Mercaderes del espacio (12 page)

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Authors: Frederik Pohl & Cyril M. Kornbluth

Tags: #Ciencia Ficción

BOOK: Mercaderes del espacio
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Y el dinero adelantado se pagaba con un interés del seis por ciento.

Tenía que ser en seguida. Si no me iba en seguida no me iría nunca. Mi sentido de la iniciativa, la cualidad que me había llevado a ser lo que era, estaba agonizando poco a poco. Las dosis mínimas de alcaloides me paralizaban la voluntad, pero peor aún era esa sensación de impotencia y desesperanza. Pensaba ya que así era el mundo, que nunca cambiaría, que al fin y al cabo esto no era tan terrible, que uno siempre podía entrar en trance ante una hermosa pantalla o emborracharse con Gaseosa, o probar una de esas cápsulas verdes que pasaban de mano en mano con diversas consignas. Los muchachos esperarían con agrado el día de cobro.

Tenía que ser en seguida.

—¿Cómo estás, Gustavo?

Herrera se sentó, obsequiándome con su sonrisa azteca.

—¿Cómo estás, amigo Jorge? ¿Fumas? —Extendió su paquete de cigarrillos.

Eran Boquillas Verdes.

—No, gracias, fumo Astro. Tienen mejor gusto —dije en forma automática. Y automáticamente prendí uno, por supuesto.

Me estaba convirtiendo en el consumidor ideal. Ganas de fumar; ganas de fumar un Astro, encender un Astro. Ganas de beber; ganas de beber Gaseosa, tomar un chorro de Gaseosa. Ganas de comer; ganas de comer Crocantes, comprar una caja. Ganas de fumar; encender otro Astro. Y repetir en cada etapa las alabanzas que le han metido a uno por los ojos, las orejas y todos los poros del cuerpo.

—Fumo Astros, los de mejor gusto; bebo Gaseosa, la más refrescante; como Crocantes, la más deliciosa; fumo Astros…

—No parece que estuvieras muy contento —me dijo Herrera.

—No lo estoy, amigo —le dije. Era el momento.

—Me encuentro en una situación rara —añadí, y esperé su reacción.

—Ya me parecía que algo andaba mal. Un hombre inteligente como tú, un hombre que ha viajado. ¿Puedo ayudarte?

Magnífico, magnífico.

—No perderás nada, Gus. Te lo aseguro. Correrás el riesgo, pero no perderás nada. La historia es más o menos ésta…

—¡Chist! ¡No aquí! —me susurró Herrera. Y añadió en voz baja—: Siempre es un riesgo. Pero vale la pena correrlo cuando un joven listo se da cuenta y se decide a actuar. Algún día cometeré un error, seguro. Me agarrarán, me harán pedazos, quizá. Qué demonios, me río de ellos. He hecho mi parte. Toma. No tengo que decirte que tengas cuidado. No lo abras en cualquier sitio.

Me dio la mano y sentí que un rollo se adhería a mi palma. Enseguida se dirigió hacia la pantalla hipnótica, marcó un número para una media hora de trance y se dejó ir con el resto de los espectadores.

Entré en los baños y apreté los botones que me permitían quedarme diez minutos en una casilla, y allá se fue otro poco de mi sueldo.

El rollo que tenía en la mano se abrió convirtiéndose en una hoja de papel de seda que decía:

Una vida en sus manos.

Esta es la hoja número uno de la Asociación Conservacionista Mundial, conocida vulgarmente como «los consistas». Le ha sido entregada por un miembro de la A. C. M. quien ha creído a) que usted es inteligente; b) que está preocupado por el estado actual del mundo; c) que sería una figura de provecho en nuestras filas. La vida de este miembro está ahora en sus manos. Le rogamos que no tome usted ninguna decisión antes de leer lo que sigue:

Verdades acerca de la A.C.M.

La A. C. M. es una organización secreta perseguida por todos los gobiernos del mundo. La A. C. M. considera que la explotación desmedida de los recursos naturales ha dado origen, sin necesidad, a la pobreza y la miseria. La A.C.M. considera que la explotación ilimitada de esos recursos significará el fin de la humanidad. Considera, asimismo, que este fin puede ser evitado si los pueblos exigen que se limite el crecimiento de la población, que se realicen programas de reforestación, de conservación del suelo, de descentralización de núcleos urbanos, y que se ponga fin a la inútil producción de artefactos y alimentos sin valor, para los que no existe demanda natural. Este programa puede ser promovido mediante la propaganda —como ésta— las demostraciones de fuerza, y los sabotajes a las fábricas inútiles.

Falsedades acerca de la A. C. M.

Usted ha oído probablemente que los conservacionistas son asesinos, psicópatas e incompetentes, y que no vacilan ante el asesinato y la destrucción, empujados por la envidia u otros móviles irracionales. Nada de esto es cierto. Los miembros de la A. C. M. son seres humanos equilibrados, y muchos de ellos ocupan importantes posiciones en el mundo. Las historias que divulgan lo contrario son obra de gentes que tratan de obtener los mayores beneficios de la explotación que pretendemos Corregir. Algunas personas tratan de satisfacer sus tendencias criminales cometiendo toda clase de atropellos en nombre del conservacionismo. La A.C.M. no tiene relación alguna con esta clase de gente, y condena sus actividades.

¿Qué hará usted ahora?

Todo depende de usted. Puede a) denunciar a la persona que le ha pasado esta hoja; b) destruir la hoja y pedirle más información. Piense antes de actuar.

Pensé… intensamente. Pensé que esta andanada era: a) la propaganda más insulsa e ineficaz que había visto en mi vida; b) una versión de la realidad increíblemente falseada; c) un posible medio de salir de Clorela y volver a Nueva York.

¡Así que estos eran los temidos consistas! Toda esta charlatanería y estas contradicciones… Sin embargo, la hoja tenía cierta atracción. Había sido redactada para el subconsciente. Seguro. Así redactábamos nosotros los folletos farmacéuticos para médicos. Serenos, doctorales; todos somos gente de criterio y muy educados. Podemos ir con confianza al fondo del asunto. ¿Su paciente sufre de hiperespasmo, doctor?

La hoja era un llamado a la razón, y eso es siempre peligroso. No se puede confiar en la razón. Las compañías de publicidad han renunciado a ella hace ya muchos años, y nunca la han echado de menos.

Bueno, yo tenía dos caminos. Podía ir a la oficina central y denunciar a Herrera; obtendría así una cierta fama; quizá me escucharían, quizá creerían lo suficiente como para decidirse a investigar el asunto. Pero me pareció recordar que quienes denunciaban a los consistas, eran ejecutados a veces con el argumento que habían estado expuestos al virus, y que algún día, después de esa primera y saludable reacción, podrían desarrollarse los síntomas. No me gustó. Un riesgo mayor, pero más heroico: yo podría trabajar desde dentro, entendiéndome con los consistas. Si la asociación consistía en una red mundial, como ellos afirmaban, no había nada que pudiera impedirme llegar a Nueva York, preparado para hacer saltar el asunto.

No dudé ni un momento en mi capacidad de seguir adelante. Me picaban los dedos con las ganas de tener un lápiz y corregir esa hoja, afilar las frases, suprimir la monotonía, añadir palabras que se vieran, se oyeran, gustaran, sintieran; palabras realmente eficaces. Les sería útil.

La puerta de la casilla se abrió de repente; habían terminado mis diez minutos. Arrojé la hoja por el desagüe y volví a la sala. Herrera estaba todavía en trance ante la pantalla hipnótica.

Esperé veinte minutos. Finalmente Herrera se sacudió, parpadeó y miró a su alrededor. Me vio. Su rostro era de granito. Sonreí y asentí con la cabeza.

—¿Todo está bien, compañero? —me preguntó con serenidad.

—Muy bien —le dije—. Cuando quieras, Gus.

—Será pronto —dijo Herrera—. Después de un asunto como éste, me pongo siempre en trance. No puedo soportar la inquietud de estar esperando. Algún día saldré del trance para encontrarme con que los guardias están moliéndome a palos.

Comenzó a afilar la hoja de su guadaña.

Miré la herramienta.

—¿Para los guardias? —le pregunté.

Herrera se sorprendió.

—No —me dijo—. Estás equivocado, Jorge. Para mí. Así no podré denunciar a nadie.

Eran nobles palabras, aun para esa causa. Odié a los retorcidos cerebros que habían engañado a un hermoso consumidor como Gus. Era algo así como un asesinato. Herrera podía haber ocupado su puesto en el mundo, comprando y usando, dando trabajo y beneficios a sus hermanos de todo el mundo, acrecentando constantemente sus deseos y necesidades, acrecentando el trabajo y los beneficios en el círculo del consumo, y criando niños que serían a su vez consumidores. Dolía verlo convertido en un fanático estéril.

Decidí ayudarlo todo lo posible cuando el asunto terminara. Él no tenía la culpa, sino la gente que lo había envenenado. Existía, seguro, algún tratamiento para estos consistas como Gus, víctimas inocentes. Pediría… no; sería mejor no pedir nada. La gente sacaría conclusiones. Ya podía oírlas.

—Sí, Mitch, me parece bien fundado, pero es una idea un poco peligrosa…

—Los consistas no cambian, Mitch. Todo el mundo lo sabe. Sí, Mitch, me parece bien fundado, pero…

Al diablo con Herrera. Tendría que correr sus riesgos como cualquier otro. La persona que trata de poner el mundo cabeza abajo no puede quejarse si el mundo cae sobre él y lo aplasta.

9

Los días pasaron como si fueran semanas. Herrera me hablaba muy raramente. Una tarde, mientras estábamos en la sala de juegos, me preguntó de pronto.

—¿Has visto alguna vez a la Gallina?

—No —le dije.

—Vamos abajo. Te la voy a mostrar. Es todo un espectáculo.

Atravesamos unos cuantos corredores y nos subimos de un salto a la cinta sinfín. Cerré decididamente los ojos. Cuando yo miraba hacia abajo, sentía todos los horrores del vértigo. Cuarenta, treinta, veinte, diez, cero, diez bajo cero…

—Salta, Jorge —dijo Herrera—. Más abajo está la maquinaria.

Salté.

El subsótano estaba apenas iluminado, y sus paredes de concreto rezumaban humedad. Unas vigas enormes sostenían el cielorraso. Las cañerías se entrelazaban confusamente en los pasillos.

—Fluido nutritivo —me explicó Herrera.

Le pregunté a qué se debía el peso, aparentemente enorme, del cielorraso.

—Cemento y plomo. Protección contra los rayos cósmicos. A veces la Gallina enferma de cáncer. —Herrera lanzó un escupitajo—. No es bueno para comer. Si no se lo detiene enseguida, el cáncer invade todo. Hay que… —añadió, y su resplandeciente guadaña trazó en el aire un círculo sibilante.

Herrera abrió una puerta de par en par.

—Este es el nido —dijo con cierto orgullo.

Miré y tragué saliva.

Era una bóveda de cemento armado. La Gallina (un hemisferio gomoso de unos cinco metros de diámetro y de color castaño grisáceo) la ocupaba casi por entero. De la carne palpitante salían unas cuantas docenas de caños. La Gallina era, indudablemente, un ser vivo.

—Camino alrededor continuamente —me dijo Herrera—. Cuando veo un brote que crece con rapidez, tierno y de buen aspecto, lo corto enseguida. —Su guadaña volvió a silbar en el aire, y esta vez sacó limpiamente una delgada lonja de Gallina—. Los muchachos me siguen, recogen los brotes y los colocan sobre las cintas de transporte.

A lo largo de la pared circular de la bóveda se abrían unos cuantos agujeros. Las cintas transportadoras estaban inmóviles.

—¿Y no crece de noche?

—No. Le dan una escasa ración de jugos nutritivos que alcanza justo para esas horas. La Gallina muere, casi, todas las noches. Y resucita todas las mañanas, como San Lázaro. Pero nadie le reza sin embargo a la pobrecita Gallina ¿No es cierto?

Herrera golpeó suavemente el cuerpo duro y elástico con la hoja de su arma.

—Le tienes cariño —le dije inexpresivamente.

—Sí, Jorge. La Gallina me ayuda con ciertos trucos.

Herrera miró a su alrededor, y luego se puso a caminar a lo largo de los muros, examinando el interior de los túneles. Sacó de uno de ellos una estaca pequeña y la apoyó contra la puerta del nido. La estaca encajaba perfectamente en una de salientes de la puerta y en un agujero, en apariencia casual, que había en el piso. La puerta quedaba atrancada.

—Te enseñaré el truco —dijo Herrera, con su habitual sonrisa azteca.

Con los gestos de un mago sacó de un bolsillo una especie de silbato sin embocadura. Una bomba pequeña alimentaba un depósito de aire.

—Yo no he inventado esto —me aseguró Herrera—. Lo llaman silbato de Galton. No sé quién es Galton. Mira… y escucha.

Comenzó a trabajar con la bomba apuntando el silbato hacia la Gallina. No oí ningún sonido. El protoplasma comenzó a hundirse como una goma hasta formar una depresión semiesférica, como si quisiera apartarse del silbato. Me estremecí.

—No te asustes, compañero —me dijo herrera—. Sígueme, no más.

Bombeó con rapidez y me pasó una linterna que encendí inconscientemente. Herrera dirigía hacia la Gallina la ráfaga inaudible del silbato como si éste fuese una manguera. La cavidad se hizo cada vez más grande. Al fin se abrió una especie de arco sobre el piso de cemento. Herrera se metió debajo del arco, diciéndome:

—Sígueme.

Así lo hice. El corazón me saltaba en el pecho. Herrera, adelantándose, bombeó con fuerza y el arco se convirtió en una bóveda. La abertura por la que habíamos entrado en la Gallina se hizo cada vez más pequeña… más pequeña… más pequeña…

Estábamos ya en el mismo interior de la Gallina, en una burbuja semiesférica que avanzaba lentamente a través de un centenar de toneladas de carne elástica.

—Ilumina el piso, compañero —dijo Herrera, y yo apunté hacia abajo la linterna.

En el cemento se veían unas líneas aparentemente accidentales, pero que guiaron a Herrera. Avanzamos otro poco, y yo me pregunté aturdidamente qué pasaría si el silbato de Galton dejase de funcionar.

Adelantamos centímetro a centímetro, durante un tiempo que duró siglos, y al fin mi linterna iluminó una media luna de metal. Herrera movió la burbuja de carne y la media luna se convirtió en un disco. Sin dejar de bombear, golpeó tres veces el disco con el pie derecho. El disco se levantó como una tapa.

—Tú primero —me dijo Herrera, y yo me zambullí en la abertura sin pensar si el piso sería blando o duro. Era blando. Allí me quedé, tendido, estremeciéndome. Un momento después Herrera aterrizó a mi lado y la tapa de la abertura se cerró ruidosamente.

—Trabajo pesado —dijo Herrera frotándose un brazo—. Bombeo y bombeo y no oigo nada. Un día la bomba dejará de funcionar y yo no me daré cuenta hasta que… —añadió sonriéndose.

—George Groby —dijo Herrera presentándome—. Este es Ronnie Bowen.

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