Mercaderes del espacio (21 page)

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Authors: Frederik Pohl & Cyril M. Kornbluth

Tags: #Ciencia Ficción

BOOK: Mercaderes del espacio
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No los aburriré con los detalles. Seguí la pista de las acciones a través de otras tres compañías y de pronto las huellas se dividieron. Una de ellas terminó, tras otras dos paradas, en la Compañía de Remates de Maquinarias Usadas de Frankfort, que tenía el 32 por ciento de las acciones con voto de «venta pública». La otra huella volvía a abrirse en dos una parada más adelante, y terminaba en la Corporación de Concesiones Unidas y en el Colegio de Odontología y Ortodoncia de Waukegan, que poseía el resto de los votos.

Dos semanas más tarde irrumpí en la reunión del directorio rodeado de mis guardias. Sillery presidía la mesa. Parecía cansado, deshecho, como si se hubiese pasado en pie esas últimas quince noches, buscando algo.

—¡Courtenay! —gruñó—. Creo que habíamos quedado en que dejaría afuera su regimiento.

Le hice una seña al honesto y torpe Harvey Bruner, a quien había mantenido al tanto de mis andanzas. Harvey, leal a Fowler, leal a mí, exclamó:

—Señor presidente. Hago moción que los miembros del directorio puedan hacer entrar en la sala al personal de protección de la compañía que consideren conveniente para su seguridad personal.

—Secundo la moción, señor presidente —dije—. Entren todo, muchachos, ¿quieren?

Mis guardias sonrieron y comenzaron a traer unas cajas llenas de acciones.

La pila comenzó a crecer. Los ojos se desorbitaron y las bocas se abrieron. Llevó bastante tiempo contar y autenticar las acciones. La votación final tuvo este resultado: a mi favor, 5,73x1013 en contra, 1,27x1013. Todos los votos en contra eran de Sillery y sólo de Sillery. No hubo abstenciones. Los otros se acercaron a mí como gatos al fuego.

El fiel y viejo Harvey presentó la moción de se me entregara la presidencia. Luego hizo moción de que se pensionara a Sillery y que sus acciones fueran compradas a la par por la compañía y depositadas en el fondo común de bonificaciones. Aprobado por unanimidad. Luego —sólo un ademán con el látigo para que todos recordaran la lección—, presentó la moción de que Thomas Heartheby, un joven de la sección Arte que había halagado desvergonzadamente a Sillery, fuera disminuido de categoría en la mesa del directorio, y que le quitaran, sin compensación alguna, sus acciones con voto. A falta de pan buenas son tortas, debió de haberse dicho a sí mismo, tragándose su rabia.

Todo había terminado. Yo era ahora el amo de la Sociedad Fowler Schocken. Un amo que despreciaba los ideales de la Sociedad.

16

—Un mensaje importante, señor Courtenay —dijo la voz de mi secretaria.

Apreté un botón.

—Consista arrestado en Albania por denuncia de su vecino. ¿Preparo el viaje?

—¡Maldita sea! —estallé—. ¿Cuántas veces tendré que repetirle una orden? Prepare el viaje, naturalmente. ¿Quién le dijo que no?

—Lo siento, señor Courtenay —dijo mi secretaria con una voz temblorosa—. Pensé que era un poco lejos.

—Deje de pensar, entonces.

Quizá fui un poco brusco, pero yo tenía que encontrar a Kathy, aunque necesitara revolver todas las células conservacionistas del mundo. Kathy se había escondido temiendo que yo la denunciase, y ahora yo tenía que hacerla volver.

Una hora más tarde me encontraba en el cuartel general de la Asociación de Protección Mutua de los Estados Mediterráneos. Esta asociación organizaba los contratos de todos los países vecinos, incluida Albania.

El presidente en persona me estaba esperando en el ascensor.

—Un gran honor para nosotros —balbuceó—. Un gran, un gran honor, señor Courtenay. ¿Qué puedo hacer por usted?

—Mi secretaria les dijo que no empezaran a ablandar al sospechoso hasta que yo llegara. ¿Han empezado?

—¡No, señor Courtenay, claro que no! Quizá alguno de los empleados lo ha maltratado un poco, pero aún tiene un excelente aspecto.

—Lléveme hasta él.

El presidente me enseñó ansiosamente el camino. Quizá quería convertirse en un cliente de Fowler Schocken, pero no se atrevió a hablar.

El sospechoso estaba sentado sobre un taburete bajo la luz de un reflector. Era un consumidor medio, de unos treinta años de edad. Tenía un par de lastimaduras en la cara.

—Apaguen ese artefacto —ordené.

Un capataz de cara cuadrada me dijo:

—Pero nosotros siempre…

Uno de mis guardias se adelantó y sin decir una sola palabra hizo a un lado al capataz y apagó el reflector.

—Está bien, Lombardo —dijo con rapidez el presidente de la A.P.E.M.—. Tiene que cooperar con estos caballeros.

—Una silla —pedí, y me senté de cara al acusado—. Mi nombre es Courtenay. ¿Cómo se llama usted?

El hombre me miró con unas pupilas que estaban recuperando su tamaño normal.

—Fillmore —me dijo con firmeza—. Augusto Fillmore. ¿Puede decirme qué pasa aquí?

—Se sospecha que es usted un consista.

Los miembros de la A. P. E. M. que estaban en el cuarto lanzaron una exclamación. Yo estaba violando las más elementales normas de jurisprudencia al informar a un acusado de la naturaleza de su crimen. Yo lo sabía muy bien, y me importaba un comino.

—Completamente ridículo —escupió Fillmore—. Soy un hombre casado y respetable, con ocho hijos y otro por llegar. ¿Quién les ha dicho tamaña tontería?

—Dígale quién —le indiqué al presidente.

El hombre me miró asombrado sin poder dar crédito a sus oídos.

—Señor Courtenay —consiguió articular al fin— permítame decirle, con todo el respeto que usted merece, que no puedo aceptar una responsabilidad semejante. Es algo inaudito. Las leyes que protegen a los denunciantes…

—Asumo toda la responsabilidad —le repliqué—. ¿Quiere que se lo ponga por escrito?

—¡No, no, no, no, no! ¡Nada de eso! Por favor, señor Courtenay… ¿Y si yo le dijera el nombre del denunciante, dando por sentado que usted conoce la ley y es una persona de criterio… y luego salgo del cuarto?

—Como quiera.

El presidente sonrió, tratando de apaciguarme, y me murmuró al oído:

—Una tal señora Worley. Las dos familias comparten una pieza. Por favor, tenga cuidado, señor Courtenay…

—Gracias —le dije.

Los empleados miraron al presidente. Todos salieron del cuarto.

—Bueno, Fillmore —le dije al sospechoso—, dice que fue la señora Worley.

El hombre comenzó a echar maldiciones, pero yo lo interrumpí.

—Soy una persona ocupada —le dije—. Ya habrá comprendido que todo es inútil. ¿Sabe qué dice Vogt a propósito de la conservación?

El nombre de Vogt no significaba, aparentemente nada para él.

—¿Quién es ése? —me preguntó distraídamente.

—No importa. A otra cosa. Tengo mucho dinero. Puedo concederle a usted y su familia una generosa pensión si se decide a cooperar y admite que es usted un consista.

El hombre pensó un rato y luego dijo:

—Bueno, ¿y por qué no? Culpable o inocente, será igual.

—Bien. Si lo es de veras, podrá citarme algunos pasajes de Osborne.

Fillmore nunca había oído el nombre de Osborne y empezó a inventar.

—Bueno, hay uno que comienza «El primer deber de un consista es… este… prepararse para la revolución general». No recuerdo el resto, pero empieza así.

—Bastante parecido —le dije—. Bueno, ¿y qué pasa en las reuniones de la célula? ¿Quiénes la forman?

—No los conozco por el nombre —me dijo Fillmore tartamudeando—. Sólo por número. Hay uno de pelo negro que es el jefe y… este…

El pobre hombre se las había arreglado bastante bien. Pero no sabía nada indudablemente de los semimíticos héroes conservacionistas Osborne y Vogt. Sus libros son lectura obligatoria en todas las células… cuando se puede conseguir un ejemplar.

Salí de la pieza.

El presidente, nervioso, me estaba esperando en el corredor.

—Me parece que no es un consista —le dije.

Yo era el amo de la Sociedad Fowler Schocken y él un simple presidente de una compañía sin importancia, pero esto ya era demasiado.

—Señor Courtenay —me dijo, enderezándose aires de dignidad—, aquí administramos justicia, uno de los axiomas básicos de la justicia sostiene «Es preferible que sufran mil inocentes a que escape un solo culpable».

—Conozco la frasecita —le dije—. Buenos días.

El cabo de mi escuadrón dio un salto al oír el doble llamado del teléfono (señal de prioridad) y me alcanzó el aparato. Era mi secretaria, desde el edificio Fowler Schocken. Me comunicaba un arresto, esta vez en la Ciudad Balsa Tres, frente al cabo Cod.

Volamos hacia la ciudad balsa, que ese día balanceaba bastante, pues el mar estaba agitado.

Odio esas ciudades balsas, pues como ya lo he indicado anteriormente, me mareo con facilidad.

El sospechoso de conservacionismo resultó ser un criminal profesional que había intentado un asalto a mano armada contra una joyería. Había querido llevarse una bandeja llena de alfileres de pino y roble, dejando una nota amenazante que hablaba de una venganza de los consistas y de la proximidad de una rebelión que acabaría con todos los ricos. Trataba así de desviar las sospechas.

Era muy estúpido.

La ciudad balsa estaba protegida por los guardias de Burns. Hablé largo rato con el gerente. El hombre admitió primero que casi todos los arrestos consistas efectuados durante ese último mes han sido similares, y luego extendió su confesión a todos los arrestos. Pero anteriormente habían estado descubriendo células a razón de una por semana. Era un fenómeno propio de la estación, quizá. De allí volvimos a Nueva York, donde habían arrestado a otro hombre. Lo vi y escuché su delirio durante unos pocos minutos. Estaba perfectamente enterado de las teorías del movimiento y era capaz de citarle a uno textualmente pasajes enteros de Vogt y Osborne. Me dijo también que había sido elegido por Dios para barrer la basura de la madre Tierra.

Declaró, por supuesto, que era miembro activo de la organización conservacionista; pero que prefería morir a confesar lo que sabía. Y comprendí que moriría de veras, pues no sabía nada.

Los consistas no recibirían en sus filas a gentes tan desequilibradas, aunque quedasen reducidos a tres, y uno de ellos se estuviese muriendo.

Volvimos al atardecer al edificio Schocken, y cambié mi escolta. Había sido un día terrible. Una copia en papel carbónico (por lo menos en lo que se refiere a resultados) de los días que yo estaba viviendo desde que heredé la agencia.

Me esperaba una reunión. Yo no quería ir, pero cuando pensaba en el orgullo y en la confianza que debió sentir Fowler Schocken al nombrarme su heredero, me remordía la conciencia. Antes de dirigirme hacia la sala de reuniones, traté de averiguar qué había pasado con una misión que yo mismo había encomendado a la sección Espionaje Comercial.

—Nada, señor —me dijo el hombre—. Nada que refiera a su… a la doctora Nevin. La pista del encargado de personal en Clorela no resultó. Este… ¿seguimos investigando?

—Sí, siga —le dije—. Si necesita más dinero o más investigadores, no dude un minuto. Haga todo lo posible.

El hombre juró lealtad y colgó, pensando probablemente que el jefe era un loco empeñado en buscar a una esposa —con la que no estaba realmente casado—, que había decidido desaparecer. Qué pensaba de todas esas personas a quienes tenía seguir, no lo sé. Aparentemente, todos los conservacionistas a quienes yo conocía (los de Costa Rica, Nueva York y la Luna) habían desaparecido. Kathy no había vuelto a su casa ni al hospital; Warren Astron no había regresado a su trampa de incautos en la tienda uno; mis cómplices de Clorela se habían perdido en la selva, y así todos los demás.

Reunión de directorio.

—Siento que se haya hecho tarde, señores. Suprimiremos los preliminares. Charlie, ¿qué está haciendo Investigaciones y Desarrollo en el asunto Venus?

Charlie se puso de pie.

—Señor Courtenay, caballeros. Me atrevo a afirmar humildemente que I. y D. avanza sin cesar y que mis muchachos son uno de los más firmes créditos de la Sociedad Fowler Schocken. Específicamente: los experimentos
in vitro
han confirmado las predicciones de la teoría y la matemática elaboradas por nuestra eficiente sección Química, Física y Termodinámica. Una capa de CO
2
que rodease a Venus, situada a doce mil metros de altura y de unos quince centímetros de espesor, se sostendría y se regularía a sí misma, moderando de temperatura hasta reducirlas a cinco grados —de unos treinta a treinta y cinco—. Estamos investigando el modo de obtener un enorme volumen de gas, y cómo podríamos lanzarlo a la estratosfera de Venus. Hablando de un modo general, podemos encontrar el CO
2
o podemos fabricarlo, o ambas cosas. Encontrarlo seria lo mejor. Hay pruebas de una gran actividad volcánica, pero las erupciones venusinas típicas parecen ser de NH4 en estado líquido. El NH4 se encuentra comprimido por la gravedad dentro de los cráteres hasta que a causa de una debilidad del suelo —fallas y rocas porosas— sale a la superficie. Estamos seguros, sin embargo, que las excavaciones profundas permitirían encontrar grandes reservas de CO
2
líquido…

—¿Seguros hasta qué punto? —le pregunté.

—Completamente seguros, señor Courtenay —dijo Charlie, que no pudo reprimir esa sonrisa de usted-no-lo-entendería a la que son tan aficionados los técnicos—. Los análisis de las muestras traídas por O'Shea…

Lo interrumpí otra vez:

—¿Iría usted a Venus confiado en esa seguridad y a pesar de todo lo otro?

—Ciertamente, señor Courtenay —me dijo Charlie algo ofendido—. ¿Entro en detalles?

—No, muchas gracias, Charlie. Continúe como hasta ahora.

—Este… El problema de las inversiones tiene actualmente para nosotros dos puntos claves. Estamos preparando un mapa de las regiones aptas para la excavación —probabilidades máximas—, y estamos diseñando al mismo tiempo una máquina para excavaciones a gran profundidad. Mi intención es la de lograr una excavadora barata, que funcione automáticamente, gobernada por radio. ¿Está usted de acuerdo?

—Totalmente. Muchas gracias, Charlie. Un punto, sin embargo. Si hay anhídrido en Venus, y en abundancia, se nos planteará un problema. Si es demasiado abundante y de fácil obtención, Venus podría exportar CO
2
a la Tierra… a lo que debemos oponernos terminantemente. Ya hay aquí bastante CO
2
y no tenemos por qué abaratar los precios del mercado. No olvide nunca que Venus va a pagarnos con materias primas que escasean en la Tierra. No queremos que entre en una competencia desleal con el planeta madre. Hierro, sí. Nitratos, por supuesto que sí. Les pagaremos buenos precios por esas cosas, para que ellos nos compren a su vez nuestros productos, y para que los bancos, y las compañías de seguros y de transportes —ubicadas naturalmente en la Tierra—, puedan realizar sus negocios. Pero no olvidemos que Venus será explotado por nosotros. Que no se dé vuelta la tortilla. Quiero, Charlie, que se comunique con Auditoría y estudie el medio de que la búsqueda de manantiales de CO
2
no haga posible que Venus exporte CO
2
F.O.B. a Nueva York y a precios de competencia. Si no, tendremos que descartar sus planes. Su invernadero de paredes de gas tendría que ser fabricado de un modo más costoso.

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