Mercaderes del espacio (23 page)

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Authors: Frederik Pohl & Cyril M. Kornbluth

Tags: #Ciencia Ficción

BOOK: Mercaderes del espacio
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—Muy bien, señor Courtenay —me respondió Charlie alegremente—. Los estudios preliminares parecen indicar que les vamos a dar un buen puntapié en salva sea la parte.

—¿Puedes resucitarme a Runstead? —le dije a mi mujer—. No sé dónde lo esconde la A.C.M., pero lo necesitamos con nosotros. Va a haber mucho trabajo. El arte de un propagandista consiste en convencer a las gentes sin que éstas se den cuenta que las están convenciendo. Ahora tendré que lograr que mis empleados les saquen sus convicciones a la gente sin que ésta ni mis empleados adivinen que quiero que se las saquen. Necesito la ayuda de una persona capaz con quien pueda hablar con entera libertad.

—La tendrás en seguida —me dijo Kathy besándome ligeramente—. Y esto es por haber dicho «nosotros».

—¿Eh? —le pregunté—. ¿Dije nosotros? —Y enseguida comprendí—. Oh. Óyeme, querida; tengo arriba una hermosa vivienda de tres por tres. Has pasado una mala noche. ¿Por qué no subes y descansas un momento? Voy a tener mucho trabajo.

Kathy volvió a besarme y dijo:

—No trabajes demasiado, Mitch. Te veré esta noche.

18

No hubiera podido arreglármelas sin Runstead. No a tiempo, por lo menos. Runstead vino de Chicago (donde se había escondido después de su falso suicidio al recibir un aviso de Kathy) e irrumpió silbando en una reunión de directorio. Nos dimos la mano, y los miembros de la mesa se tragaron alegremente la historia de que había desaparecido para realizar un trabajo subterráneo. Al fin y al cabo ya se lo habían tragado antes. Runstead conocía su trabajo. Se metió en él de cabeza.

Conservacionista o no, seguí creyendo que este Runstead era una rata. Pero debo reconocer que el trabajo comenzó a marchar, y muy deprisa.

Según todas las apariencias la Sociedad Fowler Schocken inauguró un gigantesco concurso de frases, con mil quinientos primeros premios… mil quinientos pasajes a Venus. Los otros premios llegaban a sumar ochocientos mil, pero no tenían importancia. El concurso iba a ser fiscalizado por una firma imparcial cuyo jefe resultó ser cuñado de un amigo de Runstead. De los premiados sólo mil cuatrocientos eran conservacionistas, me dijo Runstead. Los cien restantes habían sido adjudicados a nombres supuestos, para solucionar cualquier emergencia que pudiera presentarse a último momento.

Llevé a Kathy a Washington para arreglar allí los permisos de salida del cohete. Runstead se quedó en Nueva York, cuidando el fortín. Yo había estado varias veces en Washington, con motivo de alguna comida, o por asuntos que me habían llevado la mitad de la tarde; pero esta vez iba a pasarme allí cuarenta y ocho horas. Me sentía contento como una criatura. Dejé a Kathy instalada en el hotel, le hice jurar que no saldría sola de paseo, y luego tomé un coche hasta el Departamento de Estado.

Un sombrío hombrecito de sombrero hongo estaba sentado en el vestíbulo. Cuando oyó mi nombre se levantó apresuradamente y me ofreció su silla. Qué cambio desde los días de Clorela, amigo Courtenay, me dije a mí mismo.

Nuestro agregado comercial vino corriendo a saludarme. Lo calmé un poco y le expliqué qué quería.

—Lo más fácil del mundo, señor Courtenay —me prometió—. Presentaré el proyecto de ley en la comisión esta tarde, y con un poco de suerte a la caída del sol ya habrá sido aprobado por las dos Cámaras.

—Magnífico —le dije, expansivo—. ¿Necesita alguna influencia?

—Oh, creo que no, señor Courtenay. Pero sería bueno que usted hablara ante las Cámaras mañana por la mañana, si tiene tiempo. Les encantará oírlo, y eso acelerará los trámites.

—Lo haré con mucho gusto —le dije inclinándome para recoger mi portafolios.

El hombrecito de sombrero hongo se me adelantó, alcanzándome la cartera con una reverencia.

—Usted dirá a qué hora, Abels —le dije a nuestro representante—. Llegaré puntualmente.

—¡Muchas, muchas gracias, señor Courtenay!

Abels me abrió la puerta. El hombrecito se animó y dijo:

—¿Señor Abels?

Nuestro agregado sacudió la cabeza.

—Ya ve usted que estoy muy ocupado —le dijo, no muy fríamente—. Vuelva mañana.

El hombrecito sonrió agradecido y salió conmigo. Le hizo señas a un taxi y me abrió la puerta. Ya saben ustedes cómo son los taxis en Washington, así que le pregunté:

—¿Puedo acercarlo a algún lugar?

—Es muy generoso de su parte —me contestó, y subió detrás de mí.

El conductor, apoyándose en sus pedales, se inclinó hacia atrás y nos lanzó una mirada.

—Yo al hotel Parque Astro. Pero antes llevemos a este caballero.

—Muy bien —respondió el conductor— ¿A la Casa Blanca, señor Presidente?

—Sí, por favor —dijo el hombrecito—. No sabe usted que contento estoy de haberlo conocido, señor Courtenay —añadió—. Pude escuchar su conversación con el señor Abels, sabe usted. Es muy interesante saber que el cohete para Venus ya está terminado. El Congreso ha perdido la costumbre de decirme qué pasa. Es natural. Están tan ocupados con sus investigaciones y todo lo demás. Pero… —El hombrecito me sonrió y me dijo con cierta picardía—: Participé en su concurso, señor Courtenay. Mi frase era: «Me brillan los ojos como astros cuando veo un cigarrillo Astro». Pero creo que aunque hubiese obtenido alguno de los premios, no hubiese podido irme.

Le dije sinceramente:

—No sé cómo hubiera sido posible. —Y añadí con menos sinceridad—: Además, estará usted muy ocupado.

—Oh, no mucho. Enero es pesado. Convoco al Congreso y ellos me leen el mensaje. Pero el resto del año pasa lentamente. ¿Se dirigirá de veras al Congreso mañana, señor Courtenay? Se celebraría una reunión plenaria, y en esos casos a veces me dejan entrar.

—Me alegrará mucho verlo —le dije cordialmente. El hombrecito me sonrió con afecto. Los ojos le brillaban detrás de los anteojos.

El coche se detuvo. El hombrecito me estrechó calurosamente la mano y descendió.

—Oh —dijo metiendo la cabeza por la ventanilla y lanzando una mirada aprensiva hacia el conductor—, ha sido usted muy amable. Quizá me salga un poco de mis funciones al decirle esto, pero me gustaría sugerirle algo… Entiendo un poco de astronomía… es una especie de pasatiempo… y creo que no deben demorar la salida de la nave. No deben perder la conjunción actual.

Me quedé mirándolo fijamente. Venus estaba en ese entonces en oposición, unos diez grados, y se alejaba… Aunque eso no tenía importancia, pues la nave bordearía la órbita del planeta.

El hombrecito se llevó un dedo a los labios.

—Hasta luego, señor —me dijo.

Me pasé el resto del viaje con los ojos clavados en las peludas orejas del conductor y preguntándome a mí mismo qué habría querido decir el hombrecito.

Kathy y yo nos pasamos la tarde paseando y contemplando el paisaje. Las famosas flores de cerezo eran realmente muy hermosas, pero mis sentimientos conservacionistas, recientemente descubiertos, me las hicieron ver como algo demasiado ostentoso.

—Una docena hubiese bastado —objeté—. Desparramadas todo alrededor, florero tras florero, es, simplemente, derrochar el dinero de los contribuyentes. ¿Te imaginas lo que costarían en la florería Tiffany?

Kathy se rió.

—Mitch, Mitch —me dijo—, espera a que estemos en Venus. ¿Te imaginas lo que será todo un planeta con cosas como éstas? ¿Hectáreas y hectáreas de flores… árboles… todo?

Una joven robusta, con todo el aspecto de una maestra, que estaba reclinada en la barandilla, nos echó una mirada, levantó la nariz y se alejó de nosotros.

—Estás arruinando mi reputación —le dije a Kathy—. Antes de que nos metas en dificultades, vámonos… vámonos al hotel.

Me desperté con un chillido de excitación de Kathy.

—Mitch —me dijo desde el cuarto de baño, mirándome con ojos redondos y maravillados por encima de la toalla con que se envolvía el cuerpo—, ¡hay una bañera! ¡Abrí la puerta de la casilla de la ducha y no había una casilla! ¿Puedo, Mitch? ¿Por favor?

Hay veces en que hasta un honesto conservacionista siente el placer de dominar la Sociedad Fowler Schocken. Bostecé, le envié un beso y le dije:

—Claro, Kathy. Y que sea con agua fresca, ¿eh?

Kathy simuló un desmayo, pero advertí que no perdía tiempo en llamar a la camarera. Me vestí mientras corría el agua.

Desayunamos cómodamente y nos fuimos caminando hasta el Capitolio, tomados de la mano.

Instalé a Kathy en el palco de la prensa y bajé a la sala. Nuestro apoderado en Washington se acercó a mí abriéndose camino a codazos por entre la muchedumbre, y me entregó una hoja de papel de seda.

—Todo está ahí, señor Courtenay —me dijo—. Este… ¿ninguna dificultad?

—Ninguna, gracias —le dije.

Lo despedí con un ademán y miré el papel. Era de Dicken, desde el cohete.

«Pasajeros y tripulantes alertas en sus puestos. El primer embarque se realizará a las 11:45 Este. La carga se completará a las 16:45 Este. Combustible y alimentos listos desde las 09:15. Se tomaron medidas de seguridad pero M.I.A., C.I.C. y la revista
Time-Life
han logrado enviar mensajes cifrados. El cuarto de navegación me pide que le recuerde: partida posible sólo en horas A. M.»

Apreté el mensaje entre las palmas de las manos. Se deshizo en cenizas.

Mientras subía a la plataforma alguien me tomó por el codo. Era el Presidente, inclinado sobre la baranda de su palco de ceremonias.

—Señor Courtenay —murmuró, con una sonrisa de máscara— me imagino que habrá entendido lo que quise decirle ayer. Me alegro de que el cohete esté listo. Y… —sonrió abiertamente y sacudió la cabeza imitando con precisión a un político que cambia palabras sin importancia con un distinguido visitante— …usted quizá ya lo sabe, pero… él está aquí.

No pude descubrir quién era «él». El Presidente de la Cámara se acercó hacia mí con el brazo extendido y le sonreí forzadamente. Fue sólo un movimiento de mis músculos faciales, nada más. Si las últimas noticias sobre el cohete de Venus habían llegado hasta el presidente, yo no tenía muchos motivos para sonreír.

Fowler Schocken era un viejo y bondadoso hipócrita, un amable embustero, pero si no hubiese sido por él yo no hubiese pronunciado ese discurso. Podía oír su voz en mis oídos:

—Véndeles, Mitch. Podrás venderles cualquier cosa si logras convencerte a ti mismo de que ellos quieren comprar.

Y les vendí a los legisladores lo que ellos querían. Les hablé brevemente de la iniciativa americana y de la patria. Les ofrecí un mundo abierto al saqueo, y luego la posibilidad de robarnos todo el universo. Sólo era necesario que los esforzados pioneros de Fowler abrieran el camino. Les ofrecí una brillante imagen de una fila de planetas explotados por sus únicos propietarios: los hombres de negocios norteamericanos que habían creado la grandeza de la civilización. Les gustó muchísimo. El aplauso fue ensordecedor.

Aún no se oía el eco de los primeros aplausos cuando ya una decena de figuras pedían, de pie, el uso de la palabra. Apenas me di cuenta. Asombrosamente Kathy no estaba en el palco de la prensa. El Presidente de la Cámara señaló al viejo y canoso Colbee, dignificado por cuatro décadas de servicio.

—Tiene la palabra el representante de la Goma-Cola.

—Muchas gracias, señor Presidente —dijo Colbee. Su sonrisa era cortés, pero sus ojos me parecieron los de una víbora. Goma-Cola era, nominalmente, una de las pocas compañías que gozaban aún de cierta independencia, pero recordé que Fowler había comentado en una oportunidad sus sorprendentes relaciones con Tauton.

—Si puedo hablar —dijo Colbee— en nombre de la Cámara Alta, quisiera agradecerle a nuestro distinguido visitante sus acertados comentarrios. Estoy completamente segurro de que a todos nos ha encantado por igual oír a un hombre de su importancia y posición.

Vuelve a la Berlitz, embustero, pensé amargamente. Ya veía venir el ataque.

—Con el permiso de la Cámarra me gustarría hacerle a nuestro huésped algunas preguntas concernientes a la ley que hoy vamos a considerrar.

Las considerarás sin duda, hijo de perra, pensé. Hasta las galerías habían notado lo que estaba ocurriendo. Apenas necesité oír la continuación.

—Habrá escapado a vuestra atención, pero tenemos la fortuna de tener con nosotros a otro notable huésped. Me refierro naturalmente al señor Tauton. —Colbee hizo un gracioso ademán señalando la galería de visitantes. La cara enrojecida de Tauton sobresalía entre dos corpulentas figuras que reconocí en seguida como sus guardaespaldas—. En una breve charla anterrior a esta sesión, el señor Tauton fue lo suficientemente amable como parra darme algunos informes que yo quisierra comentar con el señor Courtenay. Primerro. —Los ojos de serpiente de Colbee tenían ahora un brillo metálico—. Le preguntarría al señor Courtenay si el nombre de George Groby, buscado por rupturra de contrato y homicidio, le es familiar. Segundo. Me gustarria, además, preguntarle si él es el señor George Groby. Tercerro. Le preguntarria al señor Courtenay si es cierto que según me ha informado alguien en quien puedo confiar enteramente —así me lo asegurró el señor Tauton—, el señor Courtenay es uno de los miembros principales de la Asociación Conservacionista Mundial conocida por la mayorria de los buenos amerricanos como…

Ni siquiera Colbee pudo oír el final de su frase. El rugido de la asamblea fue como la explosión de un volcán.

19

Visto a través del tiempo todo lo que pasó en aquel terrible cuarto de hora se borra y desvanece como las figuras de un calidoscopio giratorio. Sólo recuerdo algunas escenas, algunos petrificados instantes que no parecen tener ninguna relación entre sí.

Las olas de desprecio y de odio que se levantaron a mi alrededor; la cara retorcida del Presidente que gritaba algo inaudible dirigiéndose a la casilla del técnico de sonidos; la mirada amenazante del Presidente de la Cámara que trataba de acercarse a mi plataforma.

Luego la repentina inmovilización de todo aquel salvajismo, mientras la voz enormemente amplificada del Presidente salía de los altoparlantes y rodaba a través de la Cámara.

—¡Doy por terminada la sesión!

Y los rostros estupefactos de los legisladores ante esta increíble temeridad. Había cierta grandeza en el hombrecito. Antes de que nadie pudiera moverse o reaccionar, golpeó las manos (el ruido sonó a través de los altoparlantes como una fisión atómica) y una patrulla elegantemente uniformada se acercó a nosotros.

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