Mi amado míster B. (9 page)

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Authors: Luis Corbacho

BOOK: Mi amado míster B.
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—Es que te escuché cantar y quedé muerto con tu voz.

—Bueno, gracias, no exageres —se sonrojó.

—¿Ya te ibas?

—Sí, esto no da para más, me voy a tomar un poco de aire a la playa, y después a dormir. ¿Qué otra cosa se puede hacer acá?

—Yo también necesito un poco de aire. ¿Te puedo acompañar? —pregunté, sacando valor no sé de dónde.

—Sí, obvio.

Fuimos a la playa y nos sentamos en la arena a ver la luna y las estrellas. Me preguntó a qué me dedicaba, dónde vivía, que hacía en una fiesta como ésa y por qué no estaba acompañado. «Nunca estoy acompañado», le dije haciéndome el gracioso, y le pregunté si seguía cantando, cuánto tiempo más se quedaría en Carmelo y si estaba acompañada. «Yo tampoco suelo andar acompañada», me contestó risueña, luego de decirme que seguía dedicándose a la música («ahora tengo una banda en serio», afirmó orgullosa) y había planeado pasar sólo una semana más en su casa de playa porque después debía volver a Buenos Aires a ensayar con el grupo. Enseguida le pedí un tema, una estrofa. Sin dar muchas vueltas empezó a cantar «Are you strong enough to be my man?», de Sheryl Crow, y me quedé perdidamente enamorado de su voz. Esa noche no la acaricié, no la abracé ni traté de darle un beso. Sólo le pedí que me cantara hasta el amanecer, y pensé: quiero que seas mi novia.

Al día siguiente nos encontramos en la playa. Hablamos de la fiesta de la noche anterior y me contó de los recuerdos que le traía ese lugar, al que iba desde muy pequeña. Tomamos sol un buen rato y cuando el calor se hizo insoportable me dijo para meternos al mar y dar un paseo en canoa. Acepté sin dudar. La vi correr hasta la orilla. Me detuve a contemplar su cuerpo en traje de baño. Llevaba un bikini color turquesa que sólo alcanzaba a cubrirle esas partes que me resultaban algo traumáticas. Pensé: si nunca te veo desnuda, podemos llegar a ser una pareja muy feliz, y corrí al mar. Después, en la canoa, los dos mojados bajo el sol, le pedí una canción de Alanis.

—Bueno, pero me vas a tener que dar algo a cambio —respondió.

—Lo que quieras —le dije justo antes de sentir su boca húmeda entre mis labios.

Mientras nos besábamos, puso su mano entre mis piernas, por encima del traje de baño. Con un movimiento suave la devolví a su lugar y le dije:

—Mi canción, Vic. Ya te di un beso, ahora dame mi canción.

Nueve

Amo los freeshops. Me fascina sentir que estoy pisando un poquito de primer mundo cuando cruzo los controles de inmigración y ya me siento afuera de mi empobrecido país. Chau, Argentina, nos vemos prontito, pero ahora dejame disfrutar de este paraíso. Dejame disfrutar, aunque sea por un ratito, de ese aire viciado pero riquísimo que sale de las muestras de perfume, de las cajas de chocolates, de los pañuelos Hermés y las carteras Burberrys.

¡Qué bueno está el Issey Miyaki!, pienso mientras me echo litros de una muestra gratis. Me encanta ese perfume, me gustan todos, los quiero todos, quiero tener un baño gigante con un montón de repisas llenas de frascos de perfume. Para invierno, para verano, para un día de campo, para una noche de fiesta, para ir a la oficina, para una velada romántica... los quiero todos. Pero a duras penas me alcanza para uno, y de los más baratitos. Quiero un Issay Miyaki. ¿A ver el precio? ¡¡cincuenta y cuatro dólares!! ¡Doscientos mangos por un puto perfume! ¡Qué devaluación del carajo! Claro, si no salgo del país desde que el dólar se disparó y el peso se fue a la mierda. No, esto es imposible, no se puede viajar, pienso indignado. No puedo estar en un freeshop y no comprar nada. No puedo, es más fuerte que yo. Para eso me quedo en Buenos Aires. Si gano en pesos, tengo que gastar en pesos. ¿Cómo cono pasamos de uno a uno a cuatro a uno? El año pasado, cuando salía de viaje, volvía con cinco o seis perfumes, y hasta le compraba uno a mamá y otro a mis hermanas, pero ahora me gasto todo en un mísero fras-quito de Issey Miyaki. ¡Qué horror! No importa, cierro los ojos y desembolso los doscientos pesos y me siento feliz. Ese olor me hace feliz, y quiero que Felipe esté tan contento como yo cuando me bese el cuello y sienta las bondades del Issey Miyaki. Pero él me compró las zapatillas y me dejó el pasaje, así no puedo caer con las manos vacías. Aunque me queda muy poca guita. No me da para gastar otros doscientos mangos en un perfume. ¿Y si le doy el que me acabo de comprar? No, ni en pedo, está bien que lo quiera y todo eso, pero mi amor por él está bastante lejos de la lujuria que siento por los freeshops. ¡Ya sé! En el Plaza, cuando nos conocimos, Felipe tenía varios tarritos de dulce de leche que lamía con el dedo haciéndose el chico sexy. No, obvio que no puedo caer con un pote de dulce de leche, es re out, pero acá tienen un stand de La Salamandra en el que venden packs con varios tipos de dulce de leche. Listo, le llevo eso y quedo re bien, como que me acordé de cuando nos conocimos y toda esa boludez sentimental que me va a servir de excusa para gastar diez dólares en vez de cincuenta. Perfecto, bárbaro, el paquetito está divino. Le va a encantar.

«Ultimo llamado para el vuelo 600 de LanChile con destino a la ciudad de Santiago. Se solicita a los pasajeros abordar por puerta cuatro», sonó el altoparlante.

Es el mío, pienso nervioso. Me colgué una hora mirando boludeces y sufriendo por lo que no me puedo comprar y ya se me hizo tarde.

Me acomodo en uno de los asientos del fondo, en clase turista, obvio. ¡Mierda! Estoy rodeado por una familia de chilenos que disfrutan felices de todo lo que se compraron en Argentina a precios miserables. ¡Cómo los envidio! Pensar que hace un año era yo el que me iba a esquiar a Portillo porque estaba baratísimo y pasaba por Santiago para hacer unas compritas. ¡Qué cruel es la vida!

—Disculpa, ¿podrías ajustarte el cinturón de seguridad, que ya estamos por despegar? —me dice uno de los comisarios de abordo con la vista clavada ahí abajo, donde va el cinturón.

—Sí, perdón —respondo sin dejar de mirarlo.

Es rubiecito, de ojos claros, con una sonrisa blanca y un porte nada despreciable. Está bueno, y seguro que pertenece al club, claro, si es azafato, todo hacendoso, con el pelito cortito y paradito con gel y la mirada puesta en los alrededores de mi cinturón de seguridad. Sí, debe ser socio vitalicio, pienso sin poder dejar de mirarlo. Va y viene, habla con sus amigas azafatas, hace chistes, empuja el carrito de comidas, me sirve bebidas... ¡Qué amoroso el comisario, qué bien le queda su uniforme, cómo le sientan esos pantaloncitos azules ajustados, y esa camisita blanca con mangas cortas que muestran un par de bíceps bien hinchaditos!, me digo bien puto, aunque no hago nada al respecto porque me moriría de la vergüenza. Sólo me dedico a contemplar sus idas y venidas por los angostos pasillos de la clase turista.

Por fin aterrizamos. Estoy ansioso por ver a Felipe. Me paro del asiento, agarro el equipaje de mano y me apuro para salir cuanto antes. Cuando dejo el avión, saludo a mi querido comisario, que inesperadamente me da la mano y me pasa un papelito. Me alejo y leo: «Yo tampoco he podido dejar de mirarte. Estaré en la ciudad por tres días. Llámame al 09 478031». ¿Fui tan obvio? Mirá lo puto que resulté, pienso mientras hago un bollito con el papel y lo tiro, porque ahora lo único que me interesa es ver a mi Felipito.

Luego de soportar una tediosa fila de pasajeros y las inevitables inspecciones de aduanas, logro ingresar legalmente a Chile. Recojo mi bolso, camino apurado hasta la salida en busca del chofer con un cartelito que diga mi nombre y ahí lo veo. ¡Es Felipe! ¡Me vino a buscar! ¡Qué amor!, pienso. Corro hasta la puerta y lo abrazo fuerte. Me quedo así un rato largo, sintiendo esa mezcla tan suya de olores entre el cuerpo, el perfume Davidoff y la campera de cuero negra.

—¿Cómo está mi niño? —me pregunta al oído.

—Bien, gracias por venir a buscarme, en serio.

—De nada, de nada. Ven, vamos, que todo el mundo nos está mirando —me dice separando su cuerpo del mío.

Recién en ese momento alcanzo a darme cuenta de que, efectivamente, todo el mundo nos está mirando. Y me muero de la vergüenza. Me sobran las ganas de darle un beso, pero resulta imposible.

Mientras caminamos hasta el auto nos paran unas viejas, un matrimonio cincuentón y un grupo de adolescentes. Todos quieren lo mismo, «Felipe, ¿me firmai un autógrafo?», repiten, y él, con toda la simpatía del mundo, se detiene a hablar con cada uno como si fuera un político en campaña. Me quedo parado, a un costadito, tratando de que nadie note mi presencia. Y nadie la nota, obvio, si soy un N/N y todo el mundo está pendiente de los movimientos de Felipe, mi estrellita latina.

—Ven, el chofer nos está esperando afuera. Toma un poco de esto, te va a hacer bien.

—¿Qué es?

—Orangina.

—No, gracias.

—Vamos, sólo un poquito, debes estar muerto de sed.

—Ok —acepto sin ganas.

—Dame tu bolso, no cargues nada.

—No, yo lo llevo.

—Deme acá, en Santiago está prohibido que los chicos guapos carguen maletas. Ahí está el carro. Sube nomás.

—Gracias.

—¿Todo bien don Felipe? —pregunta el chofer mientras mete el bolso al baúl.

—Todo bien amigo Ernesto. Vamos al hotel, por favor.

—¿A cuánto estamos del hotel? —pregunto.

—Una media horita, pasa rápido —contesta Felipe—. Vamos por la Pirámide, que el camino es más bonito —le indica al conductor.

—Media hora... —murmuro, y pienso: tengo que esperar media hora para darte un beso, para hacerte cari-ñito en el cuello sin que nadie nos vea. ¡Es injusto! ¿Por qué las parejitas chico chica andan lamiéndose en plena vía pública y yo ni siquiera te puedo dar un beso de reencuentro después de dos semanas sin vernos?

No digo nada. Miro por la ventana, el paisaje es soñado. Cerros verdosos, un autopista cuidada, plantaciones de uvas, el celeste intenso del cielo y la cordillera de fondo. Ahora giro la cabeza y miro a Felipe, sus anteojos oscuros, su gorrita azul de Georgetown Dad, su campera de cuero negra, su cara, sus brazos, sus piernas, sus manos... ¡Ni siquiera puedo darle la mano! En realidad, sí, puedo, pero a escondidas, porque no resisto la tentación de tocarlo y me saco la campera, la pongo sobre sus piernas y deslizo mi mano con el mayor disimulo posible, alcanzando a tocar su mano izquierda. Me quedo así hasta que llegamos al hotel, acariciándolo despacito, a escondidas, y disfrutando de sus miradas cómplices.

—Listo, acá nomás don Ernesto —dice Felipe.

Bajamos y nos detenemos un momento en recepción.

—¿Cómo estás, Andreíta? —saluda a la chica del front desk.

—Bien, señor Brown. ¿En qué lo puedo ayudar?

—Mira, mi amigo Martín Alcorta se va a quedar conmigo hasta el lunes. Sólo quería que lo conozcas y lo ayudes con cualquier cosa que necesite, ¿ya?

—Ya, señor, ningún problema. ¿El señor Alcorta va a tomar otra habitación o prefiere que le instalemos una cama extra en su suite?

—No, no hace falta otra cama. Martín se va a quedar conmigo, está bien así.

—Entendido señor —dijo la recepcionista sin poder ocultar su incomodidad, que no parecía afectar a Felipe en lo más mínimo—. Ya envío las maletas a su habitación.

—Gracias Andrea, eres un encanto.

Subimos al cuarto en compañía del fucking botones, que es un parlanchín y no para de adular a mi chico. Intento llevar el bolso yo mismo, pero Felipe no me deja y trae a este pelmazo que no se nos despega ni en el ascensor y no sabe callarse la boca. En la suite, el botones parlanchín entra con mi bolso, lo acomoda al lado del placard y se queda esperando su puta propina, mientras yo pienso: por qué no se va de una buena vez este imbécil, y voy al baño a lavarme las manos. Cuando salgo, Felipe está parado frente a la ventana y comienza a ciarme las indicaciones geográficas sobre la ciudad: «Ahí esta el barrio Las Condes, más allá Valle Nevado, y si sigues por esa ruta llegas a la playa». Y yo, que no aguanto más, lo tomo por la espalda, lo abrazo fuerte, le doy vuelta y le robo el tan ansiado beso de bienvenida.

Diez

Es viernes en la tarde. Ya almorzamos y nos dimos el correspondiente revolcón de reencuentro. Yo estoy feliz por los tres días que me esperan junto a Felipe en este hotel de lujo, dedicándome a la nada misma. Me acuerdo de Ana Correa, ex editora de
Soho BA
y ex jefa mía, que dejó Buenos Aires para pasar un tiempo en Santiago trabajando como productora de televisión. Ana sabía de mi visita, pero no tenía idea de Felipe ni de todo lo que vino después de Victoria.

—¿Aló? —contesta como si se tratara de una chilena verdadera.

—¿Hablo con Ana Correa? —pregunto inseguro.

—Sí, soy yo, ¿quién habla?

—¡Ana! ¡Soy Martín, Martín Alcorta!

—Hola, Martín, ¿cómo estas? —dice tan correcta como siempre. La euforia no era una de sus cualidades más sobresalientes.

—Bien, recién llegado. ¿Vos, qué tal?

—Con mucho trabajo en el canal, pero muy bien, por suerte. ¿Dónde estás parando?

—En el Sheraton.

—¿Qué, te mandó
Sohó?

—No, estoy de visita, como turista.

—¿Y te quedaste en el Sheraton? ¡Qué top lo tuyo! ¿A qué viniste?

—Bueno, es un asunto medio complicado...

—Contame, ¿necesitás algo?

—No, para nada, gracias. ¿Lo ubicás a Felipe Brown?

—Sí, el escritor, el de la tele. ¿Qué tiene que ver? ¿Viniste a entrevistarlo?

—No, a visitarlo. -¿Qué?

—Sí, estoy con él, estoy saliendo con él.

—... ¿Cómo?

—Sí, lo conocí en Buenos Aires, en una entrevista, y me invitó a pasar unos días acá para que estemos juntos.

—Ah —dice con una incomodidad evidente—. ¿Mirá vos? Bueno, te felicito. ¿Y Victoria?

—Bueno, te perdiste una parte importante de la historia.

—Sí, ya veo. ¿Qué tal es el tipo?

—Un amor, divino, súper amable, me re cuida, es amoroso. Aparte nos llevamos muy bien, pensamos muy parecido...

—¿Pensamos dijiste? —pregunta entre risas.

—Sí, ¿qué pasa, cuál es el chiste?

—Discúlpame, pero no creo que le importe mucho lo que pensás.

—El tipo quiere carne fresca.

—Nooo, nada que ver. Se nota que no lo conocés, es un amor. Ya vas a ver cuando te lo presente.

—¿Qué edad tiene?

—Treinta y siete.

—¿Y vos, cuántos tenés, veinticinco?

—Veinticuatro

—Carne fresca, querido. Haceme caso, que yo tengo experiencia en estas cosas. En mis buenas épocas, también he sido carne fresca.

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