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Authors: José Mauro de Vasconcelos

Tags: #Cuento

Mi planta de naranja-lima (10 page)

BOOK: Mi planta de naranja-lima
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Una cruel rebelión comenzó a surgir dentro de mi pecho y conseguí responder con rabia:

—No hablo ahora, pero estoy pensando. Y cuando crezca voy a matarlo.

El lanzó una carcajada que fue acompañada por los espectadores.

—Pues crece, mocoso. Acá te espero. Pero antes voy a darte una lección.

Soltó rápidamente mi oreja y me puso sobre sus rodillas. Me aplicó una y solo una palmada, pero con tal fuerza que pensé que mi trasero se había pegado al estómago. Entonces me soltó.

Salí atontado, bajo las burlas. Cuando alcancé el otro lado de la Río-San Pablo, que crucé sin mirar, conseguí pasarme la mano por el trasero para suavizar el efecto del golpe recibido. ¡Hijo de puta! Ya iba a ver. Juraba vengarme. Juraba que… pero el dolor fue disminuyendo en la proporción en que me alejaba de aquella desgraciada gente. Lo peor sería cuando en la escuela se enteraran. ¿Y qué le diría a Minguito? Durante una semana, cuando pasara por el “Miseria y Hambre”, estarían riéndose de mí, con esa cobardía que tienen todos los grandes. Era necesario salir más temprano y cruzar la carretera por el otro lado…

En ese estado de ánimo me acerqué al Mercado. Me fui a lavar el pie en la pileta y a calzarme mis zapatillas. Totoca estaba esperándome, ansioso. No le contaría nada de mi fracaso.

—Zezé, necesito que me ayudes,

—¿Que hiciste?

—¿Te acuerdas de Bié?

—¿Aquel buey de la calle Barón de Capaiema?

—Ese mismo. Me va a agarrar a la salida. ¿No quieres pelearte con él, en mi lugar?…

—¡Pero me va a matar!

—¡Que va a matarte! Además, eres peleador y valiente.

—Está bien. ¿A la salida?

—Sí, a la salida.

Totoca era así, siempre se buscaba peleas y después era a mí a quien metía en el lío. Pero no estaba mal. Descargaría toda mi rabia por el Portugués contra Bié.

Verdad es que ese día recibí tantos golpes, que salí con un ojo morado y los brazos lastimados. Totoca estaba sentado con los demás, haciendo fuerza por mí, y con los libros sobre las rodillas; los míos y los de él. Se dedicaban a orientarme.

—Pégale un cabezazo en la barriga, Zezé. Muérdelo, clávale las uñas, que él solamente tiene gordura. Patea en los huevos.

Pero aun con ese ánimo que me daban y su orientación, a no ser por don Rozemberg, el de la confitería, yo habría quedado trasformado en picadillo. Salió de atrás del mostrador y sujetó a Bié por el cuello de la camisa, dándole unos zamarreos.

—¿No tienes vergüenza? ¡Semejante grandote pegarle a un chiquito así!

Don Rozemberg sentía una pasión oculta, como decían en casa, por mi hermana Lalá. Me conocía, y cada vez que estaba con alguno de nosotros nos daba galletas y caramelos con la mayor de las sonrisas, en las que brillaban varios dientes de oro.

***

No resistí y acabé contándole mi fracaso a Minguito. Tampoco hubiera podido esconderlo, con aquel ojo violeta e hinchado. Además de que, cuando papá me vio así todavía me dio unos coscorrones y sermoneó a Totoca. A él papá nunca le pegaba. A mí, sí, porque yo era lo más malo que había.

Seguramente que Minguito lo había escuchado todo.

Entonces, ¿cómo podría dejar de contarle? Escuchó, furioso y solamente comentó cuando acabé, con voz enojada:

—¡Qué cobarde!

—La pelea no fue nada, si vieras.

Paso a paso le conté todo lo que había ocurrido con el “murciélago”. Minguito estaba asustado por mi coraje y hasta me alentó:

—Algún día ya te vengarás.

—¡Sí que me voy a vengar! Voy a pedirle el revólver a Tom Mix y el “Rayo de Luna” a Fred Thompson, y voy a armarle una celada con los indios comanches; un día traeré su melena ondeando en la punta de una caña.

Pero en seguida pasó la rabia y nos pusimos a conversar de otras cosas.

—Xururuca, ni te imaginas. ¿Te acuerdas que la semana pasada gané un premio por ser buen alumno, aquel libro de cuentos La rosa mágica?

Minguito se ponía muy feliz cuando lo llamaba “Xururuca”; en ese momento, sabía que lo quería más aún.

—Me acuerdo, sí.

—Pero todavía no te conté que leí el libro. Es la historia de un príncipe al que un hada le regaló una rosa roja y blanca. Viajaba en un caballo muy lindo, todo enjaezado de oro; así dice el libro. Y en ese caballo enjaezado de oro salía buscando aventuras. Ante cualquier peligro acudía a la rosa mágica, y entonces aparecía una humareda enorme que permitía al príncipe escapar. En verdad, Minguito, me pareció que la historia era bastante tonta, ¿sabes? No es como esas aventuras que quiero tener en mi vida. Aventuras son las de Tom Mix y Buck Jones. Y Fred Thompson y Richard Talmadge. Porque luchan como locos, disparan tiros, dan trompadas. Pero si cualquiera de ellos anduviese con una rosa mágica, y ante cada peligro acudiese a ella, no tendría ninguna gracia, ¿no te parece?

—También creo que tiene poca gracia.

—Pero no es eso lo que quiero saber. Me gustaría saber si crees que una rosa puede ser así, mágica.

—Y… es bastante raro.

—Esa gente anda por ahí, contando cosas, y piensa que los chicos creemos cualquier cosa.

—Eso mismo.

Escuchamos un gran barullo, y resultó ser Luis que se venía acercando. Cada vez mi hermano estaba más lindo. Ya no era llorón ni peleador. Aun cuando me veía obligado a tomarlo a mi cuidado, siempre lo hacía con buena voluntad.

Le comenté a Minguito:

—Cambiemos de tema, porque le voy a contar esa historia a él; la va a encontrar linda. Y uno no debe quitarle las ilusiones a un niño.

—Zezé, ¿vamos a jugar?

—Yo ya estoy jugando. ¿A qué quieres jugar?

—Quería pasear por el Jardín Zoológico. Miré, desanimado, el gallinero con la gallina negra y las dos gallinitas blancas.

—Es muy tarde. Los leones ya se fueron a dormir y los tigres de Bengala también. A esta hora cierran todo; ya no venden más entradas.

—Entonces vamos a viajar por Europa. El muy pícaro lo aprendía todo y hablaba correctamente cualquier cosa que escuchara. Pero la verdad es que no estaba dispuesto a viajar a Europa. Lo que deseaba era permanecer cerca de Minguito. Él no se burlaba de mí ni se despreocupaba por mi ojo empavonado.

Me senté cerca de mi hermanito y le hablé con calma.

—Espera ahí, que voy a pensar en algún juego.

Pero en seguida el hada de la inocencia pasó volando en una nube blanca que agitó las hojas de los árboles, las matas de la cerca y las hojas de mi Xururuca. Una sonrisa iluminó mi rostro maltratado.

—¿Fuiste tú el que hizo eso, Minguito?

—Yo no.

—¡Ah, qué belleza! Debe ser el tiempo en que llega el viento.

En nuestra calle había un tiempo para cada cosa. Tiempo de bolitas. Tiempo de trompos. Tiempo de coleccionar fotos de artistas del cine. Tiempo de cometas, que era el más lindo de todos. Los cielos se veían cubiertos en cualquier parte por cometas de todos los colores. Cometas lindas, de todas las formas. Era la guerra en el aire. Los cabezazos, las peleas, los enredos y los cortes.

Las navajitas cortaban los hilos y allá venía una cometa girando en el espacio, enredando el hilo de dirección con la cola sin equilibrio. El mundo se tornaba solamente de los chicos de la calle. De todas las calles de Bangú. Después eran los restos arrollados en los hilos, las corridas del camión de la “Light”. Los hombres venían, furiosos, a arrancar las cometas muertas, confundiendo los hilos. El viento… el viento…

Con el viento vinieron las ideas.

—¿Vamos a jugar a la cacería, Luis?

—Yo no puedo montar a caballo.

—En seguida vas a crecer y podrás. Quédate sentadito ahí, y ve aprendiendo cómo es.

De repente Minguito se convirtió en el más lindo caballo del mundo; el viento aumentó y el pasto, medio ralo, se trasformó en una planicie inmensa, verde. Mi ropa de cowboy estaba enjaezada de oro. Relampagueaba en mi pecho la estrella de sheriff.

—Vamos, caballito, vamos. Corre, corre…

¡Zas, zas, zas! Ya estaba reunido con Tom Mix y Fred Thompson; Buck Jones no había querido venir esta vez y Richard Talmadge trabajaba en otra película.

—Vamos, vamos, caballito. Corre, corre. Allá vienen los amigos apaches llenando de polvo el camino.

¡Zas, zas, zas! La caballada de los indios estaba metiendo un ruido bárbaro.

—Corre, corre, caballito, la planicie está llena de bisontes y búfalos. Vamos a tirar, mi gente, ¡zas, zas, zas, zas!… ¡Purn, pum, pum!… ¡Fiu, fiu, fiu! Las flechas silbaban…

El viento, la galopada, la carrera loca, las nubes de polvo y la voz de Luis, casi gritando:

—¡Zezé! ¡Zezé!…

Fui deteniendo el caballo lentamente y salté sofocado por la proeza.

—¿Qué pasa? ¿Algún búfalo fue por tu lado?

—No. Vamos a jugar a otra cosa. Hay muchos indios y me dan miedo.

—Pero esos indios son los apaches. Todos son amigos.

—Pero siento miedo. Hay demasiados indios.

Capítulo 2

La conquista

Los primeros días yo salía un poco más temprano para no correr el peligro de encontrar al Portugués parado con su coche, comprando cigarrillos. Además tenía buen cuidado de caminar por la orilla de la calle, del lado contrario, casi cubierto por la sombra de las cercas de plantas que unían el frente de cada casa. Y apenas llegaba a la Río-San Pablo cortaba camino y seguía con las zapatillas de tenis en la mano, casi pegándome al gran muro de la Fábrica. Todo ese cuidado con el pasar de los días fue tornándose inútil. La memoria de la calle es corta y a poco nadie se acordaba de una más de las travesuras del chico de don Pablo. Porque así era como me conocían en los momentos de acusación: “Fue el chico de don Pablo”… “Fue ese condenado chico de don Pablo”… “Fue ese chico de don Pablo”… Una vez hasta inventaron una cosa horrible: cuando el “Bangú” recibió una paliza del “Andaraí” comentaron, burlándose: “El Bangú”
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“cobró más que ese chico de don Pablo”… A veces veía el maldito coche detenido en la esquina y retrasaba el paso para no tener que ver pasar al Portugués —al cual iba a matar tan pronto creciera— con su gran empaque de dueño del coche más lindo del mundo y de Bangú.

Por entonces desapareció durante algunos días. ¡Qué alivio! Seguramente habría viajado lejos o estaría de vacaciones. Volví a caminar hacia la escuela con el corazón sosegado y ya medio inseguro sobre si valía la pena matar a ese hombre más tarde. Una cosa era segura: cada vez que iba a trepar a un coche de menor importancia, ya no sentía el entusiasmo de antes y mis orejas comenzaban a arder penosamente.

Mientras tanto, la vida de la gente y de la calle se desarrollaba normalmente. Había llegado el tiempo de la cometa y “¡calle para qué te quiero!”. El cielo azulado se estrellaba de día con las estrellas más bonitas y coloridas. En el tiempo del viento dejaba de lado un poco a Minguito, o solamente lo buscaba cuando me ponían en penitencia después de una buena soba. Entonces no intentaba escapar, porque una paliza cerca de otra dolía mucho. En esos momentos me iba con el rey Luis a adornar, a enjaezar —término que me gustaba mucho— mi planta de naranja-lima. Para colmo, Minguito había dado un gran estirón y pronto, muy pronto, estaría dando flores y frutos para mí. Los otros naranjos demoraban mucho. Mi planta de naranja-lima era “precoz”, como tío Edmundo decía de mí. Después, él me explicó lo que eso significaba: era cuando las cosas sucedían mucho antes de que otras ocurrieran. Finalmente, me parece que no supo explicarlo muy bien. Lo que quería decir, simplemente, era que algo se adelanta…

Entonces yo tomaba trozos de cordón, sobras de hilos y agujereaba un montón de tapitas de botellas para ir a enjaezar a Minguito. ¡Había que ver lo lindo que quedaba! El viento, golpeándolas, hacía chocar una tapita contra otra y parecía que estaba usando las espuelas de plata de Fred Thompson cuando montaba su caballo “Rayo de Luna”.

El mundo de la escuela también era muy bueno. Yo sabía todos los himnos nacionales de memoria. El más grande de todos, que era el verdadero; los otros himnos nacionales de la Bandera y el himno nacional de la “Libertad, libertad, abre las alas sobre nosotros”. A mí, y creo que también a Tom Mix, era el que más me gustaba. Cuando iba a caballo, sin estar en guerra ni en cacerías, me pedía respetuosamente:

—Vamos, guerrero Pinagé, cante el himno de la Libertad.

Mi voz, bastante fina, llenaba las enormes planicies, con mucha más belleza que cuando cantaba con don Ariovaldo, trabajando los martes de ayudante de cantor.

Los martes hacía la rabona en el colegio, como de costumbre, para esperar el tren que traía a mi amigo Ariovaldo. Él ya bajaba las escaleras, mostrando en las manos los folletos para vender en las calles. Todavía traía dos bolsas llenas, que eran la reserva. Casi siempre vendía todo, y eso nos daba una gran alegría a los dos…

En los recreos, cuando alcanzaba el tiempo, hasta jugábamos a las bolitas. Yo era lo que se llama un experto. Tenía una puntería segura y casi nunca dejaba de volver a casa con la bolsita donde zangoloteaban las bolitas, muchas veces hasta triplicadas.

Lo más conmovedor era mi maestra, doña Cecilia Paim. Ya le podían contar que era el chico más diablo del mundo, que no lo creía. Como tampoco creería que nadie consiguiera decir más palabrotas que yo. Que ningún chico me igualaba en travesuras, eso no lo hubiera aceptado nunca. En la escuela yo era un ángel. Jamás me habían reprendido y me trasformé en el mimado de las maestras, por ser uno de los niños más pequeños que hasta entonces apareciera por allí. Doña Cecilia Paim conocía de lejos nuestra pobreza y, a la hora de la merienda, cuando veía que todo el mundo estaba comiendo, se emocionaba, y siempre me llamaba aparte para mandarme comprar una galleta rellena en lo del dulcero. Sentía tanto cariño por mí que me parece que yo me portaba bien solo para que no se decepcionara…

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