo libre en robar en las oficinas centrales del edificio Tauton. Había matado a una secretaria que lo había descubierto, y se había escapado.
Media hora más tarde me encontré con Hester en la boca del túnel. De ese túnel había salido un día un cajón que le había roto una pierna a su madre. Estaba terriblemente preocupada. Técnicamente, Hester era tan culpable como «George Groby» de haber roto un contrato.
Le saqué de las manos la caja de ropas y le pregunté:
—¿Tienes aún mil quinientos dólares?
—Más o menos. Mamá está tan asustada…
—Reserva dos pasajes para los dos en el próximo cohete a la Luna. Hoy, si es posible. Luego vuelve aquí. Me vestiré mientras tanto.
—¿A la Luna? ¿Los dos?
—Sí, los dos. Tengo que salir de la Tierra antes que me maten. Esta vez no podré resucitar.
Mi pequeña Hester se cuadró de hombros y comenzó a hacer milagros.
A las diez horas estábamos cuchicheando uno al lado del otro mientras los cohetes del David Ricardo rugían ya para despegar rumbo a la Luna. Hester se había hecho pasar, con toda sangre fría, por una empleada de Schocken en misión especial. Yo era Groby, analista de ventas 6. Naturalmente, la red tendida alrededor de Groby, expedidor 9, no incluía el aeropuerto Astoria. Los basureros y homicidas no tienen dinero suficiente como para viajar en un cohete.
Nos correspondía un compartimiento y raciones máximas. La construcción del David Ricardo era tan completa que casi todos los pasajeros tenían compartimientos y raciones máximas. No era un viaje para curiosos desocupados, ni para el sumergido noventa y cuatro por ciento de la población. La Luna era estrictamente negocios —negocios de minas—, y algunos panoramas. Nuestros compañeros de viaje, los que habíamos visto en la rampa, eran ceñudos ingenieros, trabajadores con pasaje de proa, y algunas mujeres y hombres, llenos de dinero y de tontería, que querían contar que habían estado allí.