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Authors: Luis Corbacho

Mi amado míster B. (3 page)

BOOK: Mi amado míster B.
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—La mía también es una familia numerosa, yo soy el tercero de diez hermanos. Somos ocho varones y dos mujeres.

—¿Diez hermanos? —pregunté fingiendo asombro.

—Sí, es que mi madre es del Opus Dei.

—Aunque no lo creas, yo también era del Opus Dei —dije, buscando sorprenderlo—. En mis primeros años de facultad iba todas las tardes a una residencia universitaria de esa secta de lunáticos.

—¡No! ¿Cómo así eras del Opus Dei?

—No sé, me agarraron muy solo, confundido. Supongo que necesitaba olvidarme del sexo, evadir el tema gay, no sé. Además, me ayudaban mucho con la universidad, eran todos muy estudiosos.

—Yo odiaba a esos beatos del Opus. Pero no hablemos de eso ahora, que tengo poco tiempo. En un rato pasan por mí para llevarme a una firma de ejemplares en La Boutique del Libro. Cuéntame una cosa, y disculpa si suena un tanto rudo lo que te voy a decir, pero me gustaría saber... ¿sales con chicas o con chicos?

—... Ahora estoy en una etapa en la que prefiero a los chicos —tardé en contestar.

—Pero has salido con chicas...

—Sí, tuve dos novias.

—¿Y chicos?

—Estuve con uno hasta hace poco, pero me dejó.

—¿Te dejó? ¿Cómo va a ser? Si eres tan lindo... —dijo acercándose.

Cuando sentí que era el momento de la acción, entré en pánico. Si bien ya había tenido un par de aventuras casuales con chicos de discotecas (solo tocaditas, nada doloroso), esta vez me quedé paralizado frente a Brown. Había algo en él que no me terminaba de convencer: era un tipo raro, hablaba raro, miraba raro y, seamos sinceros, a simple vista su cuerpo no me resultaba precisamente irresistible. Me gustaba, sí, pero no era una cosa que me derritiera, que me provocase esas cosquillitas riquísimas que mancharon mi pantalón el día que entrevisté al bombonazo de Juan Castillo.

Durante los segundos que pasaron mientras yo pensaba todas estas huevadas, Brown ya se encontraba sentado a mi lado con una de sus manos acariciándome el hombro izquierdo y la otra tocándome los labios.

—Ahora no quiero hacer nada —dije torpemente, alejándome con movimientos bruscos.

—¿Nada de qué? —preguntó asombrado, tratando de sonar lo más natural del mundo.

—¡Nada de nada, te acabo de conocer!

—Si te refieres a tener sexo, a mí me da igual. Estamos conversando, sólo quería conocerte, pero si nos acostamos o no, eso me da exactamente igual —dijo, a la defensiva.

Su reacción me dejó helado. Por primera vez sentí que había dejado de ser amable y eso me molestó, pero lo que más me dolió fue saber que yo no era objeto de su deseo, que él no moría por cogerme, que no estaba caliente conmigo.

—A mí también me da igual —dije con la mayor dignidad que pude.

Antes de dejarme seguir dando explicaciones estúpidas, me pidió un segundo y se marchó al otro ambiente de la suite, donde estaba la cama. Prendió el televisor y puso canal 13. Me dijo que le habían hecho un entrevista en un programa de la tarde y quería verla, que si no me molestaba que prendiera la tele cinco minutos.

—No, todo bien —le dije, aunque pensé: «¡Qué tipo más egocéntrico!».

Vimos juntos la entrevista. Habló de la bisexualidad, como siempre, y de su última novela. Ni bien terminó su show apagó la tele y me dijo que en diez minutos lo pasaban a buscar para ir a la firma de libros, pero que a su regreso podíamos vernos y tal vez comer juntos.

—Perfecto —asentí sin dudar—. Cuando termines con eso me llamás al celular y hacemos algo.

Mientras hablaba recogí mi bolso, me lo crucé en el hombro y caminé hacia la puerta. Brown me acompañó pidiéndome disculpas por haber tenido que cortar tan abruptamente la reunión. Nos despedimos con un abrazo, que él se encargó de prolongar para seguir con un beso en la boca, aunque yo estaba tan confundido y nervioso que no alcancé siquiera a mover los labios, y me fui lo más rápido que pude.

Salí del Plaza y caminé por Santa Fe con pasos agitados. Lo que acababa de ocurrir me resultaba muy extraño, pero tenía ganas de más y ni por un segundo dudé en volver a ver a Brown. Ya se había hecho de noche y, confiando en que me llamaría en un par de horas para encontrarnos de nuevo, decidí pasar por el departamento de mi abuela para visitarla y hacer tiempo hasta la noche. Si regresaba a la casa de mis padres en San Isidro, a casi una hora del centro, después sería más complicado volver. Además, con la excusa de dormir en lo de mi abuela, no tendría que darles explicaciones a papá y a mamá si me preguntaban dónde pasaría la noche.

Luego de diez minutos de taxi llegué al viejo departamento de la calle Scalabrini Ortiz, donde mamá había crecido y mi abuela seguía viviendo. Toqué el timbre y me atendió Gladys, la empleada, con su impecable uniforme negro. Después de saludarnos en la recepción me hizo pasar al comedor, donde mi abuela terminaba de tomar el té con otras tres señoras tan pituconas como ella.

—¡Martincito, qué sorpresa! —exclamó al verme. Llevaba puesto un trajecito amarillo claro con una flor lila en la solapa. Su inquebrantable alegría y buen semblante no delataban los setenta y cinco años que había cumplido hacía poco.

—Isabel, ¿cómo estás? —dije con mi mejor sonrisa de nieto exitoso. La llamé por su nombre porque en mi familia siempre se consideró de mal gusto llamar a los parientes por el cargo familiar.

—Yo, muy bien, sentate querido, ¿te acordás de Chicha, Elenita y Raquel? —dijo, girando la cabeza hacia sus amigas.

—¿Cómo no me voy a acordar? —pregunté alegremente mientras me acercaba a saludar a cada una de las tres viejas. Si sabía que la casa iba a estar con el circo completo ni aparecía.

—Sentate, Martincito, ¿tomaste el té? —preguntó mi abuela.

—No —contesté, mientras me relamía con las tortas, masas y medialunas de esa mesa imponente. Fue ahí cuando reparé en que no comía nada desde el almuerzo.

—Bueno, acá tenés un lugar. ¡Gladys! Servile una taza de té a Martincito.

Antes de sentarme pasé al baño a lavarme las manos y acomodarme un poco el pelo. Una vez en la mesa, arremetí contra las masitas, que son mi perdición. Las tres viejas no me sacaban los ojos de encima.

—¿Venís de la revista? —dijo mi abuela, para que todas sus amigas supieran que soy un chico responsable y bien educado que se dedica a escribir.

—Sí —mentí.

—¿Y cuántos artículos escribiste este mes? —volvió a preguntar, mientras ensayaba una sonrisita de orgullo frente a las viejas mironas.

—¿No te acordás que te conté que soy editor? Ya casi no hago notas. Ahora, digamos que controlo lo que hacen los demás.

—¿Así que te ascendieron? ¡Pero qué bien!

Asentí con cara de boludo alegre y tomé un poco de té. El cuestionario recién comenzaba.

—¿Y seguís de novio con la chica de Larreta... cómo se llamaba? —siguió.

—Victoria.

—¿La hija de Mauricio? —intervino una de las viejas.

—Sí —contestó mi abuela gozando la escena—. ¿Seguís con esa chica, Martincito?

—No, ahora somos amigos, estamos en un impasse.

—Isabelita, vos viste cómo son los chicos de ahora, se pelean y a los dos días vuelven —opinó Raquelita haciéndose la moderna.

Qué sabrás vos, vieja de mierda, pensé. Si te contara que vengo de estar en la suite de Felipe Brown y esta noche pienso acostarme con él, te caes de culo al piso.

—Sí, seguro que vuelven —asintió mi abuela—. Esa chica te conviene, Martincito.

—Puede ser... —respondí haciéndome el interesante—. Ahora, si me disculpan, tengo que hacer unas llamadas —me excusé.

Dejé la silla, le di un beso a cada vieja (¡se habían echado encima el frasco de colonia entero!) y salí corriendo al cuarto de huéspedes, donde duermo cuando me quedo en ese departamento. Cerré la puerta con llave y me tiré en la cama a descansar un rato. Dejé el celular en la mesa de noche a la espera del llamado de Brown.

Me quedé medio dormido. Pasó una hora y el móvil no sonaba. Prendí la tele y dejé pasar otra hora. Nada. Bueno, me cagó, pensé. Le debo haber parecido horrible, se habrá dado cuenta de lo tarado que soy, seré el décimo en su lista de llamados.

Esa noche fue deprimente. Terminé comiendo frente al televisor y escuchando las noticias a todo volumen con mi abuela sentada al lado. Me fui a dormir muy triste. ¿Por qué no habrá llamado?, pensé una y otra vez.

Más tarde, desperté sobresaltado con la aguda chicharra del celular. Antes del último ring alcancé a atender. El reloj marcaba la una y media.

—¿Hola?

—Soy Felipe Brown, ¿te he despertado?

—No. ¿Qué tal, cómo estás?

—Perdóname por no haberte llamado antes, pero a la salida de la librería me habían organizado una cena y no podía escaparme.

—No hay problema, ¿querés que nos veamos ahora?

—No sé, me encantaría, pero creo que ya es un poco tarde. Ayer tuve una noche agitada, y yo si no duermo no funciono.

—Si querés podemos dormir juntos... —me atreví.

No sé de dónde saqué esa frase, se ve que estaba medio zombie, pero había algo en Brown que me atraía y me permitía ser todo lo puto que nunca había sido.

—Sorry, olvidate, no sé lo que digo, estoy medio dormido. Si querés podemos vernos mañana, ¿te parece?

—Me encantaría tenerte en mi cama, pero necesito dormir, y contigo a mi lado me sentiría muy perturbado. Aunque si quieres venir, bueno, puedes pasar un rato...

—No, mejor arreglamos para otro día.

—¿Pero si no vienes hoy me prometes que te veré mañana?

—Sí, todo bien.

—Bueno, te llamo. Que descanses. —Chau. Nos vemos.

Tres

Al día siguiente me levanté temprano y fui al gimnasio. Antes de entrar a sudar pasé por C&A —una tienda de ropa de medio pelo— y compré un calzoncillo, un par de medias y una remera. Si iba a ver a Brown después de la oficina debía estar presentable, por las dudas. Hice mi tediosa rutina de ejercicios. Me bañé en los vestuarios, miré de reojo alguna que otra cosa interesante, dejé la ropa sucia en el locker y salí apurado para la revista.

Era viernes y el dueño de la editorial había organizado una parrillada en el patio trasero. De trabajo, ni hablar. Esos asados de los viernes después del cierre siempre terminaban con todos los de redacción borrachos, arrastrándose por los escritorios. Y yo no sería la excepción. Esa tarde, más que nunca, estaba decidido a ponerme en pedo y así llegar lo más desinhibido posible a mi segunda cita. En medio del asado, Brown me llamó para confirmar que nos encontraríamos a las cinco en su suite. Estuve de acuerdo.

Durante el almuerzo tomé varias copas de champagne y me hice el gracioso frente a mis compañeros de trabajo. Esa tarde no faltó nadie. Estaban Mariana y Fernando, que no largaban el vino tinto y tragaban carne como dos leones; Maru y Juli, las elegantísimas chicas de arte que se contentaban con una seven up light y tres hojas de lechuga; Alvaro, el dueño de la revista (un ricachón que tenía como pasatiempo fotografiar modelitos en bolas con la promesa de que serían la próxima tapa de
Soho BA
); y Paul, Dani y Caro, los tres redactores veinteañeros que apenas sabían escribir su nombre y habían llegado hasta ahí por ser hijos, hermanos, amigos, sobrinos o primos de... Tampoco faltó el departamento de publicidad, compuesto por dos rubias cuarentonas y calentonas que vendían avisos con las tetas y entregaban a su madre con tal de cerrar una pauta comercial. Ahí estábamos todos, sentados alrededor de una gran mesa, comiendo, chupando, fumando, hablando, gritando y, sobre todo, criticando.

No mencioné nada acerca del encuentro con Brown, salvo a Fernando, a quien tuve que contarle todo lo del día anterior. A las cuatro y media caí rendido en mi escritorio y sólo alcancé a chequear algunos mails, nada importante. Diez minutos más tarde tomé un taxi hasta el Plaza. Abrí la ventanilla del auto y dejé que el viento pegara fuerte sobre mi cara. Estaba algo mareado por el champagne.

Faltaban cinco para las cinco cuando llegué al hotel. Subí sin anunciarme, golpeé la puerta de la 902 y saludé a Brown con un efusivo abrazo.

—¡Hola! ¿Cómo estás? —me dijo con una sonrisa.

—Bien, un poco mareado, me duele la cabeza.

—¿Te sientes mal? Ven, recuéstate.

Pasamos al cuarto. Parecía muy desordenado, lleno de libros, discos, cajas de bombones, flores y todo tipo de obsequios que, según me contaría más tarde, eran regalos de sus admiradoras.

—Hubo un asado en la revista y tomé de más —le dije parado al pie de la cama.

—Ven, échate —me dijo con ternura.

Me acosté sobre el lado izquierdo de la cama. El se sentó en el derecho.

—¿No quieres dormir una siesta? —preguntó—. Te vendrá bien para recuperarte.

No dije nada, estaba algo borracho y confundido. Quería, pero tenía miedo.

—Ven, sácate el pantalón.

Dejé que me sacara las zapatillas y el pantalón. Lo hizo muy suavemente. Cuando terminó con la polera, me miró de pies a cabeza y me besó con intensidad. Esta vez respondí mejor que el día anterior. Sus labios eran cálidos y sus movimientos, pausados. Nos quedamos así unos minutos, hasta que él se sacó el pantalón y las cuatro remeras que llevaba encima. Tenía unos calzones blancos de Banana Republic, ajustados como los míos. Su torso era muy blanco y su pecho lucía algunos pelitos, cosa que no me causó mucha gracia. Cuando se acomodó a mi lado, comenzó a acariciarme y notó que yo no dejaba de temblar.

—No tengas miedo, no haremos nada que no quieras —me susurró al oído.

—Quiero dormir —le dije.

—Lo que tú quieras, lindo, lo que tú quieras.

Extendí las sábanas y me volteé dándole la espalda. A los pocos minutos me quedé profundamente dormido.

* * *

Dos horas más tarde desperté sin entender nada. Caminé a la sala. Brown estaba sentando en el escritorio, escribiendo en su laptop.

—Hey, ¿estás mejor? —preguntó sin despegar su mirada de la pantalla.

—Sí, eso creo —respondí, todavía medio dormido.

—¿Qué quieres hacer?

—No sé.

—Comamos algo —dijo, y por fin se dio vuelta a mirarme.

Sentí vergüenza de que observara mi cuerpo casi desnudo, en calzoncillos, y corrí a vestirme. Se acercó al dormitorio y prendió la tele. Daban Los Simpsons.

—Esto veíamos con Zoé cuando vivíamos en Washington —dijo.

—Ah... —dije incómodo—. Es la madre de tus hijas, ¿no? ¿Qué edad tiene?

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