Mercaderes del espacio (20 page)

Read Mercaderes del espacio Online

Authors: Frederik Pohl & Cyril M. Kornbluth

Tags: #Ciencia Ficción

BOOK: Mercaderes del espacio
13.49Mb size Format: txt, pdf, ePub

El interés de los productores no es el interés del consumidor.

Casi todo el mundo es desgraciado.

Los trabajadores no encuentran automáticamente el empleo para el que son más aptos.

Los hombres de empresa no respetan las leyes del juego.

Los conservacionistas pueden ser sanos, inteligentes y estar bien organizados.

Esas afirmaciones eran como martillazos en la cabeza de Fowler. Pero Fowler tenía una gran resistencia. El martillo rebotaba y las depresiones de los golpes se borraban rápidamente. Todo tenía explicación. Las Ventas no podían hacer daño a nadie. Y sin embargo, Mitchell Courtenay, redactor de publicidad, decía esas cosas. Se trataba indudablemente de un Mitchell Courtenay enfermo, minado por un subconsciente salvaje, o por «George Groby», o por cualquier otro.

Cualquiera, menos el verdadero Mitchell Courtenay.

Entablé un diálogo conmigo mismo.

Fowler Schocken o su psicoanalista hubiesen asistido encantados a esa disociación.

—¿Sabes, Mitch —me dije—, que estás hablando como un conservacionista?

—Bueno —me repliqué—. No sé, pero quizá…

Uno de los axiomas de mi profesión dice que las cosas son invisibles hasta que se las contempla en contraste con un fondo. Como, por ejemplo, las opiniones y actitudes de un Fowler Schocken… Hágame caso, Fowler, pensé, protéjame. No quiero volver a verme ante una fantasía ambivalente como Hedy. El simbolismo puede ser evidente, pero Hedy me hizo mucho daño con su agujita simbólica.

15

Cuando nuestra procesión (Fowler, yo, O'Shea, las secretarias y los escuadrones armados que yo había pedido) entró en el piso de la dirección, en el edificio Fowler Schocken, no vimos a Runstead.

Su secretaria nos dijo que Matt Runstead estaba abajo en el vestíbulo, y esperamos. Esperamos mucho tiempo. Cuando pasó una hora sugerí que Runstead no iba a volver. Después de otra hora nos llegó el rumor de que habían encontrado un cuerpo destrozado en la terraza inferior del edificio, centenares de metros más abajo. Era muy, pero muy difícil identificar el cadáver.

La secretaria sollozó histéricamente y abrió, para nosotros, el escritorio y la caja fuerte. Encontramos un diario que abarcaba los últimos meses de la vida de Runstead. Intercaladas con notas sobre su trabajo, sus amores, memoranda sobre sus futuras campañas, listas de los buenos restaurantes y otras cosas parecidas, había frases como éstas: Anoche estuvo aquí otra vez. Me dijo que insistiera en el factor sorpresa. Me da miedo… Dijo que la campaña Astromejor necesita hombres de agallas. Me asustó horriblemente. Tengo entendido que asustaba a todos… cuando estaba vivo… G. W. H. otra vez ayer… Lo vi nuevamente anoche… Lo vi por primera vez a la luz del día. Di un grito, pero nadie se dio cuenta. ¡Deseé tanto que se fuera! Los dientes de G. W. H. parecían hoy más grandes y afilados. Tengo que buscar ayuda… Me dijo que soy un incapaz, ¡una desgracia para la profesión…!

Después de un rato comprendimos que hablaba del fantasma de George Washington Hill, el padre de nuestra profesión, el creador de los avisos cantados, la sorpresa publicitaria, y qué sé yo cuántas cosas más.

—¡Pobre hombre! —dijo Fowler, pálido—. ¡Pobre, pobre hombre! Si yo lo hubiese sabido… Si hubiese venido a verme a tiempo…

El último apunte decía abruptamente: «Me dijo que soy un incapaz. Sé que lo soy. Un hombre completamente inútil en mi profesión. Todos lo saben. Lo puedo ver en sus caras. Todo el mundo lo sabe. Él mismo les ha dicho que soy un incapaz. Malditos sean él y sus dientes. Malditos…».

—¡Pobre, pobre hombre! —dijo Schocken casi sollozando. Se volvió hacia mí y añadió—: ¿Ves? Los esfuerzos que demanda nuestra profesión…

Claro que lo veía. Un diario prefabricado y un inidentificable montón de protoplasma. Esos 80 kilos desparramados sobre la terraza, bien podían venir de la Gallina. Pero no quise perder el tiempo. Asentí sobriamente. Le dije que sí.

Volví a mi puesto de jefe de la Sección Venus. Y visité diariamente al psicoanalista de Fowler. No quise desprenderme de mi guardia armada. El viejo Fowler seguía diciéndome, a lo largo de lacrimosas sesiones:

—Debes renunciar a ese símbolo de los hombres armados. Es la última barrera. Entre tú y la realidad, sólo se levantan esos hombres, Mitch. El doctor Lawler me dijo que…

El doctor Lawler le decía a Fowler lo que yo le decía al doctor Lawler. Y en eso consistía el progreso de mi «integración». Contraté a un estudiante de medicina para que me fabricara una historia de traumas sobre la base de que el mundo de los consumidores había servido de refugio a mis tendencias neuróticas. Los traumas resultaron algo verdaderamente delicioso. Pero tuve que rechazar algunos de ellos que herían mi dignidad. Quedaron sin embargo bastantes como para que el doctor Lawler dejara caer el lápiz de cuando en cuando. Desenterramos uno a uno todos esos traumas. Nunca me aburrí tanto.

Pero seguí diciendo que mi vida y la de Fowler Schocken corrían peligro. A eso no iba a renunciar.

Fowler y yo nos hicimos cada vez más íntimos. Yo ya había visto otros casos semejantes. Fowler creía que me había convertido. A veces me avergonzaba decirle tantas mentiras. Pero se trataba ante todo de un asunto de vida o muerte. El resto era un número de variedades adicional.

Hasta que un día Fowler Schocken me dijo con una voz muy suave:

—Mitch. Temo que haya llegado el momento de tomar algunas medidas enérgicas. No te voy a pedir que eches abajo ese muro que te separa de la realidad. Pero voy a despedir a mis guardias.

—¡Lo matarán, Fowler! —le grité.

Fowler sacudió suavemente la cabeza.

—Ya verás. No tengo miedo.

Todos mis argumentos fueron inútiles. Después de discutir un rato, y basándose en algunos fundados axiomas psicológicos, Fowler le dijo al teniente de su escuadrón:

—Teniente, no lo necesitaré más. Preséntese, por favor, con sus hombres en las oficinas del Plan de Seguridad. Allí les asignarán un nuevo destino. Muchas gracias por su lealtad y atención durante estas semanas.

El teniente saludó, pero él y sus hombres estaban pálidos. Pasaban de un trabajo fácil en oficinas, a patrullar vehículos, a misiones nocturnas, o a proteger servicios de correos y hacer de mensajeros a horas destempladas. Salieron uno a uno y yo sentí que la vida de Fowler tenía los minutos contados.

Esa misma noche lo mataron a garrotazos. El asesino desmayó al chófer y ocupó su puesto en los pedales del Cadillac de Fowler. Era aparentemente un débil mental. Se resistió a la orden de arresto y murió riéndose mientras lo apaleaban. Su tatuaje había sido borrado. No se pudo saber quién era.

No es difícil imaginar el trabajo que hubo en las oficinas al día siguiente. Se realizó una reunión de directorio y se dictaron unas cuantas resoluciones que decían que el asunto era una vergüenza, y que había que olvidarlo, y cosas parecidas. Las otras agencias, incluida la de Tauton, enviaron sus mensajes de pésame. Algunos me miraron con cara rara cuando yo tomé el mensaje de Tauton y lo arrugué con mis dedos lanzando algunas palabrotas. La rivalidad comercial tiene sus límites, y todos éramos, al fin y al cabo, unos caballeros, etc. Una pelea dura, pero limpia, y que gane la agencia mejor, etc., etc.

Pero los miembros del directorio no se preocuparon en demasía. Nadie pensaba sino en una cosa: las acciones con voto.

La Sociedad Fowler Schocken tenía un capital de 7x1012 megadólares, con acciones a la par de md. 0,1 y participaciones por 7x1013. De éstas, un 3,5x1013+1 estaban reservadas para los empleados con contrato de trabajo AAAA o mejores. O en lenguaje llano, las estrellas de la casa. Las otras acciones habían sido vendidas en el mercado para dar a la sociedad un interés público. Como es la costumbre, Fowler mismo había recolectado, con la ayuda de algunos testaferros, esas acciones en las oscuras casas de cambio donde habían sido puestas a la venta.

Fowler Schocken había reservado para sí mismo un número modesto de acciones, 0,75x1013, y había distribuido las demás con mano amplia. Yo mismo, relativamente joven, a pesar de ocupar el empleo número dos de la agencia, había acumulado, gracias a las bonificaciones y subsidios sólo un 0,857x1012 de acciones. El hombre clave de la mesa directiva era sin duda Harvey Bruner, que había acumulado a lo largo de los años 0,83x1013 (Nominalmente esto le daba supremacía sobre Fowler, pero Harvey sabía muy bien que en caso de votación ese resto de 3,5x1013+1 acciones aparecería en manos de diversos apoderados que apoyarían a Fowler con misteriosa unanimidad. Harvey era, por otra parte leal al jefe).

Harvey creía ser el heredero obligado de Fowler y algunos de los más ingenuos empleados de Investigaciones y Desarrollo ya estaban haciéndole fiestas. Unos tontos. Harvey carecía totalmente de imaginación creadora y tenía la total honestidad de un caballo de carro. Entre sus dedos torpes, la Sociedad Fowler, un objeto tan delicado, se desintegraría en unos pocos meses.

Si se hubiese tratado de hacer apuestas, yo habría confiado las mías a Sillery, el jefe de la sección de Mediaciones, capaz de copar el bloque Schocken. Y luego apostaría a mi favor, con confianza, mucha confianza. Era indudable que la mayoría opinaba lo mismo. Todos, excepto el infatuado Bruner y algunos otros bobos. Se veía. Sillery estaba rodeado por toda una corte que recordaba sin duda aquellas frases de Fowler Schocken: «Media, señores, es lo básico de lo básico», y «Para cerebros, Media; para talento, los redactores». Yo era prácticamente un leproso en un extremo de la mesa, rodeado de guardias que observaban en silencio el ir y venir de las gentes. Sillery echó una ojeada a mis guardias y vi en su cara que estaba pensando algo así como: «Eso ha durado demasiado. Terminaremos ante todo con esas excentricidades».

Al fin llegó lo que esperábamos.

—Caballeros, los caballeros de la Asociación Americana de Arbitrajes, Sección Testamentos, acaban de llegar.

En un todo de acuerdo con la tradición, los hombres tenían un aspecto funerario. Endurecidos por la costumbre, o quizá faltos del sentido del humor, ni se sonrieron cuando Sillery les endilgó un mesurado discursito sobre lo penoso de la misión y cómo todos hubiésemos deseado conocerlos en circunstancias más felices, etc.

Los hombres leyeron el testamento con un murmullo ininteligible y luego repartieron las copias.

La parte que leí primero decía así: «A mi querido y amigo Mitchell Courtenay, mi anillo de roble engarzado en marfil (número de inventario 56.987) y mis setenta y cinco acciones de la bolsa de Fomento del Instituto Pro Difusión del Conocimiento Psicoanalítico, organización no utilitaria, con la recomendación de que dedique sus horas de ocio a participar activamente en la organización y el desarrollo de sus nobles fines».

Bueno, Mitch, me dije a mí mismo, has terminado. Me recliné en mi silla y comencé a hacer un rápido inventario de mis cuentas.

—Malo para usted, señor Courtenay —me dijo un simpático joven de la sección Investigaciones y Desarrollo, a quien yo apenas conocía—. El señor Sillery parece muy satisfecho de sí mismo.

Eché una ojeada al legado de Sillery… el primer parágrafo. Como para no estar contento. Fowler le había cedido todas sus acciones personales y otras grandes cantidades, pertenecientes a la compañía de Subescritores, el Sindicato de Inversiones Directivas, y algunas más.

El hombre de Investigaciones estudió mi copia.

—Si me permite, señor Courtenay —me dijo—, él podía haberlo tratado a usted un poco mejor. Nunca oí hablar de ese instituto, y eso que conozco bastante bien el mundo del psicoanálisis.

Me pareció oír la risita de Fowler y me endurecí en la silla.

—El tal por cual —murmuré.

Fowler me había puesto suavemente entre rejas.

Su sentido del humor había aceitado el cerrojo.

Sillery se aclaró la garganta. Un silencio repentino descendió sobre la mesa directiva.

El gran hombre habló:

—Estamos aquí un poco apretujados, señores. Quisiera que alguien presentara la moción de todos aquellos que no pertenecen a la mesa directiva abandonen la sala…

Me levanté y dije:

—Le ahorraré el trabajo, Sillery. Vamos, muchachos… Sillery, pronto estaré de vuelta.

Salí seguido de mi escolta.

El Instituto Pro Difusión del Conocimiento Psicoanalítico, organización no utilitaria de Nueva York resultó ser un conglomerado de tres habitaciones en los barrios bajos de Yonkers. En la oficina del frente, una vieja de aspecto raro picoteaba una máquina de escribir. Parecía un personaje de Dickens. Unos estantes torcidos sostenían unos panfletos manchados por las moscas.

—Soy de la Sociedad Fowler Schocken —le dije.

La vieja dio un salto.

—Perdón, señor, no lo había visto. ¿Cómo está el señor Fowler Schocken?

Le dije cómo estaba, y la vieja empezó a gimotear. Era un hombre tan bueno, tan generoso con la causa. ¿Qué sería ahora de ella y de su pobre hermano? ¡Pobre señor Schocken! ¡Pobre ella! ¡Pobre hermano!

—Quizá no esté todo perdido —le dije—. ¿Quién está a cargo de la oficina?

La vieja se sorbió los mocos y dijo que su hermano estaba dentro.

—Por favor, dígaselo suavemente, señor Courtenay. Es tan delicado, tan sensitivo…

Le dije que así lo haría y entré. El hermano dormía ruidosamente la mona, con la cabeza apoyada en el escritorio. Lo sacudí hasta despertarlo. El hombre me miró con unos ojos legañosos y cínicos.

—¿Qué pasa?

—Soy de la Sociedad Fowler Schocken. Quiero ver sus libros.

El hermano sacudió enfáticamente la cabeza.

—No, señor. Sólo el viejo puede ver los libros.

—El viejo ha muerto —le dije—. Aquí está el testamento.

Le mostré el parágrafo y mis papeles de identidad.

—Bueno —me dijo el hombre—, el paseo ha terminado. ¿O seguiremos aquí? ¿Leyó esa frase, señor Courtenay? Le recomienda que…

—La he leído —le dije—. Los libros, por favor.

Los libros estaban escondidos en una sorprendente caja fuerte, ubicada detrás de una puerta.

Pasé tres horas inclinado sobre los libros y éstos me demostraron que el instituto existía solamente para retener en favor de Fowler Schocken las acciones y los votos del 56 por ciento de una firma llamada Compañía General de Reducción de Fosfatos de Newark.

Salí al corredor y les dije a mis guardias:

—Vamos, muchachos. La próxima parada es Newark.

Other books

Heart of Stone by Debra Mullins
Touch by Michelle Sagara
The Black Heart Crypt by Chris Grabenstein
Love Song (Rocked by Love #2) by Susan Scott Shelley
A Soldier for Keeps by Jillian Hart
Magic at Midnight by Gena Showalter
Furies by Lauro Martines
Haiku by Stephen Addiss