Read Mi amado míster B. Online
Authors: Luis Corbacho
—No llores, mi niño, lo siento —dijo abrazándome.
Yo nada, las palabras no me salían.
—Ya, perdóname, no quise lastimarte —siguió.
—Lo siento, lo siento —repitió.
—Todo bien, ya está, olvídate —le dije, y traté de hacer como si nada hubiera pasado.
* * *
El pantalón a rayas, la remera color camel y las sandalias de cuero marrones... perfecto, pensé mientras me miraba frente al espejo. Terminé de arreglarme el pelo y bajé. Felipe me esperaba en el lobby hacía diez minutos, ya un poco inquieto por mi tardanza. Llevaba un pantalón clarito de Banana Republic, una remera blanca y una casaca color habano súper liviana que había comprado en Zara hace unas horas. «Te ves muy guapo», dijo al verme. «Ven, vamos, que se hace tarde.»
El restaurante de Puerto Madero nos encantó. Las luces bajas, las velas encendidas, la música ambient, la decoración súper minimalista, la mesas blancas... Todo parecía perfecto. Nos sentamos en la barra a tomar algo antes de empezar a comer. A los cinco minutos tuve que hacer la visita de rigor al baño. Mientras atravesaba el salón principal me vi obligado a correr y esconderme detrás de una columna. ¡Qué mierda hace Ignacio acá!, pensé, alteradísimo, con el corazón a mil revoluciones. Di una vuelta entera al salón, pasando por la puerta hasta llegar nuevamente a la barra sin cruzar por las mesas.
—Tenemos que irnos de acá —dije nervioso.
—¿Qué pasa, te sientes mal? —preguntó Felipe, con cara de preocupación, agarrándome con sus dos brazos.
—Allá, en una mesa —dije señalando—, allá está Ignacio, mi hermano, con su mujer y sus suegros... ¡Me tengo que ir!
—Cálmate, ¿cuál es el problema?
—¡Cómo que cuál es el problema! Les dije a mis viejos que me iba a una quinta con amigos. ¡Mirá si se enteran que estoy acá, y encima con vos!
—Nunca pensé que yo te daba tanta vergüenza...
—No te hagas el boludo, sabés que en mi casa nadie sabe nada... ¡please, vamos!
—Tu hermana sabe.
—Sí, pero no es lo mismo, si me ve Ignacio se pudre todo, en serio.
—¿Y a dónde vamos a ir a esta hora? Son las diez de la noche, 31 de diciembre...
—No sé, pero salgamos de acá.
El hotel fue la opción más segura. Terminamos en el balcón de la suite con el menú de Año Nuevo convertido en room service. Desde nuestro piso se veía toda la plaza San Martín y gran parte de la zona céntrica de Buenos Aires, que ya comenzaba a ser iluminada por los primeros fuegos artificiales.
—Creo que debes dejar de mentirle a tus padres, no puedes vivir así —dijo, todavía un poco molesto por el episodio anterior.
—Sí, tenés razón, pero no sé cómo hacer. Tengo miedo de lastimarlos.
—Eso suena como una buena excusa, «no se lo digo para no herirlos», pero me parece que no lo haces por miedo.
—Puede ser... pero mientras viva con ellos creo que lo mejor es que no se enteren de nada, sería muy incómodo, ¿no te parece?
—Sí, tiene sentido... Entonces no vivas más con ellos.
—Como si fuera tan fácil...
—Yo te ayudo, ¿quieres que alquilemos un depa en Buenos Aires?
La oferta sonaba tentadora, pero no, no me daba para tanto. Si Felipe me ponía un depa, ése sería el último paso para recibirme de putita mantenida. No podía caer tan bajo.
—¿Estás loco? —dije haciéndome el indignado—. Cuando me mude será a un lugar mío, ¿ok?
—No olvides Miami, ya sabes que todo sigue en pie, cuando tú quieras.
—Lo estuve pensando, suena bien, aunque...
—¡Ya son las doce! ¡Feliz año! —interrumpió bruscamente.
—¡Feliz año! —dije, y lo abracé y besé bien largo, bien fuerte.
—Te amo —dijo mirándome a los ojos.
—Yo también. Gracias por venir.
—No, gracias a ti por hacerme tan feliz —dijo mientras ponía el disco de Robbie Williams que le regalé para Navidad.
Empezó a sonar «Something stupid like I love you», la canción de Frank Sinatra que mi amado Robbie grabó con la divina de Nicole Kidman. Brindamos con champagne, nos pusimos a bailar abrazaditos y nos dijimos cosas ricas al oído.
—¿Cuál es tu promesa para este año? —preguntó.
—¿Qué, es obligatorio tener una?
—Claro.
Me quedé pensando.
—Voy a ser más audaz —dije—. Te prometo que este año seré más audaz —sentencié, con la mirada perdida en los fuegos artificiales que encandilaban el cielo de Buenos Aires.
te extraño, te amo. cuento los días para verte otra vez. salimos el martes a disney. te llamaré todos los días, debo llegar a santiago el jueves 30 o viernes 31 de enero, te haré una reserva para el sábado 1 de febrero, así nos vamos juntos a viña, todos mis besos son tuyos.
Primer jueves de enero. En Buenos Aires hacía un calor de cagarse que, sobre todo a media tarde, se tornaba insoportable. Lola me propuso que fuera a conocer su nuevo departamento para después salir a comer por Palermo. Naturalmente, nuestro episodio de sexo no consumado en la fiesta de
Soho
había quedado en el olvido por mutuo acuerdo. El programa me daba fiaca, «lata», como dicen en Chile, pero no veía a Lola hacía tiempo y tampoco tenía nada más interesante que hacer. Mi chico estaba de regreso en Miami, pasando las vacaciones con sus hijas en el maravilloso mundo de Disney. Y yo en Buenos Aires, esa puta ciudad, solo, aburrido, derritiéndome sobre el asfalto. Podría estar en Punta del Este con los chicos del centro, o en Pinamar con mis viejos, o de hippie recorriendo el sur con Gonza, pero no, decidí postergar mis vacaciones y tomarme el mes de febrero, todo completito, para estar con Felipe, solos, sin que nadie nos joda la paciencia. Aunque todavía faltaba casi un mes, un eterno y caluroso enero que debía pasar lo más rápido posible.
—¿Te gusta? —preguntó Lola con este tonito sensual que se le escapaba hasta en las conversaciones más triviales.
—¡Me encanta! Es re grande, y luminoso —dije por compromiso. En realidad, su depa me parecía una cueva de mala muerte.
—¿Viste?
—Y los muebles, ¡divinos! —volví a mentir.
—Los compré en una feria de San Telmo —dijo, como si estuviera orgullosa de semejante hazaña.
Con razón, pensé. Por algo me había dado tanto asquito apoyar el culo en el sofá.
—Bancá cinco minutos que me doy una ducha y salimos, ¿ok?
—Sí, no te apures, todo bien.
¿Por qué no se habrá bañado antes?, me pregunté, molesto por la situación.
Pronto se encerró en el baño. Ese ambiente y la cocina eran los únicos separados del resto mediante una puerta. Lo demás estaba todo a la vista, formando parte del mismo espacio. Aunque últimamente la categoría de loft cabe para cualquier mamarracho que no tenga divisiones, a mí no me engañan: lo de Lola era un típico monoambiente de esos en los que la palabra intimidad no existe. Aproveché su ausencia para examinar el lugar. Las paredes eran blancas y estaban peladas, desabridas, sin cuadros ni fotos ni nada. Sólo colgaba, al pie de la cama, un ridículo sombrero mexicano que hasta el día de hoy me pregunto qué función cumplía. No pude resistir la tentación de abrir el primer cajón de la mesa de noche, que, a mi entender, revela mucho de su dueño. Me aseguré de que la puerta del baño continuara cerrada con doble pestillo y la ducha siguiera prendida. La sorpresa fue bastante desagradable: cuatro consoladores, de distintos tamaños y colores, descansaban listos para satisfacer las urgencias de mi amiga. Sentí asco. Si bien no tengo nada en contra del uso de estos benéficos aparatos, la sola imagen de mi amiga gozando con un pedazo de plástico a pilas entre sus piernas me shockeó un poco. «Ya estoy», me dijo al rato, y yo, sin poder borrar de mi mente la escena de sexo ficticio entre Lola y sus consoladores, me apuré a abrir la puerta y llamar al ascensor.
El restaurante hindú naturista de Palermo Hollywood que eligió me hinchó las pelotas. Estaba lleno de inte-lectualoides/snobs/fashionistas de medio pelo que comían arroz integral con tofu y divagaban sobre el sentido de la existencia, aprovechando alguna que otra frase para despotricar contra Bush y sus políticas imperialistas y alabar la rebeldía comunista del maestro Fidel.
Lola habló de sus amantes, de todos y cada uno de ellos. Comparó tamaños, incluyendo longitudes y calibres, performances, niveles de experiencia y hasta olores y sabores. Cuando terminó su cháchara de presentadora de canal erótico, que ya me tenía un poco cansado, empezó con el interrogatorio.
—¿Cómo vas con Felipe, ya cogen un poco más o siguen jugando al toco y me voy?
El comentario no me causó gracia. Será porque la verdad hiere.
—En eso estamos, mejorando —respondí secamente, intentando eludir el tema.
—Pero los consejos que te di funcionaron...
—Sí, pero sigue siendo un quilombo. Que la crema anestésica, que el lubricante, que esta posición o la otra... Qué se yo, la mayoría de las veces preferimos tocarnos. Y eso no interfiere en el romanticismo, creéme.
—¿De qué romanticismo me hablás? Conmigo no hace falta que la sigas jugando de adolescente enamorado. Entre gitanos no nos vamos a tirar la suerte...
—¿Y a vos qué bicho te picó, nena? Claro que estoy enamorado, sino no estaría pensando en largar todo para irme a vivir con él —dije irritado, como a la defensiva.
—Yo también le hice el verso a un par de vejestorios. No nací ayer, querido.
—Ok, pará, te equivocás. Yo no saco ningún provecho de Felipe, nada, en serio. Además no es un vejestorio, ¡tiene treinta y ocho!
—¿Que no te aprovechás? ¿Y los viajes, y los hoteles cinco estrellas, y toda esa ropa que te compró?
Pensé la respuesta. Visto de ese modo, su razonamiento podía tener algo de sentido.
—Me compró ropa una sola vez, y los viajes son para vernos... ¡Es la única manera de vernos! —reaccioné.
—No te ofendas, no te estoy juzgando, para nada. Simplemente te aconsejo. Yo te puedo enseñar. Mirá, esto es sólo el principio, cuando ya acumulaste muchos regalos, después viene el auto, la primera conquista. Y con el tiempo, si aguantás, podés llegar al departamento propio... Yo estuve ahí nomás de enganchar uno, pero el tipo se avivó del asunto y me sacó cagando, ¡no sabés qué rabia!
—¿No entendés que no le saco guita? Al contrario, a veces me ofrece y no le acepto —dije, orgulloso.
—¿Y Miami? —siguió—. Esa la hiciste bien, si te sale te vas a vivir a una casa de la puta madre al lado de la playa, a rascarte el ombligo durante seis meses.
—La idea es escribir, no estar al pedo.
—¿Escribir? ¡Claro! —dijo sacando unos pañuelos de papel de su cartera—. Ésa es buena, con los contactos que tiene Felipe, podés limpiarte el culo con esto —hizo un ademán desagradable con uno de los pañuelitos— y dárselo para que lo presente en cualquier editorial, que te lo publican seguro.
Fue la gota que colmó el vaso. Ya no estaba dispuesto a aguantar los comentarios de aquella sexópata chupa-sangre. No dije nada; no le contesté mal ni la insulté. Simplemente me disculpé para ir al baño y, sin que me viera, caminé hasta la caja, dejé un billete y salí de ese apestoso lugar. No volví a verla nunca más.
En el auto, camino a casa, me pregunté una y otra vez, confundido y con un poco de culpa. ¿Estaba realmente enamorado de Felipe Brown, o seguía con él por interés?
Faltaban sólo dos días para mis vacaciones. El sábado 1 de febrero a la mañana viajaba a Chile, donde me esperaría Felipe para que pasáramos juntos todo el mes. Estaba muy ilusionado con la idea. Contaba los días (y a esta altura, las horas) para el momento de la partida. Otra vez tuve que inventar una historia para engañar a papá y mamá. No le hice caso a Felipe; no me atreví a contarles la verdad. Esta vez les dije que me iría de vacaciones a Chile porque mi amiga Ana, que vivía allá hacía un tiempo, me había invitado a pasar unos días con ella, y de ahí me iría a conocer el volcán de Pucón y a hacer un poco de turismo aventura.
«¿Pero cómo te vas a alojar en la casa de una chica que vive sola? ¿No tiene novio?», preguntó mamá, confundida, mientras yo pensaba: Qué pelotudo, por qué me habré inventado una excusa tan gay, y volví a mentir, rápido: «Pasa que en lo de Ana vamos a ser un montón de argentinos, un grupo grande, no voy solo, ¿cómo se te ocurre?». Y ella, chismosa, molesta: «¿Qué es eso, un reality show? Ni quiero pensar en lo que puede hacer esa gente rara con la que andás últimamente». Entonces yo, hinchado las pelotas de tener que estar dando tantas explicaciones a mi edad, le contesté, ya de mal humor: «Me voy, y si no te gustá, lo lamento, problema mío, ¿ok?».
Volviendo a lo anterior, estaba todo listo, el pasaje comprado y sólo dos días de espera antes de subirme al avión. Ese día no pude chequear mails porque había estado todo el día boludeando en el centro con Gonza. A la noche, muerto ya de cansancio, prendí la compu de casa y me conecté antes de ir a dormir. Tres mails: dos trash y uno de Felipe.
buenos días, ¿todo bien? he dormido algo mejor, después de tres noches fatales, sigo medio resfriado, el clima, inusualmente frío, ayer hizo un frío insólito para miami. no sé cómo decirte esto: ¿te molestaría cambiar la fecha del viaje? me explico: tengo que estar en viña el viernes por una rueda de prensa, será un día duro: muchas entrevistas, el sábado, que tú llegarías, tendría que ir a santiago a buscarte y a la noche tengo la grabación, que, tú sabes, me tendrá atento a eso. quizás sería más relajado y rico para los dos que vengas unos días después, así puedo ir a santiago a buscarte y, en principio, hasta el nueve, o sea hasta el siguiente domingo, no tengo presentaciones, ¿te parece bien? ¿o te molesta? igual no tenemos que decidirlo ahora, podemos ir viéndolo como viene, si prefieres viajar el sábado, yo feliz, pero quizás no podría ir a buscarte a santiago y te mandaría un chofer a buscarte al aeropuerto.
besos, que tengas un lindo día. te quiero.
¿Otra vez me cambia la fecha?, pensé, indignado. Y eso que le dije, antes de sacar el pasaje, que si prefería viajaba unos días depués para darle un descanso. Pero él no quiso, me dijo que no había problema, que tenía muchas ganas de verme, que por favor viajase el sábado. ¿Está mal de la cabeza este tipo? ¿Qué bicho le picó?
Esa fue mi primera reacción, aunque el mail de respuesta sonó mucho más suave.
mi amor:
no te preocupes, viajo el sábado y me quedo un par de días en lo de mi amiga ana, en santiago, y luego yo me ocupo de ir a verte a viña, cambiar el pasaje a esta altura es un lío que prefiero evitar, besos, te extraño.