Read Mercaderes del espacio Online
Authors: Frederik Pohl & Cyril M. Kornbluth
Tags: #Ciencia Ficción
—Oh.
Hester tragó saliva y buscó un cigarrillo. Automáticamente saqué un Astro.
—Oh, no, Mitch. El señor Schocken está en la Luna. Es un secreto, pero me parece que puedo decírselo a usted. Cuando lo mataron… bueno, ya sabe lo que quiero decir… cuando pasó eso y nombraron al señor Runstead, las cosas comenzaron a andar bastante mal, y el señor Fowler decidió encargarse personalmente del proyecto. Le di todas nuestras notas. Una de ellas decía algo de la Luna, me parece. En fin, salió para allá hace un par de días.
—Maldita sea —exclamé—. Bueno, ¿quién ha quedado a cargo de la casa? ¿Harvey Bruner? ¿No puedes comunicarte…?
Hester sacudió la cabeza.
—No. El señor Bruner no. El jefe es el señor Runstead. El señor Schocken salió tan deprisa, y no había nadie para ocupar su puesto excepto el señor Runstead. Pero puedo llamarlo a él.
—No —le dije.
Miré mi reloj y lancé un gruñido. Tenía el tiempo contado para llegar al Museo.
—Óyeme. Hester —le dije—. Tengo que irme. No le digas nada a nadie, ¿me entiendes? Pensaré algo y te llamaré. Veamos, cuando te llame puedo decir que soy… ¿cómo se llamaba aquel médico de tu madre? El doctor Gallant, y nos citaremos afuera, y te diré entonces lo que puedes hacer. Puedo contar contigo, Hester, ¿no es cierto?
—Claro que sí, Mitch —dijo Hester sin aliento.
—Muy bien —le dije—. Bueno, ahora tienes que llevarme en algún ascensor. No tengo tiempo para bajar por las escaleras, y si alguien me encuentra aquí, me veré en un aprieto. —Me detuve y la miré—. A propósito, ¿qué haces en el club?
Hester enrojeció.
—Oh, ya sabe usted cómo son las cosas —me dijo con un tono lastimoso—. Cuando usted se fue, no quedó ninguna vacante de secretaria. Todos los jefes tenían ya la suya, y yo no podía volver a ser un consumidor, Mitch. Otra vez las cuentas… y todo… Y bueno… había trabajo aquí, y…
—Oh —exclamé.
Espero no haber dejado traslucir mis sentimientos. Dios sabe que hice todo lo posible. Maldito Runstead, me dije a mí mismo, y pensé en la madre de Hester, y el festejante de Hester, con quien ella quizá se casase algún día, y en la asquerosa injusticia de que un hombre como Runstead hiciera su propia ley, y arruinara la vida de sus jefes —la mía— y la de los empleados —Hester— hasta hundirlos al nivel de los consumidores.
—No te preocupes, Hester —le dije gentilmente—. Te debo algo por esto. Y créeme que no tendrás que recordármelo. Haré cualquier cosa por ayudarte.
Y yo sabía cómo hacerlo. Muchas chicas con un contrato 22 consiguen evitar el despido automático y la consiguiente caída. Yo no podía comprar el contrato de Hester antes de que el año terminara (me hubiese costado un montón de dinero), pero algunas chicas consiguen salir adelante con los jefes inferiores después del primer año de prueba. Y yo era bastante importante como para sugerirle a algún jefe de oficina o algún encargado de sección que no la maltrataran demasiado.
No me gustan los sentimientos en los negocios. Pero, como ustedes pueden ver, soy un tonto cuando se trata de relaciones personales.
Hester insistió en prestarme algún dinero, así que tomé un coche y llegué al Museo con tiempo de sobra. Aunque pagué por adelantado, el conductor no pudo reprimir un comentario grosero sobre la vida que se daban algunos consumidores. Si no tuviese cosas más importantes en qué pensar, le hubiese dado allí mismo una lección.
Siempre sentí un cariño especial por el Metropolitano. La religión no me atrae extraordinariamente —en parte, supongo, porque ese asunto es explotado por Tauton—, pero en el Museo Metropolitano hay cierto aire de nobleza y seriedad que me llena el alma de paz y reverencia. Ya dije que llegué adelantado. Pasé esos minutos sentado en silencio ante el busto de George Washington Hill, y me sentí mejor que nunca desde aquella tarde en el Polo.
Eran exactamente las doce menos cinco y yo estaba contemplando una de las formas de doncella de la última época —número 35 en el catálogo: «Soñé que estaba pescando en el hielo sólo vestida con mi corpiño de doncella»—, cuando sentí que alguien silbaba en el corredor, detrás de mí. Las notas eran inconfundibles. Había aprendido esa señal en aquel agujero, debajo de la Gallina.
Una de las guardianas se alejaba por el pasillo. Me miró por encima del hombro y sonrió.
Para un observador cualquiera, sólo se hubiese tratado de una conquista casual. Nos tomamos del brazo y sentí la presión de sus dedos en mi muñeca. Los dedos me dijeron en código: N-o h-a-b-l-e s-i-é-n-t-e-s-e e-n l-a-s u-l-t-i-m-a-s f-i-l-a-s y e-s-p-e-r-e.
Asentí con un movimiento de cabeza. La mujer me llevó hasta una puerta de material plástico, la abrió y me señaló el interior. Entré solo.
Doce o quince consumidores, sentados en sillas de respaldo recto, miraban a otro consumidor, más viejo, de barba de chivo. Encontré una silla vacía en el fondo del cuarto, y tomé asiento. Nadie se fijó en mí.
El conferenciante estaba hablando de algunos sucesos pertenecientes a una época precomercial particularmente aburrida. Escuché a medias mientras trataba de descubrir algún punto en común entre los tipos que me rodeaban. Todos eran conservacionistas, era indudable, si no, ¿por qué iba a estar yo allí? Pero el estigma básico, la visible señal que denuncia al oculto fanático, faltaba totalmente. Todos eran consumidores con esos rostros afilados que nacen inevitablemente de una alimentación basada en croquetas de soja y tortas de levadura; pero yo hubiera podido cruzarme con ellos sin dirigirles una segunda mirada. Sin embargo estábamos en Nueva York, y de las charlas con Bowen yo había deducido que aquí iba a encontrarme con los ejemplares más insignes del conservacionismo, los Trotzkys y los Tom Paines del movimiento.
Y esto era importante también. Cuando yo saliera de esta reunión —cuando me encontrara con Fowler Schocken y aclarara los hechos—, podría entonces descubrir esta conspiración canallesca. Miré con atención a las gentes que me rodeaban, tratando de fijar sus rasgos en mi memoria. Algún día volveríamos a encontrarnos.
Hubo seguramente alguna señal, pero yo no me di cuenta. El conferenciante se detuvo, de pronto, casi en medio de una frase, y un hombrecito rechoncho y barbudo, se puso de pie en la primera fila.
—Muy bien —dijo con una voz normal—. Ya estamos todos, y no hay necesidad de desperdiciar más tiempo. Somos enemigos de todo desperdicio; por eso estamos aquí. —Lanzó una risita—. Sin ruido —nos previno— y sin nombres. Para los propósitos de esta reunión basta que usemos números. Yo puedo llamarme «Uno» y usted «Dos» —y señaló al hombre más próximo—, y así fila por fila hasta llegar al último. ¿Está claro? Muy bien, presten atención. Los hemos reunido porque todos ustedes son nuevos. Se encuentran ahora en los cuarteles centrales; no pueden ir más arriba. Cada uno de ustedes ha sido elegido por una cualidad especial… Ustedes sabrán cuál es. A todos se le asignará su trabajo; aquí mismo; esta noche. Pero antes, quiero decirles algo. Ustedes no me conocen a mí y yo no los conozco a ustedes. Todos han sido recomendados muy especialmente por sus células, pero a veces esos hombres se entusiasman demasiado. Si se han equivocado con ustedes… Bueno, entienden lo que quiero decirles, ¿no?
Todos asintieron. Yo también, pero me fijé muy particularmente en ese gordito barbudo. No quería olvidarlo. Llamaron a todos por su número, uno por uno. Y uno por uno se fueron levantando todos los novatos, conferenciaron brevemente con el barbudo y se fueron en parejas, o en grupos de tres con destinos no declarados. Cuando me tocó el turno sólo quedaba en la habitación una muchacha muy joven, de pelo anaranjado y ojos hundidos.
—Muy bien —dijo el hombre—. Van a formar un equipo, así que hay que presentarlos. Groby, ésta es Corwin. Groby es algo así como un redactor de propaganda. Celia es una artista.
—Muy bien —dijo Celia encendiendo un cigarrillo Astro con una colilla de otro Astro. Una consumidora perfecta, si no hubiera sido corrompida por estos fanáticos. Noté que mientras fumaba no dejaba de mascar una pastilla de goma.
—Nos entenderemos bien —dije con aprobación.
—Claro que sí —dijo el barbudo—. Tienen que entenderse. Escúcheme, Groby. Para que pueda hacer su trabajo tendremos que mostrarle unas cuantas cosas que no quisiéramos ver en los periódicos. Si usted decidiera retirarse —dijo sonriéndose—, nos pondrá en dificultades. Tendríamos que arreglarlo de algún modo.
Y el hombre golpeó con las puntas de los dedos una botellita de líquido incoloro colocada sobre el escritorio de aluminio. El débil sonido del metal no fue más débil que mi voz cuando dije:
—Sí, señor.
Yo sabía muy bien qué clase de líquido incoloro contienen esas botellitas.
Pero no se mostraron muy duros conmigo. Trabajé durante tres horas allí hasta que al fin les dije que si no volvía a las barracas, no podría presentarme en el turno de la mañana, y tendría un disgusto. Me permitieron salir.
Pero falté al trabajo, de todos modos.
Salí del museo. Era una hermosa madrugada primaveral y yo me sentía muy bien, casi alegre Una figura surgió de la niebla y me miró a la cara. Reconocí el rostro despreciativo del conductor del taxi que me había llevado hasta allí.
—Hola, señor Courtenay —me dijo con brusquedad, y en seguida el obelisco que está detrás del museo, o algo muy parecido, me golpeó con fuerza en la nuca.
—Despertará muy pronto —oí que alguien decía.
—¿Está listo para Hedy?
—¡Dios mío, no!
—Era sólo una pregunta.
—Debías saberlo. Primero se les da anfetamina, plasma y, a veces, mil unidades de niacina. Sólo entonces están listos para Hedy. A Hedy no le gusta que pierdan el conocimiento. Se enoja.
Una risa nerviosa y fría.
Abrí los ojos y dije:
—¡Gracias a Dios! —Pues alcancé a ver un cielorraso pintado de gris, un gris de cerebro, con ese color que sólo se encuentra en las oficinas de los
trusts
cerebrales de las agencias de publicidad. Estaba a salvo entonces, en los brazos de la Sociedad Fowler Schocken. ¿O no? No reconocí la cara que se inclinó hacia mí.
—¿Por qué estás contento, Courtenay? —preguntó la cara—. ¿No sabes dónde estás?
Después de esa pregunta era fácil adivinarlo.
—En Tauton —grazné.
—Correcto.
Traté de mover brazos y piernas, pero no me respondieron. No pude saber si me habían dado alguna droga, o si estaba encerrado en un saco de plástico.
—Oigan —les dije sin más trámite—. No sé qué creerán estar haciendo, pero les aconsejo que se detengan. Aparentemente se trata de un secuestro con propósitos comerciales. Así que me dejarán en libertad o me matarán. Si me matan sin una notificación previa les darán cerebrín, así que no me matarán. Tarde o temprano me dejarán en libertad, así que sugiero que lo hagan ahora mismo.
—¿Matarte, Courtenay? —me preguntó la cara con una mueca de burla y asombro—. ¿Cómo podríamos matarte? Ya estás muerto. Todo el mundo lo sabe. Moriste en el glaciar Astromejor. ¿No te acuerdas?
Traté de moverme otra vez, sin resultado.
—Les quemarán el cerebro —les dije—. ¿Están locos? ¿Quién desea que le quemen el cerebro?
—Te sorprenderías si te lo dijese —dijo la cara con indiferencia. Y añadió en un aparte dirigiéndose a algún otro—: Dile a Hedy que pronto estará listo.
Unas manos me movieron, se oyó un clic, y me ayudaron a sentar. La tela que me oprimía los costados me hizo comprender que se trataba de un saco de plástico. Todo esfuerzo era inútil.
Se oyó el zumbido de un llamador y alguien me dijo bruscamente:
—Ahora cuidado con la lengua, Courtenay. El señor Tauton viene para aquí.
B. J. Tauton entró trastabillando. Estaba borracho. Era el mismo que yo había visto desde lejos, en la mesa de los oradores, en centenares de banquetes: rojo, grueso, vestido con un lujo excesivo y borracho.
Plantado ante mí, con los pies muy separados, las manos en las caderas, y un poco tambaleante, Tauton me examinó un momento.
—Courtenay —dijo al fin—. Qué lástima. Si no te hubieses juntado con ese estafador hijo de perra de Schocken hubieses podido llegar a algo. Qué lástima.
Tauton estaba borracho, era una desgracia para la profesión y responsable, además, de innumerables crímenes; pero no pude impedir que mi voz se llenara de cierto respeto:
—Señor —le dije llanamente—, creo que hay un malentendido. La Sociedad Tauton no ha sido provocada como para que llegue al asesinato comercial, ¿no es cierto?
—No —dijo Tauton con los labios apretados y oscilando ligeramente—. No ha sido provocada de acuerdo con la ley. Ese bastardo de Schocken no ha hecho más que robarme mis ideas, corromper a mis senadores, sobornar a los miembros de las comisiones, ¡y robarme Venus! —Su voz se había elevado hasta convertirse en un agudo chillido. Continuó normalmente—: No. No hubo provocación. Se han cuidado muy bien de no matar a ninguno de mis hombres. ¡Astuto Schocken, moralista Schocken, condenadamente idiota Schocken! —canturreó Tauton, y me miró con unos ojos vidriosos—. ¡Bastardo! —me dijo—. De todas las trampas que me han armado en la vida, bajas, sucias e indecentes, la tuya es la peor. Yo… —Tauton se golpeó el pecho, poniendo en peligro su estabilidad—. Yo encontré un modo de cometer un asesinato comercial sin peligro, y tú me las jugaste sucio, ¡rata cobarde! Huiste como un conejo, ¡perro!
—Señor —le dije desesperadamente—, no sé de qué habla, se lo aseguro.
Tanta bebida, pensé, ha terminado al fin con él. Sólo un cerebro empapado en alcohol podía decir esas cosas.
Tauton se sentó despreocupadamente. Uno de sus hombres corrió hacia él justo a tiempo para meter una silla bajo sus inmensas nalgas. Haciendo un amplio ademán Tauton me dijo:
—Courtenay; yo soy, esencialmente, un artista.
Las palabras me salieron automáticamente.
—Claro, señor… —Casi digo «Schocken». Mis reflejos estaban muy bien condicionados—. Claro, señor Tauton.
—Esencialmente —reflexionó Tauton—, esencialmente un artista; un fabricante de sueños, un tejedor de visiones.
Creí asistir a la increíble superposición de dos figuras. Fue como si Fowler Schocken estuviese allí, en esa silla, en lugar de su rival, el hombre que combatía abiertamente los ideales de Fowler.
—Quiero Venus, Courtenay —continuó Tauton— y lo tendré. Schocken me lo ha robado, pero yo lo recuperaré muy pronto. El proyecto Venus, tal como es manejado por Fowler, va a oler muy mal. No despegará ni un solo cohete de Fowler aunque tenga que corromper a todos los empleados y matar a todos sus jefes. Pues yo soy, esencialmente, un artista.