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Authors: Frederik Pohl & Cyril M. Kornbluth

Tags: #Ciencia Ficción

Mercaderes del espacio (13 page)

BOOK: Mercaderes del espacio
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Bowen era un consumidor flemático, de baja estatura.

—Y éste es Arturo Deuser.

Deuser era un hombre muy joven y nervioso.

Estábamos en una oficinita de paredes de cemento, bien iluminada y provista de regeneradores de aire. Había también algunos escritorios y un equipo de comunicaciones. Costaba creer que aquella única entrada yaciera bajo un monte de protoplasma. Y más aún que ese chorro de sonidos de alta frecuencia pudiera mover esa mole absurda.

—Nos complace tenerlo con nosotros, Groby —comenzó Bowen—. Herrera dice que es usted inteligente. No queremos meternos en averiguaciones, pero necesito sus datos.

Le di los datos de Groby, y Bowen los anotó. Cuando oyó la cifra que revelaba una muy baja educación, los labios se le torcieron con un gesto de sospecha.

—Seré franco —me dijo—. Usted no habla como un analfabeto.

—Y… ya sabe como son las cosas —le dije—. Me he pasado la vida leyendo y observando. Es duro nacer en medio de una familia de cinco. Uno no es bastante grande como para que lo respeten, ni bastante chico como para que lo mimen. Me sentí naturalmente perdido y traté de mejorarme.

Bowen quedó convencido.

—Suele ocurrir —me dijo—. Bueno, ¿y qué sabe hacer?

—Y… podría escribir una hoja de contacto mejor que la actual.

—¿De veras? ¿Y qué más?

—Bueno… toda clase de propaganda. Podría difundir una historia sin que nadie sospeche que viene de los con… de nosotros. Algo que sembraría el descontento y los haría reaccionar.

—Una idea muy interesante. Deme un ejemplo.

Mi cerebro trabajaba a gran velocidad.

—Difundiríamos el rumor de que se ha descubierto un nuevo método para fabricar proteína fresca. Y que esa proteína sabe igual que la carne de vaca y que se podrá comprar a dos dólares el kilo. Y añadiríamos que el descubrimiento se anunciará a los tres días. Luego, cuando pasen los tres días y no se haya oído ningún anuncio, inventariamos un chiste como éste: «¿Cuál es la diferencia entre la carne de vaca y las lonjas de Gallina?». Respuesta: «Ciento cincuenta años de civilización y progreso». Estas cosas prenden fácilmente y hacen pensar con nostalgia en los viejos días.

Era fácil. No era la primera vez que yo me servía de mi talento para respaldar productos que no me interesaban.

Bowen lo anotaba todo en una máquina de escribir silenciosa.

—Excelente —me dijo—. Muy ingenioso, Groby. Probaremos esto. ¿Por qué ha dicho «tres días»?

No podía explicarle que para una frase clave que actuaría como catalizador en un círculo social cerrado, ése era el plazo óptimo. En vez de darle esa respuesta de manual le dije aturdido:

—Me parece un plazo conveniente.

—Bueno. Vamos a probarlo. Ahora, Groby, tendrá que estudiar durante un tiempo: Le prestaremos los textos clásicos del conservacionismo. Leerá también algunas publicaciones especializadas que son de interés para nosotros:
Estadísticas abstractas, Revista de Astronáutica, Biométrica, Boletín Agrícola
, y algunas otras. Si encuentra algo difícil de entender, y lo encontrará a menudo, pida ayuda. Más tarde elegirá algún tema de su agrado y podrá especializarse en él, y dedicarse a investigar. Un conservacionista informado es un conservacionista útil.

—¿Por qué la
Revista de Astronáutica
? —pregunté con una excitación creciente.

De pronto me pareció encontrar una respuesta. El sabotaje de Runstead, mi atentado, las infinitas demoras y quiebras del proyecto. ¿Serían obra de los conservacionistas? ¿Habrían decidido, retorcida e ilógicamente, que los viajes interplanetarios hacían peligrar la supervivencia de la raza o como se llamara eso?

—Muy importante —dijo Bowen—. Tiene que saber todo lo posible de ese asunto.

Tanteé el terreno.

—¿Quiere decir que así podremos sabotear mejor el proyecto?

—¡Pero no! —estalló Bowen—. Por Dios, Groby; piense en todo lo que Venus significa para nosotros… Un planeta inexplotado; la riqueza que tanto necesita la raza humana; los campos, los alimentos, las materias primas. ¡Use su cabeza, hombre!

—Oh —dije.

El nudo gordiano seguía intacto.

Comencé a estudiar los carretes de films de
Biométrica
y de cuando en cuando pedía alguna explicación innecesaria.
Biométrica
es fuente de información esencial para un jefe de publicidad. La revista habla de los cambios de población, de las variaciones del porcentaje de inteligencia, cita estadísticas de mortalidad, y otras cosas semejantes. Casi todos los números de
Biométrica
traían alguna noticia que nos favorecía… y que ponía furiosos a los de la A. C. M. El aumento de población nos alegraba. Más gente, más ventas. Lo mismo el descenso de la inteligencia media. Menos cerebros, más ventas. Pero estos fanáticos excéntricos no entendían nada del asunto. Y yo tenía que fingir que estaba con ellos.

Después de un rato comencé a leer la
Revista de Astronáutica
. Las noticias eran malas, muy malas. La apatía del público era total; la gente se resistía economizar en favor del proyecto Venus; la idea de instalar una colonia en Venus estaba dominada por el derrotismo; se afirmaba que aunque se estableciera una colonia, no podría desarrollarse.

¡Ese maldito Runstead!

Pero la noticia peor estaba en la tapa del último número. El pie decía: «Jack O'Shea sonríe mientras una hermosa amiga lo felicita con un beso después de haber recibido de manos del Presidente la Medalla de Honor». La hermosa amiga era mi mujer Kathy. Nunca me pareció más bonita.

Me puse detrás de la célula consista y empecé a empujar. A los tres días el descontento burbujeaba en el comedor. A la semana los consumidores decían cosas como éstas:

—Demonios, quisiera que este maldito dormitorio no estuviese tan repleto…

—Demonios, quisiera tener un pedazo de tierra en algún sitio y trabajarla para mí…

La minúscula célula consista reventaba de alegría. Yo había conseguido, en sólo una semana, más que todos ellos en un año. Bowen, empleado de la sección Personal, me dijo:

—Necesitamos una cabeza como la suya, Groby. No va a pasarse la vida despellejando. Uno de estos días el jefe de nombramientos le preguntara si sabe algo de química de alimentos… Dígale que sí. Le enseñaré rápidamente lo más imprescindible. Pronto lo sacaremos del sol.

Ocurrió a la semana siguiente, cuando todos ya estaban diciendo frases como:

—Sería bueno pasear por un bosque. ¿Te imaginas todos esos árboles?

O sino:

—¡Maldito jabón de agua salada!

Jamás se les había ocurrido, hasta ese día, hablar de un «jabón de agua salada».

El jefe de nombramientos me buscó y me preguntó con indiferencia:

—Groby, ¿sabe usted algo de química de alimentos?

—Es curioso que me lo pregunte —le dije—. He estudiado bastante esas cosas. Conozco las proporciones de azufre, fósforo, carbono, oxígeno, hidrógeno y nitrógeno que usa Clorela. Conozco las temperaturas óptimas y otras cosas por el estilo.

Indudablemente estas minucias superaban sus propios conocimientos.

—¿Sí? —gruñó. Y se fue, impresionado.

Una semana más tarde, cuando circulaba un chiste sucio sobre el
trust
Astromejor Verdadero, me dieron un trabajo de ocho horas, dentro del edificio. Había que leer unos medidores y dar vuelta unas llaves que gobernaban el paso de los líquidos nutritivos; un trabajo más fácil y más liviano. El resto del día lo pasaba bajo la Gallina (podía entrar en ella con un silbato Galton casi sin estremecerme) rehaciendo aquella fantásticamente inepta Hoja Uno:

¿ES USTED CAPAZ DE ALCANZAR LOS PUESTOS MÁS ALTOS?

Usted, y sólo usted, puede responder a estas importantes preguntas:

¿Es usted un hombre (o una mujer) inteligente y emprendedor, entre los 14 y los 50 años?

¿Tiene usted la energía y la ambición necesarias para alcanzar los realmente GRANDES EMPLEOS DEL MAÑANA?

¿Se le puede Confiar a usted —confiar de veras— las mejores, las esperanzadas buenas nuevas de nuestro tiempo?

Si usted no puede ponerse de pie y gritar ¡SI! a todas las preguntas, por favor, ¡no siga leyendo!

Pero si puede, entonces usted y sus amigos o familiares pueden llegar a ser los cimientos de…

Y así seguía.

Bowen no sabía qué decir.

—¿No cree que ese llamado a la inteligencia es algo excesivo? —me preguntó ansiosamente.

No le dije que entre esta propaganda y la común, dedicada a la clase 12, había una sola diferencia. La clase 12 la recibía por los oídos. No sabía leer.

Le dije a Bowen que no me parecía así. Asintió.

—Es usted un propagandista nato, Groby —me dijo solemnemente—. En una América conservacionista usted sería una estrella de primera magnitud.

Me mostré adecuadamente modesto. Bowen prosiguió:

—No puedo retenerlo. Tengo que hacerlo subir. No es justo que gaste su talento en una célula. Ya he adelantado un informe sobre usted… —Señaló el equipo de comunicaciones—. Creo que pronto pedirán sus servicios. Pero no me va a gustar que se marche. Sin embargo, ya estoy tendiendo las líneas. Mire, éste es el
Manual de Compras Clorela

El corazón me dio un salto. Yo sabía que los contratos de materias primas de Clorela solían formalizarse en Nueva York.

—Gracias —tartamudeé—. Sólo quiero el puesto en que pueda ser más útil.

—Sí, ya lo sé, Groby —me aseguró Bowen.

—Este… oiga, quiero decirle algo antes de que se vaya. No es nada oficial, Jorge, pero… bueno. Yo también escribo un poco. Tengo algunas cosas… Esbozos, así los llamaría usted, me parece. Me gustaría que se llevase algunas y…

Salí al fin con el manual, y sólo catorce de los «esbozos» de Bowen. Eran unos torpes borradores en los que no pude descubrir nada comercial. Bowen me aseguró que tenía un montón en los que podíamos trabajar juntos.

Comencé a estudiar el manual intensamente.

Abrir las llaves me dejaba más vivo que despellejar. Y Bowen hacía todo lo posible para aligerar mis obligaciones en la célula… para que tuviese tiempo de dedicarme a sus esbozos. Resultó al fin que, por primera vez, me sobró tiempo para explorar el ambiente. Herrera me llevó al pueblo una vez, y descubrí lo que hacía en esos secretos fines de semana. Me sorprendió rudamente, pero no me enojé. Sólo me recordó, una vez más, que el abismo entre el hombre de empresa y el consumidor no puede ser salvado con eso tan abstracto e irreal que se llama «amistad».

Al salir del anticuado tubo neumático caía una de esas finas lloviznas costarricenses. Nos refugiamos en un restaurante de tercera categoría y pedimos de comer. Herrera insistió en que nos sirvieran una patata y luego quiso pagarla.

—No, Jorge. Esto es una fiesta. Me dejaste vivir cuando te pasé aquella hoja. ¿Te acuerdas? Bueno, hay que festejarlo.

Herrera estuvo brillante durante el almuerzo: una fuente de conversación y bromas bilingües conmigo y los camareros. El brillo de los ojos, el rápido y arrollador torrente de palabras, la risa fácil. Un hombre joven en una cita.

Un hombre joven en una cita. Recordé mi primer encuentro con Kathy; esa larga tarde en el Central Park; el paseo, tomados de la mano, por los sombreados pasillos; el salón de baile; la hora inmemorial que pasamos ante su puerta…

Herrera se inclinó hacia mí y me golpeó en un hombro, y vi que el camarero se estaba riendo. Me reí también, y aumentaron las risas. Indudablemente, yo había sido el motivo del chiste.

—No tiene importancia, Jorge —dijo Herrera, calmándose—. Nos vamos. Tengo algo para los dos que va a gustarte. Me parece.

Pagó la cuenta y el camarero levantó una ceja.

—¿Van atrás?

—Sí, atrás —respondió Herrera—. Vamos, Jorge. —Caminamos entre las mesas, guiados por el camarero. Nos abrió una puerta y murmuró rápidamente algunas palabras en español.

—Oh, no se preocupe —le dijo Herrera—. No estaremos mucho tiempo.

«Atrás» resultó ser… una biblioteca. Sentí que Herrera me miraba, pero no creo haber dejado traslucir mis sentimientos. Hasta me quedé una hora mientras él devoraba un ejemplar agusanado que se titulaba
Moby Dick
. Yo me dediqué a hojear una docena de viejas revistas. Estos recordados clásicos no me ayudaron a calmar mi conciencia… Encontré un viejo tomo de
Corrija sus faltas de lenguaje
que hubiese adornado muy bien la pared de mi oficina en Fowler Schocken. Pero la presencia de tantos libros sin una sola palabra de publicidad no me dejaban tranquilo. No soy un mojigato que se opone a toda clase de placeres solitarios, y menos cuando sirven para algo útil. Pero mi tolerancia tiene sus límites.

Creo que Herrera adivinó que mi dolor de cabeza era sólo una excusa. Cuando mucho más tarde entró tambaleándose en el dormitorio, miré para otro lado. Apenas hablamos después de este incidente.

Una semana después, luego de haberse producido un tumulto en el comedor (se decía que los buñuelos de levadura habían sido adulterados con aserrín) me llamaron desde las oficinas.

Después de hacerme esperar una hora, me recibió uno de los encargados de personal.

—¿Groby?

—Sí, señor Milo.

—¡Qué marca notable ha logrado usted! ¡Muy notable! Su coeficiente de eficiencia es cuatro.

Ese era el trabajo de Bowen. Registrar coeficientes. Había tardado cinco años en ascender a ese puesto.

—Gracias, señor Milo.

—Lo felicito, de veras. Bueno… Ocurre que está por producirse una vacante. En el Norte. El trabajo de uno de nuestros hombres deja mucho que desear.

No el trabajo… la imagen de su trabajo, la sombra que su trabajo había dejado en un papel; la sombra cuidadosamente delineada y deformada por Bowen. Comencé a apreciar el poder desproporcionado de que podían gozar los consistas.

—¿Le interesa el renglón compras, Groby?

—Es curioso que me lo pregunte, señor Milo —dije distraídamente—. Siempre me ha gustado. Creo que me desempeñaría muy bien en compras.

Milo me miró escépticamente. Era una respuesta como para salir del paso. Comenzó a bombardearme con preguntas y yo regurgité respetuosamente las respuestas del
Manual Clorela
. Milo las había estudiado hacia veinte años, y yo hacía una semana. No podía competir conmigo. Una hora después, Milo creía que George Groby era la gran esperanza de las Proteínas Clorela, y que había que lanzarme a la brecha sin más trámite.

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