Mi amado míster B. (22 page)

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Authors: Luis Corbacho

BOOK: Mi amado míster B.
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Puse «send» y no le di más importancia al asunto. Estaba seguro que Felipe me diría: «No importa, está todo bien, mejor te recibo el sábado y ya». Pero al día siguiente todo empeoró.

gracias por escribirme con tanto cariño, yo también te extraño, me sorprendió un poco que quieras viajar de todas formas, solo estaba buscando acomodar las cosas bien y buscar una cierta armonía, estoy un poco cansado y necesito estar unos días solo después de dejar a las niñas, pensaba anoche que llevo semanas sin estar solo: una, la gira enloquecida, que fue muy tremenda. Luego, diez días contigo en buenos aires, tan lindos, y enseguida estas tres semanas con las niñas, será por eso que necesito unos días para mí, para dormir sin preocuparme por nadie más y tener tiempo para leer y mimarme un poquito, si esto te molesta, lo siento de veras, pero necesito llegar a chile solo y acomodarme bien, sólo te pido que me esperes un poquito y que hagamos un cambio en la reserva —es solo una llamada— y ya está, que tengas un lindo día. besos.

No contesté. Salí de la oficina y me subí al auto, sin dejar de pensar en la mejor respuesta para Felipe. «¿Necesito estar unos días solo? ¿No pensar en nadie más? ¿Mimarme un poquito?» ¡Forro! Ya me lo hizo en Lima y en Miami. Me tiene harto con sus caprichitos y aires de estrella. ¿Qué hago? ¿Lo mando a la mierda y no voy? ¿Le digo que está todo bien y viajo cuando él quiera? Llegué a casa, fui directo a la cama, me acosté y tuve ganas de llorar. Más tarde prendí la compu y contesté el mail.

si querés estar solo, no hay problema, a mí me da igual, sólo te pido que para la próxima me avises con más tiempo sobre tus repentinos cambios, así puedo organizar mejor mis únicas vacaciones del año. y si tanto te molesta que vaya, todo bien, armo algo con mis amigos y listo, mímate mucho.

bye.

Envié el mensaje y me mantuve conectado. A esa hora Felipe siempre estaba leyendo los diarios por Internet, así que con suerte lo enganchaba. A los cinco minutos tenía una respuesta.

no sé qué decirte, no quiero decir una sola palabra fea o crispada, te quiero mucho y también necesito llegar solo a chile y acomodarme bien, eso es todo, es muy simple, entiendo tu fastidio y lo siento de veras, me encanta mimarte pero ahora quiero mimarme un poquito yo. espero que podamos vernos en una semana, si te impacientas y tienes un plan mejor, yo te quiero igual, abrazos.

Pasó un día entero sin ningún tipo de comunicación entre los dos, veinticuatro horas que se me hicieron eternas. La idea de decir «basta», de terminar con todo, de no verlo nunca más, se hacía necesaria. Pero las ganas de que me dijera que me extrañaba, que quería verme cuanto antes, eran más fuertes. La historia se repetía, igual que antes de ir a Miami.

—¿Hola? —atendí el celular.

—¿Cómo estás? —preguntó Felipe en el teléfono.

—Bien, tranquilo —contesté seco, indiferente—. ¿Vos?

—Mucho mejor. Anoche llegué a Santiago y finalmente pude dormir. —Ah.

—Y tú, ¿qué me cuentas?

—No, nada.

—Llamé a LanChile y ya es tarde para cambiarte el pasaje, así que...

—Ya sé, yo también llamé, no te preocupés.

—No me preocupo, simplemente quería decirte que estaré encantado de que vengas el sábado, ¿te parece?

—No sé, no quiero complicarte —contesté, todavía un poco ofendido.

—No me complicas, ya te reservé una habitación al lado de la mía, y María Paz vendrá, así que se ofreció para ir a recogerte al aeropuerto y llevarte a Viña.

—Ahora no te puedo dar una respuesta, dejame pensarlo —dije, haciéndome el difícil, igual que en las peleítas anteriores.

—Como prefieras. Sólo quiero que sepas que yo estaré feliz de que vengas, y que tienes el pasaje y el hotel a tu disposición.

—Gracias.

—De nada.

—Bueno, te dejo porque vienen a hacerme una entrevista. Chau, te quiero.

—Chau.

Veintiséis

—¡Martín!

—Hey, Mari, ¿cómo estás? —dije abrazándola y dándole un beso en la mejilla.

—Bien, ¿y tú? ¿Cómo ha estado el vuelo?

—Perfecto. Gracias por venir a buscarme, sos un amor.

—Ya, un placer. Ven, dejé el carro por allá —dijo adelantándose.

Seguí a María Paz hasta su auto, un Passat verde oscuro divino. Ella también estaba divina, toda de blanco, impecable, súper elegante y sexy, como siempre. Ya en la ruta a Viña puso un disco de Kylie, cosa que me fascinó, y manejó a toda velocidad.

—Tuve que regañarlo al Felipe por la perrá que te hizo —dijo, alzando la voz para ganarle al estéreo.

—Ah, te contó.

—¿Cómo se le ocurre, después de no haberte visto casi un mes? Yo, si me hacen eso, no lo perdono, jamás.

—Bueno, él es así, vos sabés. Pero son muchas más las cosas buenas que las malas, ¿no te parece?

—Claro, Felipe es un amor, tan bueno, tan sensible. Y te ama, muere por ti.

—¿Te lo dijo? —pregunté inseguro.

—Yo lo conozco muy bien, puedo darme cuenta de esas cosas. Está feliz contigo.

—¿Y por qué me dijo que viniera más tarde? ¿Cuál es el problema? Porque no es la primera vez que me lo hace...

—Yo sé. Es que el Felipe le tiene terror al compromiso, ése es su problema. Y es un maniático, le gusta estar solo, leer, dormir, no llamar a nadie, no atender el teléfono...

—Un plomo.

-¿Qué?

—Un plomo, un pesado.

—Ah, ya, un pesado total, un siútico. Es que yo encuentro que no ha nacido para estar en pareja, ¿tú sabes?

—Después de tantos años con Zoé terminó agotado el pobre. Y el divorcio ha sido para él una liberación, imagínate. Ahora sólo quiere estar solo. Bueno, me refiero a la convivencia, no a la relación que tienen ustedes. No me malinterpretes.

—No, claro, entiendo —dije, haciéndome el boludo, tratando de que María Paz no se diera cuenta de que cada palabra suya dolía, y mucho.

—Fíjate que está tan paranoico con el tema que una vez me contó que después de lo de Zoé se había jurado no volver a enamorarse, nunca más —siguió—. Como que se ha puesto una barrera, ¿cachai?

—Sí, él en cierta forma ya me lo explicó. Pero a veces está súper amoroso, y hace planes, dice que quiere comprar un depa en Buenos Aires para que estemos más cerca, o hasta me asegura que cuando quiera puedo ir a vivir con él a Miami, ¿no es raro?

—Él es así, se ilusiona y te hace ilusionar. Pero no para engañarte, nada que ver, sí, es un amor, demasiado bueno, pero a veces no mide sus palabras, de bueno nomás.

—Claro, entiendo, pero para mí es complicado.

—A ver, dime, para que no te confundas —dijo tratando de mirarme a los ojos sin perder de vista la carretera—. ¿Qué pretendes con Felipe? ¿Estás enamorado?

Me quedé pensando unos instantes, hasta largar una respuesta un tanto arriesgada.

—Creo que sí... —contesté, algo tímido.

Siguió prestando atención al camino, y se quedó callada. Su silencio se me hizo interminable.

—¿Qué pasa, dije algo malo? —pregunté, inquieto.

—No, para nada —respondió—. Te entiendo, yo también podría enamorarme de un hombre como él.

El Hotel del Mar, en Viña, era uno de los más lujosos de todo Chile, y sin duda el más sofisticado de la concurrida ciudad balnearia («concurrida» fue un adjetivo amable; podría haber usado masiva, popular... ¿grasa?). La entrada y los alrededores estaban llenos de giganto-grafías de Felipe que promocionaban su programa de televisión grabado desde el auditorio del hotel, donde entrevistaría a Fito Páez, Miguel Bosé, Diego Torres, y a algunos de los más reconocidos artistas chilenos. Cuando llegué sentí orgullo al ver su cara estampada en todos lados. Luego de saludar a mi chico, me registré y subimos a mi habitación, que estaba al lado de la suya.

—¿Te gusta? —preguntó mientras me hacía cariñito en el cuello.

—Espectacular, ¿cómo no me va gustar?

—Qué bueno, porque la tomé sólo para ti.

—¿Para mí solo? ¡Pero es muy grande! ¿Por qué no la compartimos?

—Yo tengo la mía, justo aquí al ladito, que es igual. Mejor así, que cada uno tenga su cuarto, su cama, para dormir mejor, ¿no te parece?

—Claro que me parece, pero te va a costar el doble...

—No importa, yo pago por dormir bien. Además, son tus vacaciones, y yo te invité, así que no me discutas —dijo besándome la espalda, el cuello, los hombros.

—Gracias, pero me hacés sentir culpable.

—No sigas con eso.

—Ok, como quieras.

—Bueno, ahora me tengo que ir a preparar el programa de esta noche.

—¿Ya? —pregunté desilusionado.

—Sí, hay mucha gente involucrada, no puedo fallar. Aprovecha para descansar, o si quieres puedes ir a la piscina con Mari, que está tomando sol. —Ok.

—¿Vas a estar bien?

—Sí, obvio —respondí antes de darle un besito de despedida.

* * *

Pasé la tarde durmiendo, escuchando música y recorriendo las instalaciones del hotel, que no dejaban de sorprenderme. La decoración era súper moderna, muy revista
Wallpaper,
con muebles en madera oscura de líneas geométricas, mucho cemento alisado y detalles de mármol blanco en pisos y paredes. Después pasé otro rato con María Paz en la pileta.

El estreno de esa noche en la tele fue un éxito. La fama de Felipe en mi país vecino me abrumaba, me recordaba que estaba saliendo con una estrella, y que yo, a su lado, no era nadie. Después del programa fuimos a comer al restaurante más caro del hotel. Puro lujo. A la mesa se sentaron María Paz y una amiga actriz que la acompañaba; el escritor Julio Santamaría y su novio argentino ex tripulante de Aerolíneas; Javi Edwards (hijo de uno de los hombres más ricos de Chile, que esa noche estaba todo vestido de Versace) y Cecilia López, la gerente del hotel, que se autoinvitó sin pudores. Javi se sentó a mi lado y empezó a hablarme, a coquetearme. Tenía cerca de veinte años y destilaba glamour con su ropa y sus accesorios de diva del pop. Cuando Felipe vio que Javi me coqueteaba, se acercó, me abrazó, me dio un beso y le lanzó, con una mirada un poco cínica:

—¿Ya has conocido a Martín, mi boyfriend?

—Sí —contestó Javi, incómodo—. Es un encanto.

—¿Has visto?

Mientras Felipe me abrazaba y acariciaba para poner al niño rico en su lugar, sentí la mirada fulminante de la López, que con sus ojos de cucaracha resentida comenzó a estudiarme con odio desde la otra punta de la mesa. No me habló en toda la noche, sólo se dedicó a observarme con su cara de arpía.

Al terminar la velada, subimos todos hasta el piso quinto, donde estaban nuestras habitaciones. María Paz invitó al grupo a seguir la fiesta en su cuarto. La mayoría aceptó, salvo Felipe, que se despidió muy amablemente alegando estar muerto de cansancio por el show. Me invitó a acompañarlo a su cama, pero la López se le pegó como mosca, incluso cuando todos se fueron con Mari. «¿Qué van a hacer ahora?», preguntó la cucaracha, con tal nivel de locura, de obsesión, como para no querer darse cuenta de que estaba de más, de que yo me iba a la cama con Felipe y ninguno de los dos tenía interés en su compañía. Me sentí incómodo, no supe qué decir, cómo reaccionar. Felipe le contestó, luego de un incomodísimo momento de silencio: «Nada, vamos a dormir», y abrió la puerta del cuarto, como diciendo «andate», pero ella, ensimismada en su locura, amagó meterse, a entrar con nosotros, y Felipe, muy cínico, le cerró la puerta en la cara, dejándola afuera, sola como una loca de patio. «Sólo quiero estar contigo», me dijo sonriendo. Entonces fui feliz, como una groupie que se iba a la cama con su estrella de rock.

Al día siguiente, me levanté a las diez y media y bajé a desayunar, solo, obviamente, porque Felipe no funcionaba hasta después de las dos de la tarde. En el bar del hotel me encontré con Javi Edwards, el niño rico, que desayunaba con un amigo en la única mesa con vista directa al mar.

—Javi, ¿cómo vas? —me acerqué a saludar.

—¡¿Cómo tai?! —gritó, efusivo, dejando la silla y parándose para abrazarme.

—Bien, tranquilo.

—Ya, siéntate. El es mi amigo Charly, llegó esta mañana de Santiago.

—¿Qué tal? —le di un beso en la mejilla.

Charly era un clon de Javi: la misma ropa, el mismo perfume, el mismo nivel de superproducción. Aunque era más lindo: un poco más alto, medio rubiecito, la piel tostada y un cuerpo agradable.

—Bien, ¿y tú? —dijo con su voz suave.

—Bien, gracias.

—¿Café? —interrupió el mozo, envuelto en su traje de pingüino.

—Sí, gracias, con un poco de leche, por favor.

—¿Y Felipe? —preguntó Javi, mientras tomaba, de a pequeños sorbos y con la delicadeza de una diva, el jugo de zanahorias que había mandado hacer especialmente.

—No, Felipe duerme hasta después del mediodía, por lo menos.

—¿Y qué vai a hacer? ¿No ti aburrí solo?

—No, supongo que iré a leer a la pileta.

—¡Ay, qué lata! —intervino Charly

—¿Alguna vez te hai tirado la suerte? —dijo Javi, tan rápido que no entendí de qué me hablaba.

—¿Cómo?

—Si hai ido a una bruja.

—Ah, no —respondí, mientras pensaba en la falta de sentido de la pregunta—. ¿Por?

Antes de que terminara de contestar, Javi estaba discando un número en su celular de colores chillones. «Hola amor. Bien, ¿y tú?, ya, ¿tienes un turno más? Sí, Charly y otro amigo, Martín. Ok, te veo.»

—Listo, te vienes con nosotros —afirmó con seguridad, como si mi opinión no importara.

—¿A dónde?

—A lo de mi guía espritual, la Karin.

—La bruja de Concón —corrigió Charly.

—Ya te he dicho que no ei bruja —gritó Javi, con los agudos en su máxima expresión.

—¿Una adivina? —pregunté, arriesgándome a recibir otro chillido de desaprobación.

—Algo así —contestó Javi, con el tono más calmado—. Karin es la mejor tarotista de todo Chile, hasta la usan los carabineros para atrapar secuestradores. ¿Tái listo?

—Supongo.

—Ya, vamos, que nos agarra el taco.

Salimos apurados. Javi caminaba rápido, pero sin perder el estilo, como si estuviera desfilando en una pasarela de Milán. Charly imitaba sus movimientos. Al pasar por recepción dejé dicho que volvía en un par de horas, que le avisaran a Felipe si se despertaba antes. En la puerta nos esperaba el Porsche de Javi, último modelo, descapotable, rojo furioso y con asientos de cuero negro. Nunca me había subido a un auto semejante. Tenía sólo dos butacas, así que Charly y yo tuvimos que acomodarnos uno encima de otro, yo sufriendo por la —¿incómoda?— situación en la que me encontré.

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