Read Mi amado míster B. Online
Authors: Luis Corbacho
Viernes a la noche. Estoy cansado, trabajé como un esclavo porque en la revis fue día de cierre y al llegar a casa, tarde, sólo quiero echarme en la cama y no hablar con nadie. Entro de mal humor, lo único que pido es silencio, pero, como siempre, cada uno de los miembros de mi familia parece haberse empeñado en joderme la paciencia. Papá fuma en su cuarto viendo un partido de rugby, su maldita pasión, y comenta las jugadas con Javier, mi hermano menor. Gritan con cada tanto y me crispan los nervios. Odio cualquier tipo de deporte relatado, odio que papá fume como una chimenea y odio que Javier sufra con los partidos como si su vida estuviera en juego. Mamá está recostada en el sillón más grande del living leyendo el libro de las apariciones de la virgen de Medjugori, con un disco de música espiritual de fondo y tres velas aromáticas bastante más agradables que el humo del cigarro de papá. En la convivencia, mamá no jode, es bastante parecida a mí, salvo por las manías religiosas y la autoayuda y todas esas huevadas espirituales hechas a la medida de un grupo de señoras insatisfechas que están aburridas de sus maridos y se refugian en la vida mística para escapar de su triste realidad. A ella le gusta leer, escuchar música, estar en silencio, y en ningún caso cocinar o hacer grandes comilonas familiares de esas que le encantan a papá. Mis dos hermanas, que son el agua y el aceite, permanecen encerradas en sus respectivos dormitorios, pero igual joden por el maldito ruido que hacen. José, la más grande, acaba de llegar del estudio (es abogada) con un pico de estrés algo mayor que el habitual, y a esta altura del día sólo alcanza a quedarse como zombie frente a la tele viendo series norteamericanas y tragando comida chatarra. Flor, la melliza de Ignacio, baila frente al espejo con el último tema de Ricky Martin mientras elige ropa y calienta las planchitas para alisarse el pelo. Su novio la pasa a buscar a las nueve en punto, como todos los viernes, y ella, también como todos los viernes, no está lista porque todavía le falta maquillarse y encontrar el vestuario apropiado.
Abrumado por el ruido que expulsa cada ambiente de la casa, saludo rápido a mamá y me meto en mi cuarto, que es el más chiquito, pero el que tiene más onda. Entro, prendo la luz, dejo el bolso, me saco las zapatillas, me tiro en la cama y pongo un disco de Bjork, mi adorada criatura islandesa que siempre consigue aliviarme las tensiones. Media hora después mi humor mejora considerablemente, pero no tanto como para sentarme en la mesa a comer un pescado que papá cocinó con sus propias manos y a mí me da náuseas. Sin decir nada agarro el putomóvil y manejo hasta el Automac, pido un Big Mac con Coca-Cola y papas grandes y corro de nuevo para casa, tratando de que no se enfríe, porque la comida de McDonald's tiene una vida útil de cinco minutos, luego de los cuales pasa a convertirse en cartón reciclable o suela de zapatos, en cualquier caso, una materia incomible. Llego y me vuelvo a encerrar en el cuarto con mi comidita de nene caprichoso. Prendo mi tele de catorce pulgadas, que por suerte tiene los 65 canales del cable, y pongo Telefe. Ya va a empezar
Operación Triunfo.
Esta noche es la gala de los viernes, en la que las gordas grasas cantan gritando a más no poder y el jurado elimina a un participante y todos lloran como si fueran al campo de concentración y se abrazan fuerte, bien fuerte, interminablemente, cada vez que uno se salva de la guillotina. La noche está completa: comida chatarra, show televisivo (otra chatarra) y helado en el freezer. Que nadie me joda con saliditas gays o fiestitas fashions de la revista.
Ya son las doce y acaba de terminar
Operación Triunfo.
Echaron a la gorda salteña, que es más fea que una patada en los huevos y siempre le tocan canciones melosas de Whitney Houston o Céline Dion, que ella canta con sudor (mucho sudor) y lágrimas en los ojos. Estoy feliz de que se haya ido la gorda. No me la bancaba. Ahora, seguro que todo el mundo va a empezar a decir que la rajaron por ser gorda y salteña, de «cutis trigueño», y que eso es discriminación. Y yo pienso que estoy a favor de la discriminación: si tengo que discriminar entre la enana horrible esa y el morocho de ojos verdes que usa remeras sin mangas que le marcan los tubos y canta canciones de Robbie Williams, mientras baila moviendo las caderas tipo David Bisbal, no lo dudo, que echen a la gorda, fuera la salteña, que se vaya a Salta a cantar en una peña folclórica. Bueno, como decía, ya son las doce y tengo la barriga llena y el corazón contento. A dormir entonces, pero antes una chequeadita de mails para ver si me escribió Felipe. Voy al cuarto de Javier, que está chateando, y le pido sólo cinco minutos de Internet. Por suerte encuentro un mail nuevo de mi amorcito. ¡Bingo!
once de la noche acá, doce en tu cama, vengo de casa de zoe, donde estuve con las niñas hasta que se durmieron, comí con ellas y le conté un cuento a la más pequeña, no te llamo porque tal vez estás durmiendo y no quiero despertarte, este domingo, hacia las nueve o diez de la mañana, estaré esperándote en el hilton. no sabes la ilusión que me hace volver a verte, duerme rico, todos mis besos son tuyos, te quiero.
A la mañana siguiente me despierto con unos martillazos que, entremezclados en la conversación chillona que mantenía en el teléfono la cotorra de Flor, hicieron todo lo posible para ponerme de mal humor. Me levanto, voy al baño, luego a la cocina y compruebo que los golpes no eran martillazos, sino intentos de Nancy, la chica que trabaja en casa, de aplastar la carne para hacer milanesas, porque mamá le exige que sean bien finitas. Entro a la cocina, saludo a Nancy y contengo las ganas de decirle: «¡La re puta que te parió, no te das cuenta de que son las nueve de la mañana, y encima es sábado!». No digo nada. Me tomo un café, me doy una ducha y rajo de esa jaula familiar. Manejo hasta Unicenter, el shopping más grande de zona norte, y aprovecho para ver dos películas, porque a esa hora el cine esta vacío y a mí me encanta ir al cine solo, salvo un viernes a la noche, cuando todo el mundo te mira como diciendo: «Que patético, vas al cine solo, ¿no es deprimente?». Por eso, todos los sábados a la mañana voy a Unicenter, y después me compro una hamburguesa y me paso horas viendo ropa en Zara, sin que nadie me apure ni me hinche las pelotas.
Cuando vuelvo a casa después de un agotador día de shopping, me quedo en el living leyendo en compañía de mamá, su música mística y sus velas aromáticas, hasta que oscurece. Otra noche en casa viendo
Sex and the City,
aunque esta vez esperando ansioso el día siguiente. En unas pocas horas, finalmente y después de tanto tiempo, volvería a ver a mi amado míster B.
Ese domingo, bien temprano, sonó mi celular. Atendí desde la cama, sobresaltado por la chicharra furiosa que no tardó en despertarme.
—¿Sí? —contesté medio dormido.
—¿Martín?
—¡Feli! ¿Dónde estás?
—Qué haces si te digo que en el Hilton...
—¡No! ¿Ya llegaste?
—Claro, tontín.
—¡Qué bueno! ¿Todo bien?
—Todo bien, todo bien, con ganas de verte.
—Yo también, pero debes estar muerto. ¿No querés dormir un rato y llamarme cuando te despertés?
—Lo único que quiero es tenerte en mi cama ahora. Estoy en la 307, te espero.
—Voy para allá.
Me di un baño lo mas rápido que pude y busqué la ropa adecuada. Ok, estoy apurado, pero tengo que arreglarme un poco, no veo a Felipe hace un mes y quiero que al encontrarnos se sorprenda, que sienta que valió la pena volver, pensé al salir de la ducha. Entré al cuarto con una toalla en la cintura, cerré la puerta, me quedé desnudo, me eché desodorante, me unté en los brazos y el cuello una crema perfumada de Banana Republic robada de una de las producciones de la revis, abrí el cajón, elegí un calzón negro y ajustado de Clavin Klein, revisé el placard y elegí la remera de manga larga roja y azul de Bensimon, y el pantalón de corderoy color camel de Zara. Rojo con camel, me gusta esa combinación, me dije frente al espejo. Para los pies tenía tres opciones combinables: las zapatillas rojas de Adidas, las azules de gamuza de Nike o las de cuero marroncitas de Zara. Opté por las primeras, más jugadas pero con mucha onda. ¿Qué me faltaba? ¡Ah! Un poco de producto en el pelo, yo le digo «producto» a la goma esa que inventaron los yanquis que te deja la cabeza toda suave-cita y con un olor riquísimo, y en Argentina te cuesta un huevo porque es importada, pero yo me la compro igual, porque vivo en casa de mamá y papá y la plata que no gasto en alquiler me la patino en cosas de puto. Para terminar, me eché litros del último perfume de Givenchy que me mandaron a la revista, «una exquisita combinación de maderas con flores salvajes y frutos silvestres», según decía en la cajita. No me jodan, ¿por qué no ponen «perfume rico» y ya? Me di una última mirada en el espejo y rajé. Perfecto, estás divino, me dije, y emprendí la retirada.
Salí ansioso para el hotel. Tenía el número de habitación, así que no necesitaba anunciarme. Caminé a paso firme hasta el ascensor con paredes de vidrio y vista panorámica al lobby y a la confitería principal. Estaba ansioso por verlo. ¿Será igual que antes? ¿Me seguirá gustando? ¿Qué querrá hacer esta vez en la cama? Mierda, me cago de nervios. ¿Y si ya no le gusto? ¿Y si lo decepciono? ¿Y si se enoja porque no le entrego el popó? Bueno, ya estoy jugado, que sea lo que Dios quiera, pensé mientras subía.
Bajé en el tercer piso, busqué la habitación 307, caminé por el pasillo y ahí lo vi, parado en la puerta, esperándome. Lo miré, me miró, nos regalamos una sonrisa cada uno, corrí, él se quedó parado, me esperó, siguió sonriendo, avanzó dos pasos y me abrazó con intensidad. No pude soltarlo, sentí su perfume, su olor natural, su cuerpo cálido entre mis brazos, y quise que ese momento fuera eterno. Nos quedamos así un largo rato, hasta que me invitó a pasar.
—Ven, entra. ¿¡Cómo estás!? —me dijo una vez que nos soltamos.
—Bien, ¡feliz de verte! Y vos, ¿cómo estuvo el vuelo?
—Agotador, no sabes lo cansado que estoy.
—Me imagino, debes estar muerto. Gracias por venir, en serio.
—No tienes nada que agradecerme, yo feliz de verte. ¡Te queda muy bien el pelo corto! Estás mucho más lindo que la última vez que nos vimos.
—Gracias, vos también. Te queda buena la barba un poquito crecida —dije, inventando una excusa para devolverle el cumplido.
—¿Sí? Odio afeitarme. Cuando no salgo en la tele aprovecho para dejarme crecer la barba. Ven, pasa, échate. ¿Te gusta la suite? —preguntó mientras sacaba una botella de Evian del minibar y me la ofrecía.
—Gracias —dije aceptando—. La habitación..., claro, está bárbara, me encanta.
—La última vez que vine al Hilton me alojé en la misma. -¿Sí?
—Claro, vine con María Paz, una amiga chilena muy querida que fue mi amante. Recuerdo que hicimos el amor ahí, de pie, mirando a la calle en un día espléndido —dijo señalando la ventana—. No sabes lo bien que la pasamos.
—Ah, qué bueno —dije sin poder disimular cierta incomodidad.
Pensé: ¡Qué me sigue contando este boludo a las minas que se cogió! ¡Como si me fuera a interesar! Además, me parece de muy mal gusto reservar la misma suite y señalarme el lugar en el que hizo la chanchada. ¿Qué se supone que debo decirle? ¿Que me coja a mí también de pie frente a la ventana? ¿Que esa siempre ha sido mi fantasía? No me jodas.
—Pero está lindo el hotel, ¿no? —dijo ante mi silencio.
—Sí, está bueno —respondí sin interés.
—Mira, te he traído un regalito.
—¡Nooo! No te hubieras molestado —dije mientras miraba de reojo la bolsa y pensaba: ¡Qué copado! ¡Es re grande, y de Banana Republic! ¿Qué será? ¿Qué será?
—Toma, ábrelo —me animó.
Con mucho cuidado saqué de la bolsa una caja rectangular. ¡Zapatillas! ¡Dio en el clavo! ¿Le habré contado que las zapatillas son mi objeto fetiche? Eran de gamuza, bien de invierno, marrones oscuras con los cordones también en marrón un poco más clarito y la punta del mismo color. Me fascinaron.
—¡Gracias! Me encantan, ¡están buenísimas! —dije desde la cama.
—Pruébatelas, quiero ver si está bien la talla.
—¿A ver? ¡Perfecto! ¡Son re cómodas!
—¡Qué bueno que te hayan gustado! Tenía miedo de no acertar el tamaño.
—No, están hechas a mi medida. Gracias, sos un amor.
—De nada —dijo mientras se sentaba a mi lado en la cama buscando mis labios y me besaba riquísimo—. ¿Te puedo pedir un favor? —preguntó después.
—Claro.
—¿No te molesta si dormimos un poco? Es que el viaje me ha dejado apaleado.
—No, para nada —le dije, aunque la idea me resultaba un tanto aburrida.
—Gracias.
Felipe se sacó los zapatos, el pantalón, el calzoncillo y el reloj (pero no las medias), desconectó el teléfono, cerró las cortinas, se puso tapones en los oídos, se tiró en la cama y apagó la luz del velador. Yo me recosté a su lado, todavía vestido, y me quedé mirándolo. Me encantaba observar a Diego, mi ex, mientras dormía, y ahora hice lo mismo con Felipe. Amé esa escena, su cara de facciones perfectas en estado de relajación absoluta gozando de la paz indescriptible que sólo se consigue con el sueño. «I like to watch you sleep at night, to hear you breathe, by my side.» Esa era la estrofa de la canción de Dido que escuchaba con nostalgia cuando Diego me dejó y yo no podía olvidar esas mañanas en las que me levantaba a su lado, en la desgastada cama de su pequeño departamento, y me pasaba las horas mirándolo mientras dormía. ¡Cómo lloré con la puta canción de Dido!
* * *
Tres eternísimas horas después bajamos a almorzar al restaurante del hotel. Cuando se abrió el ascensor y caminamos por el lobby tuve que taparme la cara, esconderme, salir corriendo para el restaurante. Ahí estaba mi abuela, regia, paquetísima, tomándose un cafecito con torta de chocolate en compañía de otras tres señoras igualitas a ella. Por suerte, no me vio. ¿Qué le decía si me encontraba con Felipe Brown un domingo al mediodía bajando de una de las habitaciones del Hilton? Mejor ni pensarlo.
—¿Está todo bien? ¿Pasa algo? —preguntó Felipe al verme tan incómodo.
—No, es que está mi abuela ahí, en el bar, y no quiero que me vea.
—Ah, entiendo. No te preocupes, vamos a esa mesa del fondo, ahí nadie nos va a ver.
—Gracias, ¿no te molesta que me esconda?
—No, para nada, me hace gracia la situación —dijo entre risas.
Nos sentamos en el lugar más alejado, mirando hacia la pared, de espaldas al resto de la gente. Yo pedí una ensalada y una Coca-Cola con hielo, él un pollito y un jugo de naranja.