Mi amado míster B. (20 page)

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Authors: Luis Corbacho

BOOK: Mi amado míster B.
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Esa noche era la fiesta de apertura de la temporada verano 2003 de Bacardi. Me acompañó Gonza, que siempre se prendía a todos mis eventos de la revis. Antes de salir chequeé mails en casa y me encontré con otro mensaje de Feli, que me derritió.

extraño tu mirada, tus silencios, tu cuerpo cálido en mi cama, tus labios, te amo.

Felipe estaba demasiado amoroso. Cuanto más tiempo pasábamos sin vernos, más cariñoso se ponía. Fuimos a la fiesta con Gonza, en mi coche, desde San Isidro, escuchando música electrónica a todo volumen y parando al lado de cada auto con chicas. Aunque Gonza sabía de mi tema con los varoncitos, a los dos nos divertía mantener esa rutina de levante automovilístico que ya se nos había hecho costumbre. Cuando llegamos, la party estaba a full. El Bacardi circulaba en todos los sabores y colores posibles para que ningún invitado dejase de probar sus bondades. Gonza, eufórico, se mezclaba entre las promotoras y tomaba sin parar, poniendo a prueba su cabeza y su estómago. Yo me fui solo a dar una vuelta, a recorrer el lugar y a saludar gente. Mientras caminaba de lo más catwalk, me vi enfrentado cara a cara con Diego, el chico que me había dejado el corazón con agujeritos.

—¡Hey, hola! —dijo dándome un abrazo efusivo que dejaba al descubierto su avanzada borrachera.

Estaba un poco más flaco que de costumbre. El pelo, igual de rubio y súper corto. Sus ojos verdes, como dos esmeraldas, volvieron a encandilarme.

—¿Diego, qué haces? —pregunté nervioso.

—Bien, bien, disfrutando de la buena vida —contestó con ese aire suyo de superioridad que tanto me rompía las bolas.

—Bueno, que sigas bien —dije tratando de dejarlo atrás, igual que cuando me pidió que no nos viéramos por un tiempo.

—¡Pará, pará! —dijo agarrándome del brazo—. Me contaron que estás enamorado...

—Sí —dije orgulloso—. ¿Cómo te enteraste?

—Bueno, en este ambiente las noticias corren, vos sabés como es esto. Así que Felipe Brown... ¿Qué tal, es buena gente?

—Obvio, sino no estaría con él —respondí, fastidiado por su acoso.

—Mirá vos. Me imagino que ya habrás resuelto tus problemitas sexuales, ¿o me equivoco?

—Claro, nos la pasamos cogiendo todo el día —contesté, irónico.

—¿Seguro? No me estarás...

—Ah, no te conté —interrumpí—. Después de que pasemos el año nuevo y las vacaciones juntos me voy a vivir con él a Miami —me apuré a decir sólo para darle envidia, arriesgándome a quedar como un mentiroso si mis planes no se cumplían.

—¡Ah, bueno, entonces ya te puedo decir «Miss Brown»! —dijo con una sonrisa evidentemente falsa—. ¿No te parece que estás yendo un poco rápido?

—Y... es el amor —dije, imitando sus aires de superioridad.

Me miró como descolocado, nervioso, tratando de disimular el mal rato, y con su cara de malvado se me acercó al oído para decirme en secreto:

—¿No le gustaría cometer una infidelidad, Señora de Brown? Si quiere puedo ayudarla —insinuó, tocándome el culo.

Hace unos meses hubiera dado la vida por este momento, porque sea Diego el que me desee en su cama. Volví a tocar su cuerpo, oler su perfume, sentir su respiración. La oferta era demasiado tentadora, casi imposible de ser negada, pero la satisfacción de rechazarlo fue mayor que cualquier otra cosa.

—Sorry, esta vez vas a ser vos el que se quede con las ganas —dije gozando cada una de mis palabras y dejándolo solo, perdido entre tanta gente bonita y confundida.

Veintitrés

mi amor:

son las cuatro y cuarto de la mañana.

ya estoy en lima, en el hotel donde nos amamos a pesar de mi cansancio y malhumor, me voy a dormir, que tengas un lindo día. allá debe estar amaneciendo, falta tan poquito... estoy feliz porque te compré un regalito navideño y porque has llenado mi vida de una felicidad que no conocía, nunca había tenido un boyfriend para darle un regalito por navidad.

te quiero, escríbeme.

—Apúrate, que necesito la computadora —dijo Florencia, mi hermana, con su implacable mal humor.

—Bajá un cambio, nena. Cuando termine te aviso, ¿ok? —contesté sin desviar mi mirada de la pantalla.

—¿Quién te escribió, tu novio? —preguntó con un tonito sarcástico.

Yo me quedé helado, con el corazón en cero. ¿Había dicho «novio», o era mi imaginación? ¿A qué se refería? ¿A quién se refería?

—¿¡Cómo!? —pregunté nervioso, queriendo confirmar que todo había sido un error.

—Digo si te escribió tu novio, el de la tele —dijo con una sonrisita malvada, como disfrutando la escena.

—¿De qué hablás? —reaccioné, pálido por lo que acababa de escuchar.

—De tu amiguito Brown, no te hagas el gil. ¿Por qué le dijiste a mamá que no se vieron en Miami?

—Porque no lo vi —mentí—. Es verdad que me llamó, pero no le di bola.

—No, no, no, Martincito, a mí no me vengas con esos cuentos —dijo moviendo el dedito como una maestra ciruela—. Si salieron tan lindos en las fotos...

—¿¡Qué fotos!?

—Las que se sacaron en Miami, caminando juntitos por Lincoln Road. Se veían tan lindos... —dijo riéndose otra vez.

—¡Sos una pendeja! ¡Me revisaste los cajones! ¿Pero no tenés una mierda que hacer vos? —grité enfurecido.

—Bueno, no te alteres, no es para tanto. ¿Qué onda el pibe, copado?

—¡Sí me altero, boluda! Me embola que te metas en mi cuarto y revises todo, ¿te gustaría que yo haga lo mismo?

—Pará, encontré las fotos sin querer, no estaba revisando nada, así que no te pongas histérico —se defendió—. Ahora contame, ¿te trató de levantar el maricón ese?

—Un poco más de respeto, que yo no hablo mal del gorila de tu novio.

Se quedó pensando, como tratando de hilar frases y sacar conclusiones. Después de un silencio eterno, estalló, ahora sin risitas, sin ironías. Más bien parecía indignada.

—¿Dijiste novio? ¿¡Sos homosexual!? —gritó agarrándose la cabeza

—Calíate, tarada, que te puede escuchar mamá —le tapé la bocaza.

—¡No me callo nada, contéstame!

—¿Pero vos sos o te hacés? Con todo lo que acabamos de hablar, ¿te queda alguna duda?

—Yo te estaba jodiendo, cuando vi las fotos pensé que eran amigos y el tipo te quería levantar, pero nunca me imaginé que vos... ¡qué asco!

—Bueno, no te alteres, no es para tanto. Felipe es divino, en serio.

—¡No sigas, que me da repulsión! —interrumpió—. ¡Lo único que falta es que me cuentes cómo cogen! —exageró.

—Pará de decir ganzadas, ¿querés?

—No puedo creer que seas... gay —le costó decirlo, como si se tratara de una mala palabra, de algo prohibido—. ¿No pensás casarte, tener hijos?

—Vos tenés la cabeza cuadrada, como todas las bolu-ditas de San Isidro. ¿Qué tiene si no me caso, cuál es el problema? —me defendí.

—No sé, no sé. Es verdad, soy una boludita que no entiende nada, así que mejor me callo —dijo, casi llorando, mientras salía del cuarto.

—¡Flor, pará! Una última cosa.

—¿Qué? —volteó.

—No le digas nada a mamá —le pedí en todo culposo.

—No te preocupes, no le pienso dar ese disgusto —sentenció, y se fue dando un portazo.

«Esta noche es Nochebuena, y mañana Navidad», decía un banner colorido que titilaba en mi cuenta de correos. ¿Y a mí qué carajo me importa?, pensé. La Navidad siempre me pareció una reverenda huevada, una fecha en la que todos corren alterados buscando regalos, reventando los shoppings y peleándose por quién come en la casa de quién.

El episodio de esa mañana con Florencia y las fotos del crimen me habían dejado de cama. Me sentía culpable, nervioso, con temor a que alguien más se enterase en casa y se fuera todo a la mierda. Flor era la primera persona de la familia en saber de mi condición de puto, y a eso había que agregarle «viviendo un romance clandestino con estrellita de TV latina trece años mayor, separado y con dos hijas». ¿Qué tal? ¿Cómo lo tomaría mi santa madre? ¿Qué le dirían «las chicas» del club, sus amigas de la fundación, sus compañeras de la misa diaria? ¿Y papá? ¿Se daría por fin cuenta de por qué nunca me gustó el rugby? Mejor ni pensarlo. Sólo me quedaba rezar para que la huevona de mi hermana mantuviera el pico cerrado.

Pasamos la Nochebuena en casa. Fue más aburrida que de costumbre, o tal vez así la veía yo ahora que me sentía cada vez más alejado de toda esa paparruchada navideña. Vinieron mis tíos, mis primos y mi abuela. Mamá encargó el mismo pavo de siempre, con ese cabello de ángel a los costados que me daba un asco mortal. Florencia no me sacó los ojos de encima, manteniendo una mirada acusadora que decía «conozco tus pecados», y yo, culposo, trataba de ignorarla y sacaba temas de conversación que me desviasen del asunto. Unos minutos antes del deprimente brindis de las doce, mamá rezó unas oraciones en voz alta y nos invitó a que pidiéramos «un deseo al niño Jesús en el día de su nacimiento». El que quería lo decía en voz baja, y el que no, cerraba los ojos y ponía cara de constipado. Mi abuela rogó por la salud de todos y la unidad familiar. Mamá, por el bienestar de sus hijos y los bebés de la fundación. La ronda siguió y casi todos dijeron alguna boludez que los hizo quedar bien, salvo mis primos más chiquitos, mi hermano menor y un par de tíos, que prefirieron guardarse las palabras. Cuando llegó mi turno no dije nada, cerré los ojos, puse cara de concentración, y pensé: no me jodan con esto de los deseos navideños, que ese cuento no se lo cree nadie. Aunque bueno, si insisten en que pida algo... Mi deseo para esta Navidad es irme a vivir con mi novio a Miami. ¿Será posible, Jesusito?

Después del brindis me quedé esperando el llamado de Felipe, pero los minutos pasaban y mi celular seguía mudo. Sonó a las doce y media, era Gonza invitándome a una fiesta. No quise ir. La sola idea de salir a la calle con todo el mundo borracho, festejando quién sabe qué y gritando «¡Feliz navidad!» como desaforados me daba terror. Seguí esperando con el teléfono en la mano, pero nada. Antes de dormir hice un último chequeo de mails. Ahí estaba su mensaje, que me emocionó hasta las lágrimas.

mi amor:

yo tampoco había amado a nadie en navidad como esta noche, te he extrañado mucho, me voy a dormir, sólo quería decirte que has estado conmigo toda la noche y que me haces muy feliz, te amo. eres mi hermano, cuenta siempre conmigo, duerme rico, pásala bien, feliz navidad.

Al día siguiente, mi única preocupación era cómo les iba a decir a papá y mamá que no pasaría con ellos la noche de Año Nuevo y, sobre todo, qué cuento les iba a inventar para justificar mi huida al Plaza con Felipe durante los próximos diez días. Miguel, uno de los chicos del centro, fue la mejor opción. La última semana del año con amigos en su casa de campo sirvió como excusa perfecta para que nadie se intranquilizara ante mi ausencia. «Pasala bien, y no tomes mucho», fueron los consejos de mamá. «Chau, hijo, divertite. Ojo con el alcohol», dijo papá entre risas. Ninguno de los dos le dio demasiada importancia al asunto. Ninguno notó mi alegría, mi excitación. Ninguno se imaginó que en unas pocas horas me encontraría con el hombre al que tanto amaba.

Veinticuatro

La vieja suite del hotel Plaza sirvió como punto de reencuentro. Ahí nos conocimos y decidimos que ése sería el mejor lugar para volver a vernos. Felipe llegó con una valija llena de regalos de navidad, en la que no faltaron perfumes, relojes y un par de remeras de Gap. Estaba más flaco, tenía la barba crecida y la remera pegada al cuerpo, mojada por el sudor. Al verlo así confirmé lo mucho que me gustaba, cuánto lo deseaba. Nos abrazamos, nos besamos y terminamos echados en la cama gozando con la reunión de nuestros cuerpos.

—¿Qué tienes pensado para mañana? —preguntó después de la acción—. ¿Sigue en pie lo de la fiesta de tu amiga?

—No es una fiesta privada, es una comida en un restaurante de Puerto Madero —le expliqué mientras me vestía—. Sólo hay que reservar una mesa y listo. Mi amiga va a estar con su familia. —Ah...

—Puede ser divertido, me dijeron que va a ir gente copada, muy cool. ¿Qué te parece?

—No sé, lo que te haga feliz —dijo con poco entusiasmo, como si todo le diera igual.

—Ok, reservo la mesa, seguro te va a gustar.

Al día siguiente fuimos a Zara con la excusa de que debía comprarme algo para usar la noche de Año Nuevo. El local estaba lleno de mexicanos, chilenos y otros latinoamericanos que aprovechaban la devaluación argentina para arrasar con todo lo que se les cruzara por el camino. Y yo estaba con un peruano que vivía en Miami, tenía dólares y sólo quería hacerme feliz. ¿El resultado? Vaciamos la tienda. La tentación fue incontrolable. Cada cosa que veía, cada prenda que me llamaba la atención, todo terminaba en la caja listo para irse conmigo. Mientras me retorcía el cuello frente al espejo del probador tratando de ver cómo se comportaba un pantalón de lino blanco con mi parte de atrás, Felipe se metió conmigo en el probador y empezó a ponerse y sacarse todas las camisas que encontró. Yo seguí probándome cosas, entrando y saliendo del mismo vestidor que mi chico. La escena no podía ser más gay. Todo el mundo empezó a mirarnos, algunos con simpatía y otros con un odio evidente. Pero la mayoría con envidia, porque nos estábamos comprando todo sin siquiera reparar en los precios. Entre los espectadores había una vieja gorda emperifollada que se nos acercó con cara de orto. «Si siguen dando un espectáculo tan desagradable, los hago echar», dijo en un indescifrable acento centroamericano. Felipe se rió y pareció ignorarla, pero a mí la vieja me buscó y me encontró, me sacó de las casillas. «¿Por qué no te metés en tus asuntos y me dejás de romper las bolas, gorda de mierda?», le espeté, y la mujer, pasmada primero y enfurecida luego, empezó a gritar con un tono histérico reclamando al personal de seguridad, haciéndose la que le faltaba el aire, fingiendo un desmayo. «¡Guardias, me están agrediendo, esos dos maricones quisieron levantarme la mano!», chilló desesperada, y Felipe, muerto de vergüenza ante semejante espectáculo que lo tenía como protagonista, molesto con mi reacción, me agarró fuerte del brazo pidiéndome al oído que nos fuéramos enseguida. «Que no se vuelva a repetir, al menos delante de mí», dijo una vez afuera, con una expresión que daba miedo. Era la primera vez que lo veía tan enfurecido, como si me odiara, como si estuviera arrepentido de estar ahí por mí. Me quedé helado, sin nada que decir. Me sobrevino la angustia, esa maldita sensación de haber metido la pata, de la cagada irreparable. Y la imagen de Felipe, sacado, loco, irreconocible. Empecé con un llanto leve, contenido, y terminé en un mar de lágrimas que no pude controlar. Me quedé callado, evitando el enfren-tamiento, la defensa, el argumento. No pude hacer nada.

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